18 de septiembre de 2006

Juzgar cada caso en conciencia



Pedro Prado 
Un juez rural 

Extractos escogidos por Alejandro Vergara Blanco



[El arquitecto Esteban Solaguren es nombrado juez de subdelegación]

[El almácigo de cebollas]
– Es la señora de las cebollas –explicó el secretario-. Su demandado resulta ser don Beño. ¡Don Beño! ¿No lo conoce? Es un tonto muy ladino.
– Sírvase repetir su demanda –dijo Solaguren- ¿Es un asunto de unas cebollas?
– Sí, señor juez; almácigos que este ladrón me vendió sin ser el dueño.
[Después de interrogar a ambos:]
 – Escriba, secretario, la sentencia: “En el caso de don Beño, o del almácigo de cebollas, el juzgado desestima la demanda, porque no es verdad que existan en transacciones de negocios los llamados tontos pillos”.

[Los vagabundos]
La audiencia de los días martes era característica. Antes del desfile de los querellantes, el juez hacía presentarse a los presos por vagabundaje y ebriedad, recogidos en los clásicos días consagrados a Baco. (…) El secretario, cumplidos los engorrosos preliminares, señaló a los reos por delito de vagancia. (…) Como el juez permaneciera silencioso, el secretario se atrevió a insinuar:
– Según la ley, la vagancia está penada…
– Perdone usted, Galíndez. Desde hoy en adelante, mientras yo sea juez, los que no tengan domicilio fijo, los que no ejerzan oficio ni trabajos conocidos, y a quienes se encuentre caminando o en ociosidad constante por campos y poblados de mi jurisdicción, no serán detenidos por la policía. Sé que contravengo la ley; pero he sido nombrado para juzgar en conciencia…

[A los que desistieren]
Escuche, secretario: “Todos aquellos que, en vez de buscar amigablemente un arreglo a sus dificultades, se hayan presentado o en adelante se presenten a esta secretaría y eleven una demanda y luego de iniciada, desistan de proseguir en ella, y no concurran a la audiencia para la cual fueron citados, se estimará que se han servido de este juzgado como de un arma para infundir miedo, y como no es posible prestarse a manejos de esa especie, y como ocurre que por verse libres de molestias y trámites judiciales, muchos son capaces de soportar injusticias, a trueque de que se les deje en paz; y como también sucede que quien revela haber arreglado un asunto con el cuco del juez, bien pudo arreglarlo sin tan barato recurso, este juzgado, para no verse empleado en tan deprimentes manejos, manejos que sirven para ahuyentar soluciones de equidad, pena a cada uno de los querellantes desistentes a cinco pesos inconmutables, a beneficio íntegro del secretario del juzgado, que no está dispuesto a servir de metemiedo”.

[El caballo perdido]
– Entre –dijo el guardián–. Este señor viene a reclamar un caballo suyo que la policía encontró vagando por las calles. El caballo está en los corrales del cuartel.
– El señor que llamaba –explicó [el secretario] al oído de Solaguren- es dueño de un caballo que está en los corrales de la policía.
– ¿Cómo? ¡La persona aquí presente dice lo mismo!
Solaguren, inquieto, constataba que los datos sobre el caballo que dieran ambos presuntos dueños, coincidían. Quedó perplejo. Pensó en viejas historias, en sabios jueces árabes. ¿Qué hacer? Varios días después se presentó el verdadero dueño.
– Palabras, palabras –anotó en su mente Solaguren-, infiel traducción de las cosas, ¿cómo voy a creeros en adelante?

[Renuncia]

“Señor Intendente: (…) Yo, (…). Juez de la subdelegación 13 y 14 rural del departamento de Santiago, presento la renuncia de mi puesto (…), porque me encuentro confundido ante la evidencia que ahora, para mí, existe de no poder hacer justicia entre los hombres. (…) He procedido a juzgar cada caso en conciencia. A menudo mis fallos han contravenido vigentes disposiciones legales; (…) poco a poco fui aproximándome a juzgar el principio mismo que me movía: a juzgar la justicia. (…) ¿Sobre qué base fundar la verdadera justicia? Estoy demasiado confundido; no veo cosa alguna con claridad. Me ha traído este cargo una inquietud mayor ante la vida; por su causa, ahora la comprendo menos. Sírvase US…”



[Publicado en La Semana Jurídica, Nº 306, 18 de Septiembre de 2006]

4 de septiembre de 2006

¿Todo juez termina un día siendo penitente?



Albert Camus
La caída (La chute)

Textos escogidos por Alejandro Vergara Blanco



[Un abogado evoca su propia caída desde la vanidad del éxito mundano]

¿Señor, puedo ofrecerle mis servicios, sin correr el riesgo de parecerle importuno?

Si quiere saberlo, era abogado antes de venir aquí. Ahora soy juez penitente.

Pero permítame que me presente: Jean-Baptiste Clamence, para servir a usted.

¿Qué es un juez penitente? ¡Ah, lo intrigué con el asunto!, ¿no?

Hace algunos años era yo abogado en París, y por cierto que un abogado bastante conocido. Tenía yo una especialidad: las causas nobles. Las viudas y los huérfanos, como suele decirse. Me bastaba husmear en un acusado el más ligero olor de víctima para que entrara en acción. ¡Y qué acción! ¡Una tormenta! Verdaderamente era como para pensar que la justicia se acostaba conmigo todas las noches. Estoy seguro de que usted habría admirado la exactitud de mi tono, el equilibrio de mi emoción, la persuasión y el calor, la indignación de mis defensas. Además, me sostenían dos sentimientos sinceros: la satisfacción de estar del lado bueno de la barra y un desprecio instintivo por los jueces en general.

