15 de julio de 2013

Recursos administrativos previos e "interrupción" del plazo para recursos jurisdiccionales

                                                                                   
        "... La ambigua literalidad en la regulación del plazo para recurrir ante los Tribunales, cuando se han interpuesto recursos administrativos previos, ha sido aclarada por el legislador; de lo que cabe notificar a abogados, jueces y, en especial, a los órganos de la Administración..."


Era necesario aclarar la trampa hermenéutica del art.54 inc.2° de la Ley N°19.880, que “establece bases de los procedimientos administrativos que rigen los actos de los órganos de la Administración del Estado” (LBPA). Lo hizo la Ley N°20.551 del año 2011, que “regula el cierre de faenas e instalaciones mineras”, corrigiéndola “al paso”, según relato en esta nota de micrología jurídica.

En efecto, la LBPA (en muchos otros aspectos, una excelente ley), regula la figura del “agotamiento de la vía administrativa previa”, otorgándole al administrado la siguiente opción: o, reclamar ante el mismo órgano que emite un acto administrativo; o, reclamar ante los Tribunales; de ahí que, en caso de que el administrado reclame ante los Tribunales, no puede deducir igual pretensión paralelamente ante la Administración, y debe esperar a que sea resuelta por la burocracia.

Al respecto, el art.54 inc.2° LBPA señala: “Planteada la reclamación [ante la Administración] se  interrumpirá el plazo para ejercer la acción jurisdiccional. Este volverá a contarse desde la fecha en que se notifique el acto que la resuelve o, en su caso, desde que la reclamación se entienda desestimada por el transcurso del plazo”.

El problema hermenéutico lo plantean las expresiones «interrumpirá» y «este volverá a contarse»; pues cabe preguntarse: ¿se computa íntegro tal plazo jurisdiccional, o sólo el resto del plazo no corrido en la vía administrativa? El tema, en medio de las urgencias prácticas de interposición de los recursos, suele ser acuciante para cualquier abogado; y muchas veces las defensas de los órganos de la Administración no dudarán en solicitar al tribunal respectivo la inadmisibilidad del recurso por extemporáneo…

Lo que está en juego es la garantía de un justo y racional proceso; y las fundamentales reglas y principios de la impugnabilidad y del acceso a la justicia. En un Estado de Derecho es elemento esencial y base la posibilidad de que los administrados, por medio de la vía judicial soliciten a los Tribunales el control de los actos de los órganos de la Administración.

El control judicial es el medio a través del cual se obtiene una tutela efectiva de los derechos de los administrados, dando origen al proceso contencioso administrativo.

El art.54 LBPA, regula el ejercicio del principio de impugnabilidad de los actos administrativos, en razón de las vías existentes para su materialización, a saber: ya sea por medio de reclamaciones en sede administrativa o bien en sede judicial, estableciendo para el caso en que el interesado recurra ante la misma autoridad administrativa la interrupción del plazo para ejercer la acción jurisdiccional. Se salvaguarda de esta manera la posibilidad de que el interesado, en caso de no obtener una resolución favorable a sus peticiones ante la autoridad administrativa, mantenga íntegro su derecho de recurrir a un Tribunal.

Pero la literalidad de la norma del art.54 inc.2 LBPA deja esta garantía de acceso a la justicia en una situación de incerteza. Y esta ambigüedad permitió, por ejemplo, a un órgano de la Administración, ofrecer una interpretación en extremo desfavorable para el administrado. Es el caso de la circular N°26 de 2008, del Servicio de Impuesto 22/07/13 Recursos administrativos previos e «interrupción» del plazo para recursos jurisdiccionales Internos sobre: “Procedimiento Administrativo de revisión de las actuaciones de fiscalización”; esta circular, paradojalmente, en su texto inicial señala que la motivación del Servicio es “introducir mejoras al procedimiento de revisión de las actuaciones de fiscalización llevadas a cabo por el SII, de modo de asegurar que las mismas sean ejecutadas en un proceso exento de vicios…”. El S.I.I. por medio de dicha circular realizó una interpretación del art.54 LBPA., señalando al efecto que frente a la reclamación administrativa presentada ante el S.I.I., el transcurso del plazo para ejercer la acción jurisdiccional se “suspende”, y por ende ”dicho plazo volverá a contarse desde la fecha en que se notifique la resolución del Servicio deniegue o declare inadmisible la solicitud reclamada”. El amable burócrata redactor de esa Circular, agregaba de manera paternalista, lo siguiente: “En razón de ello, el contribuyente deberá tener especial cuidado en el cómputo de dicho plazo, principalmente cuando el recurso de revisión de la actuación fiscalizadora se interponga en los últimos días de éste”. Incluso tal circular contiene un ejemplo muy gráfico de la manera en que el SII, con su interpretación, cercena el plazo al administrado.

[Esta circular fue modificada en 2010 por la Circular SII N°13 de 2010, dado que la Ley N° 20.322, de 2009, que incorporó el art.123bis letra c) al Código Tributario, fijó una curiosa regla  especial: ¡que la presentación de la reposición no interrumpe el plazo para la interposición de la reclamación judicial en materia de impuestos! Pero eso es otra historia…]

Esta era una mala noticia para los administrados.

Pero, a partir de 2011, sin ningún aspaviento, un informado y circunspecto legislador ha venido a “explicar o interpretar la ley de un modo generalmente obligatorio” (parafraseando el art.3 inc.1 del Código Civil). En efecto, para un correcto análisis del art.54 inc.2 LBPA, ahora es necesario tener presente la interpretación que ha realizado la Ley N°20.551 de 2011, que regula el cierre de faenas e instalaciones mineras, el cual en su art.42 inc.3, señala:

“La reclamación administrativa interrumpirá el plazo para ejercer la acción judicial a que se refiere el artículo siguiente. Una vez que se notifique el acto que resuelva dicha reclamación administrativa el plazo volverá a contarse íntegramente, de acuerdo al artículo 54 de la ley N°19.880”.

