29 de diciembre de 2006

Revista de Derecho Administrativo Económico (RDAE) 1999-2006: Fin de una Etapa Editorial


Con el presente número 17, correspondiente al segundo semestre de 2006, ponemos fin a la edición de la Revista de Derecho Administrativo Económico (Rdae), iniciada en 1999, marcando el fin de una etapa editorial. Ello se debe en buena parte a que el Programa de Derecho Administrativo Económico (Pdae) en cuyo seno surgió esta publicación, evoluciona y deviene en un Centro de Investigación de mayor amplitud temática.

a) Para el equipo de la Revista y colaboradores del Programa, ambos de la Facultad de Derecho de la Pontificia Universidad Católica de Chile, resulta satisfactorio haber transitado junto a sus lectores en la senda editorial de esta revista especializada. Tenemos la certeza de que con esta herramienta, hemos contribuido al interés y desarrollo dogmático de las diversas disciplinas que ponen en interacción las potestades públicas de los órganos estatales con los derechos subjetivos/administrativos de los ciudadanos/administrados; esto es, la necesaria conjugación del sector público con el privado.

En el sendero de las ediciones especializadas, para su director, la Revista constituyó una segunda etapa. En efecto, esta revista surge al final de la década de los noventa y es sucesora –sin interrupción- de la Revista de Derecho de Minas y Aguas (1990-1993) escindida luego en dos revistas independientes: la Revista de Derecho de Minas (1994-1998) y la Revista de Derecho de Aguas (1994-1998), editadas con el auspicio de la Universidad de Atacama.

b) Sin embargo, el cierre de esta segunda etapa no significa el fin de nuestra tarea de difusión del Derecho Administrativo con énfasis en lo económico, sino el inicio de una nueva en la que consideramos desde ya la publicación de otros productos editoriales, los que ampliarán el espectro de materias y permitirán llegar en forma más continua y ágil tanto al mundo académico, como a los distintos actores, privados y públicos, que interactúan en este sector.

En el editorial con que presentábamos el primer número de la Revista en 1999 destacábamos la trascendencia de las disciplinas que reunimos bajo el clasificador disciplinario “derecho administrativo económico”, centrando nuestra atención en la acción del Estado/regulador de la actividad económica y la interrelación de los administrados-particulares, como agentes económicos con el Estado/Administración. El deseo inicial, que esperamos haber transformado en realidad, por humilde que sea, era y es aportar a la cultura jurídica nacional lo siguiente:

1º un concepto clasificatorio, acogido ampliamente por la doctrina extranjera, y

2º una dogmática de las ramas del derecho tratadas y divulgadas por la Revista.

Creemos que hemos sembrado en nuestro país siquiera ese significante “derecho administrativo económico”, pues con posterioridad hemos visto surgir publicaciones individuales que, por su parte, han emulado la expresión, ya sea como “derecho administrativo económico”, ya sea como “derecho constitucional económico”, en fin, como “derecho público económico”.

Con el paso del tiempo la Revista fue ampliando el espectro de las materias, al punto que en sus últimos números la Revista ha abarcado materias de carácter general de la disciplina matriz; esto es, del Derecho Administrativo General.

c) Es un hecho cierto que esta Revista ha sido un medio de difusión de la actividad de investigación jurídica, especialmente en las áreas en que la Administración regula con más fuerza la actividad económica, cuestión que no debilitaremos sino que reforzaremos como impulsores de un Centro de Investigación que abordará esta y otras áreas del Derecho Administrativo. A través de nuevas publicaciones, ya sea en papel o en formato electrónico, esperamos contribuir de manera más eficiente y eficaz al objetivo que tanto el Programa como la Facultad de Derecho y la Universidad persiguen. En concreto, que cada acción nuestra esté dirigida a que la comunidad académica, de abogados y jueces, reconozcan en esta casa de estudios superiores un punto de encuentro de análisis y discusión en temas trascendentes para la comunidad toda.

Entonces, si bien cerramos esta etapa, no lo hacemos con tristeza ni despreocupación por los objetivos que han guiado nuestro empeño editorial, ni abandonando a los lectores interesados que siempre han apoyado nuestra labor, pues en seguida iniciamos una nueva etapa a la que invitamos a investigadores, académicos y profesionales en general a participar con el mismo entusiasmo de siempre.

d) En fin, deseamos que se integren al debate informado y científico todos aquellos que lo deseen, cualquiera sea su postura intelectual. Esta apertura ha sido para el Director de esta publicación una constante preocupación como creemos que es notorio en sus páginas.

Para quienes nos desenvolvemos en la cultura del Derecho este modo de proceder en las publicaciones colectivas debe ser el Norte, preocupándonos de estándares científicos y formales, pero dejando de lado todo sectarismo vergonzante, toda soberbia intelectual y el silenciamiento del que piensa distinto.

Creemos haber demostrado, en cada una de las etapas editoriales que hemos abordado, un intento sincero por abrir los espacios intelectuales a diferentes opiniones recibiendo a todo autor que escriba con altura científica en cada una de las páginas en que colaboramos a editar el pensamiento ajeno.




[Publicado en Revista de Derecho Administrativo Económico, Nº 17, 2006]

27 de diciembre de 2006

Diario Oficial vía internet



¿Debe la ciudadanía seguir pagando para ello a una empresa semifiscal/semiprivada, cuyos precios no tienen competidor?