No podemos negar que, por el momento, los jueces son necesarios, ¿no es así?

Yo estaba en el lado bueno: el sentimiento del Derecho es un poderoso resorte para mantenernos en pie o para hacernos avanzar.

La manera de ejercer mi profesión me colocaba por encima del juez, al que, a mi vez, yo juzgaba, y por encima del acusado, a quien yo obligaba a que me estuviera agradecido. Pese usted bien estas cosas, querido señor: yo vivía impunemente. Ningún juicio me alcanzaba; yo no estaba en la escena misma del tribunal, sino en otra parte, en los palcos altos, como esos dioses a los que de vez en cuando se hace descender por medio de un mecanismo, para transfigurar la acción y darle su sentido. Después de todo, vivir por encima de los otros sigue siendo la única manera de que los más lo vean y lo saluden a uno.

Los jueces castigaban, los acusados expiaban su falta, y yo, libre de todo deber, sustraído al juicio y a la sanción, reinaba libremente en una luz edénica.

Por lo menos sabía que no estaba del lado de los culpables, de los acusados, sino en la medida exacta en que su culpa no me causaba ningún daño. Su culpabilidad me hacía elocuente, porque yo no era la víctima. Cuando me veía amenazado, no sólo me convertía en un juez, sino en un amo irascible que, fuera de toda ley, quería aplastar al delincuente y hacer que cayera de rodillas.

Lo cierto es que la palabra misma “justicia” me provocaba extraños furores. Por fuerza debía continuar utilizándola en mis defensas.

La referencia, puramente verbal, que a veces hacía a Dios en mis discursos de defensa, provocaba la desconfianza de mis clientes. Sin duda temían que el cielo no pudiera hacerse cargo de sus intereses tan bien como un abogado imbatible en lo tocante al código.

El que se adhiere a una ley no teme el juicio, que vuelve a colocarlo en un orden en el que él cree. Pero el mayor de los tormentos humanos consiste en que los juzguen a uno sin ley. Sin embargo, padecemos precisamente de ese tormento. Privados de su freno natural, los jueces, desencadenados al azar, lo despachan a uno en un santiamén. Entonces, ¿no le parece?, hay que procurar actuar más rápido que ellos.

¡Felizmente yo llegué! Yo soy el principio y el comienzo, yo anuncio la ley. En suma, que soy juez penitente. Sí, si, mañana le diré en qué consiste este magnífico oficio.

Puedo ejercer, sin remordimiento alguno de conciencia, la difícil profesión de juez penitente que adopté después de tantos sinsabores y contradicciones; y ya es hora, puesto que usted se marcha, que le diga por fin en qué consiste esta profesión.

Mi punto de partida, mi principio, consiste en no admitir nunca excusas para nadie. Niego la buena intención, el error estimable, el paso equivocado, la circunstancia atenuante. Yo no bendigo, no distribuyo absoluciones.

Puesto que todo juez termina un día siendo penitente, había que hacer el camino en sentido inverso y ejercer la actividad de penitente para poder terminar siendo juez…



[Publicado en La Semana Jurídica, Nº 304, 4 de Septiembre de 2006]

28 de agosto de 2006

Naturaleza jurídica de la riqueza mineral (I): Análisis crítico de las teorías tradicionales

Resumen: Revisión crítica de las teorías desarrolladas en la doctrina, legislación y jurisprudencia chilena sobre la naturaleza jurídica de la riqueza mineral. Según el autor las tesis del «dominio eminente» y del «dominio patrimonial» del Estado no se sostienen teóricamente, y hoy agonizan en medio de sus últimos estertores.



Introducción.

En los textos que han regulado la minería en Chile se ha considerado al Estado vinculado jurídica, directa y patrimonialmente a las minas o, de manera más general, a la riqueza minera. La reafirmación de un «dominio» estatal de las minas, al menos formalmente, se ha producido en 1980 en el art. 19 Nº 24 inc. 6º CP (que expresa de manera enfática: «El Estado tiene el dominio (…) de todas las minas»).

Para explicar este vínculo que los textos legales, desde el siglo XIX, y aun el texto constitucional vigente, establecen entre el Estado y las minasin rerum natura, la doctrina jurídica chilena ha debatido intensamente; discusión que siempre ha girado en torno a la naturaleza de un supuesto «dominio» que el «Estado» tendría sobre las minas, existiendo hasta ahora básicamente dos posiciones:

i) una teoría, originada en el singular ingenio chilensis, a través de la cual amplios sectores de la doctrina jurídica nacional, para enfrentar los explícitos textos legales, si bien creyeron ver al Estado titular de un «dominio» sobre las minas, lo calificaron de «eminente» (propugnando, en seguida, que la propiedad de las minas correspondería en realidad al descubridor de las mismas, una vez denunciadas);

ii) la otra teoría, tan tradicional como la anterior, que podemos llamar«patrimonialista», propugna y justifica plenamente que las normas consideren al Estado jurídicamente «dueño» de las minas, esto es, titular de un dominio «radical» o «pleno» sobre ellas, in rerum natura: como riqueza minera.

1.  La teoría del «dominio eminente». a) Deformación del concepto de dominio eminente. Sostener hoy esta tesis resulta anacrónico. A partir de 1855 (Código Civil), en toda la historia legislativa propiamente chilena siempre se consideró al «Estado» como titular del «dominio» de todas las minas. No obstante, una persistente doctrina chilena, interpretó esta declaración, como la atribución al «Estado» de un transitorio «dominio eminente», no patrimonial, mero instrumento para la ulterior «propiedad minera» del particular descubridor o concesionario; una vez descubiertas por o concedidas a los particulares, pasan a constituir una «propiedad privada» de ellos; una forma especial de propiedad privada, regida por el derecho civil.  El particular adquiría así «propiedad minera», quedando el Estado como titular de un etéreo «dominio eminente».