Entonces, el legislador “de un modo generalmente obligatorio” explica y aclara el texto del art.54 inc.2 LBPA en cuanto a que el plazo debe volver a contarse «íntegramente»; la que es ahora la interpretación auténtica, su verdadero sentido y alcance, por lo que la “interrupción” se traduce en la contabilidad del plazo de un modo integro, total y completo.

Una interpretación como la que erróneamente había realizado el Servicio de Impuestos Internos, ahora ya no será admisible, con mayor razón aún.
           
En fin, esta actitud del legislador es coherente con la afirmación del Tribunal Constitucional, en  la sentencia que emitió a propósito de esta misma Ley N°20.551 de 2011, que regula el cierre de faenas e instalaciones mineras (Sentencia TC 2036 2011, considerando 20°, párrafo 4), en cuanto considera la “interrupción” del plazo establecida en el art. 54 inc.2 LBPA es una de las “ventajas” que el legislador le ofrece al administrado cuando éste interpone un recurso previo ante la misma Administración.

El cercenamiento del plazo no es, por cierto ventaja alguna; por lo que si la ventaja a que se refiere el TC es real, sólo cabía computar “íntegramente” el plazo del art.54 inc.2 LBPA, como se ha venido a interpretar por el legislador en 2011.

Esta es una buena noticia para los administrados.



[En: El Mercurio Legal, 15 julio, 2013]

4 de junio de 2013

Utilidad de la doctrina y prevaricación de los juristas



          "... Sobre juristas y jueces penden las mismas espadas filudas, y lo que respecto de un juez es prevaricación o denegación de justicia, respecto de jurista es un quebranto del método: la inutilidad de sus escritos..."

Quisiera referirme a la utilidad de la doctrina y al aporte de los juristas a la praxis de jueces, abogados y legisladores; de su tendencia a filosofar y del riesgo de prevaricar.

i) el aporte del jurista a la labor de legisladores, jueces y abogados

La doctrina nunca llega a ser una fuente vinculante, sino más bien una fuente de inspiración para los legisladores, cuando éstos deben modificar los marcos regulatorios; o para los jueces y abogados, cuando éstos deben interpretar el contenido de las normas, verificar la existencia o reconocimiento de una costumbre, el alcance o legitimidad de un acto administrativo o los términos de un contrato.

Sin perjuicio de los importantes papeles que en la praxis jurídica realizan los jueces (dictando sentencias) y los abogados (asesorando gestiones públicas y privadas, ya sea en juicio o de manera preventiva), cabe precisar y distinguir el aporte que para ellos significa las teorías y doctrinas de los propiamente llamados juristas.

ii) la huida a la filosofía: un camino sin retorno

No es posible negar la constante práctica de los juristas, desde la época de sus más vetustas construcciones —como las romanas—, de adornar los conceptos jurídicos con ideas filosóficas.

Su utilidad dogmática, obviamente, siempre ha sido discutible, pues el Derecho responde a otras causas y a otras finalidades.

La forma de evitar esta invasión filosófica sobre la ciencia del Derecho es precisamente el desarrollo dogmático de principios jurídicos.

Muchos juristas, movidos por la imperiosa necesidad de encontrar algún punto de apoyo en los temas más ampliamente debatidos de su disciplina, ensayan una huida a la filosofía, camino que nosotros estimamos sin retorno, pues desde ese momento ya no habrá respuestas jurídicas, sino filosóficas. Indudablemente, aquí nos encontramos ante un problema metódico clásico, en donde surgen estos dos polos de tensión: normalmente los expertos en las materias científicas (en este caso el jurista sobre su propia ciencia: el Derecho) suelen encontrar dificultades insalvables para desarrollar las teorías formuladas desde criterios filosóficos; y esto es por una razón sencilla: sus formulaciones no son jurídicas, y el jurista, como lo hemos dicho, necesita respuestas jurídicas.

Esto no significa negar que sea posible encontrar en el ámbito filosófico elementos valiosos y conceptos esenciales que, a estas alturas, el Derecho no puede constatar, como la misma metodología jurídica (sin pretender que la filosofía, por general que sea su objeto, pueda inmiscuir sus categorías pretendiendo soluciones jurídicas, sino sólo utilizándose, en un plano general, como ordenando el pensamiento del jurista).

Y es aquí, a nuestro juicio, donde comienza el camino del jurista (y donde obviamente termina la reflexión filosófica), por una senda, sin duda alguna, más sustanciosa para el Derecho: los principios jurídicos.

En todo caso, no por su inaplicabilidad en materias estrictamente jurídicas, las reflexiones filosóficas han de considerarse inútiles, o de sobra, pues constituyen un precioso material sobre el cual podrá trabajar el jurista, pero no ya como reflejo de esa conclusión filosófica, sino con total autonomía, usando sus propios métodos y principios, ya no filosóficos meramente.
           
Podríamos decir, en fin, que desde el punto de vista epistemológico, la huida del jurista a la filosofía (que es siempre una huida hacia sus propios valores, por lo que significa romper su lealtad implícita con el orden jurídico interno: con las normas vigentes, salvo vacíos, que los rellena con principios jurídicos), es en verdad un rompimiento del método.

iii) El riesgo de prevaricar rompiendo el método

Los juristas (por protocolo metodológico) están por una parte “constreñidos” y por otra “liberados” (al igual que los jueces), respectivamente, ante la existencia o inexistencia de norma (=ley) que resuelva un caso concreto. En efecto:

1º) si hay norma: cabe aplicarla;

2º) si no hay norma (ni costumbre): se entiende que existe una laguna legal, y el jurista (al igual que el juez) puede incorporar a la solución del caso concreto un principio jurídico.