El limitado y costoso acceso a través de internet al Diario Oficial es incoherente con el deber constitucional de dar publicidad a las leyes y normas de los órganos del Estado y con la transparencia; además, existe un negocio asociado, cuya competitividad y compatibilidad cabe revisar.

El Diario Oficial se edita en Chile desde 1876 en una edición en papel. En internet no hay libre acceso ciudadano a su contenido; lo que sí hay es un curioso negocio, con participación accionaria de particulares, inaceptable para una tarea que la Constitución encarga al Presidente de la República, cuya naturaleza es de servicio público y esencial para la información ciudadana y para la transparencia pública.

¿Qué podemos exigir los ciudadanos al titular de la potestad-deber de realizar la única publicación oficial de las fuentes del derecho? Principalmente, que la edición se adecué a la exigencia constitucional de publicidad, de tal modo que la ciudadanía esté inmediata y oportunamente informada de las normas que la constriñen. Eso no sucede hoy, pues no es posible consultar el Diario Oficial vía internet. Salvo los restringidos índices, o pagando una costosa suma de dinero a una empresa “coligada”.

¿Es coherente con las necesidades de información de la ciudadanía, con la transparencia y con el desarrollo de internet? ¿Es un verdadero servicio abierto al público, esto es, al pueblo, a los ciudadanos? ¿No tienden la Constitución y todas las políticas públicas actuales a un amplio acceso a la información?

Es, obviamente, necesaria una renovación del Diario Oficial tanto en su contenido como en su formato, sobre lo cual ha habido crítica académica desde hace varios años. Su arcaico formato debiera modernizarse y editarse en un tamaño que facilite su lectura y archivo; es necesario estudiar la organización de su contenido, pues algunas normas, por su jerarquía, como las leyes, reglamentos y actos generales de la administración, merecen ser archivadas por su vigencia y carácter permanente; pero el formato actual no ofrece la posibilidad de separar y archivar sólo las normas generales, y eliminar o dejar en archivos secundarios aquellas informaciones de menor importancia.

La Presidencia de la República, como titular de la potestad-deber de editar este periódico oficial, puede prestar un mejor servicio a todos los ciudadanos, y no sólo a los que a la fuerza nos hemos tenido que habituar a sus entresijos. Pero las sugerencias formales no cierran el listado de las necesarias para su real modernización. Es que hay algo mucho más grave: la actual cobertura pública del Diario Oficial es parcial, pues su acceso a través de internet es no sólo limitado, sino comercializado a un alto precio, cuya competitividad y compatibilidad se desconocen, lo cual es incoherente con el papel constitucional que debe cumplir y con la transparencia.

El Diario Oficial no está sino parcialmente abierto al servicio del público, dado que su contenido no puede ser revisado por internet y la suscripción a sus contenidos por esta vía tiene un valor casi millonario; es poco equitativo con quienes no pueden pagar ese costo, pues este servicio ha sido creado para producir una igualdad popular al acceso a la información y transparencia de los actos del Estado, y en el mundo moderno no basta con el papel, sino también es necesaria la cobertura vía internet. Un recorrido por la web nos permite descubrir el estándar de cualquier democracia en materia de ediciones oficiales.

Considero injusto tener que pagar una alta suma de dinero a una empresa que por mail me ofrece una suscripción al "Diario Oficial electrónico", en que "usted podrá revisar el diario del día, a primera hora de la mañana, en el mismo formato del diario impreso", con un gran respaldo y confiabilidad, pues "todos los textos han sido extraídos directamente de los talleres del Diario Oficial". ¡Qué privilegio! El ofrecido no es un precio competitivo; huele a monopolio.


La Contraloría General de la República, desde hace poco, en un gesto admirable, ha cambiado su equivocada política anterior de no facilitar el acceso ciudadano a toda su información. El Parlamento y el Poder Judicial han avanzado mucho igualmente. En medio del notorio impulso que los órganos del Estado han realizado para facilitar el acceso ciudadano a la información y a la transparencia, ¿se podrá revisar este servicio público y permitirle a la ciudadanía siquiera leer el Diario Oficial día a día por vía internet? ¿Debe la ciudadanía seguir pagando para ello a una empresa semifiscal/semiprivada, cuyos precios no tienen competidor?



[Publicado en El Mercurio,. 27 de Diciembre de 2006]

23 de octubre de 2006

Las relaciones del derecho con la literatura



Invitado a relacionar el Derecho con otras manifestaciones de la cultura, he ofrecido en La Semana Jurídica diversos extractos del «derecho en la literatura».

Esta vinculación parece más lejana que otras a que estamos acostumbrados a percibir en las nunca calmas aguas del Derecho, como es el caso del derecho y la filosofía, y la teología, y la historia, y la sociología, y la economía, en fin, y la ciencia política. Estas ciencias suelen provocar vientos huracanados o placenteros amaneceres en el derecho, pero son relaciones que parecieran ser «serias», pues han producido tradición y ciencias autónomas: es el caso de la «Filosofía del derecho», de la «Teología jurídica», de la «Sociología del derecho», de la «Historia del derecho», del «análisis económico del derecho», en fin la, de la «Política jurídica».  Con estas ciencias todos los juristas nos hemos familiarizado desde el inicio de nuestro aprendizaje, dado que las facultades de derecho regularmente ofrecen su enseñanza, a cargo de una variopinta gama de «especialistas»: formados en una u otra de las ciencias que se avecinan, luchando ellos mismos, con conceptos y metodologías diversas, en medio de los intersticios que se producen entre las disciplinas conexas. El jurista de formación será usualmente un visitante de la disciplina conexa, tanto conceptual como metodológicamente; salvo…raras excepciones, en que se ha logrado ambas formaciones de base.

