31 de mayo de 2014

Las Aguas son bienes comunes de los usuarios de cada río, de cada acuífero.


Cabe constatar lo desajustado con la realidad que resulta el permanente intento de nacionalización/estatización de las aguas.

La constatación fluye si se observa el modelo chileno de administración dual de las aguas (público/privada), y luego se revisa la efectiva mutación que este modelo y práctica producen en la naturaleza de las aguas: pues las aguas, una vez que son administradas (distribuidas) por los usuarios (mayoritariamente agricultores), en realidad devienen aguas comunes, de todos; las que se han de repartir según títulos, pero también con equidad.

Existen varias iniciativas parlamentarias en el sentido de nacionalización/estatización de las aguas y ninguna de ellas se ha aprobado.

El ejemplo más reciente es la moción de reforma constitucional (Boletín 8678-07) de diversos diputados, del 13 de noviembre de 2012, que propone que las aguas sean a la vez “bienes nacionales de uso público” y “del dominio absoluto, exclusivo, inalienable e imprescriptible del Estado”, como si ambas cosas fuesen lo mismo. Igualmente, el Programa de la candidatura de 2013 de la actual Presidenta de la República (que ha asumido el poder en marzo de 2014), retoma el tema, repitiendo casi exactamente un mensaje presidencial de 6 de enero de 2010, en que la actual presidenta, al final de su primer mandato, propone modificar la Constitución en el siguiente sentido:

i)          eliminar el inciso final del artículo 19, número 24 de la Constitución (que consagra la garantía de la propiedad para los derechos de los particulares sobre las aguas);

ii)         junto a otros aspectos (como el deseo de reinstaurar las «reservas de aguas» que existieron desde 1967 a 1979), propone agregar en el artículo 19, número 23 de la Constitución lo siguiente: “Las aguas son bienes nacionales de uso público”.

¿Es esta una reforma necesaria, atendidos los problemas y conflictos que actualmente se suscitan en las aguas? Al respecto, se puede observar lo siguiente:

         Esta reforma es incompleta, pues los problemas que hoy aquejan a las aguas son muchos más, y no fueron resueltos todos en la reforma introducida por la Ley 20.017, de 2005.

Sin perjuicio de lo que se aborda en este escrito, cabe señalar: subsisten conflictos y temas pendientes en materia de aguas subterráneas; debe reducirse la discrecionalidad excesiva y eliminarse los graves retrasos a raíz del accionar de la DGA; se hace necesario tecnificar este organismo y disminuir el marcado carácter político que actualmente detenta; debe otorgarse una mejor definición de los derechos de aprovechamiento no consuntivos; deben tratarse y regularse más profundamente las organizaciones de usuarios; y, debe incorporarse regulación sobre temas no tratados adecuadamente en la normativa, como ocurre con las nuevas fuentes de aguas (recarga artificial de acuíferos, desalinización, entre otros).

Si bien se acaba de dictar un reglamento de las aguas subterráneas (que en varios aspectos va más allá de lo que legítimamente puede hacer un reglamento, y adopta un rol de “legislador” sustituto), lo que debe hacerse, en verdad, es una Ley de aguas subterráneas.

         Siembra inquietud en una regulación esencial de la actividad económica: el agua es insumo de relevantes actividades económicas (minería, hidroelectricidad, servicios sanitarios, etc.). Una materia y una modificación tan relevante requieren de un mayor estudio previo, que en este caso notoriamente no se ha dado.

         Representa un retroceso en cuanto retoma las reservas de aguas; pues, considerando que los acuíferos y corrientes más relevantes ya están comprometidos, ¿cómo se reservará sin expropiar?

         Por último, se considera que es innecesaria, dado que intenta declarar a las aguas como “bienes nacionales de uso público”, pese a que el Código Civil y el Código de Aguas ya contienen esa declaración; y darle nivel constitucional no agrega nada.

Este proyecto de nacionalización escoge un mecanismo innecesario para la solución a los actuales problemas de las aguas; muestra, es evidente, la constante tendencia política de declarar las aguas como bienes nacionales, o del dominio del Estado. ¿Qué significa la nacionalización de las aguas? ¿Que sean comunes? ¿Que sean públicas? ¿Estatales? ¿De todos? Está claro que no se desea que sean privadas, de una persona natural o jurídica particular. Es la tensión Estado-particulares (individualmente considerados, como los reúne el mercado); tensión ésta que no mira a la sociedad.

Esta tendencia nacionalista o estatizante está mal focalizada, pues:

i)          una vaga declaración constitucional por sí sola no soluciona los problemas de la gestión del agua; y

ii)         la realidad muestra, que las aguas, más que nacionales o estatales, son bienes comunes (autogestionadas por quienes las usan); y el rol de la Nación no es disputar una especie de propiedad de las aguas, sino regularlas a través de decisiones legislativas adecuadas. Que la Nación haga propias las aguas no tiene significado alguno; es una mera consigna.

El caso es que las aguas son recursos o nacionales, o de todos, o comunes, si se quiere, pero no estatales. Las aguas están declaradas legalmente “bienes nacionales de uso público”; esto es, no son estatales. Pero, en verdad, el fenómeno de las aguas ha ido más allá de esa retrógrada visión estatal; se escapa de cualquier vínculo propietario con el Estado y se acerca al pueblo usuario de las aguas; de ahí que a este recurso esencial, hoy ya no sólo es nacional, sino que, además, cabe considerarlo un bien común, autogestionado por sus usuarios. No es real, no es un factum coherente, esa cáscara de la ley, que define a las aguas como “bienes nacionales de uso público”, como nacionales, como de dominio de toda la Nación, pues las aguas sólo las usan; sólo las pueden usar quienes tienen derecho a extraerlas; y tales aguas de cada cuenca, o de cada acuífero, están sujetas al reparto, autogestión colectiva, comunal o local de sus titulares de derechos. Y es que, al percibir la forma en que se lleva a cabo la administración y distribución del recurso hídrico, lo más coherente es considerarlas unos “bienes comunes” autogestionados por sus usuarios.

Así, aplicando esta evidencia a cada cuenca, a cada acuífero, se constata, en nuestra realidad, que en verdad hay dos calificativos para las aguas:

i) por una parte, la cáscara de las leyes califica a las aguas como bienes nacionales de uso público; de un supuesto dominio de la Nación. ¿Cuál es la consecuencia de esa calificación jurídica? Únicamente que la “Nación toda”, a través del Congreso Nacional, puede dictar leyes que regulan su gestión, y su preservación;

ii) por otra parte, de la realidad fluye la evidencia de las aguas como unos bienes comunes, de todos sus usuarios efectivos, dada la autogestión de las mismas por sus usuarios directos (de hoy y de mañana).

En suma, la realidad es más fuerte que algunas consignas incorporadas con fórceps a los textos normativos, intentando convertirlas en reglas: la realidad del derecho viviente torna inútil e irreal la estatización de las aguas.

Lo anterior, por cierto, desde el punto de vista jurídico.



[Publicado en: Revista Riego y Drenaje. Mayo, 2014]

28 de mayo de 2014

Espíritu del pueblo como fuente del Derecho y el intento de estatización de las aguas


“…la estatización de las aguas, ¿no irá contra el espíritu de ese pueblo que usa las aguas? El pueblo (el volksgeist savignyano) es origen y fundamento del Derecho, y una encuesta a los usuarios (agricultores, fruticultores, indígenas, industriales) permitiría descubrir lo ajustado o desajustado de entregar al Estado lo que el pueblo ya siente de modo consuetudinario como un bien común...”