La configuración primigenia del «dominio eminente», como concepto jurídico, nace de la obra de Grocio (De iure belli ac pacis, I, 2, VI), como una facultad perteneciente al soberano;  para él la facultas eminens  es relativa a la soberanía, y no un derecho de propiedad o dominio. No obstante, una reformulación privatística posterior concibe el dominio eminente como aquella posibilidad que tiene el soberano (y, por lo tanto, el Estado) de disponer de los bienes de los súbditos en base a un supuesto derecho de propiedad del Estado sobre todo el territorio.

En nuestra historia legislativa, es el Código Civil de 1855 el que por vez primera, en su artículo 591, consagra un vínculo estatal dominical con las minas; tal artículo, según los autores nacionales que propugnan esta teoría, consagraría un «dominio eminente» del Estado sobre las minas.

b) Últimos estertores esta la doctrina. En 1971, en virtud de la ley Nº 17.450, de reforma constitucional, se clarificó la regulación. A partir de tal ley, la normativa se define enfáticamente por la concepción «patrimonialista» del vínculo del Estado con las minas y, de paso, borra de un plumazo toda pretensión de «dominio eminente» estatal y de «propiedad minera» particular. Pero este texto normativo de 1971, que se repite en la Constitución de 1980, no sólo es el resultado de un cambio político, sino que de la doctrina de relevantes autores del derecho minero.

No obstante, bajo la influencia de profesores de la disciplina que seguían en las postrimerías del siglo XX sustentando esta tesis, en el anteproyecto de CP de 1980, aprobado por la Comisión Ortúzar se realizó el último intento por desenterrar esta doctrina del «dominio eminente», lo que en definitiva no prosperó, consagrándose en la CP un texto pretendidamente «patrimonialista».

2. La teoría del «dominio patrimonial» del Estado sobre las minas. a) Una tesis basada en la literalidad normativa. Para los autores que sostienen la teoría «patrimonialista», sobre las minas existiría una titularidad dominical del Estado; una propiedad, todo lo «especial» que se desee, pero igualmente propiedad, que se distingue de la privada por ser ésta «del Estado».  Esta teoría se ha visto enormemente facilitada por la literalidad que se ha infiltrado en nuestros textos legales y constitucionales desde 1855 (art. 591 del Código Civil: «El Estado es dueño de todas las minas…»), y hasta hoy, en la CP (art. 19 Nº 24 inc. 6º: «El Estado tiene el (…) dominio de todas las minas…»).

Para el desnudo texto de la CP las minas constituyen «dominio [del] Estado» (art. 19 nº 24 inc.6 CP); pero, esta base normativa tenía alguna coherencia en 1971, y pudo considerarse «correcta» (coherente, más bien), con toda la historia legislativa nacional y con esa época, en que la regulación le permitió al Estado un amplio margen de acción; inclusive ser «propietario» in rerum natura (en la CP de 1971) de esta riqueza; aunque cabía considerarla más bien nacional.  Pero la mera repetición literal de la declaración de 1971, según la cual «el Estado tiene el dominio absoluto, exclusivo, inalienable o imprescriptible de todas las minas», en el art. 19 nº24 inc. 6º de la CP de 1980, no puede considerarse por sí sola; para ser comprendida cabalmente, cabe una observación sistemática. En efecto, a pesar de esa aislada declaración formalmente tan vigorosa, se han operado en el contexto normativo de 1980 cambios de fondo a los existentes en 1971.

b) Últimos estertores de la doctrina del «dominio patrimonial» de las minas.La tesis que postula el «dominio patrimonial» del «Estado» sobre las minas falla tanto en la teoría como en la praxis. Decir que habría un «dominio» estatalsobre las minas en estado natural, in rerum natura, antes de ser descubiertas siquiera tales minas, es algo que teóricamente, desde una perspectiva fenomenológica, cabe considerar como apriorística y de difícil comprensión. Pero aún ante la evidencia de la ausencia de una explicación teórica aceptable de parte de sus exponentes, se podría llegar a aducir que en definitiva se trataría de una «propiedad» sui géneris; o incluso de una «ficción» dirigida más bien a considerar a las minas como «patrimonio de la Nación»; pero ni los textos ni los defensores de la tesis postulan algo similar, y se opera del mismo modo que los antiguos defensores de la tesis, también hoy arrumbada, del «dominio eminente»: a través del «mito», de repetir la fórmula normativa, sin más; o de hacer sinónimos al Estado, con la Nación, desfigurando la fórmula.

Mientras, por una parte, la tesis antagónica del «dominio eminente», utilizaba ese concepto unido a la soberanía para posibilitar, en definitiva, el otorgamiento in rerum natura de las minas, como «propiedad», a los particulares; por otra parte, los defensores de la «tesis patrimonialista» utilizan del mismo modo el concepto de la soberanía sobre los recursos naturales donde surgiría como atributo, para otorgarle en definitiva el «dominio» sobre las minas al «Estado o Nación». Ambas tesis, tocando el Cielo jurídico, recurren al fin de cuentas a conceptos pre-jurídicos. En esta tesis «patrimonialista» es más notoria la condición de estertor del recurso in extremis de elevación (o soterramiento) a esferas del «más-allá» de lo jurídico; buscando ayuda, ante la falta de elementos propiamente dogmáticos, en la «naturaleza» de la soberanía «estatal» (olvidando incluso que el soberano no es el Estado).