Si el jurista no respeta estos extremos, prevarica.

Así, juristas y jueces están sujetos a los mismos extremos.

Esto se puede explicar mejor revisando la situación jurídico-penal de los jueces. En efecto, los sistemas jurídicos marcan dos extremos, uno para “constreñir” y otro para “liberar” a los jueces en la aplicación de las normas a los casos concretos, mediante hipótesis de prevaricación (cuyo quebranto puede tener consecuencias penales para un juez). Veamos el caso chileno.

1º) por una parte, si hay ley el juez debe aplicarla, pues se considera delito de prevaricación la conducta del juez que fallare “contra ley expresa y vigente” (o sus derivados de abierta negligencia o ignorancia) en los arts. 223, 224 y 225 del Código Penal. Esto es, existiendo norma (=ley) cabe conocerla y aplicarla por el juez: es el primer filo de la espada que pende sobre el juez. Si no conoce o no aplica la norma, el juez prevarica.

2º) por otra parte, se considera que el juez falta a sus deberes esenciales, o incurre en una “denegación de justicia” en caso de no resolver un asunto controvertido, lo que debe hacer “aunque no haya ley”, esto es aunque exista una laguna legal o normativa: es el segundo filo de la espada que pende sobre el juez. El juez no podrá excusarse de resolver “ni aún por falta de ley que resuelva la contienda”, señala el art. 76 inciso 2º de la Constitución. Debe decidir la contienda aunque no haya norma, y lo hará mediante los sucedáneos de la ley: la costumbre o los principios jurídicos.

            Sobre el jurista penden las mismas espadas filudas, y aquello que respecto del juez podemos calificar de prevaricación o denegación de justicia, para el jurista debemos calificarlo de un quebranto del método.

         Los roles paralelos (y de subsecuente colaboración) de juristas y jueces son así parecidos, ambos “constreñidos” (y en sus casos liberados) a un orden interno:

1º) los juristas construyen sus teorías, modelos y principios “constreñidos” a un orden interno: a las leyes vigentes y a sus sustitutos (costumbres y principios).

2º) los jueces fallan los casos igualmente “constreñidos” a ese mismo orden interno y a sus sustitutos.

           El quebranto del juez es delito; un incumplimiento de deberes. El quebranto del jurista implica salirse del método: dejar de ser científico. Es la pérdida de la utilidad práctica de sus escritos. Un jurista debe lealtad al ordenamiento vigente (y a sus sustitutos), y no «manipula las normas», como se sugiere a veces, pues los planteamientos de lege ferenda no son de ciencia del Derecho, son de política o filosofía jurídica.




                                      [Publicado en: El Mercurio Legal, 04 de junio, 2013]

31 de mayo de 2013

Ley natural, reglas o principios jurídicos: ¿dónde está el Derecho?


El derecho es aquel que sufre o goza cada sociedad en su tiempo, no aquel ideal de cada filósofo del derecho.
Cada cierto tiempo polemizan en estas páginas distinguidos profesores de Filosofía del Derecho, representantes de distintas y antagónicas posiciones; siempre un representante del iusnaturalismo, defensor de la existencia y validez de la ley natural y un, positivista, defensor del positivismo jurídico. Así ha ocurrido en días pasados, bajo la pluma de dos distinguidos profesores. Desde la Filosofía, un especialista de tal materia aportó en estas páginas una precisión ontológica. Por mi parte, desde la Teoría del Derecho, que es el método de la doctrina jurídica, quisiera aportar una precisión epistemológica, esto es, definir la materia o disciplina de tal discusión y su relevancia social. La suya es una discusión filosófica, si bien de Filosofía del derecho, lo que es distinto al Derecho mismo; no es una discusión de y desde el Derecho (o sea, aquel que es tarea de juristas y que aplican los jueces).

Esto es relevante para derivar las consecuencias sociales o culturales de tan enconada disputa; pues, los resultados de esta polémica, ¿serán inmediatamente aplicables por jueces y abogados, para algún caso que esté hoy en disputa? Si no son aplicables, la discusión es filosófica; si son aplicables, la discusión es jurídica. La respuesta a esta pregunta es la que delimita los saberes y tareas sociales.

Cabe aclarar, entonces, que cuando iusnaturalistas y positivistas discuten, lo hacen en la relevante arena filosófica, ofreciendo contrapuestos argumentos sobre el origen de sus convicciones y creencias o de lo que a su juicio deba ser el derecho: para un iusnaturalista, su fundamento y validez reside en la naturaleza del hombre, dada de antemano en la “ley natural”; para un positivista, no hay más que el derecho positivo (las reglas), dadas de antemano por el legislador.

Si se observa, ambas filosofías se basan en algo dado a priori: o por la ley natural o por el legislador; y en ambos casos el intérprete lo único que haría supuestamente es deducir las soluciones desde una de tales “leyes”.

Ambas posiciones son concepciones filosóficas que miran desde fuera al Derecho: desde el prisma valórico en el que milita cada filósofo. Son perspectivas muy relevantes para la enseñanza de los abogados y jueces y para la cultura de los pueblos, y nutren el debate ante las decisiones sociales para las nuevas reglas: unos enrostran al legislador un eventual quebranto de la “ley natural”; otros enarbolan sus valores diversos.

Pero el Derecho es otra cultura: es el que cultiva un especialista en alguna disciplina jurídica; por ejemplo, el Derecho Administrativo; el Derecho Penal; el Derecho Civil. El juez, cada vez que se enfrenta a un caso que deba resolver (esto es, cada vez que deba “decir el derecho” de cada cual), una vez que ha capturado el factum, esto es, los hechos con relevancia jurídica, primero dirige la mirada a cual de aquellas disciplinas o ramas jurídicas corresponde el caso y, en seguida, a las leyes vigentes. No observa filosofías particulares.