¿Para qué «nacionalizar» las aguas? ¡Es que las aguas ya son bienes comunes de los usuarios de cada río, de cada acuífero! ¿Se ha consultado el espíritu de ese pueblo usuario de las aguas?

Nuevamente se está discutiendo sobre el tema de la nacionalización o estatización de las aguas, sobre lo cual me he referido con anterioridad, en estas mismas columnas:
i) en una de ellas resalto la calidad de bienes comunes de las aguas, como lo evidencia una vida entera de trabajo científico por la Premio Nobel Elinor Ostrom, dignísima representante del movimiento intelectual de la economía heterodoxa;
iii) en fin, respondiéndole a un amable crítico, recalco cómo la desestatización de los recursos naturales, en nuestro país, ha sido una consolidada tendencia legislativa.

Estas mismas apreciaciones las he señalado en otros sitios, y ahora, con un mayor desarrollo en un reciente libro sobre la que denomino Crisis institucional del agua (Santiago, Thomson Reuters, 2014), al cual me permito remitirme para desarrollos más amplios, señalando que las dominaciones del agua no le corresponde sólo al Estado o al mercado; también al pueblo, en este caso, sus usuarios.

Pues bien, los actuales intentos parecieran querer cambiar esa tendencia.

Cabe constatar lo desajustado con la realidad que resulta el permanente intento de nacionalización/estatización de las aguas.

La constatación fluye si se observa el modelo chileno de administración dual de las aguas (público/privada), y luego se revisa la efectiva mutación que este modelo y práctica producen en la naturaleza de las aguas: pues las aguas, una vez que son administradas (distribuidas) por los usuarios (mayoritariamente agricultores), en realidad devienen aguas comunes, de todos; las que se han de repartir según títulos, pero también con equidad.

Ya existían varias iniciativas parlamentarias en el sentido de nacionalización/estatización de las aguas.

El actual intento parece querer seguir la moción de reforma constitucional (Boletín 8678-07) de diversos diputados, del 13 de noviembre de 2012, que propone que las aguas sean a la vez “bienes nacionales de uso público” y “del dominio absoluto, exclusivo, inalienable e imprescriptible del Estado”, como si ambas cosas fuesen lo mismo. Igualmente, el Programa de la candidatura de 2013 de la actual Presidenta de la República (que ha asumido el poder en marzo de 2014), retomaba el tema, repitiendo casi exactamente un mensaje presidencial de 6 de enero de 2010, en que la actual presidenta, al final de su primer mandato.

Ese mensaje presidencial de 2010 propone modificar la Constitución en el siguiente sentido:
i)   eliminar el inciso final del artículo 19, número 24 de la Constitución (que consagra la garantía de la propiedad para los derechos de los particulares sobre las aguas);
ii)   junto a otros aspectos (como el deseo de reinstaurar las «reservas de aguas» que existieron desde 1967 a 1979), propone agregar en el artículo 19, número 23 de la Constitución lo siguiente: “Las aguas son bienes nacionales de uso público”.

¿Es esta una reforma necesaria, atendidos los problemas y conflictos que actualmente se suscitan en las aguas? Al respecto, se puede observar lo siguiente:

1º Esta reforma es incompleta, pues los problemas que hoy aquejan a las aguas son muchos más, y no fueron resueltos todos en la reforma introducida por la Ley 20.017, de 2005.

Sin perjuicio de lo que se aborda en este escrito, cabe señalar: subsisten conflictos y temas pendientes en materia de aguas subterráneas; debe reducirse la discrecionalidad excesiva y eliminarse los graves retrasos a raíz del accionar de la DGA; se hace necesario tecnificar este organismo y disminuir el marcado carácter político que actualmente detenta; debe otorgarse una mejor definición de los derechos de aprovechamiento no consuntivos; deben tratarse y regularse más profundamente las organizaciones de usuarios; y, debe incorporarse regulación sobre temas no tratados adecuadamente en la normativa, como ocurre con las nuevas fuentes de aguas (recarga artificial de acuíferos, desalinización, entre otros).

Si bien se acaba de dictar un reglamento de las aguas subterráneas (que en varios aspectos va más allá de lo que legítimamente puede hacer un reglamento, y adopta un rol de “legislador” sustituto), lo que debe hacerse, en verdad, es una Ley de aguas subterráneas.

2º Siembra inquietud en una regulación esencial de la actividad económica: el agua es insumo de relevantes actividades económicas (minería, hidroelectricidad, servicios sanitarios, etc.). Una materia y una modificación tan relevante requieren de un mayor estudio previo, que en este caso notoriamente no se ha dado.

3º Representa un retroceso en cuanto retoma las reservas de aguas; pues, considerando que los acuíferos y corrientes más relevantes ya están comprometidos, ¿cómo se reservará sin expropiar?

4º  Por último, se considera que es innecesaria, dado que intenta declarar a las aguas como “bienes nacionales de uso público”, pese a que el Código Civil y el Código de Aguas ya contienen esa declaración; y darle nivel constitucional no agrega nada.

Este proyecto de nacionalización escoge un mecanismo innecesario para la solución a los actuales problemas de las aguas; muestra, es evidente, la constante tendencia política de declarar las aguas como bienes nacionales, o del dominio del Estado. ¿Qué significa la nacionalización de las aguas? ¿Que sean comunes? ¿Que sean públicas? ¿Estatales? ¿De todos? Está claro que no se desea que sean privadas, de una persona natural o jurídica particular. Es la tensión Estado-particulares (individualmente considerados, como los reúne el mercado); tensión ésta que no mira a la sociedad.

Esta tendencia nacionalista o estatizante está mal focalizada, pues:
i)     una vaga declaración constitucional por sí sola no soluciona los problemas de la gestión del agua; y
ii)  la realidad muestra, que las aguas, más que nacionales o estatales, son bienes comunes (autogestionadas por quienes las usan); y el rol de la Nación no es disputar una especie de propiedad de las aguas, sino regularlas a través de decisiones legislativas adecuadas. Que la Nación haga propias las aguas no tiene significado alguno; es una mera consigna.

El caso es que las aguas son recursos o nacionales, o de todos, o comunes, si se quiere, pero no estatales. Las aguas están declaradas legalmente “bienes nacionales de uso público”; esto es, no son estatales. Pero, en verdad, el fenómeno de las aguas ha ido más allá de esa retrógrada visión estatal; se escapa de cualquier vínculo propietario con el Estado y se acerca al pueblo usuario de las aguas; de ahí que a este recurso esencial, hoy ya no sólo es nacional, sino que, además, cabe considerarlo un bien común, autogestionado por sus usuarios. No es real, no es un factum coherente, esa cáscara de la ley, que define a las aguas como “bienes nacionales de uso público”, como nacionales, como de dominio de toda la Nación, pues las aguas sólo las usan; sólo las pueden usar quienes tienen derecho a extraerlas; y tales aguas de cada cuenca, o de cada acuífero, están sujetas al reparto, autogestión colectiva, comunal o local de sus titulares de derechos. Y es que, al percibir la forma en que se lleva a cabo la administración y distribución del recurso hídrico, lo más coherente es considerarlas unos “bienes comunes” autogestionados por sus usuarios.

