Albert Camus
La caída (La chute)
Textos escogidos por
Alejandro Vergara Blanco
[Un
abogado evoca su propia caída desde la vanidad del éxito mundano]
¿Señor, puedo ofrecerle mis servicios, sin
correr el riesgo de parecerle importuno?
Si quiere saberlo, era abogado antes de venir
aquí. Ahora soy juez penitente.
Pero permítame que me presente: Jean-Baptiste
Clamence, para servir a usted.
¿Qué es un juez penitente? ¡Ah, lo intrigué
con el asunto!, ¿no?
Hace algunos años era yo abogado en París, y
por cierto que un abogado bastante conocido. Tenía yo una especialidad: las
causas nobles. Las viudas y los huérfanos, como suele decirse. Me bastaba
husmear en un acusado el más ligero olor de víctima para que entrara en acción.
¡Y qué acción! ¡Una tormenta! Verdaderamente era como para pensar que la
justicia se acostaba conmigo todas las noches. Estoy seguro de que usted habría
admirado la exactitud de mi tono, el equilibrio de mi emoción, la persuasión y
el calor, la indignación de mis defensas. Además, me sostenían dos sentimientos
sinceros: la satisfacción de estar del lado bueno de la barra y un desprecio
instintivo por los jueces en general.
No podemos negar que, por el momento, los
jueces son necesarios, ¿no es así?
Yo estaba en el lado bueno: el sentimiento
del Derecho es un poderoso resorte para mantenernos en pie o para hacernos
avanzar.
La manera de ejercer mi profesión me colocaba
por encima del juez, al que, a mi vez, yo juzgaba, y por encima del acusado, a
quien yo obligaba a que me estuviera agradecido. Pese usted bien estas cosas,
querido señor: yo vivía impunemente. Ningún juicio me alcanzaba; yo no estaba
en la escena misma del tribunal, sino en otra parte, en los palcos altos, como
esos dioses a los que de vez en cuando se hace descender por medio de un
mecanismo, para transfigurar la acción y darle su sentido. Después de todo,
vivir por encima de los otros sigue siendo la única manera de que los más lo
vean y lo saluden a uno.
Los jueces castigaban, los acusados expiaban
su falta, y yo, libre de todo deber, sustraído al juicio y a la sanción,
reinaba libremente en una luz edénica.
Por lo menos sabía que no estaba del lado de
los culpables, de los acusados, sino en la medida exacta en que su culpa no me
causaba ningún daño. Su culpabilidad me hacía elocuente, porque yo no era la
víctima. Cuando me veía amenazado, no sólo me convertía en un juez, sino en un
amo irascible que, fuera de toda ley, quería aplastar al delincuente y hacer
que cayera de rodillas.
Lo cierto es que la palabra misma “justicia”
me provocaba extraños furores. Por fuerza debía continuar utilizándola en mis
defensas.
La referencia, puramente verbal, que a veces
hacía a Dios en mis discursos de defensa, provocaba la desconfianza de mis
clientes. Sin duda temían que el cielo no pudiera hacerse cargo de sus
intereses tan bien como un abogado imbatible en lo tocante al código.
El que se adhiere a una ley no teme el
juicio, que vuelve a colocarlo en un orden en el que él cree. Pero el mayor de
los tormentos humanos consiste en que los juzguen a uno sin ley. Sin embargo,
padecemos precisamente de ese tormento. Privados de su freno natural, los
jueces, desencadenados al azar, lo despachan a uno en un santiamén. Entonces,
¿no le parece?, hay que procurar actuar más rápido que ellos.
¡Felizmente yo llegué! Yo soy el principio y
el comienzo, yo anuncio la ley. En suma, que soy juez penitente. Sí, si, mañana
le diré en qué consiste este magnífico oficio.
Puedo ejercer, sin remordimiento alguno de
conciencia, la difícil profesión de juez penitente que adopté después de tantos
sinsabores y contradicciones; y ya es hora, puesto que usted se marcha, que le
diga por fin en qué consiste esta profesión.
Mi punto de partida, mi principio, consiste
en no admitir nunca excusas para nadie. Niego la buena intención, el error
estimable, el paso equivocado, la circunstancia atenuante. Yo no bendigo, no
distribuyo absoluciones.
Puesto que todo juez termina un día siendo
penitente, había que hacer el camino en sentido inverso y ejercer la actividad
de penitente para poder terminar siendo juez…
[Publicado en La Semana Jurídica, Nº 304, 4 de Septiembre de 2006]