Al visitar la literatura, los juristas debemos estar conscientes que encontraremos conceptos y métodos extraños; y debemos acercarnos con el respeto de quien entra a un campo vecino. Las perspectivas de acercamiento entre derecho y literatura son las siguientes:

a) El derecho «de» la literatura. Es una relación propiamente jurídico-dogmática, de la que surgen las instituciones y principios de, por ejemplo, la propiedad literaria, la responsabilidad de los autores, por posibles plagios, el derecho de la prensa, injurias. Este es un amplio campo abierto para el jurista en cuanto especialista en derecho civil o penal, por ejemplo.

b) El derecho «como» literatura, esto es, el análisis de las cualidades literarias del derecho; materia ésta que es patrimonio intelectual de quienes conocen y dominan la hermenéutica literaria, por tanto campo cerrado para el puramente jurista.

c) En fin, el derecho «en» la literatura, esto es, la revisión del modo en que la literatura describe el fenómeno jurídico: las leyes, la justicia que de ellas resulta, los procesos de formación de aquéllas o de juzgamiento personal de las conductas de cada cual en relación a aquéllas; en fin, todos los problemas y actores del derecho: legisladores, abogados, jueces, profesores y alumnos de derecho, y todas la inmensa gama de posibles «justiciables»: contratantes, delincuentes, inocentes, procesados, etc.

Esta última ha sido y será nuestra perspectiva en estas columnas: un jurista de visita en la literatura; aquella que podemos considerar «canónica», formada por las autoridades de nuestra cultura literaria, en sus diferentes formas, para observar con alguna atención, quizás cautela, cómo los literatos han «imaginado» o «representado» aquello que los juristas llamamos derecho, el cual no es un sino un elemento más de la vida social. Prestaremos atención a los libros de la «gran» literatura, por lo que dejaremos de lado dos géneros muy difundidos: el «thriller», pues su ramplonería habitual impide algún mensaje literario rescatable; y la novela detectivesca o policial, la que si bien en muchos casos es seria y descriptiva de los ambientes «judiciales», el impulso de su acción suele quedar corto para los juristas: siempre hay un héroe que la protagoniza, que se enfrenta habitualmente al crimen, descubriéndolo, y finaliza cuando el culpable es entregado en manos de la «justicia». Pero es en este preciso momento en que habitualmente comienza el fenómeno que más interesa a los juristas… 



[Publicado en La Semana Jurídica, Nº 311, 23 de Octubre de 2006]

18 de septiembre de 2006

Juzgar cada caso en conciencia



Pedro Prado 
Un juez rural 

Extractos escogidos por Alejandro Vergara Blanco



[El arquitecto Esteban Solaguren es nombrado juez de subdelegación]

[El almácigo de cebollas]
– Es la señora de las cebollas –explicó el secretario-. Su demandado resulta ser don Beño. ¡Don Beño! ¿No lo conoce? Es un tonto muy ladino.
– Sírvase repetir su demanda –dijo Solaguren- ¿Es un asunto de unas cebollas?
– Sí, señor juez; almácigos que este ladrón me vendió sin ser el dueño.
[Después de interrogar a ambos:]
 – Escriba, secretario, la sentencia: “En el caso de don Beño, o del almácigo de cebollas, el juzgado desestima la demanda, porque no es verdad que existan en transacciones de negocios los llamados tontos pillos”.

[Los vagabundos]
La audiencia de los días martes era característica. Antes del desfile de los querellantes, el juez hacía presentarse a los presos por vagabundaje y ebriedad, recogidos en los clásicos días consagrados a Baco. (…) El secretario, cumplidos los engorrosos preliminares, señaló a los reos por delito de vagancia. (…) Como el juez permaneciera silencioso, el secretario se atrevió a insinuar:
– Según la ley, la vagancia está penada…
– Perdone usted, Galíndez. Desde hoy en adelante, mientras yo sea juez, los que no tengan domicilio fijo, los que no ejerzan oficio ni trabajos conocidos, y a quienes se encuentre caminando o en ociosidad constante por campos y poblados de mi jurisdicción, no serán detenidos por la policía. Sé que contravengo la ley; pero he sido nombrado para juzgar en conciencia…

[A los que desistieren]
Escuche, secretario: “Todos aquellos que, en vez de buscar amigablemente un arreglo a sus dificultades, se hayan presentado o en adelante se presenten a esta secretaría y eleven una demanda y luego de iniciada, desistan de proseguir en ella, y no concurran a la audiencia para la cual fueron citados, se estimará que se han servido de este juzgado como de un arma para infundir miedo, y como no es posible prestarse a manejos de esa especie, y como ocurre que por verse libres de molestias y trámites judiciales, muchos son capaces de soportar injusticias, a trueque de que se les deje en paz; y como también sucede que quien revela haber arreglado un asunto con el cuco del juez, bien pudo arreglarlo sin tan barato recurso, este juzgado, para no verse empleado en tan deprimentes manejos, manejos que sirven para ahuyentar soluciones de equidad, pena a cada uno de los querellantes desistentes a cinco pesos inconmutables, a beneficio íntegro del secretario del juzgado, que no está dispuesto a servir de metemiedo”.