Así, aplicando esta evidencia a cada cuenca, a cada acuífero, se constata, en nuestra realidad, que en verdad hay dos calificativos para las aguas:
i) por una parte, la cáscara de las leyes califica a las aguas como bienes nacionales de uso público; de un supuesto dominio de la Nación. ¿Cuál es la consecuencia de esa calificación jurídica? Únicamente que la “Nación toda”, a través del Congreso Nacional, puede dictar leyes que regulan su gestión, y su preservación;
ii) por otra parte, de la realidad fluye la evidencia de las aguas como unos bienes comunes, de todos sus usuarios efectivos, dada la autogestión de las mismas por sus usuarios directos (de hoy y de mañana).

En suma, la realidad es más fuerte que algunas consignas incorporadas con fórceps a los textos normativos, intentando convertirlas en reglas: la realidad del derecho viviente torna inútil e irreal la estatización de las aguas.

Es una reforma ¿no irá contra el sentimiento del pueblo? Esto es, la conciencia general del pueblo usuario de las aguas: el volksgeist savignyano: el espíritu del pueblo, que es origen y fundamento del Derecho. ¿Cuál pueblo? El pueblo que usa las aguas; ese pueblo seguramente no comprende la necesidad de una estatización o nacionalización. Sería suficiente hacer una encuesta focalizada a los miles de usuarios de las aguas (agricultores, fruticultores, indígenas, industriales) para descubrir ese sentimiento y se apercibirá lo ajustado o desajustado de este proyecto de querer entregar al Estado lo que el pueblo, de modo consuetudinario, ya siente como un bien común.



[En: El Mercurio Legal, 28 de mayo, 2014]

¿Crisis institucional del agua?



No podemos seguir cerrando los ojos ante la evidencia: no sólo hay sequías del recurso hídrico; también pareciera que existen «sequías» institucionales.


Hoy nuestro país padece una crisis institucional del agua, de diversa índole: ¿ausencia de nuevas leyes y reglamentos? ¿Ausencia de buena administración burocrática? ¿Ausencia de apoyo a la autogestión de las aguas? ¿Falta de comprensión del mercado de las aguas? En fin, ¿ausencia de buena justicia?

Es una paradoja, pues desde hace poco más de treinta años (desde 1979-1981) rigen unas reglas jurídicas que dieron nacimiento y vigor a un neo moderno Derecho de Aguas, marcado por una serie de incentivos favorables para un mejor uso de las aguas.

De ahí que no es una crisis necesariamente legislativa (de necesidad imperiosa de nuevas reglas); pareciera que es una crisis esencialmente de actitudes y prácticas de los principales actores en rededor del agua: de los burócratas (que están a la cabeza de los órganos de la Administración), de los gestores (que dirigen las organizaciones de usuarios), de los abogados y jueces (actores relevantes de los conflictos de aguas). Quienes padecen esta crisis son los usuarios de aguas (titulares de derechos de aguas).

Cabe entonces analizar el escenario cuatriforme de la crisis en que percibo que se encuentra la institucionalidad del agua; una crisis silenciosa para algunos, pero acuciante para otros; la que se manifiesta en los cuatro escenarios que describo, derivándose en una crisis de conocimiento y comprensión de roles del Estado, de la sociedad, del mercado y de sus conflictos; por ello es una crisis a la vez administrativa, de comprensión del mercado; de gestión y de justicia.

Primero, el agua padece una crisis de anomia administrativa (del «Estado» como Administración). Como es perceptible (y lo compadecen cada día los usuarios del sistema), el órgano burocrático de la Administración Central del Estado, esto es, la Dirección General de Aguas, creado básicamente para cumplir relevantes fines, hoy se encuentra casi absolutamente impedido de realizar de manera eficiente, adecuada o mínimamente satisfactoria sus tareas; ya sea por deficiencias en la organización interna, ya sea por endémicas conductas burocráticas inadecuadas; ya sea por despreocupación político-administrativa; ya sea por desempeños erráticos de los burócratas de turno en los últimos años y quizás decenios. El hecho concreto es que muy raramente los actores del sector, y todos aquellos que deben sufrir el contacto con tal institución, ya sean particulares u órganos administrativos conexos con la Dirección General de Aguas, calificarían su gestión como de excelencia. Ello, sin perjuicio de los ingentes esfuerzos que cada día realizan sus funcionarios, de toda jerarquía y posición.

Segundo, el agua padece una crisis de reconocimiento de la autogestión. En efecto, los órganos intermedios de la sociedad creados para autogestionar el agua (esto es, las juntas de vigilancia, las comunidades de aguas y las asociaciones de canalistas) ven entrabada o dificultada su labor, tanto por vacíos regulatorios, ausencia de recursos económicos, como por intromisiones de la Administración burocrática en la esfera de sus legítimas atribuciones.

Tercero, el agua padece de una crisis de comprensión de la libre transferibilidad («mercado») de los derechos de aprovechamiento. Resulta curioso observar que todos los titulares de derechos de aguas (desde modestos usuarios agrícolas hasta poderosas empresas) valoran enormemente la protección que el sistema consagra a su posición jurídica, impidiendo caducidades y permitiendo libre transferibilidad; pero, al mismo tiempo, se escuchan voces y consignas a favor de una «nacionalización» de esas mismas aguas que ellos usan. Es una contradicción que sólo proviene de una falta de comprensión del sistema.

Cuarto, el agua padece una crisis de ausencia de justicia especializada. El origen y resolución de conflictos en materia de aguas tiene dos escenarios: uno, conflictos suscitados al interior del órgano burocrático, a raíz de sus decisiones relativas a solicitudes de derechos y de diversa índole, que son reclamadas por los particulares ante los tribunales ordinarios de justicia (usualmente ante las cortes de apelaciones); y dos, conflictos relativos a la distribución de aguas o ejercicio de cada derecho, que se suscitan al interior de las organizaciones de usuarios. Los primeros conflictos son numerosísimos y los segundos son muy escasos, y casi sólo se producen en los casos de ríos “seccionados”, en que no hay distribución unitaria, a río completo, entre usuarios de aguas arriba y usuarios de aguas abajo. Es perceptible que la justicia concreta en materia de aguas adolece de una ausencia crónica: de unos tribunales especializados que diriman con mayor experiencia y auctoritas estos temas.

Entonces, antes de embarcarse en consignas demasiado genéricas (como la nacionalización o estatización de las aguas), quizás cabe analizar los cuatro escenarios más elocuentes de esta crisis.



[En: El Mercurio, A2, 28 de mayo, 2014]

24 de marzo de 2014

Doctrina y Jurisprudencia: asociación y beneficio mutuo. ¿Simbiosis entre juristas eruditos y jueces?

Doctrina y Jurisprudencia: asociación y beneficio mutuo. ¿Simbiosis entre juristas eruditos y jueces?

"... Cabe escrutar con atención, analizar y discutir la relevancia que los jueces le dan a esa “fuente” del Derecho que producen los juristas eruditos: la doctrina..."

Las disciplinas jurídicas, aquellas que diseñan los juristas eruditos en sus tratados, manuales o cursos tienen un rol insustituible en la enseñanza del derecho; eso está a la vista; pero lo que quizás no se ha observado con atención es el rol que tiene en la aplicación del derecho, esto es, en la jurisprudencia. Los jueces, ¿le prestan atención a lo que dice la Doctrina al dictar sus sentencias? ¿Qué aspectos de la Doctrina les interesa o es útil a los jueces? ¿Sólo teorías o doctrinas específicas o también el diseño de las ramas del derecho?