Entonces, esta notable discusión está más bien dirigida a quienes hoy o mañana deban tomar decisiones legislativas; de nuevas reglas, pero no a quienes deben enfrentarse con el actual derecho positivo, ya dado: con aquél que practican cada día miles de abogados y jueces, con aquél que todo ciudadano sabe que pende respecto de sus conductas.

En la realidad de las cosas, el derecho es aquel que sufre o goza cada sociedad en su tiempo, no aquel ideal de cada filósofo del derecho: pues, ya todos lo sabemos, y no podemos cerrar los ojos: los jueces (que son quienes “dicen” el derecho en nuestras sociedades) deben, por imperativo (so pena de ser acusados de prevaricar) iniciar su tarea de aplicación observando los valores contenidos en las reglas positivas existentes; hasta aquí todo pareciera ser como lo postula un positivista. Pero, las reglas se manifiestan muchas veces o inexistentes o difíciles de interpretar, ya sea por contradicciones entre sí, por vacíos (lagunas) o incoherencias. Y ahí comienza el aporte creativo del juez, mediante los principios jurídicos, precioso sustituto que no alberga ni las posiciones valóricas del juez ni de una supuesta ley natural: es el pulso de la sociedad que el juez debe captar a través del filtro que sostiene su delicada misión. Pero, por cierto, aquí puede existir un acercamiento a valores que postula un iusnaturalista.

Entonces, reglas y principios cuentan, y los jueces, en sus sentencias, no filosofan; dictan el Derecho.


Un notable ejercicio de aprendizaje para nuestra sociedad ha sido el reciente fallo de la Corte Suprema en el caso de los consumidores de las empresas de comercio detallista: ¿Cuál era el derecho? ¿El que provenía de una antigua ley, supuestamente obedecida? ¿el de alguna ley natural?¿O el que “dijo” la sentencia de la Corte Suprema? Parece que la respuesta social fue esta última, pues todos los actores adquirieron la convicción de que sólo después de tal sentencia habían cambiado las reglas. En fin: ¿La Corte Suprema aplicó las reglas, la ley natural o un principio jurídico? Parece que la respuesta es la última: un principio jurídico; y eso, ¡no es ni positivismo ni iusnaturalismo! Es Derecho.






[En: El Mercurio Legal, 31 de mayo, 2013]

7 de mayo de 2013

Negativo intento legislativo de "perfeccionamientos" expresos y colectivos de derechos de aguas


"... El Proyecto de ley que entrega a las organizaciones de usuarios de la tarea de completar los títulos de cada uno de sus integrantes, originará conflictos en su interior inexistentes hoy en esa instancia, y desnaturalizará la pacífica tarea usual de tales organizaciones de usuarios de solo distribuir las aguas..."


Quisiera exponer lo peligroso para la intangibilidad de los títulos de aguas y lo desajustado con la realidad que resulta ser una iniciativa legislativa relacionada con las aguas.

Se trata de un Proyecto de ley para el perfeccionamiento de títulos por directorio de organizaciones de usuarios, de 2012.

El 18 de enero de 2012, mediante el mensaje Nº 006-359, fue ingresado al Congreso un proyecto de ley cuya finalidad es facultar a los directorios de las comunidades de aguas y de las juntas de vigilancia (no menciona el proyecto a las asociaciones de canalistas) para representar a sus miembros en los procedimientos de perfeccionamiento de derechos de aguas. Actualmente dicho proyecto se encuentra en el primer trámite constitucional ante el Senado.

La finalidad declarada del proyecto es “hacer más expedito y cohesionado el procedimiento de perfeccionamiento de los títulos de derechos de aprovechamiento de aguas”. No obstante que cabe compartir la preocupación gubernamental y de la propia DGA de buscar soluciones al problema del perfeccionamiento pues genera constantes conflictos, la vía elegida por este proyecto es inadecuada.

Las principales críticas son: i) el mecanismo es un directo quebranto a la garantía de la propiedad; ii) distorsiona la esencia y naturaleza de las organizaciones de usuarios en su tarea de autogestión de un recurso común; iii) es evidente que así la Administración Central elude una tarea que a ella le corresponde.

i) Quebrantamiento de la garantía de la propiedad de los titulares de derechos de aguas

La garantía e intangibilidad de la propiedad de los titulares de derechos de aguas significa, jurídicamente, que sin su voluntad los terceros no pueden afectar la esencia de los títulos ajenos (eso es “perfeccionar”).

En este proyecto se pretende entregar poderes sobre los derechos de aguas ajenos a los directorios de las comunidades de aguas y juntas de vigilancia. Cabe recordar que los derechos no pertenecen a esas organizaciones, sino a sus miembros. Cualquier medida tendiente a revisar, determinar o modificar las características esenciales de los derechos de aguas —como efectivamente ocurre en el caso del perfeccionamiento—, atenta contra la garantía constitucional de la propiedad (artículo 19, número 24 de la Constitución), pues tal decisión solo podría válidamente tomarse directamente por el propio titular de dicho derecho.

Una decisión que afecta la esencia de cada derecho de aguas en ningún caso puede ser tomada por terceros, como es el caso del directorio de la comunidad de aguas o de la junta de vigilancia de la cual forme parte dicho titular (salvo que ese directorio fuera facultado expresamente por cada uno de sus miembros; para lo cual no se requiere reforma legal alguna).