En fin, ha fallado también esta tesis «patrimonialista» desde la perspectiva de la praxis, dado que ha quedado en evidencia que el supuesto «dominio» estatal no tiene actualmente, en la CP y en la legislación de desarrollo, otra significación que el otorgamiento ordenado de derechos a particulares, mediante concesiones, de acuerdo a lo previsto en el art. 19 nº 24 incisos 6º a 10º de la CP.

Tanto así, que el intento reciente de aplicar un cobro en dinero a los concesionarios mineros, aduciendo que el «dueño» de las minas podría cobrar una regalía (o «royalty»), basado sólo en tal supuesto «dominio», no fue aceptado como Proyecto de Ley en 2004 en el Congreso. En otras palabras, el supuesto «dueño» de las minas no puede cobrar sumas de dinero extra a los concesionarios en calidad de tal, precisamente por no ser tal. Y para poder proceder a dichos cobros el delegado del soberano: el «Estado» (supuesto «dueño» de las minas), en su faz de Legislador, tuvo que recurrir a un camino más clásico, para lo cual no necesita ser dueño de las minas, ni aducirlo: ejercer la potestad tributaria. Y así se realizó mediante la Ley Nº20.026, que establece un impuesto específico a la «actividad» minera (Diario Oficial de 16 de junio de 2005).

Esto es otra demostración de lo artificial que resulta la declaración de la CPen cuanto señala al Estado como «dueño» de las minas, y el inútil intento doctrinario de darle un sentido patrimonial. En el fondo, el texto del artículo 19 Nº 24 inciso 6º CP en cuanto declara que «el Estado tiene dominio de las minas», no es nada más que un exceso retórico del constituyente, cuyo espíritu está dirigido a evitar la apropiación de las minas, in rerum natura, por los particulares: ¡La letra mata; el espíritu vivifica!

Es la rediviva y artificial tesis patrimonialista, consagrada por primera vez en una norma constitucional en la década de los 70 por prudencia política, para evitar que cundiera la también artificial tesis adversa del «dominio eminente», que propugnaba «propiedad» para el particular. Un exceso contestado con otro exceso: un empate de excesos. ¿Y la doctrina científica de los juristas? Ausente.

3. El zigzageo histórico de unas tesis extremas. No parece real la existencia de una «propiedad estatal» en bloque, in rerum natura, de la riqueza minera; tan irreal como una «propiedad minera» del descubridor o concesionario, una vez «descubierta» una mina, como lo sustentan, respectivamente, las tesis «patrimonialista» y del «dominio eminente».

i) En cuanto al pretendido vínculo «patrimonial» del Estado sobre las minas, gran parte de los analistas que sostienen esta teoría esgrimen el texto constitucional, como intentando convencerse, por repetición, simplemente, sin analizar su contexto ni coherencia. ¿El Estado puede en realidad ser un «propietario»? La «propiedad estatal» de las minas es artificial; cabe calificarla de una necesidad política momentánea para evitar que los particulares se apropiaran, como propios, como propiedad, de los yacimientos  mineros.

ii) En cuanto al vínculo «patrimonial/propietario» de los particulares sobre las minas, una vez descubiertas, que propugna la tesis del «dominio eminente», es igualmente artificial, y opera como la idea contrapuesta a la teoría anterior.
Para explicar este zigzagueo, y su nefasta consecuencia en la conciencia jurídica, existe un excelente ejemplo histórico: la «Nacionalización del Cobre», de 1971.

a) Del dominio «eminente» a la «propiedad estatal». En Chile se sustentó durante muchos años esta tesis irreal de que el dominio estatal era «eminente». Durante la época de la Nacionalización del Cobre se quizo evitar la aplicación de la figura del «dominio eminente» a las minas, pues dado que tal tesis postulaba que una vez «descubierto» o denunciado un yacimiento, era «propiedad» particular, se hubiese tenido que pagar como país a las empresas concesionarias extranjeras expropiadas unas indemnizaciones inmensas.

Durante el Estudio de la actual Constitución, también se intentó introducir esta fórmula del «dominio eminente», pero ello fue modificado por la Junta de Gobierno en el texto plebiscitado, principalmente por el equipo de militares, que consideró que eso atentaba contra aspectos centrales de la seguridad nacional.

En realidad, la tesis del dominio eminente, era tan excesiva que de haberse aplicado no se habría podido llevar adelante la Nacionalización en 1971.  O sea, en esa tesis del dominio eminente (tan irreal y extrema como la del dominio patrimonial del Estado), si bien se seguía utilizando la palabra «dominio» a favor del Estado, lo que se pretendía era entregarle en dominio a los particulares estos yacimientos. La Nación, a través del Parlamento, reaccionó manifestando lo excesivo de esa tesis y proclamó otro exceso: el dominio «estatal» sobre los yacimientos mineros: ¡los extremos se tocan!

b) Dominio minero y «engaño» a la conciencia popular. Ahora bien, esta situación, al mismo tiempo, descubrió un «engaño» a la conciencia popular, a la conciencia nacional. El problema del «engaño», proveniente de los sectores jurisdiccional, legislativo y académico que propiciaban una u otra teoría radicó en lo siguiente: a pesar de que en textos vigentes (art. 591 del Código de Civil, y artículos 1º de los Códigos de Minería de 1888 y 1932) se escribía que el Estado era dueño de las minas, al mismo tiempo, y en virtud de otras disposiciones legales contemporáneas, se estableció «propiedad minera» del particular concesionario, en registros idénticos a los inmobiliarios, denominados de «propiedad minera». Así, en la opinión jurídica experta, y a partir de ahí traspasada a la conciencia popular, todo empezó a cambiar, y todos comenzaron a hablar y a escribir desde el siglo pasado y hasta ahora de una «propiedad minera» de los particulares. Todos se sintieron «propietarios mineros», y todas las empresas abrieron departamentos de «propiedad minera», paralelo a que los Conservadores de Minas tenían y tienen registros de «propiedad minera».