Al respecto, en el último tiempo, un conocido Reporte jurídico de fallos destacados, ha venido ofreciendo una relación de “Autores citados en la Jurisprudencia destacada de esta semana”, cuya revisión completa permitirá apreciar la verdadera expansión del fenómeno.

Esta verdadera simbiosis entre la Jurisprudencia y la Doctrina es real, y forma un subconjunto del fenómeno jurídico que es más amplio y complejo.

a) Rol de la Doctrina jurídica

La «doctrina» jurídica dedica sus esfuerzos a explicar las leyes, los hechos jurídicos, la costumbre, así como la jurisprudencia. Sin embargo, a pesar de la importancia de la doctrina para la labor cotidiana de los jueces, esto es, para la aplicación del derecho que realizan los jueces, la literatura jurídica y, en especial, la Teoría del Derecho, le ha dedicado muy poca atención al análisis del tema.

La construcción de las disciplinas jurídicas es una de las tareas más trascendentales de los juristas eruditos, pues a través de ella se conforma la dogmática jurídica también llamada “orden externo” (o doctrina jurídica o legal = science of law, doctrine juridique, dottrina, Rechtswissenschaft, Rechtsdogmatik). Este es, en verdad, el saber jurídico por antonomasia: es la literatura jurídica. Tal literatura es siempre especializada; no se ofrece nunca de modo genérico (no existen tratados de “Derecho”, a secas), sino siempre es singularizada en ramas, disciplinas especiales: derecho administrativo, derecho penal, derecho constitucional, derecho civil, etc. La llamada dogmática jurídica, doctrina legal o jurídica, o simplemente doctrina, entonces, es siempre especializada y nunca general. Esta tarea es distinta de la construcción de un sistema legal, de normas (encargado al legislador) o de la dictación de sentencias (encargado al juez).

El estudio o análisis del diseño, de la estructura y contornos de cada disciplina jurídica es doblemente relevante: 1º) por la utilidad que tiene en sí tal división disciplinaria para la mejor comprensión y enseñanza del derecho; y, 2º) por su evidente utilidad en la aplicación que del derecho realizan los jueces.

b) La relevancia que le dan los jueces a las «ramas» o «disciplinas» especializadas del Derecho

Uno de los productos relevantes de los juristas eruditos es el diseño de las disciplinas especializadas del Derecho, de las que ellos definen sus contornos. ¿Es útil para los jueces este producto cultural?

Al respecto, en el más actual, famoso y coherente planteamiento de Teoría del Derecho de que disponemos en la actualidad, formulado por Dworkin (en una parte de su obra que no ha llamado toda la atención que merece), constata con acierto y realismo que los jueces, al aplicar el derecho, otorgan una preferencia y relevancia esencial («prioridad local», señala tal autor) a las disciplinas especializadas en que se divide el derecho («departamentos» o «provincias» del derecho, en la terminología de dicho autor); y es desde ahí, desde tales disciplinas, de donde obtiene el juez las primeras respuestas, en el intento de todo juez de que la aplicación de la Ley sea “coherente” .

Precisa y preciosa constatación ésta pues, sin necesidad de un análisis etnográfico, podemos observar que el juez, para dictar una sentencia pareciera que en primer orden no acude sólo a las reglas contenidas en las leyes o al análisis de los hechos del caso; el juez opera de un modo más complejo y busca primero identificar y delimitar ante qué disciplina jurídica se encuentra tal factum y tales reglas (dice: «este es un caso civil», «laboral», etc); a partir de ahí, el juez identifica con mayor precisión:

1°) las reglas existentes (que, en caso de existir, no puede dejar de aplicar, salvo prevaricación); y, 

2°) en caso de ausencia de regla (por simplificar así, el «caso difícil»), dirigirá la mirada a los principios jurídicos.

En ambos casos, reglas y principios, el juez los percibe como atinentes y singulares a una rama singular del derecho: si fuesen las reglas y principios tan generales, el juez no tendría una herramienta para especificar tales reglas y principios a los casos, que son siempre específicos, singulares; ¡y la herramienta es cada disciplina especializada! El juez percibe que siempre una norma o un principio tendrá la naturaleza jurídica especial: de una específica y singular rama, parte o departamento de derecho; esto es, siempre una regla o principio será, por ejemplo, de derecho administrativo, de derecho civil, de derecho penal, etc.

En fin, esta asociación entre juristas eruditos y jueces es simbiosis, pues no sólo beneficia el trabajo de estos últimos; la Doctrina no podría desarrollarse sin la Jurisprudencia, en especial crítica, que vaya más allá de la mera Ley.

c) La necesidad científica, judicial y social de Tratados, Manuales o Cursos

Y el diseño de las disciplinas jurídicas, precisamente, es una herramienta insustituible para esa natural forma de aplicación del derecho que realizan los jueces, dado que antes de aplicar reglas o principios, ellos identifican el área, parte, rama o departamento del derecho atinente.

Los juristas deben tomar conciencia que la tarea de diseño de las distintas disciplinas especializadas del derecho es también parte del sistema de aplicación del derecho. De ahí la necesidad adicional de delimitar tales disciplinas, para su autonomía; pues si una disciplina no fuese autónoma, carecería de aptitud para ser parte o departamento, sino que sería sub-parte.

Esta manera «integral» de aplicar el derecho por los jueces, implica que la interpretación opera sedes materiae: y para ello la conformación de cada rama o disciplina (esto es, cada materia) de derecho, es imprescindible. Por lo expuesto, cabe observar cómo los juristas diseñan tales ramas o disciplinas jurídicas, pues ello permite comprender el rol, en la aplicación del derecho, tanto de las reglas como de los principios jurídicos, verdaderos sustitutos de la ausencia de norma, de rellenos de lagunas normativas.

En fin, la coherencia de las propuestas que realizan los juristas en la elaboración de sus teorías proviene de las ideas más nucleares contenidas en la masa básica que configura cada disciplina. La conciencia social del rol del diseño de las disciplinas jurídicas pudiera, en fin, alterar algunas políticas educacionales y de fomento a la investigación: pudiese ser tanto o más relevante para una sociedad científica, por una parte, la elaboración de investigaciones monográficas; como, por otra parte, el diseño de las disciplinas jurídicas (mediante Tratados, Manuales o Cursos, con una sustancia y métodos adecuados). Ambos productos debiesen ser igualmente subsidiados por políticas de concursos públicos. Actualmente sólo se subsidia la investigación monográfica.