Además, el proyecto propone que los directorios de las comunidades de aguas o de las juntas de vigilancia queden facultados para realizar el perfeccionamiento, “previo acuerdo de dos tercios de los votos en junta extraordinaria convocada al efecto”. De ello se desprende que, aun en contra de un tercio de los votos, podría forzarse el perfeccionamiento de todos los derechos de aprovechamiento sometidos a la jurisdicción de la respectiva organización, incluyéndose aquellos derechos cuyos titulares se opusieron al perfeccionamiento o que lo propusieran en términos distintos.

Que el directorio de una organización decida sobre las características de un título de aguas ajeno es, por sí mismo, un atentado contra la garantía constitucional que protege los derechos de aguas. En efecto, lo sustancial de un derecho de aprovechamiento es la facultad de su propietario de extraer desde la respectiva fuente natural una determinada cantidad de agua, en el punto y con las características que su título o la costumbre —en el caso de los derechos consuetudinarios— indiquen. Y, de perfeccionarse un derecho de aprovechamiento por un caudal o con características distintas de aquellas con que históricamente ha sido ejercido, o diversas de aquellas derivadas de la forma en que efectivamente se ha usado el agua, se estará privando a su titular de poder ejercerlo en plenitud y con sus reales características y modalidades.

ii) Alteración del pacífico funcionamiento de organizaciones creadas solo para distribuir aguas

Lo que produce este proyecto, en verdad, es una alteración del objeto primordial de las juntas de vigilancia y comunidades de aguas, que consiste en distribuir las aguas a que tienen derecho cada uno de sus miembros y mantener las obras necesarias para su aprovechamiento.

El actual Código de Aguas es consistente con este objeto, y ninguna de las facultades que se confieren al directorio de una junta de vigilancia o de una comunidad de aguas dicen relación con la determinación del contenido y elementos esenciales de los derechos de aprovechamiento de sus miembros, menos aún contra la voluntad de éstos, como se pretende hacer con el proyecto de ley.

No existe nada igual dentro de las actuales potestades del directorio de estas entidades, ya que esto constituye una prerrogativa exclusiva y excluyente del propio titular.

Es jurídicamente improcedente que el legislador otorgue al directorio de una comunidad de aguas o de una junta de vigilancia la facultad de modificar el contenido esencial de los derechos de aguas de sus miembros, sin mediar un acuerdo unánime y preciso. Este proyecto:
1° implica sustituir a los titulares de derechos de aguas en una facultad individual y privativa, como es la alteración de
características esenciales de su título, sobre el que se tiene derecho de propiedad; y,
2° genera una distorsión a la esencia y naturaleza de dichas organizaciones, cuya finalidad es distribuir las aguas a que tienen derecho sus miembros.
Este mecanismo evidentemente creará conflictividad en una sede institucional que actualmente es pacífica.

iii) La tarea de coadyuvar en el perfeccionamiento le corresponde a la Administración Central del Estado (DGA)

La tarea de constituir y de colaborar al reconocimiento, catastro y perfeccionamiento de los derechos de aguas, corresponde a la DGA (artículos 22, 140, 142, 147bis, entre otros, del Código de Aguas), y si no ha podido hacerlo, no es sano trasladar tal tarea a las organizaciones de usuarios, las que sólo deben distribuir las aguas que le corresponden a los titulares de derechos, cuyas características esenciales ya estén previamente fijadas por la autoridad competente.

En suma, el proyecto de ley intenta trasladar la conflictividad sobre las características de los títulos de aguas (relacionada con la constitución, regularización y perfeccionamiento de los títulos) hacia una generalmente pacífica instancia de distribución de las aguas (ejercicio de los derechos), como es el caso de las organizaciones de usuarios.


Por su parte, la modificación legal desea avanzar en el perfeccionamiento de los derechos de los usuarios de las aguas, dado que la falta de perfeccionamiento origina incerteza y desmejora la posición de los usuarios en los conflictos de constitución y regularización de derechos de aguas. Pero es la propia Dirección General de Aguas, encargada por ley para ello, la que no ha logrado organizar un completo Catastro de Aguas.

No obstante, lo más peligroso de esa falta de certeza de los títulos de aguas estriba en que la resolución de los conflictos (que se desenvuelven al interior de la Dirección General de Aguas, mediante oposiciones, y ante los Tribunales Ordinarios de Justicia, mediante reclamaciones) es inadecuada, por deficiencias en ambas instancias: la DGA no puede administrar y juzgar a la vez; y los Tribunales no tienen la especialidad necesaria.

Pero la entrega por ley a las organizaciones de usuarios de la tarea de completar los títulos de cada uno de sus integrantes, originará conflictos en su interior inexistentes hoy en esa instancia, y desnaturalizará una pacífica tarea usual de solo distribuir las aguas.

En fin, como lo hemos sostenido en estas columnas, el foco debe estar puesto en la creación de una nueva instancia especializada de resolución de conflictos.




[En: El Mercurio Legal, 07 de mayo, 2013]

8 de abril de 2013

Superposición de concesiones mineras: Vigorosa reacción jurisprudencial ante inadecuada legislación


En 2013 se cumplen 30 años de la publicación y vigencia del Código de Minería, pero su texto y sistema concesional parecieran seguir propiciando las superposiciones de concesiones mineras.

Pero una reciente y vigorosa línea jurisprudencial ha venido a poner las cosas en su lugar.

En primer lugar tenemos la sentencia de la Corte de Apelaciones de Valparaíso de fecha 13 de septiembre del 2011[1], en el caso Anglo American Sur S.A. Esta establece, en su considerando 7º, que los artículos 58, 95 y 108 del Código de Minería sólo aceptan la existencia de superposición de concesiones cuando la nueva concesión afecta parte de una concesión ya existente, sea que se trate de una concesión de exploración o una pertenencia, o, para el caso que se trate de concesiones referidas a un mismo terreno, pero respecto de sustancias concebibles diversas. Luego añade que, en cambio, en el caso que se trate de una concesión que se encuentra superpuesta en forma total sobre una concesión anterior, ha de aplicarse lo que dispone en forma imperativa el artículo 27 del Código de Minería vigente, que lo prohíbe[2].