Con lo anterior, quiero graficar cómo quienes profesamos una ciencia jurídica, para qué decir la voz del Congreso o de los jueces, traspasamos a la conciencia popular la sabiduría jurídica, la divulgamos: en este caso, se les dijo a los mineros, a todos los chilenos, durante un siglo, que ellos eran o podían ser «propietarios mineros», y ellos se sintieron «propietarios mineros». Pero el 16 de julio del año 1971 se dictó la Ley nº 17.450, de Nacionalización del Cobre, aprobada por la unanimidad del Congreso Pleno, y todo cambió: ¡esos «propietarios mineros», por una magia jurídico-legal dejaron de serlo, y ahora pasaban a ser meros «concesionarios mineros»!



En una alegoría, podemos decir que los mineros se durmieron la noche anterior a la publicación de esa ley con la conciencia de que eran «propietarios mineros», pero al otro día ellos despertaron constitucionalmente declarados como meros «concesionarios mineros». ¿«Traición» a la conciencia popular? Esta es una lección histórica. De ahí que debemos aquilatar la responsabilidad que tenemos los juristas al producir y divulgar conceptos jurídicos, ya que nosotros diseminamos estos conceptos jurídicos a la sociedad y la sociedad los toma y cree en ellos. ¿Cómo no, si provienen de los supuestos «expertos»?



[Publicado en La Semana Jurídica, Nº 303, 28 de Agosto de  2006]

15 de agosto de 2006

El Cid Campeador da y pide justicia en las Cortes



El Cid histórico y en el Cantar del Mío Cid (anónimo)

Extractos seleccionados por Alejandro Vergara Blanco


[Poema cumbre de la épica medieval castellana sobre la figura de Rodrigo Díaz de Vivar (1043- 1099). La canción de gesta se inicia con su destierro, y buena parte es fábula (por ejemplo, el nombre y las bodas de las hijas); se confunde la historia con la literatura. Pero queda en el poema una huella indeleble del Cid histórico: tratase a la vez de un guerrero, de un hombre político, y un experto en derecho; esto último, y no sólo el poema como monumento de la lengua Castellana, es lo que atrajo a Andrés Bello. Este noble castellano, a diferencia del Cid literario, fruto de la inventiva y de la genial creación de los juglares y poetas, tiene una considerable capacidad jurídica. Muy joven, en marzo de 1075, es designado por el rey Alfonso VI, para resolver un pleito sobre la propiedad de un monasterio en Asturias; luego, en la primavera de 1075, forma parte de un tribunal que utiliza el Liber Judiciorum, para fallar un pleito sobre bienes eclesiásticos. Rodrigo participa reiteradamente en actividades de tribunales, experiencia que utilizará, más adelante, en su señorío de Valencia, luego de conquistarla, administrando justicia: fue un hombre preocupado de la observancia del derecho y las leyes.]

Cantar tercero. La Afrenta de Corpes.
El Cid envía a Muño Gustioz que pida al rey justicia:
Tráigame a vistas, a juntas o a cortes,
como corresponde en derecho, a los infantes (…)
Delante del rey Alfonso hinca las rodillas
Muño Gustioz y le besa los pies: (…)
Casaste a sus hijas con los infantes de Carrión:
alto fue el casamiento porque lo quisisteis vos.
Ya sabéis cuánta honra nos ha dado tal casamiento,
y luego cómo nos han afrentado los infantes:
maltrataron a las hijas del Cid; (…)
Por eso os suplica, como un vasallo a su señor,
que llevéis a los infantes a vistas, a juntas o a cortes;
que tenga mio Cid justicia contra los infantes de Carrión.

 [El Rey convoca corte en Toledo. Los de Carrión ruegan en vano al Rey que desista de la corte. Reúnese la corte.]

Dice el rey: «Al Cid Campeador hay que hacerle justicia,
puesto que lo habéis agraviado.
Quien no quisiera hacerlo o no vaya a mis cortes,
abandone mi reino».

[Llegan muchos conocedores del derecho, los mejores de toda Castilla. El Cid va a Toledo, entra en la corte y expone su demanda. Los de Carrión entregan las espadas]

El Cid: Conmigo [está] Mal Anda, que es buen perito en derecho. (…)
[Venimos] a las cortes para pedir justicia y decir mis razones.
El rey: He convocado cortes por (…) el Cid,
para que pida justicia contra los infantes de Carrión.
El Cid: Esto les demando a los infantes:
devuélvanme mis espadas, puesto que ya no son mis yernos.
Otorgan los jueces: «Esto es de razón.»
Los infantes: «Démosle sus espadas, puesto que así termina la demanda»
El Cid: «Pero tengo otra queja de los infantes:
yo les di tres mil marcos de oro y plata:
devuélvanme mi dinero, pues ya no son mis yernos»
Los infantes: «Le dimos las espadas al Cid
para que no nos pidiera más, que aquí acabó la demanda.»
Responde el conde don Ramón:
«Con licencia del rey esto decimos nosotros:
que deis satisfacción a lo que pide el Cid.»
Dice el buen rey: «Yo lo otorgo.»