[Publicado en: El Mercurio Legal, 24 de marzo, 2014]

20 de enero de 2014

Desafíos del neo-moderno Derecho Administrativo


“…El desafío permanente del Derecho Administrativo es mantener las riendas de la autoridad burocrática; brioso poder que cabe controlar con un Derecho especializado y con unos jueces también especializados…”


El fenómeno del neo-moderno Derecho Administrativo en nuestro país es inusitado: surgido hace poco más de treinta años, después de una grave crisis política, en medio de un período autoritario, ha ido siendo construido paso a paso en los talleres habituales: 

i) en el Congreso Nacional y en el Gobierno como co-legislador, mediante escasas pero importantes leyes, con la reticencia habitual de quienes detentan el poder político (no es fácil convencer a quienes ejercen el poder que deben dictar leyes precisamente para limitar y controlar ese poder); 

ii) en el Tribunal Constitucional, cuya labor ha ido abarcando cada vez con más acierto y asertos la disciplina;

iii) en los Tribunales ordinarios y especiales, por una parte, en medio de antiguos procedimientos y acciones inadecuados, y con un activismo creciente; y por otra con una hiper-especialidad;

iv) en la Contraloría General de la República, verdadera fábrica del Derecho Administrativo en nuestro país, con una posición institucional e historia que no tiene parangón en el concierto comparado; en fin,

v) en la pluma de los Juristas, hoy escasos pero en número creciente, que han ido creando una Doctrina de Derecho Administrativo cada vez más notoria e interesante.

vi) En fin, no se puede dejar de nombrar a los abogados, o legistas, que en su práctica de aplicación del derecho, sin profundidades dogmáticas, pero con ingenios y habilidades habituales, saben utilizar como insumos todos los “productos” que emanan de los cinco talleres anteriores.

¿Cuáles son los desafíos del Derecho Administrativo?

El desafío permanente del Derecho Administrativo es mantener las riendas de la autoridad burocrática; brioso poder que cabe controlar con un Derecho especializado y con unos jueces también especializados; sagaces y conocedores de las conductas habituales de la autoridad y de los derechos públicos subjetivos que cabe asegurar a los administrados. Sólo una vez que una sociedad se asegura del control de los burócratas, cabe entregarles a éstos una rienda más suelta para llevar adelante la acción administrativa, así encausada; pero no para que se realice lo que el burócrata desee: sólo aquello que la Ley permite.

Junto al desafío permanente del control y de los límites de la actuación administrativa, también hay desafíos de la hora presente, en nuestro país. Puedo mencionar algunos, relativos a algunos de esos talleres.

1º La especialización o superespecialización de la justicia administrativa

Esta hiperespecialización es una tendencia innegable del neo moderno Derecho Administrativo (ya existen tribunales en materias de electricidad, medio ambiente, contratación, tributos y aduanas; yse propone con fuerza para aguas…). La creación de estos tribunales especiales ha sido muy exitosa y es de esperar que continúe.

El desafío es definir hasta dónde llegará esa tendencia, pues hay materias que no podrán ser objeto de tribunales o acciones especiales.

2º El contencioso de la responsabilidad patrimonial de la Administración

Conectado al anterior, hay otro desafío acuciante: la actual reforma del procedimiento civil, también involucra una parte relevante del contencioso de Derecho Administrativo; es el caso del contencioso de la responsabilidad patrimonial de la Administración, por falta de servicio, según el canon legal. [en la práctica claudicante del nomen iuris del Derecho Administrativo, hasta los especialistas suelen llamarla “responsabilidad extra-contractual del Estado”]. Cabe observar, participar y criticar en su momento, lo que realiza el Congreso en esta materia, que afectará al Derecho Administrativo.

3º Necesario activismo judicial, pero con racionalidad jurídica

La jurisprudencia ha dado muestras de un activismo inesperado al controlar decisiones de la Administración, en especial cuando contienen elementos de alta especialidad y tecnicismos propios de especialistas no juristas. En una columna anterior me he referido a esta cuestión.

Pero es que los jueces tienen por canon constitucional el control total de la actividad administrativa; incluidos los tecnicismos, y no es posible postular la claudicación de ese control, para entregárselo a la administración, como si en el caso chileno ésta pudiese actuar como una agencia autónoma, teniendo la última palabra. La cosa juzgada, sea en materias técnicas o no, la tienen los jueces, pero con racionalidad. Y este es el quid de la judicatura actual; pues esa racionalidad está en los principios generales del derecho, en ese pulso de la conciencia jurídica popular o social, que late en medio de las lagunas del derecho; y esa racionalidad no está ni debe emanar de la hoja de ruta valórica de cada juez; eso sería una traición a la justicia que se espera de cada juez. No son sus valores personales los que debe depositar en cada sentencia; sino el precipitado valórico del ordenamiento todo: los principios. Pero la expresión y técnica “principio” casi no se usa.

4º Crítica jurisprudencial, una deuda de la Doctrina de los juristas de Derecho Administrativo

No debe extrañarnos que los jueces de los tribunales ordinarios cometan errores en materias técnicas y de Derecho Administrativo; los seguirán cometiendo, y no por eso debemos prescindir de la crítica a sus decisiones. 

Para evitar esos errores la actitud legislativa de los últimos años en nuestro país ha sido la creación de tribunales hiper-especializados, en materias en que abogados y jueces son incapaces por sí solos de ofrecer una defensa o una sentencia plena de racionalidad sin una buena formación y larga experiencia (como es el caso de los conflictos de electricidad, de tributos, de contratación administrativa, de medioambiente). 

Pero, la realidad ha demostrado, de un modo muy nítido, la ausencia de un escrutinio que debiese ser, en una sociedad racional, muy intenso, pero que hoy casi no existe: el denso escrutinio de los juristas independientes a todas y cada una de las sentencias judiciales; de ese grupo de cultivadores de la ciencia del derecho, de los intelectuales del derecho, que más allá de su propias y naturales convicciones, pueden y deben captar igual que los jueces el espíritu de la legislación de su tiempo, y convertirse en el filtro entre las esperanzas de justicia de la sociedad y las decisiones judiciales. Puedo agregar algunas líneas a una columna anterior.

Esos críticos de las sentencias  nos están, o no se atreven, o son muy pocos,  pues sus susurros a penas se oyen. No atemorizan a los jueces, a los cuales no les preocupa la débil critica académica,  incluso dicen en estos días, que esa es la única critica que aceptan. ¿Cómo no, si a penas los roza?

¿Es que le tememos demasiado a los jueces? De los jueces nos cuidamos. ¿Dónde está la voz fuerte y decidida de esa necesaria crítica y debate de las sentencias judiciales? Casi no existe. En las Facultades de Derecho, los que se dicen positivistas o iusnaturalistas, con gran incoherencia, enseñan casi solo las leyes, y casi nada de jurisprudencia. La literatura jurídica ofrece poco análisis jurisprudencial. ¿Por qué?

Pero, debemos tomar esta situación como una gran oportunidad, pues ha dejado traslucir la precariedad de la racionalidad con que a veces se suele ejercer la noble y esencial función jurisdiccional, y es no solo es culpa de aquellos Ministros que no han sido mucho más activistas ni más arbitrarios que sus pares en otras oportunidades, ni será la última vez que lo harán.

Es necesario que los jueces mantengan la tranquilidad ante el esperado escrutinio de los juristas, y su mejor defensa será que ofrezcan sentencias plenas de racionalidad.

Esos, creo, son algunos de los desafíos del actual Derecho Administrativo.



[En: El Mercurio Legal, 20 de enero, 2014]
 [Publicado anteriormente en: La Semana Jurídica, Semana del 25 de febrero al 1 de marzo, 2013]

30 de diciembre de 2013

¿Por qué importa la dicotomía público privado en el actual Derecho Administrativo?


           "... La neo-moderna legislación administrativa ha incorporado un nuevo y urgente motivo: la necesidad de clasificar la normativa toda, en pública o privada, para identificar las normas que, en caso de vacíos (lagunas), cabe aplicar supletoriamente en materia de concesiones de obras públicas y de contratación administrativa..."