[El caballo perdido]
– Entre –dijo el guardián–. Este señor viene a reclamar un caballo suyo que la policía encontró vagando por las calles. El caballo está en los corrales del cuartel.
– El señor que llamaba –explicó [el secretario] al oído de Solaguren- es dueño de un caballo que está en los corrales de la policía.
– ¿Cómo? ¡La persona aquí presente dice lo mismo!
Solaguren, inquieto, constataba que los datos sobre el caballo que dieran ambos presuntos dueños, coincidían. Quedó perplejo. Pensó en viejas historias, en sabios jueces árabes. ¿Qué hacer? Varios días después se presentó el verdadero dueño.
– Palabras, palabras –anotó en su mente Solaguren-, infiel traducción de las cosas, ¿cómo voy a creeros en adelante?

[Renuncia]

“Señor Intendente: (…) Yo, (…). Juez de la subdelegación 13 y 14 rural del departamento de Santiago, presento la renuncia de mi puesto (…), porque me encuentro confundido ante la evidencia que ahora, para mí, existe de no poder hacer justicia entre los hombres. (…) He procedido a juzgar cada caso en conciencia. A menudo mis fallos han contravenido vigentes disposiciones legales; (…) poco a poco fui aproximándome a juzgar el principio mismo que me movía: a juzgar la justicia. (…) ¿Sobre qué base fundar la verdadera justicia? Estoy demasiado confundido; no veo cosa alguna con claridad. Me ha traído este cargo una inquietud mayor ante la vida; por su causa, ahora la comprendo menos. Sírvase US…”



[Publicado en La Semana Jurídica, Nº 306, 18 de Septiembre de 2006]

4 de septiembre de 2006

¿Todo juez termina un día siendo penitente?



Albert Camus
La caída (La chute)

Textos escogidos por Alejandro Vergara Blanco



[Un abogado evoca su propia caída desde la vanidad del éxito mundano]

¿Señor, puedo ofrecerle mis servicios, sin correr el riesgo de parecerle importuno?

Si quiere saberlo, era abogado antes de venir aquí. Ahora soy juez penitente.

Pero permítame que me presente: Jean-Baptiste Clamence, para servir a usted.

¿Qué es un juez penitente? ¡Ah, lo intrigué con el asunto!, ¿no?

Hace algunos años era yo abogado en París, y por cierto que un abogado bastante conocido. Tenía yo una especialidad: las causas nobles. Las viudas y los huérfanos, como suele decirse. Me bastaba husmear en un acusado el más ligero olor de víctima para que entrara en acción. ¡Y qué acción! ¡Una tormenta! Verdaderamente era como para pensar que la justicia se acostaba conmigo todas las noches. Estoy seguro de que usted habría admirado la exactitud de mi tono, el equilibrio de mi emoción, la persuasión y el calor, la indignación de mis defensas. Además, me sostenían dos sentimientos sinceros: la satisfacción de estar del lado bueno de la barra y un desprecio instintivo por los jueces en general.

No podemos negar que, por el momento, los jueces son necesarios, ¿no es así?

Yo estaba en el lado bueno: el sentimiento del Derecho es un poderoso resorte para mantenernos en pie o para hacernos avanzar.

La manera de ejercer mi profesión me colocaba por encima del juez, al que, a mi vez, yo juzgaba, y por encima del acusado, a quien yo obligaba a que me estuviera agradecido. Pese usted bien estas cosas, querido señor: yo vivía impunemente. Ningún juicio me alcanzaba; yo no estaba en la escena misma del tribunal, sino en otra parte, en los palcos altos, como esos dioses a los que de vez en cuando se hace descender por medio de un mecanismo, para transfigurar la acción y darle su sentido. Después de todo, vivir por encima de los otros sigue siendo la única manera de que los más lo vean y lo saluden a uno.

Los jueces castigaban, los acusados expiaban su falta, y yo, libre de todo deber, sustraído al juicio y a la sanción, reinaba libremente en una luz edénica.

Por lo menos sabía que no estaba del lado de los culpables, de los acusados, sino en la medida exacta en que su culpa no me causaba ningún daño. Su culpabilidad me hacía elocuente, porque yo no era la víctima. Cuando me veía amenazado, no sólo me convertía en un juez, sino en un amo irascible que, fuera de toda ley, quería aplastar al delincuente y hacer que cayera de rodillas.

Lo cierto es que la palabra misma “justicia” me provocaba extraños furores. Por fuerza debía continuar utilizándola en mis defensas.

La referencia, puramente verbal, que a veces hacía a Dios en mis discursos de defensa, provocaba la desconfianza de mis clientes. Sin duda temían que el cielo no pudiera hacerse cargo de sus intereses tan bien como un abogado imbatible en lo tocante al código.

El que se adhiere a una ley no teme el juicio, que vuelve a colocarlo en un orden en el que él cree. Pero el mayor de los tormentos humanos consiste en que los juzguen a uno sin ley. Sin embargo, padecemos precisamente de ese tormento. Privados de su freno natural, los jueces, desencadenados al azar, lo despachan a uno en un santiamén. Entonces, ¿no le parece?, hay que procurar actuar más rápido que ellos.