[Acabada su demanda civil, el Cid propone el reto. Los infantes de Carrión y su hermano mayor se enfrentan en duelos individuales con tres campeones del Cid, y serán derrotados, lo que certifica que la razón estaba del lado del Campeador]

[El caballero de la Alta Edad Media estaba normalmente llamado a resolver litigios conforme a las normas del derecho. De ahí la cultura jurídica del infanzón de Vivar, y su conocimiento de la lengua latina. De ahí su pericia para resolver juicios. Luego para pedir cortes en Toledo. En Valencia, como señor de la ciudad, Rodrigo no desmentirá su inclinación hacia el derecho, afirmando que su futuro en dicha ciudad dependerá de cómo practique la justicia: «Pues si yo derecho fiziere en ella et aderescar sus cosas, dexármela á Dios…»]



[Publicado en La Semana Jurídica, Nº 288, 15 de Mayo de 2006]

31 de julio de 2006

Venganza ante un juez sin escrúpulos



Isabel Allende
Cuentos de Eva Luna (La mujer del juez)


Selección de Alejandro Vergara Blanco



Nicolás Vidal siempre supo que perdería la vida por una mujer, pero no imaginó que la causa sería Casilda, la esposa del juez Hidalgo, quien la doblaba en edad.

En toda la provincia temían el temperamento severo y la terquedad del juez para cumplir la ley, aun a costa de la justicia. En el ejercicio de sus funciones ignoraba las razones del buen sentimiento, castigando con igual firmeza el robo de una gallina que el homicidio calificado.

Casilda daba la impresión de no existir, por eso todos se sorprendieron al ver su influencia en el juez, cuyos cambios eran notables.

Si bien Hidalgo continuó siendo el mismo en apariencia, fúnebre y áspero, sus decisiones dieron un extraño giro. Ante el estupor público dejó en libertad a un muchacho que robó a su empleador, con el argumento de que durante tres años el patrón le había pagado menos de lo justo y el dinero sustraído era una forma de compensación. También se negó a castigar a una esposa adúltera, argumentando que el marido no tenía autoridad moral para exigirle honradez, si él mismo mantenía una concubina.

Atribuyeron a su mujer aquellos actos de benevolencia y su prestigio mejoró, pero  nada de eso interesaba a Nicolás Vidal, porque se encontraba fuera de la ley y tenía la certeza de que no habría piedad para él cuando pudieran llevarlo engrillado delante del Juez.

Vidal había nacido treinta años antes en una habitación sin ventanas del único prostíbulo del pueblo, hijo de Juana La Triste y de padre desconocido. Vivía como fugitivo. A los veinte era jefe de una banda de hombres desesperados. La pandilla consolidó su mal nombre y nadie se atrevía a enfrentarlos.

Cansado de ver las leyes atropelladas, el juez Hidalgo decidió pasar por alto los escrúpulos y preparar una trampa para el bandolero. Se daba cuenta de que en defensa de la justicia iba a cometer un acto atroz, pero de dos males escogió el menor. El único cebo que se le ocurrió fue Juana La Triste, porque Vidal no tenía otros parientes ni se le conocían amores. Sacó a la mujer del local, donde fregaba pisos y limpiaba letrinas, la metió dentro de una jaula fabricada a su medida y la colocó en el centro de la Plaza de Armas, sin más consuelo que un jarro de agua.

Cuando se le termine el agua empezará a gritar. Entonces aparecerá su hijo y yo estaré esperándolo con los soldados –dijo el juez.

El rumor de ese castigo llegó a oídos de Nicolás Vidal. Veremos quién tiene más cojones, el juez o yo –replicó imperturbable

Cuatro guardias armados vigilaban a la prisionera para impedir que los vecinos le dieran de beber. El magistrado se negó a oírlos.

Los notables del pueblo decidieron acudir a doña Casilda, la que los recibió y atendió sus razones callada. Esperó que se retiraran y salió rumbo a la plaza. Llevaba una cesta con provisiones y una jarra con agua fresca para Juana La Triste. Los guardias cruzaron sus rifles delante de ella y cuando quiso avanzar la tomaron por los brazos para impedírselo. El juez Hidalgo salió de su Corte, atravesó la calle, tomó la cesta y la jarra de manos de doña Casilda y él mismo abrió la jaula para socorrer a su prisionera.

-Se lo dije, tiene menos cojones que yo –rió Nicolás Vidal al enterarse de lo sucedido.

Pero sus carcajadas se tornaron amargas al día siguiente, cuando le dieron la noticia de que Juana La Triste se había ahorcado en la lámpara del burdel donde gastó la vida, porque no pudo resistir la vergüenza de que su único hijo la abandonara en una jaula en el centro de la Plaza de Armas.

Al juez le llegó su hora –dijo Vidal.

El indicio de que los perseguían para tomar venganza alcanzó al juez Hidalgo. Ordenó a su mujer subir al coche con los niños, apretó a fondo el pedal y se lanzó a la carretera. Extenuado el corazón del juez Hidalgo pegó un brinco y estalló sin ruido. El coche sin control salió del camino, dio algunos tumbos y se detuvo por fin en la vera.

Casilda bajó los párpados de su marido, se sacudió la ropa, se acomodó el peinado y se sentó a esperar. Pronto divisó polvo en el horizonte; vio que se trataba de un solo jinete, que se detuvo a pocos metros de ella con el arma en la mano. Reconoció a Nicolás Vidal. Entonces ella comprendió que debería hacer algo mucho más difícil que morir lentamente.

Nicolás Vidal guardó el revólver y Casilda sonrió.

La mujer del juez se ganó cada instante de las horas siguientes…



[Publicado en La Semana Jurídica, Nº 299, 31 de Julio de 2006]

Historia dogmática del alta mar y del mar territorial



Resumen: El autor analiza dos categorías jurídicas actuales: el alta mar y el mar territorial.  Así, excluyendo las aguas continentales, que no son del interés de este trabajo, en cuanto a las aguas y a los espacios territoriales que las soportan, separa las “aguas marítimas” y sus “espacios marítimos”, distinguiendo dos situaciones físicas y jurídicas: el alta mar y el mar territorial, cuya historia dogmática ofrece.



