No podemos seguir cerrando los ojos ante la evidencia: no
sólo hay sequías del recurso hídrico; también pareciera que existen «sequías»
institucionales.
Hoy nuestro país padece
una crisis institucional del agua, de diversa índole: ¿ausencia de nuevas leyes
y reglamentos? ¿Ausencia de buena administración burocrática? ¿Ausencia de
apoyo a la autogestión de las aguas? ¿Falta de comprensión del mercado de las
aguas? En fin, ¿ausencia de buena justicia?
Es una paradoja, pues desde hace poco más de
treinta años (desde 1979-1981) rigen unas reglas jurídicas que dieron
nacimiento y vigor a un neo moderno Derecho de Aguas, marcado por una serie de
incentivos favorables para un mejor uso de las aguas.
De ahí que no es una
crisis necesariamente legislativa (de necesidad imperiosa de nuevas reglas); pareciera
que es una crisis esencialmente de actitudes y prácticas de los principales
actores en rededor del agua: de los burócratas
(que están a la cabeza de los órganos de la Administración), de los gestores (que dirigen las organizaciones
de usuarios), de los abogados y jueces (actores relevantes de los
conflictos de aguas). Quienes padecen esta crisis son los usuarios de aguas (titulares de derechos de aguas).
Cabe entonces analizar
el
escenario cuatriforme de la crisis en que percibo que se encuentra la
institucionalidad del agua; una crisis silenciosa para algunos, pero acuciante
para otros; la que se manifiesta en los cuatro escenarios que describo, derivándose
en una crisis de conocimiento y comprensión de roles del Estado, de la
sociedad, del mercado y de sus conflictos; por ello es una crisis a la vez administrativa,
de comprensión del mercado; de gestión y de justicia.
Primero, el agua padece
una crisis de anomia administrativa (del «Estado» como Administración). Como es
perceptible (y lo compadecen cada día los usuarios del sistema), el órgano
burocrático de la Administración Central del Estado, esto es, la Dirección
General de Aguas, creado básicamente para cumplir relevantes fines, hoy se
encuentra casi absolutamente impedido de realizar de manera eficiente, adecuada
o mínimamente satisfactoria sus tareas; ya sea por deficiencias en la
organización interna, ya sea por endémicas conductas burocráticas inadecuadas;
ya sea por despreocupación político-administrativa; ya sea por desempeños
erráticos de los burócratas de turno en los últimos años y quizás decenios. El
hecho concreto es que muy raramente los actores del sector, y todos aquellos
que deben sufrir el contacto con tal institución, ya sean particulares u
órganos administrativos conexos con la Dirección General de Aguas, calificarían
su gestión como de excelencia. Ello, sin perjuicio de los ingentes esfuerzos
que cada día realizan sus funcionarios, de toda jerarquía y posición.
Segundo, el agua padece
una crisis de reconocimiento de la autogestión. En efecto, los órganos
intermedios de la sociedad creados para autogestionar el agua (esto es, las
juntas de vigilancia, las comunidades de aguas y las asociaciones de
canalistas) ven entrabada o dificultada su labor, tanto por vacíos
regulatorios, ausencia de recursos económicos, como por intromisiones de la
Administración burocrática en la esfera de sus legítimas atribuciones.
Tercero, el agua padece
de una crisis de comprensión de la libre transferibilidad («mercado»)
de los derechos de aprovechamiento. Resulta curioso observar que todos los
titulares de derechos de aguas (desde modestos usuarios agrícolas hasta
poderosas empresas) valoran enormemente la protección que el sistema consagra a
su posición jurídica, impidiendo caducidades y permitiendo libre
transferibilidad; pero, al mismo tiempo, se escuchan voces y consignas a favor
de una «nacionalización» de esas mismas aguas que ellos usan. Es una
contradicción que sólo proviene de una falta de comprensión del sistema.
Cuarto, el agua padece
una crisis de ausencia de justicia especializada. El origen y resolución de
conflictos en materia de aguas tiene dos escenarios: uno, conflictos suscitados
al interior del órgano burocrático, a raíz de sus decisiones relativas a
solicitudes de derechos y de diversa índole, que son reclamadas por los
particulares ante los tribunales ordinarios de justicia (usualmente ante las
cortes de apelaciones); y dos, conflictos relativos a la distribución de aguas
o ejercicio de cada derecho, que se suscitan al interior de las organizaciones
de usuarios. Los primeros conflictos son numerosísimos y los segundos son muy
escasos, y casi sólo se producen en los casos de ríos “seccionados”, en que no
hay distribución unitaria, a río completo, entre usuarios de aguas arriba y
usuarios de aguas abajo. Es perceptible que la justicia concreta en materia de
aguas adolece de una ausencia crónica: de unos tribunales especializados que
diriman con mayor experiencia y auctoritas estos temas.
Entonces, antes de
embarcarse en consignas demasiado genéricas (como la nacionalización o
estatización de las aguas), quizás cabe analizar los cuatro escenarios más
elocuentes de esta crisis.
[En: El Mercurio, A2, 28 de mayo, 2014]