¡Felizmente yo llegué! Yo soy el principio y el comienzo, yo anuncio la ley. En suma, que soy juez penitente. Sí, si, mañana le diré en qué consiste este magnífico oficio.

Puedo ejercer, sin remordimiento alguno de conciencia, la difícil profesión de juez penitente que adopté después de tantos sinsabores y contradicciones; y ya es hora, puesto que usted se marcha, que le diga por fin en qué consiste esta profesión.

Mi punto de partida, mi principio, consiste en no admitir nunca excusas para nadie. Niego la buena intención, el error estimable, el paso equivocado, la circunstancia atenuante. Yo no bendigo, no distribuyo absoluciones.

Puesto que todo juez termina un día siendo penitente, había que hacer el camino en sentido inverso y ejercer la actividad de penitente para poder terminar siendo juez…



[Publicado en La Semana Jurídica, Nº 304, 4 de Septiembre de 2006]

28 de agosto de 2006

Naturaleza jurídica de la riqueza mineral (I): Análisis crítico de las teorías tradicionales

Resumen: Revisión crítica de las teorías desarrolladas en la doctrina, legislación y jurisprudencia chilena sobre la naturaleza jurídica de la riqueza mineral. Según el autor las tesis del «dominio eminente» y del «dominio patrimonial» del Estado no se sostienen teóricamente, y hoy agonizan en medio de sus últimos estertores.



Introducción.

En los textos que han regulado la minería en Chile se ha considerado al Estado vinculado jurídica, directa y patrimonialmente a las minas o, de manera más general, a la riqueza minera. La reafirmación de un «dominio» estatal de las minas, al menos formalmente, se ha producido en 1980 en el art. 19 Nº 24 inc. 6º CP (que expresa de manera enfática: «El Estado tiene el dominio (…) de todas las minas»).

Para explicar este vínculo que los textos legales, desde el siglo XIX, y aun el texto constitucional vigente, establecen entre el Estado y las minasin rerum natura, la doctrina jurídica chilena ha debatido intensamente; discusión que siempre ha girado en torno a la naturaleza de un supuesto «dominio» que el «Estado» tendría sobre las minas, existiendo hasta ahora básicamente dos posiciones:

i) una teoría, originada en el singular ingenio chilensis, a través de la cual amplios sectores de la doctrina jurídica nacional, para enfrentar los explícitos textos legales, si bien creyeron ver al Estado titular de un «dominio» sobre las minas, lo calificaron de «eminente» (propugnando, en seguida, que la propiedad de las minas correspondería en realidad al descubridor de las mismas, una vez denunciadas);

ii) la otra teoría, tan tradicional como la anterior, que podemos llamar«patrimonialista», propugna y justifica plenamente que las normas consideren al Estado jurídicamente «dueño» de las minas, esto es, titular de un dominio «radical» o «pleno» sobre ellas, in rerum natura: como riqueza minera.

1.  La teoría del «dominio eminente». a) Deformación del concepto de dominio eminente. Sostener hoy esta tesis resulta anacrónico. A partir de 1855 (Código Civil), en toda la historia legislativa propiamente chilena siempre se consideró al «Estado» como titular del «dominio» de todas las minas. No obstante, una persistente doctrina chilena, interpretó esta declaración, como la atribución al «Estado» de un transitorio «dominio eminente», no patrimonial, mero instrumento para la ulterior «propiedad minera» del particular descubridor o concesionario; una vez descubiertas por o concedidas a los particulares, pasan a constituir una «propiedad privada» de ellos; una forma especial de propiedad privada, regida por el derecho civil.  El particular adquiría así «propiedad minera», quedando el Estado como titular de un etéreo «dominio eminente».

La configuración primigenia del «dominio eminente», como concepto jurídico, nace de la obra de Grocio (De iure belli ac pacis, I, 2, VI), como una facultad perteneciente al soberano;  para él la facultas eminens  es relativa a la soberanía, y no un derecho de propiedad o dominio. No obstante, una reformulación privatística posterior concibe el dominio eminente como aquella posibilidad que tiene el soberano (y, por lo tanto, el Estado) de disponer de los bienes de los súbditos en base a un supuesto derecho de propiedad del Estado sobre todo el territorio.

En nuestra historia legislativa, es el Código Civil de 1855 el que por vez primera, en su artículo 591, consagra un vínculo estatal dominical con las minas; tal artículo, según los autores nacionales que propugnan esta teoría, consagraría un «dominio eminente» del Estado sobre las minas.

b) Últimos estertores esta la doctrina. En 1971, en virtud de la ley Nº 17.450, de reforma constitucional, se clarificó la regulación. A partir de tal ley, la normativa se define enfáticamente por la concepción «patrimonialista» del vínculo del Estado con las minas y, de paso, borra de un plumazo toda pretensión de «dominio eminente» estatal y de «propiedad minera» particular. Pero este texto normativo de 1971, que se repite en la Constitución de 1980, no sólo es el resultado de un cambio político, sino que de la doctrina de relevantes autores del derecho minero.