Respecto de las aguas y de los territorios que pueden soportarlas, es necesario en nuestro mundo físico, y de ahí al jurídico, distinguir tres situaciones:
a) Las aguas del mar o, más bien, del alta mar, las que son consideradas “patrimonio común de la humanidad”.
b) Las aguas del “mar territorial”, las que en conjunto con la llamada placa continental, que es terreno situado bajo esas aguas, forman parte de la soberanía nacional.
c) Las aguas llamadas “terrestres” o “continentales”, ya superficiales o subterráneas, que son bienes públicos, y que se rigen por el Código  de Aguas.

Ofrecemos en este breve trabajo una historia dogmática del alta mar y del mar territorial.

I. Historia dogmática: de las  res communis al mare liberum

En la actualidad el problema del alta mar y del mar territorial (clasificación moderna) tiene unas características distintas al del mundo antiguo, medieval o moderno; en especial cabe consignar que para los romanos sus posibilidades prácticas de acceder al “alta mar” eran limitadísimas, lo mismo para los medievales, e incluso para los autores de la época moderna; pienso en tres estudios históricos bien determinados y que son “clave” para comprender hoy los conceptos de «res communis», «soberanía» y «mare liberum».

1. El caso romano de la isla que nace en el mar. Era considerada res nullius y «ocupable». Este caso está en el Digesto (D. 41, 1, 7, 3) y se trata de un breve texto de Gayo, libro II. [vid. Gai, Inst., II, 70-72, referido sólo a ríos], según el cual: «La isla que nace en el mar –lo que raramente ocurre- se hace (es propiedad) del que la ocupa, cuando se cree que no es de nadie» [«Insula quae in mari nascitur (quod raro accidit) occupantis fit:  nullius enim esse creditur»].  También recogido, en Inst., II, 1, 22.  En Gai, Inst., II, 66, hay una referencia general a las cosas que se capturan («ocupan») en el mar, y que no eran de nadie: res nullius.

En esto no hay discusión, y así lo interpreta sin dificultad, a partir del texto explícito del Digesto la romanística. Es el caso de d’Ors (1986, p. 215, § 164), quien señala como un caso de ocupación, que origina apropiación posesoria, el de la isla que nace en el mar, dada su condición de res nullius.  Vid, además, y por vía ejemplar, desde antiguos autores, a: Cuq (1917, p. 259), señala como res nullius a estas islas; y, un moderno autor, chileno, Guzmán Brito (1996, t. II, p. 542), señala que estas insulae son res nullius y, por tanto, objeto de ocupación.

Es indiscutible la naturaleza de res nullius de estas islas que nacen en el mar, y el sentido de “apropiación”, por la vía de ocupación, que postulan estos textos romanos.  Pero el texto y el contexto del texto citado, que dice relación con la apropiación de nuevas tierras, no es posible pensar que, por vía de extensión los mismos romanos lo hubiesen querido aplicar a la explotación del fondo marino (que no estaba dentro de sus posibilidades técnicas), como lo postula por ejemplo d’Ors (1998, p. 71), una «preferencia posesoria», por la vía de la ocupación.

En todo caso, esta doctrina, así directamente obtenida de las fuentes romanas, no es posible aplicarla hoy ni a la alta mar o a la “zona”, que son hoy consideradas, «patrimonio común de la humanidad», concepto similar a las res communis romanas, pero no a las res nullius; ni al «mar territorial» y a la placa continental a que está adosado (pues tales espacios forman parte del territorio soberano de los países, cuya técnica jurídica interna lo calificará, entonces, como “bienes públicos”, no estatales; concepto similar a las res publicae romanas, pero en ningún caso res nullius).

Por lo tanto, si asimilamos el actual descubrimiento de yacimientos en el fondo marino al caso romano de la insula in mari nata, la solución nunca consistirá en considerarlos res nullius, ocupables y apropiables.

2. El comentario de Bártolo.  El jurista medieval creador de la teoría que ha dado lugar modernamente al “mar territorial”, Bártolo de Sassoferrato (1514-1557), la ofreció precisamente comentando este texto del digesto: “Insula quae in mari nascitur”.

a) La soberanía en Bártolo.  Y es en extremo relevante que haya sido Bártolo quien haya comentado este mismo texto, del que desprende su teoría de la dependencia del mar adyacente a un territorio, (texto que hoy esgrime d’Ors para negar legitimidad al concepto actual de “mar territorial”,) no sólo porque estamos ante el más importante jurista medieval, sino porque este mismo jurista, en otra parte de su obra, y comentando otros textos del Digesto, fue el creador del moderno concepto de “soberanía”, y ya veremos cómo el mismo Bártolo nos permitirá vincular ambos conceptos de mar próximo, vecino o adyacente, en su terminología (hoy «mar territorial»), con los conceptos de «soberanía» (civitas sibi princeps:  la ciudad es soberana para sí misma).

Así, Bártolo comentando textos romanos (sobre el Digesto, en especial, D. 1, 1, 9, que corresponde a un texto de Gayo, Inst., según el cual «el derecho que cada pueblo constituyó él mismo para sí, es propio de la misma ciudad») atribuyó a la civitas la totalidad de los poderes que estaban reservados al emperador; así se accedía a la categoría de soberanía:  el uso del poder de legislar, lo que es reconocido por el pueblo y que es aceptado por otros estados.  Así surge la soberanía, como concepto, en paralelo con el concepto de estado, tal como modernamente se entiende (Black, 1992, p. 178). Esta doctrina de Bártolo, como se sabe, se convirtió en una revolución copernicana, pues desde el dominium mundi al civitas sibi princeps, ofreció al sistema de estados soberanos que surgieron en Europa en el medioevo una estructura jurídica; un aparataje conceptual.