En segundo lugar, tenemos la sentencia de la Corte de Apelaciones de La Serena de fecha 10 de septiembre del 2012[3], en el caso Moreno Lemus, Eloisa del Carmen. Esta sentencia, en su considerando 9º, establece que los artículos 58 y 108 del Código de Minería deben interpretarse en forma restrictiva, considerando que el espíritu del legislador ha sido evitar la superposición. Más adelante explica que el Código de Minería de 1932 aceptaba la superposición territorial de concesiones, como consecuencia de que éstas se entregaban solamente respecto de sustancias determinadas, pero que luego, con la entrada en vigencia de la nueva legislación minera que reconoce el derecho a explotar todas las sustancias concesibles existentes en el área objeto de concesión, se hace imposible mantener la situación existente bajo la legislación anterior, por cuanto el conflicto ya no sólo dice relación con extensiones territoriales superpuestas, sino que con objetos idénticos[4].

Este considerando concluye diciendo que si la nueva concesión se encuentra superpuesta en forma total sobre una concesión anterior, corresponde aplicar el artículo 27 del Código de Minería vigente, que prohíbe la constitución de concesiones mineras superpuestas.

Finalmente tenemos la sentencia dictada por la Corte Suprema el 5 de octubre del 2012[5], en el caso Villar García, Rodolfo y otro. Esta sentencia, en su considerando 7º, decreta que los artículos 27 del Código de Minería y 4° de la Ley N°18.097 persiguen que tales cubrimientos/superposiciones no se produzcan. Luego, en su considerando 9º, agrega que los jueces tienen la obligación de velar porque no se produzcan superposiciones de concesiones mineras luego de constatar la existencia de alguna superposición.

Estas tres sentencias abren la esperanza de que, por vía jurisprudencial, se corrija la impericia legislativa.

En efecto, el Código de Minería de 1983, a pesar de algunas reformas que se le han realizado, y a 30 años de su dictación, aún sigue manteniendo algunas disposiciones incoherentes y contradictorias, respecto de lo estipulado en la Ley Orgánica Constitucional; Ley esta última que sí protege los títulos mineros del fenómeno corrosivo de la superposición de concesiones.

El Código de Minería, en conjunto con la Ley Orgánica Constitucional, desarrollaron las disposiciones constitucionales mineras y permitieron el gran desarrollo minero que existe, hoy día, en Chile. No se hubiese realizado toda esa gran cantidad de inversiones, si la legislación no hubiese otorgado certeza y seguridad jurídica a los emprendedores de la minería. Pero, claramente, el mayor mérito es de la Ley Orgánica Constitucional.

Incluso, es curioso que esta falla evidente del Código de Minería, que en el fondo ha propiciado las superposiciones, no haya producido inconvenientes mayores. Desde un principio fue patente el problema de su falta de mecanismos para evitar la superposición de concesiones mineras.

Este problema de la superposición se comenzó a notar fuertemente en la década de los 90, a 10 años desde su entrada en vigencia. En ese instante se comenzó a ver la necesidad de una modificación, a raíz de una amplia crítica académica, según la cual había que perfeccionar y mejorar el Código de Minería, para evitar las superposiciones, para que los títulos fuesen más seguros. Y el modo fue potenciando el tipo penal, según el cual, el perito mensurador podía ser juzgado por el hecho de mensurar una pertenencia superpuesta sobre otra.

Pero el problema de fondo es que la legislación tenía y sigue manteniendo algunas disposiciones incoherentes y contradictorias, porque lo que aquí hay es una doctrina distinta entre el legislador ordinario del Código de Minería y el legislador de la Ley Orgánica constitucional, y es esta última la que, en verdad, le ha dado la fortaleza a la industria minera y que, claramente, prohíbe la superposición de concesiones mineras. Esa ley le dio intangibilidad a esos derechos, por lo que no se pueden tocar esos derechos, para no perjudicarlos, por lo sensible que es la industria minera en la economía nacional.

El Código de Minería tiene autores distintos, ministros distintos y comisiones de estudio distintas. Se dictó, en 1983, con posterioridad a la LOCCM, haciendo caso omiso de la prohibición que establecía esa Ley y se diseñó un procedimiento concesional minero que adolecía de graves fallas, en cuanto a las superposiciones. Así, con el ánimo de aumentar el descubrimiento de nuevos yacimientos mineros, el CM le dio la posibilidad a cualquier persona de presentar pedimentos y manifestaciones donde quisiesen, ad libitum, expresión latina que significa con libertad total.

Aparentemente, el Código dice que se prohíbe la superposición, pero deja abierta una tremenda puerta. Y, además, la está premiando. Sin embargo, algunos autores han llegado a elaborar la tesis de que si el nuevo concesionario está recibiendo “de regalo” su título minero, al mismo tiempo, está expuesto a un deber de cuidado. La legislación pareciera establecer este principio, que es un principio negativo, de un deber excesivo de cuidado. Así, el concesionario antiguo debe cuidar su título y observar, día a día, el Diario Oficial para evitar que alguien lo prive de su título. Se está haciendo imperar un seudo principio jurídico, que no es de justicia, ni certeza ni seguridad.

Así es difícil luchar contra la superposición, cuando todo el sistema concesional instaurado en el propio Código de Minería propicia las superposiciones de concesiones mineras.
Se ha avanzado, pero no se ha logrado evitar completamente el fenómeno, porque, en el fondo, hay un gran premio para el que se superpone, ya que existe la posibilidad de que el juez pueda llegar a constituir la concesión, aún estando superpuesta.