No obstante, bajo la influencia de profesores de la disciplina que seguían en las postrimerías del siglo XX sustentando esta tesis, en el anteproyecto de CP de 1980, aprobado por la Comisión Ortúzar se realizó el último intento por desenterrar esta doctrina del «dominio eminente», lo que en definitiva no prosperó, consagrándose en la CP un texto pretendidamente «patrimonialista».

2. La teoría del «dominio patrimonial» del Estado sobre las minas. a) Una tesis basada en la literalidad normativa. Para los autores que sostienen la teoría «patrimonialista», sobre las minas existiría una titularidad dominical del Estado; una propiedad, todo lo «especial» que se desee, pero igualmente propiedad, que se distingue de la privada por ser ésta «del Estado».  Esta teoría se ha visto enormemente facilitada por la literalidad que se ha infiltrado en nuestros textos legales y constitucionales desde 1855 (art. 591 del Código Civil: «El Estado es dueño de todas las minas…»), y hasta hoy, en la CP (art. 19 Nº 24 inc. 6º: «El Estado tiene el (…) dominio de todas las minas…»).

Para el desnudo texto de la CP las minas constituyen «dominio [del] Estado» (art. 19 nº 24 inc.6 CP); pero, esta base normativa tenía alguna coherencia en 1971, y pudo considerarse «correcta» (coherente, más bien), con toda la historia legislativa nacional y con esa época, en que la regulación le permitió al Estado un amplio margen de acción; inclusive ser «propietario» in rerum natura (en la CP de 1971) de esta riqueza; aunque cabía considerarla más bien nacional.  Pero la mera repetición literal de la declaración de 1971, según la cual «el Estado tiene el dominio absoluto, exclusivo, inalienable o imprescriptible de todas las minas», en el art. 19 nº24 inc. 6º de la CP de 1980, no puede considerarse por sí sola; para ser comprendida cabalmente, cabe una observación sistemática. En efecto, a pesar de esa aislada declaración formalmente tan vigorosa, se han operado en el contexto normativo de 1980 cambios de fondo a los existentes en 1971.

b) Últimos estertores de la doctrina del «dominio patrimonial» de las minas.La tesis que postula el «dominio patrimonial» del «Estado» sobre las minas falla tanto en la teoría como en la praxis. Decir que habría un «dominio» estatalsobre las minas en estado natural, in rerum natura, antes de ser descubiertas siquiera tales minas, es algo que teóricamente, desde una perspectiva fenomenológica, cabe considerar como apriorística y de difícil comprensión. Pero aún ante la evidencia de la ausencia de una explicación teórica aceptable de parte de sus exponentes, se podría llegar a aducir que en definitiva se trataría de una «propiedad» sui géneris; o incluso de una «ficción» dirigida más bien a considerar a las minas como «patrimonio de la Nación»; pero ni los textos ni los defensores de la tesis postulan algo similar, y se opera del mismo modo que los antiguos defensores de la tesis, también hoy arrumbada, del «dominio eminente»: a través del «mito», de repetir la fórmula normativa, sin más; o de hacer sinónimos al Estado, con la Nación, desfigurando la fórmula.

Mientras, por una parte, la tesis antagónica del «dominio eminente», utilizaba ese concepto unido a la soberanía para posibilitar, en definitiva, el otorgamiento in rerum natura de las minas, como «propiedad», a los particulares; por otra parte, los defensores de la «tesis patrimonialista» utilizan del mismo modo el concepto de la soberanía sobre los recursos naturales donde surgiría como atributo, para otorgarle en definitiva el «dominio» sobre las minas al «Estado o Nación». Ambas tesis, tocando el Cielo jurídico, recurren al fin de cuentas a conceptos pre-jurídicos. En esta tesis «patrimonialista» es más notoria la condición de estertor del recurso in extremis de elevación (o soterramiento) a esferas del «más-allá» de lo jurídico; buscando ayuda, ante la falta de elementos propiamente dogmáticos, en la «naturaleza» de la soberanía «estatal» (olvidando incluso que el soberano no es el Estado).

En fin, ha fallado también esta tesis «patrimonialista» desde la perspectiva de la praxis, dado que ha quedado en evidencia que el supuesto «dominio» estatal no tiene actualmente, en la CP y en la legislación de desarrollo, otra significación que el otorgamiento ordenado de derechos a particulares, mediante concesiones, de acuerdo a lo previsto en el art. 19 nº 24 incisos 6º a 10º de la CP.

Tanto así, que el intento reciente de aplicar un cobro en dinero a los concesionarios mineros, aduciendo que el «dueño» de las minas podría cobrar una regalía (o «royalty»), basado sólo en tal supuesto «dominio», no fue aceptado como Proyecto de Ley en 2004 en el Congreso. En otras palabras, el supuesto «dueño» de las minas no puede cobrar sumas de dinero extra a los concesionarios en calidad de tal, precisamente por no ser tal. Y para poder proceder a dichos cobros el delegado del soberano: el «Estado» (supuesto «dueño» de las minas), en su faz de Legislador, tuvo que recurrir a un camino más clásico, para lo cual no necesita ser dueño de las minas, ni aducirlo: ejercer la potestad tributaria. Y así se realizó mediante la Ley Nº20.026, que establece un impuesto específico a la «actividad» minera (Diario Oficial de 16 de junio de 2005).