En Derecho Administrativo es tradicional referirse a la dicotomía público/privado, por diversos motivos: ya sea por el antiguo uso de categorías civiles/privadas en la disciplina; ya sea por el fenómeno más reciente de aplicación cruzada de regímenes privados a la relación pública-administrativa (la llamada «huida» del Derecho Administrativo), o viceversa: aplicación de regímenes públicos a relaciones entre particulares. Pero ahora hay una nueva razón: el relleno en materia de concesiones de obras públicas y en contratación administrativa.

La bipolaridad derecho público/derecho privado es la más rancia clasificación jurídica; hay que hundirse en la historia para encontrar su origen en un breve texto de Ulpiano, dedicado a la enseñanza, que luego sería incorporado a las Institutas y al Digesto. En dicho texto Ulpiano dice que los aspectos del estudio del derecho son dos: publicum et privatum: es público, el que se refiere al estado de la cosa romana; y, es privado, el que atañe a la utilidad de cada individuo.

Pero esta distinción desaparece completamente de la literatura jurídica en toda la Edad Media, época dominada por el concepto unitario de derecho común, y la autonomía de los derechos particulares (iura propria). Romanistas y canonistas rehusaron durante muchos años mutilar la unidad del panorama con esta bipolaridad.

Reaparece en el siglo XVII simplemente en la literatura jurídica, en que los autores lo utilizan para distinguir los campos científicos del derecho en dos: uno público y otro privado. También lo retoman con mucha fuerza los filósofos. Por ejemplo, Kant lo utiliza en su texto de vejez relativo a Teoría general del derecho. Últimamente, los análisis más completos son de Habermas y Hanna Arendt.

Algunos han negado con rotundidad esta clasificación, tildándola de ideológica y anticientífica. Es el caso de Kelsen. Otros ofrecen lúcidos desarrollos, como Weber, Radbruch, Bobbio, y así, en todas las veredas de la filosofía y de la teoría del derecho. Hoy en día es muy general su uso por toda la doctrina jurídica, y en diferentes disciplinas. 

Sin perjuicio de la generalidad de su uso y acogida, lo más acuciante para todos nosotros hoy, es que no sólo se trata ya de un uso por los autores para los simples efectos de clasificar las materias de enseñanza (como fue el caso de Ulpiano), sino que el legislador ha comenzado a utilizarlo para definir marcos de aplicación de normas, y ha comenzado a clasificar las normas en una de las dos categorías: Es el caso del art.21 de la Ley de Concesiones de Obras Públicas [DFL 164, 1991=DS 900, 1996] y del art.1° de la Ley de contratación administrativa [N° 19.886, 2003], las cuales se refieren, por vez primera en nuestro ordenamiento a “normas de derecho público” y a “normas de derecho privado”, dando por hecho de que al derecho administrativo pueden serles aplicables, sucesivamente, normas de uno u otro sector del ordenamiento normativo.

Y esto en medio de una realidad aún más relevante para nosotros: es que la disciplina misma del derecho Administrativo, es una disciplina del derecho público, según la clasificación que los autores han aceptado desde el siglo XVII. Y ahora, el legislador y para que decir la realidad jurisprudencial, nos empuja a una aplicación cada vez más usual de normas de derecho privado.

¿Es eso coherente? ¿O es sólo desesperación por encontrar siquiera algún dato normativo en medio de tanta laguna normativa, como es la realidad del Derecho Administrativo?

Pero si ampliamos la mirada descubriremos que la dicotomía público/privado es la explicación de la vida en sociedad. ¿Qué es lo público? ¿Qué es lo privado? ¿Cuál es el género próximo de los sustantivos/adjetivos público y privado? ¿Para qué sirve jurídicamente la extendida discusión filosófica y sociológica al respecto? ¿Cuándo un filósofo o un sociólogo clasifican la realidad en público/privado, se sitúa en las mismas esferas que el jurista? Todo esto es relevante a efectos de la actual respuesta jurídica que exigen disposiciones legales bien concretas.

Cabe observar este fenómeno de lo público/privado desde diversas perspectivas, distintas a la jurídica, que permitan una aproximación a la realidad. Es un tema habitual de filósofos y sociólogos; autores como Jurgen Habermas y Hanna Arendt lo han desarrollado desde sus perspectivas, y de modo polémico entre ellos. Su perspectiva es la observación de la vida misma; y se preguntan: ¿para qué sirve el binomio público/privado en la explicación de la vida social? Podemos revisar las respuestas más habituales.

a) Es una herramienta de racionalización de la organización social. Todos estos análisis inundan al pensamiento actual y cada cual utiliza esta contraposición de diferente modo. Parece que aquí hay un quiebre con lo que pensamos los juristas (siguiendo a Ulpiano, Kant), y lo público y privado para el pensamiento filosófico o sociológico general, parece que es algo matizado:

1°) lo público: sería aquello que le corresponde al pueblo en su conjunto/lo común a todos. No necesariamente lo estatal.

2°) lo privado: lo particular y lo íntimo. No obstante, cabe distinguir dos dimensiones de la actuación del individuo: i) la privada: es la libre iniciativa del particular, el desarrollo personal; y, ii) la pública: los individuos se desarrollan como defensores del interés de la colectividad. La división de estas dos dimensiones supone la sociedad y el Estado, pero es distinto.

Así lo público/privado se entremezcla: i) el Estado puede velar tanto por lo público como por lo privado; y, ii) los particulares tienen dos dimensiones: privada/pública. De tal modo que no podemos adjudicar todo lo público al Estado, ni todo lo privado al individuo; ambos tienen ante sí a ambas dimensiones.

La visión filosófica y sociológica, entonces, no coincide necesariamente ni con las visiones históricas (ya vimos que la bipartición ha sido evolutiva) ni con la visión jurídica (que revisamos en un trabajo anterior).

b) Hay una axiología de lo público y lo privado: creación de principios. De aquí podrían surgir principios jurídicos. Así: 

i) la esfera pública: estaría dominada por la noción de interés general. Pero cabe distinguir si el interés general es una suerte de interés ontológicamente propio de la nueva entidad creada por la reunión de individuos, esto es, el Estado; o si es el interés de la sociedad en su conjunto, que es distinto y distinguible de esa realidad llamada Estado.

ii) la esfera privada: sometida a los intereses particulares.

Como consecuencia jurídica de esta representación bipolar de la sociedad, se han conformado dos categorías de personas o sujetos de derecho: i) personas privadas: que son naturales y jurídicas; y ii) personas públicas: sólo jurídicas. Así, para algunos juristas (o sistemas jurídicos) toda la distinción del derecho público y derecho privado reposa en este silogismo:

1°) Órganos públicos: las personas jurídicas “públicas” (esto es, los órganos del Estado) son las encargadas del interés general; en seguida:

2°) Derecho especial/público para tales órganos públicos: para su regulación jurídica la Ley crea derechos estatutarios; esto es, un derecho creado para tales personas “públicas”, que es exorbitante del «derecho común» (civil, que se aplica a las personas “privadas”); de lo que resulta la bipolaridad público/privado:

3°) Jurisdicción pública: Todo ello resulta traducido en un dualismo jurisdiccional, dos órdenes de jurisdicción, lo que da una base institucional a la división del derecho; jueces para lo público y para lo privado. Es el caso de Francia; en cada conflicto cabe verificar si es competente un juez administrativo (de derecho público) o un juez judicial (de derecho privado).

c) No es estática esta división en la sociedad; es evolutiva. Está conectada con la realidad histórica y con las ideologías dominantes. No es lo mismo lo público y lo privado en regímenes más o menos: i) estatistas (que intentan capturar por el Estado todo lo público/se adueña de todo lo común, incluidos aspectos privados relevantes); o, ii) liberales (que intenta ampliar lo privado). Es, en definitiva, una división fluctuante. Tenía razón Kelsen: es una división ideológica; depende de las tendencias que laten en la sociedad.