Ahora, si pasan los cuatro años dentro de los cuales se puede pedir la nulidad de la nueva concesión, existe la posibilidad, por alguna razón procesal, de perder el juicio. Hay una situación de riesgo. El sólo hecho de existir esta institución de la “nulidad” de las concesiones mineras es un riesgo.

En el neo-moderno Derecho Administrativo Económico, nacido hace treinta años, en paralelo a esta legislación minera, desaparecieron en Chile las caducidades estatales, pero aquí, por impericia legislativa ha imperado una caducidad minera encubierta: la prescripción extintiva de la acción de nulidad, a raíz de una superposición.

Y aquí opera, también, una institución muy importante para el Derecho, que es la prescripción. Pero con un problema: hay una prescripción de un título ajeno, que lo posee y lo sigue poseyendo el concesionario antiguo, el que sigue pagando sus patentes. Y, además, hay un título paralelo, no conectado directamente con el título legítimo. No hay relación alguna entre el primero y el superpuesto. Y no están anotados en el mismo registro. Todo lo cual es muy incoherente; pero esta en el diseño erróneo del CM.

Ahora, habrá que preguntarse cuántos concesionarios mineros de hoy día, lo son gracias a haberse superpuesto y destruido los títulos anteriores. Un sistema sano debe tener otros mecanismos para el traspaso de la propiedad. Pero, es el esquema vicioso que establece esta legislación minera.

¿Cómo se puede solucionar este problema, con una nueva reforma? Sobre una reforma legal, lo primero a considerar es la voluntad para hacerla y, segundo, son los riesgos que una reforma conlleva. Muchas veces, los empresarios y las autoridades no inician modificaciones, para no poner en riesgo una industria tan importante como ésta. Sin embargo, lo que se debe hacer es seguir avanzando hacia la cuadrícula única, como lo hacen muchos países, desde hace muchos años.

Dados los avances cartográficos, cada vez es más innecesario seguir continuamente mensurando. Así que bastaría con distribuir diferentes cuadrículas, a través de todo el país. De esta manera, si una concesionaria tiene una determinada cuadrícula minera, automáticamente, no se debieran aceptar otras peticiones superpuestas. Pero, se necesita una modificación legal.

O establecer la siguiente regla: al momento de presentarse la manifestación, el juez debe rechazarla de inmediato, si tiene información de que está superpuesta a otra concesión. Eso no se hace hoy en la práctica.



[1] Sentencia Corte de Apelaciones de Valparaíso, 13 de septiembre del 2011, ROL Nº 975-2011.
[2] Se interpuso en contra de esta sentencia un recurso de casación en el fondo, el cual fue rechazado por la Corte Suprema el 30 de noviembre del 2011por manifiesta falta de fundamentos (ROL N° 10.349-2011).
[3] Sentencia Corte de Apelaciones de La Serena, 10 de septiembre del 2012, ROL N°170-2012.
[4] Se interpuso en contra de esta sentencia un recurso de casación en el fondo, el cual, el 30 de noviembre del 2012, fue rechazado por la Corte Suprema por manifiesta falta de fundamentos (ROL Nº N° 8395-12).
[5] Sentencia Corte Suprema, 5 de octubre del 2012, ROL Nº 5296-12.




[Publicado en La Semana Jurídica, 8 de abril de 2013]

3 de abril de 2013

Edición deficitaria de libros jurídicos



En una interesante columna de ayer, en respuesta a una mía anterior, el profesor José Joaquín Ugarte señala que sería un error la disolución de la Editorial Jurídica de Chile. Resalta la labor que le cupo a su ilustre padre, don Jorge Ugarte Vial, en la creación de esa editorial. Igualmente, dedica amables palabras a mi padre, Ciro Vergara Duplaquet, autor de un antiguo texto de derecho de aguas; lo que agradezco. Me identifica como director de una colección de tratados de una editorial privada; condición que ya no ostento.

En suma, estima que esa empresa fiscal debe ser objeto de salvataje, dada su trayectoria. Me temo que, a pesar de tan documentado y bien inspirado texto, la proyectada disolución de esa empresa es adecuada.

Primero, cabe razonar si existe algún interés común que justifique mantener, con el dinero de todos, una empresa fiscal deficitaria; a juicio del ilustre profesor ese interés común sería la necesidad de editar obras jurídicas de excelencia. Entonces, estamos de acuerdo en cuanto al fin, pero no en el medio para lograrlo. Este es un fin deseable no sólo para la ciencia jurídica, sino para toda disciplina universitaria, y yo no veo que la ingeniería o la economía, u otras ciencias, exijan la mantención de una empresa editorial deficitaria para su promoción cultural. Los dineros públicos sólo pueden invertirse en un fin como éste sólo de modo subsidiario, en aquellos casos en que la iniciativa de la empresa privada deje de editar libros de excelencia, y un buen medio es a través de fondos concursables para libros jurídicos, como lo editorializó este diario antes de ayer. Ese es un modo más focalizado y efectivo para editar libros jurídicos canónicos (en el sentido de Bloom) y buenas tesis de grado o doctorales, tratados y monografías de alto estándar, elegidos por una comisión interuniversitaria e interdisciplinaria de juristas.

En segundo lugar, precisa el profesor Ugarte que el tema de la edición oficial de los códigos es lo menos importante de la editorial. Entonces, pareciera que hay acuerdo en que esta tarea es razonable que el Senado proponga entregársela a la Biblioteca del Congreso Nacional.


En fin, la Editorial Jurídica de Chile prestó un innegable servicio a la cultura jurídica chilena, y sus aportes pueden ser rescatados, por ejemplo, mediante la creación de un fondo bibliográfico electrónico. Esa sería una encomiable tarea que también cabria entregar a la señalada Biblioteca.