Esto es otra demostración de lo artificial que resulta la declaración de la CPen cuanto señala al Estado como «dueño» de las minas, y el inútil intento doctrinario de darle un sentido patrimonial. En el fondo, el texto del artículo 19 Nº 24 inciso 6º CP en cuanto declara que «el Estado tiene dominio de las minas», no es nada más que un exceso retórico del constituyente, cuyo espíritu está dirigido a evitar la apropiación de las minas, in rerum natura, por los particulares: ¡La letra mata; el espíritu vivifica!

Es la rediviva y artificial tesis patrimonialista, consagrada por primera vez en una norma constitucional en la década de los 70 por prudencia política, para evitar que cundiera la también artificial tesis adversa del «dominio eminente», que propugnaba «propiedad» para el particular. Un exceso contestado con otro exceso: un empate de excesos. ¿Y la doctrina científica de los juristas? Ausente.

3. El zigzageo histórico de unas tesis extremas. No parece real la existencia de una «propiedad estatal» en bloque, in rerum natura, de la riqueza minera; tan irreal como una «propiedad minera» del descubridor o concesionario, una vez «descubierta» una mina, como lo sustentan, respectivamente, las tesis «patrimonialista» y del «dominio eminente».

i) En cuanto al pretendido vínculo «patrimonial» del Estado sobre las minas, gran parte de los analistas que sostienen esta teoría esgrimen el texto constitucional, como intentando convencerse, por repetición, simplemente, sin analizar su contexto ni coherencia. ¿El Estado puede en realidad ser un «propietario»? La «propiedad estatal» de las minas es artificial; cabe calificarla de una necesidad política momentánea para evitar que los particulares se apropiaran, como propios, como propiedad, de los yacimientos  mineros.

ii) En cuanto al vínculo «patrimonial/propietario» de los particulares sobre las minas, una vez descubiertas, que propugna la tesis del «dominio eminente», es igualmente artificial, y opera como la idea contrapuesta a la teoría anterior.
Para explicar este zigzagueo, y su nefasta consecuencia en la conciencia jurídica, existe un excelente ejemplo histórico: la «Nacionalización del Cobre», de 1971.

a) Del dominio «eminente» a la «propiedad estatal». En Chile se sustentó durante muchos años esta tesis irreal de que el dominio estatal era «eminente». Durante la época de la Nacionalización del Cobre se quizo evitar la aplicación de la figura del «dominio eminente» a las minas, pues dado que tal tesis postulaba que una vez «descubierto» o denunciado un yacimiento, era «propiedad» particular, se hubiese tenido que pagar como país a las empresas concesionarias extranjeras expropiadas unas indemnizaciones inmensas.

Durante el Estudio de la actual Constitución, también se intentó introducir esta fórmula del «dominio eminente», pero ello fue modificado por la Junta de Gobierno en el texto plebiscitado, principalmente por el equipo de militares, que consideró que eso atentaba contra aspectos centrales de la seguridad nacional.

En realidad, la tesis del dominio eminente, era tan excesiva que de haberse aplicado no se habría podido llevar adelante la Nacionalización en 1971.  O sea, en esa tesis del dominio eminente (tan irreal y extrema como la del dominio patrimonial del Estado), si bien se seguía utilizando la palabra «dominio» a favor del Estado, lo que se pretendía era entregarle en dominio a los particulares estos yacimientos. La Nación, a través del Parlamento, reaccionó manifestando lo excesivo de esa tesis y proclamó otro exceso: el dominio «estatal» sobre los yacimientos mineros: ¡los extremos se tocan!

b) Dominio minero y «engaño» a la conciencia popular. Ahora bien, esta situación, al mismo tiempo, descubrió un «engaño» a la conciencia popular, a la conciencia nacional. El problema del «engaño», proveniente de los sectores jurisdiccional, legislativo y académico que propiciaban una u otra teoría radicó en lo siguiente: a pesar de que en textos vigentes (art. 591 del Código de Civil, y artículos 1º de los Códigos de Minería de 1888 y 1932) se escribía que el Estado era dueño de las minas, al mismo tiempo, y en virtud de otras disposiciones legales contemporáneas, se estableció «propiedad minera» del particular concesionario, en registros idénticos a los inmobiliarios, denominados de «propiedad minera». Así, en la opinión jurídica experta, y a partir de ahí traspasada a la conciencia popular, todo empezó a cambiar, y todos comenzaron a hablar y a escribir desde el siglo pasado y hasta ahora de una «propiedad minera» de los particulares. Todos se sintieron «propietarios mineros», y todas las empresas abrieron departamentos de «propiedad minera», paralelo a que los Conservadores de Minas tenían y tienen registros de «propiedad minera».

Con lo anterior, quiero graficar cómo quienes profesamos una ciencia jurídica, para qué decir la voz del Congreso o de los jueces, traspasamos a la conciencia popular la sabiduría jurídica, la divulgamos: en este caso, se les dijo a los mineros, a todos los chilenos, durante un siglo, que ellos eran o podían ser «propietarios mineros», y ellos se sintieron «propietarios mineros». Pero el 16 de julio del año 1971 se dictó la Ley nº 17.450, de Nacionalización del Cobre, aprobada por la unanimidad del Congreso Pleno, y todo cambió: ¡esos «propietarios mineros», por una magia jurídico-legal dejaron de serlo, y ahora pasaban a ser meros «concesionarios mineros»!