Entonces lo público y privado es distinto en la realidad; y debemos ser cuidadosos al intentar trasladar sin tamiz, pura y simplemente, los textos filosóficos o sociológicos hacia el mundo del derecho.






[En: El Mercurio Legal, 30 de diciembre, 2013]

Prólogo a "Usos y Derechos consuetudinarios de aguas. Su reconocimiento y subsistencia"



Inicio estas líneas con la impresión que se siente al tener ante sí uno de esos raros ejemplos en que el discurso jurídico es, efectivamente, técnica y arte a la vez; precisión y elegancia al mismo tiempo. Este es el efecto que produce en el lector el magnífico libro que Daniela Rivera Bravo le regala a la cultura jurídica.

1. El tema. Este libro ofrece una crónica sobre el surgimiento y análisis de las consecuencias jurídicas, en materia de aguas, de un denso hecho social: los usos consuetudinarios; los que se arraigan de tal modo, con una fuerza difícil de resistir por el legislador o el constituyente; de ahí que, en seguida, de tal factum fluye de un modo natural una regla legal y constitucional, como en este caso de las aguas.

Es que existe todo un Derecho Consuetudinario de Aguas, que estaba hasta ahora oculto a los ojos de la literatura jurídica más tradicional, pero que estaba conviviendo, con plena salud, en los facta tradicionales y permanentes de muchos usuarios, quienes de manera inmemorial vienen usando las aguas, sin conciencia ni necesidad de “formalizar” sus títulos; entendiendo que su legitimidad viene de tal uso inmemorial.

El neo-moderno Derecho de Aguas de Chile está marcado por una legislación basada en la libertad y espontaneidad del uso del agua por parte de los titulares de derechos de aprovechamiento, a tal punto que ellos pueden, si lo desean, usarla o no; y la única consecuencia que el no uso puede acarrear es un eventual pago de patentes, pero en ningún caso la pérdida de su derecho. Ésta es la regla vigente. No obstante, y he aquí la paradoja, un régimen así, en su base, en su nacimiento (en los años 1979-1981), para reconocer y dejar subsistir a las antiguas titularidades, exigió o presumió el uso efectivo del agua en ese momento. Sólo una vez reconocido ese derecho, en esas condiciones, pudieron sus titulares sujetarse a la regla vigente de espontaneidad en el uso o no uso del agua.

Las reglas jurídicas que dieron nacimiento al Derecho de Aguas neo-moderno logran así capturar con justicia la realidad existente en esa época, y para consagrar la libertad del uso o no uso tuvo que partir de una regla distinta a la que se instaura en definitiva, y reconoce y da plena validez a los usos consuetudinarios; y como tales usos son hechos, facta, sólo pudo reconocerlos en la medida en que fueron y eran efectivos. Así, la ley, junto con rendirse ante los hechos, ante la costumbre, realiza un acto de justicia inusitado: le da el carácter de título de aguas a los usos consuetudinarios. Así, es la fuerza de los hechos la que construye el uso consuetudinario y, a la vez, lo que transforma el uso en una titularidad jurídica plena.

Todos aquellos usos de aguas realizados de manera consuetudinaria, con espontaneidad, usualmente por agricultores e indígenas, durante décadas, con la conciencia de realizarlo sin afectar otros usos comunales o de vecinos, con plena aceptación social, dieron origen a una costumbre que terminó, entre nosotros, siendo reconocida por una señera regla “matriz” de 1979: el art.7 del DL 2603, que es sin discusión el hito o piedra miliar del neo-moderno Derecho de Aguas chileno; texto éste muy breve y en apariencia modesto, que resultó ser un monumento legislativo. ¡Debiera estar escrito con letras de oro!

El rescate cultural y práctico de este art.7 del DL 2603, hasta ahora, había provenido, primero, de algunas señas doctrinarias, y luego, poco a poco, de una jurisprudencia cada vez más asertiva y convencida. Era incomprensible la falta de reconocimiento y plena aplicación de esta regla tan relevante. Casi no era citado por los autores este art.7 DL 2603; ya sea por desconocimiento, o por negación, o incluso por desprecio.

Entonces, el plan regulatorio de 1979 fue integrar, con plena armonía y seguridad, certeza y justicia, dos tipos de titularidades de aguas: i) aquellas basadas en concesiones de la autoridad; y, ii) aquellas basadas en usos consuetudinarios. A estas últimas se refiere este libro.

Entonces, el tema de los derechos consuetudinarios de aguas resulta ser, entre nosotros, de relevancia superlativa, pues está en el centro mismo del sistema del Derecho de Aguas; quizás el más relevante tema de la coyuntura; es crítico y decisivo en la actualidad; y puede llegar a marcar verdaderamente el límite entre el éxito o el fracaso de una regulación.

2. La autora. Daniela Rivera Bravo es Licenciada en Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad de Talca, donde obtuvo el Premio Francisco Encina Armanet, otorgado al mejor alumno de cada promoción. Recibe el título de abogado a fines del año 2006 y el año 2007 ingresa al Programa de Doctorado en Derecho de la Pontificia Universidad Católica de Chile, adjudicándose para ello la Beca Conicyt,  del Programa de Capital Humano Avanzado de dicha entidad. En su ciclo doctoral supo mostrar dedicación y entrega a la investigación jurídica; y fue en medio del cual que se inclinó por la disciplina del Derecho de Aguas.

Durante el año 2008 obtuvo el grado de Magister en Ciencia Jurídica, y en 2009, tras haber sido seleccionada para estos efectos por Becas Chile, realiza una pasantía de investigación en España. Luego de ello, logra el grado de Doctor en Derecho en el año 2011.

A partir de entonces se desempeña como Subdirectora de Investigación del Programa de Derecho Administrativo Económico de la Facultad de Derecho UC, ámbito desde el cual ha participado en varios congresos nacionales e internacionales, exponiendo con éxito y gran acogida las principales premisas y directrices de su trabajo de tesis doctoral. Igualmente imparte clases de Derecho de Aguas y de Derecho Administrativo en la misma Facultad y en programas de diplomado y magister de ésta y otras casas de estudio.

Entonces, es una fortuna que este tema del Derecho Consuetudinario de Aguas haya cautivado a una investigadora nata; a uno de los jóvenes valores más promisorios del Derecho de Aguas en nuestro país; y en extensión, del Derecho Administrativo y de la Teoría del Derecho, disciplinas que también comienza a cultivar.

3. El libro. Cabe, en fin, observar el estilo y aportes de este libro.

a. El estilo. Es éste un texto dedicado, con un estilo sencillo y llano; las ideas van dejándose caer de un modo imperceptible, acompasado, en verdadera cadencia; pero con igual rigor, asertividad y precisión técnica. Es un típico texto de dogmática jurídica sistematizadora, en que la actitud y aptitud científica de su autora fluye en elegantes borbotones.