[Publicado en El Mercurio (Cartas al Director), 3 de abril de 2013]

31 de marzo de 2013

Una agenda nacional para el uso de las aguas



El país se enfrenta a una sequía real en medio de una larga ausencia de políticas públicas adecuadas en materia de aguas. La Administración y el Parlamento parecieran estar perplejos. ¡No hay agenda de aguas!

La regulación de las aguas en Chile tiene su base en tres normas: el DL N° 2.603, de 1979, que configuró por vez primera los derechos de aguas, incluidos los usos consuetudinarios; la Constitución de 1980, que declaró implícitamente a las aguas como bienes nacionales de uso público, y de manera explícita la garantía de la propiedad de los títulos de aguas; y el Código de Aguas de 1981 (modificado en 2007), que elimina barreras de acceso a la adquisición de nuevos derechos de aguas y configura la libre transferibilidad de los derechos adquiridos y el libre uso de las aguas a que se tiene derecho.

La finalidad de toda política de aguas es lograr una gestión eficiente del recurso y una baja conflictividad en la obtención y ejercicio de los derechos de aguas.

La “nacionalización” del agua apunta a una precisión innecesaria, pues ya son bienes nacionales por declaración legal. El rol de la nación, a través del Parlamento, no es disputar la propiedad de las aguas, sino regularlas a través de decisiones legislativas adecuadas.

Pero las dos más notorias iniciativas de política pública relacionadas con las aguas están completamente desajustadas con la realidad y los verdaderos problemas de las aguas. Estos proyectos, en verdad, no focalizan los temas o las sedes institucionales donde están los problemas reales de las aguas. 

Una iniciativa ya usual es el permanente intento de “nacionalización” de las aguas. Es el caso de un mensaje presidencial de enero de 2010 y de varias mociones parlamentarias. La “nacionalización” del agua apunta a una precisión innecesaria, pues ya son bienes nacionales, por declaración legal; además, el calificativo “nacional” pareciera poco realista ante la evidencia de la autogestión “común” que los usuarios hacen de las aguas a través de Juntas de Vigilancia, Asociaciones de Canalistas y Comunidades, que es un enorme factum, no estatista, no individualista, ni tampoco “nacional”. El rol de la nación, a través del Parlamento, no es disputar la propiedad de las aguas, sino regularlas a través de decisiones legislativas adecuadas.

Otra política pública, más reciente, ha sido un proyecto de ley (mensaje Nº 006-359) del gobierno, como colegislador, cuya finalidad es facultar a los directorios de las comunidades de aguas y de las juntas de vigilancia para representar a sus miembros en los procedimientos de perfeccionamiento de derechos de aguas. Dicho proyecto se encuentra en primer trámite constitucional en el Senado.

La finalidad declarada del proyecto es “hacer más expedito y cohesionado el procedimiento de perfeccionamiento de los títulos de derechos de aprovechamiento de aguas”. Si bien cabe buscar soluciones al problema del perfeccionamiento de los títulos de aguas, la vía elegida por este proyecto es inadecuada, pues el mecanismo es un directo quebranto a la garantía de la propiedad; distorsiona la esencia y naturaleza de las organizaciones de usuarios en su tarea de autogestión de un recurso común; originará conflictos en su interior hoy inexistentes en esa instancia, y desnaturalizará la pacífica tarea usual de sólo distribuir las aguas; en fin, es evidente que así la administración central elude una tarea que a ella le corresponde. 

En verdad, la falta de certeza de los títulos de aguas estriba en que hoy la resolución de los conflictos (que se desenvuelven al interior de la Dirección General de Aguas, mediante oposiciones, y ante los tribunales ordinarios de justicia, mediante reclamaciones) es inadecuada, por deficiencias en ambas instancias: la autoridad no puede administrar y juzgar a la vez, y los tribunales no tienen la especialidad necesaria.

¿Dónde debe estar el foco de las políticas públicas de aguas? En dos aspectos esenciales: en la gestión (distribución) del agua y en la resolución de los conflictos.

i) Cabe fortalecer la distribución que de las aguas realizan las juntas de vigilancia, y potenciar así su autogestión, como recurso común que es.

Las juntas de vigilancia ejercen la función pública de distribución de las aguas, acotada territorialmente a la cuenca u hoya hidrográfica donde ejercen jurisdicción; están integradas por los usuarios y uno de su principales desafíos es el fortalecimiento de sus facultades. Su rol debiese estar dotado de un desarrollo legislativo más adecuado, y, en la práctica, debiesen incluir en su jurisdicción los derechos no consuntivos y los de aguas subterráneas.

ii) Cabe poner fin a la creciente conflictividad, mediante la creación de tribunales de aguas (dos o tres, en las zonas norte, centro y sur). Es notoria la ausencia de una instancia especializada de resolución de conflictos de aguas, los que hoy están concentrados en la constitución de nuevos derechos de aguas; en la regularización de los antiguos derechos de aguas y, en algunos casos, en la gestión conjunta de aguas, como riego e hidroelectricidad. 

Los conflictos de aguas suelen ser de alta complejidad técnica, para lo cual los tribunales ordinarios, integrados sólo por abogados, han demostrado poca racionalidad o incapacidad técnica. Se necesita un panel o tribunal de integración multidisciplinario para una mejor resolución. Esta fue, por lo demás, una de las más relevantes y firmes conclusiones de un reciente estudio del Banco Mundial, de 2011.

La creación de tribunales especializados para las aguas, en fin, sigue la tendencia de nuestro país de ir especializando las resoluciones de controversias más complejas (como en energía, en medioambiente y otras).




[Publicado en La Tercera, 31 de marzo de 2013]