En una alegoría, podemos decir que los mineros se durmieron la noche anterior a la publicación de esa ley con la conciencia de que eran «propietarios mineros», pero al otro día ellos despertaron constitucionalmente declarados como meros «concesionarios mineros». ¿«Traición» a la conciencia popular? Esta es una lección histórica. De ahí que debemos aquilatar la responsabilidad que tenemos los juristas al producir y divulgar conceptos jurídicos, ya que nosotros diseminamos estos conceptos jurídicos a la sociedad y la sociedad los toma y cree en ellos. ¿Cómo no, si provienen de los supuestos «expertos»?



[Publicado en La Semana Jurídica, Nº 303, 28 de Agosto de  2006]

15 de agosto de 2006

El Cid Campeador da y pide justicia en las Cortes



El Cid histórico y en el Cantar del Mío Cid (anónimo)

Extractos seleccionados por Alejandro Vergara Blanco


[Poema cumbre de la épica medieval castellana sobre la figura de Rodrigo Díaz de Vivar (1043- 1099). La canción de gesta se inicia con su destierro, y buena parte es fábula (por ejemplo, el nombre y las bodas de las hijas); se confunde la historia con la literatura. Pero queda en el poema una huella indeleble del Cid histórico: tratase a la vez de un guerrero, de un hombre político, y un experto en derecho; esto último, y no sólo el poema como monumento de la lengua Castellana, es lo que atrajo a Andrés Bello. Este noble castellano, a diferencia del Cid literario, fruto de la inventiva y de la genial creación de los juglares y poetas, tiene una considerable capacidad jurídica. Muy joven, en marzo de 1075, es designado por el rey Alfonso VI, para resolver un pleito sobre la propiedad de un monasterio en Asturias; luego, en la primavera de 1075, forma parte de un tribunal que utiliza el Liber Judiciorum, para fallar un pleito sobre bienes eclesiásticos. Rodrigo participa reiteradamente en actividades de tribunales, experiencia que utilizará, más adelante, en su señorío de Valencia, luego de conquistarla, administrando justicia: fue un hombre preocupado de la observancia del derecho y las leyes.]

Cantar tercero. La Afrenta de Corpes.
El Cid envía a Muño Gustioz que pida al rey justicia:
Tráigame a vistas, a juntas o a cortes,
como corresponde en derecho, a los infantes (…)
Delante del rey Alfonso hinca las rodillas
Muño Gustioz y le besa los pies: (…)
Casaste a sus hijas con los infantes de Carrión:
alto fue el casamiento porque lo quisisteis vos.
Ya sabéis cuánta honra nos ha dado tal casamiento,
y luego cómo nos han afrentado los infantes:
maltrataron a las hijas del Cid; (…)
Por eso os suplica, como un vasallo a su señor,
que llevéis a los infantes a vistas, a juntas o a cortes;
que tenga mio Cid justicia contra los infantes de Carrión.

 [El Rey convoca corte en Toledo. Los de Carrión ruegan en vano al Rey que desista de la corte. Reúnese la corte.]

Dice el rey: «Al Cid Campeador hay que hacerle justicia,
puesto que lo habéis agraviado.
Quien no quisiera hacerlo o no vaya a mis cortes,
abandone mi reino».

[Llegan muchos conocedores del derecho, los mejores de toda Castilla. El Cid va a Toledo, entra en la corte y expone su demanda. Los de Carrión entregan las espadas]

El Cid: Conmigo [está] Mal Anda, que es buen perito en derecho. (…)
[Venimos] a las cortes para pedir justicia y decir mis razones.
El rey: He convocado cortes por (…) el Cid,
para que pida justicia contra los infantes de Carrión.
El Cid: Esto les demando a los infantes:
devuélvanme mis espadas, puesto que ya no son mis yernos.
Otorgan los jueces: «Esto es de razón.»
Los infantes: «Démosle sus espadas, puesto que así termina la demanda»
El Cid: «Pero tengo otra queja de los infantes:
yo les di tres mil marcos de oro y plata:
devuélvanme mi dinero, pues ya no son mis yernos»
Los infantes: «Le dimos las espadas al Cid
para que no nos pidiera más, que aquí acabó la demanda.»
Responde el conde don Ramón:
«Con licencia del rey esto decimos nosotros:
que deis satisfacción a lo que pide el Cid.»
Dice el buen rey: «Yo lo otorgo.»

[Acabada su demanda civil, el Cid propone el reto. Los infantes de Carrión y su hermano mayor se enfrentan en duelos individuales con tres campeones del Cid, y serán derrotados, lo que certifica que la razón estaba del lado del Campeador]

[El caballero de la Alta Edad Media estaba normalmente llamado a resolver litigios conforme a las normas del derecho. De ahí la cultura jurídica del infanzón de Vivar, y su conocimiento de la lengua latina. De ahí su pericia para resolver juicios. Luego para pedir cortes en Toledo. En Valencia, como señor de la ciudad, Rodrigo no desmentirá su inclinación hacia el derecho, afirmando que su futuro en dicha ciudad dependerá de cómo practique la justicia: «Pues si yo derecho fiziere en ella et aderescar sus cosas, dexármela á Dios…»]



[Publicado en La Semana Jurídica, Nº 288, 15 de Mayo de 2006]