No sólo hay recogidas docenas de citas de la más granada selección de autores de la disciplina, antiguas y nuevas, sino que la propia autora nos regala una espléndida selección de citas de tales obras. No hay texto alguno de la literatura nacional que hasta ahora haya penetrado con tanta profundidad y sinceridad en uno de los temas más decisivos del neo moderno Derecho de Aguas: la costumbre como origen de titularidades de aguas.

La autora incorpora con soltura y acierto varias instituciones, de honda raigambre jurídica, conectadas con el tema central de su tesis principal: es el caso de la costumbre; de la prescripción; de los “derechos adquiridos”, aquí subsistencia; de los efectos del tiempo en el Derecho, esto es, el llamado Derecho transitorio o inter-temporal; tomando con soltura de autores clásicos y modernos los desarrollos que considera adecuados, y desechando posiciones que no aciertan con el fenómeno.

Realiza un uso exhaustivo de la doctrina y jurisprudencia, y para comprobarlo basta ver los listado finales y las cuidadas notas al pie, haciendo comparecer a toda la doctrina y jurisprudencia atinente. No queda ausente de análisis ni pertinente cita ninguna sentencia o trabajo especializado. La doctrina comparece con toda su riqueza, no sólo en Derecho de Aguas y Derecho Administrativo, sino también en Derecho Civil e incluso en textos esenciales de Teoría del Derecho. Es, entonces, un libro realizado con erudición y lealtad, al recoger todas las opiniones de los autores, sea que la autora las comparta o no.

Igualmente, utiliza con exhaustividad la legislación vigente e histórica.

b. Aportes. Es este libro, primero, una precisa crónica de un impacto anunciado por el legislador del DL 2603 de 1979: la densa y vigorosa incorporación de los usos consuetudinarios de aguas, elevados al primer plano de las titularidades jurídicas de aguas. Es, además, un análisis detallado de tal incorporación; el legislador del posterior Código de Aguas de 1981 fue casi ciego ante esta realidad innegable de los usos consuetudinarios, pero este libro ahora los ha vuelto a poner ante un foco muy luminoso, con tanto brillo que ya no cabrá negar tal evidencia.

Es que este libro penetra la médula misma del Derecho de Aguas, y saca a la luz, con un acabado sentido analítico y práctico, las bases mismas de tales titularidades de aguas; su lectura da la oportunidad de asistir al nacimiento de la más relevante clasificación jurídica de las aguas; nos permite comprender en toda su magnitud un fenómeno apenas revisado en la actual literatura del Derecho de Aguas: la fuerza de los hechos, de los usos, de las costumbres; y, en fin, es la crónica de cómo el legislador chileno de 1979, ante ese caudal de justicia y equidad que arrastran esos usos, se sintió obligado, con realismo, a incorporarlos a la escena jurídica, con la misma legitimidad que los títulos de origen administrativo/estatal (concesional), dándoles así el mismo canon de reconocimiento, seguridad y certeza que todo otro derecho.

Algo de tal densidad jurídica necesitaba ser rescatado por un trabajo dedicado y preciso. La autora nos entrega una obra de arte y técnica jurídica a la vez; contiene este libro una ingeniosa propuesta sistematizadora de una sub-disciplina que, al menos doctrinariamente, no existía entre nosotros: el Derecho de Aguas Consuetudinario. Su núcleo es formulado aquí en tres pasos: reconocimiento, subsistencia y ajuste de los usos de aguas; en una perfecta cadencia, casi musical, cual sonata jurídica, en tres movimientos: allegro, andante y scherzo. Se inicia a partir del pleno reconocimiento de los usos efectivos de aguas existentes a la época de entrada en vigencia del Código de 1981 (el allegro); luego fluyen en cascada los otros dos efectos que, con la soltura de pluma de un jurista avezado, la autora clasifica y ofrece de un modo exacto: es sólo el uso efectivo el que la regla legal permite que subsista como derecho (el andante); y en fin, incluso, la nueva regla ofrece todo un sistema de ajustes a tal antiguo uso, que venía haciéndose a veces casi en estado de naturaleza, en medio de ese denso factum de usos y costumbres inmemoriales, quizás lleno de imperfecciones a la luz de los criterios que impone la nueva legislación para caracterizar cada derecho (el scherzo).

Con precisión, el libro parte sistematizando el nudo del problema con esa trilogía de singular ingenio (reconocimiento, subsistencia y ajuste), los cuales en perfecta cascada se convierten, de la mano de la autora, en tres nomen iuris; los que, ahora, juntos, abrazados, ingresan al protocolo del Derecho Consuetudinario de Aguas. Sub-disciplina ésta que ahora, con esta obra, nace y toma carta de naturaleza.

En este libro se crea, inventa y propone un lenguaje dogmático nuevo: ahora todos vemos enriquecido el análisis del fenómeno de los usos y derechos consuetudinarios, mediante esta novísima clasificación de tres expresiones correctísimas, sonsacadas con habilidad y agudeza por la autora de aquí y acullá, de entre la maraña legislativa vigente. Entonces, la autora, en su primer acto de ingreso a la escena de la doctrina jurídica, realiza con sagacidad y oficio lo más propio de la ciencia jurídica: una clasificación, pues eso es esta trilogía de conceptos; ahora la contraseña que todos tenemos para deshacer el nudo jurídico de los usos consuetudinarios. Una vez concebida esta nueva clasificación matriz que inventa la autora, todo se hará más fácil para la ciencia y práctica del Derecho de Aguas nacional y comparado. Pero en esta interpretación de las reglas y de su análisis de las ausencias de reglas (lagunas) no está sola; toda una orquesta de datos jurídicos la acompaña con armonía: los hechos, que rescata con precisión; las normas y sus lagunas, que sistematiza con acierto; la doctrina de los autores, que recoge con dedicación; y la jurisprudencia, cuyo despliegue y caudal impresionante completan el acopio de insumos jurídicos.

En suma, hay en este libro crónica y ciencia jurídica a la vez; una crónica de las escuetas normas que permitieron en nuestro país que los usos inmemoriales de aguas llegasen a tener tal fuerza que no pudieron sino ser acogidos por el Derecho; hay, también en este libro, y por doquier, ciencia jurídica; lo que realiza la autora, según el modo habitual en el oficio de los juristas, es describir una nueva sub-disciplina (el Derecho de Aguas Consuetudinario), junto a la singular trilogía de conceptos e instituciones (reconocimiento, subsistencia y ajuste de usos de aguas) que ella propone, y que constituirían su núcleo.

A partir de un material legislativo, jurisprudencial y doctrinario escaso, la autora nos entrega este esplendoroso libro; cuyo mayor mérito es mostrar con soltura la paradoja del nacimiento del neo moderno Derecho de Aguas chileno, y analizar el impacto profundo de su principal nudo: los usos y derechos de aguas consuetudinarios, constituyendo una densa e ingeniosa obra de dogmática jurídica, que viene a renovar el panorama doctrinario del Derecho de Aguas chileno.


[Prólogo a: Usos y derechos consuetudinarios de aguas, de Daniela Rivera
 (Santiago, Legal Publishing-Thomson Reuters) 2013]