Por lo tanto, cada vez que en su obra se refiere a la jurisdicción que un estado ha de ejercer en un territorio o un espacio, así sea marítimo, se está refiriendo al ejercicio de su soberanía:  el poder de legislar en ese sector, lo que debe ser obedecido por sus súbditos, y respetado por los otros estados.

b) El mar vecino en Bártolo. En 1355, de vacaciones junto al río Tíber, Bártolo escribió tres tratados relativos a las transformaciones físicas producidas por las aguas de los ríos en los predios limítrofes, y designó a toda su obra De fluminibus seu Tyberiadis.  Los tres tratados son:  De alluvione, De insula y De alveo.

En el tratado De insula, Bártolo se refiere en detalle al texto de D. 41, 1, 7, 3-4, en especial a la primera parte, referida a la isla que nace en el mar (la segunda parte es referida a la isla nacida en un río). Parte señalando que si la isla se cree que no es de nadie: «De lo cual se sigue lógicamente, que pertenece al ocupante por derecho de gentes» (p. 5). Pero, agrega (bajo el siguiente título: «Quien tiene jurisdicción en un territorio unido al mar, tiene también jurisdicción en el mar hasta las cien millas»):

«Pero, aunque no pertenezca a nadie en cuanto al derecho de dominio, ¿está o no bajo alguien en cuanto a la jurisdicción, en orden a que pueda castigar los crímenes que allí se cometen y administrar justicia a las gentes que vayan a habitar en aquel lugar?  Puede dudarse.  Sobre esto, es preciso considerar si quien tiene jurisdicción en un territorio unido al mar, la tiene en el mismo mar y hasta dónde.  Y parece que no, porque el mar es común a todos.  La verdad, sin embargo, es otra, pues así como el gobernador de una provincia debe dejar libre la provincia de hombres malvados por tierra, lo mismo debe hacer por el mar.  De esto se sigue que tiene también jurisdicción en el mar, y con más razón en las islas que están en dicho mar.  Así, pues, aquellas islas que distan poco espacio de una provincia, decimos que pertenecen a esta provincia, como ocurre con las islas de Italia.  Pienso que existe una distancia módica, cuando distan hasta cien millas, pues se considera lugar vecino.  Con esta opinión coinciden las Decretales de Gregorio IX, en donde se dice que lo que se encuentra a dos jornadas de camino no se considera lugar remoto.  Por otra parte, consta que cien millas por mar son menos que dos jornadas por tierra.  Por tanto, si pertenecen a otro en cuanto a la jurisdicción, no pueden serlo del ocupante.»

Este texto es muy relevante para la construcción de lo que modernamente llamamos «mar territorial», o, en la terminología de Bártolo, el «mare territorio cohaerens», esto es, el mar adyacente respecto del territorio; pues se considera «vecino» (citando al D. 39, 2, 4, 9). Agrega, distinguiéndolo de la situación anterior, el caso de la isla que estuviese en «alta mar», de modo que se encontrase distante de cualquier lugar.  De este modo, ya Bártolo, distinguía el «mare territorio cohaerens» de la «alta mar»; esto es, entre: el espacio marítimo adyacente, por un lado; y el alta mar, por otro.

3. El mare liberum de Grocio.

Se ha dicho que la tesis del mare liberum de Grocio sólo era una “hábil manera de dar preferencia al que contaba con más fuerza naval” (d’Ors, 1998, p. 68). Analizaremos críticamente esta afirmación.

En 1609 el joven jurista Hugo Grocio (1583-1645) escribió el libro Mare liberum, para defender la libertad de navegación (con ocasión de un caso de captura en 1603 de una nave portuguesa). Señaló que el mar, propiamente infinito, es cosa común a todos, no susceptible de ocupación, sin distinción alguna entre sectores del mar.

Pero en su obra de madurez, De jure belli ac pacis (1625), Grocio volvió a tratar el tema, distinguiendo al respecto el “mar próximo” y el “mar oceánico”, admitiendo la posibilidad jurídica de un «dominio» del primero, sin perjuicio de la posibilidad de tránsito inocuo por sus aguas

Grocio, trata el tema en su De jure belli ac pacis, II, 3, 13, 2; capítulo referido a las cosas que pertenecen en común a los hombres. Se refiere a la parte del mar que puede llamarse “próximo” a la tierra (II, 2, 14, 1); esto es, la porción del mar que se considera una dependencia de la ribera, y en la cual se ejerce jurisdicción por un Estado; distinguiéndolo del “mar abierto”; esto es, de una parte del mar de tal extensión, en comparación con la tierra firme, que no pueda considerarse formar parte de esta última.  Señala Grocio que en el mar “próximo” se ejerce soberanía (II, 3, 13, 2) y el “mar abierto” se mantiene en la vieja naturaleza: uso común (II; 3, 11).

Grocio se está refiriendo a la posibilidad de navegar en los mares, y no es parte de su análisis el posible aprovechamiento del fondo marino; y, es notorio cómo lo que hoy conocemos como “alta mar” (“mar abierto” o “mar oceánico”, en su terminología), lo califica de res communis, y no como res nullius; y lo que hoy llamamos “mar territorial” (o “mar próximo”), en su terminología, lo califica como objeto de la soberanía, de la que deriva el llamado «dominio eminente», en su terminología, facultad superior sobre todo el territorio (véase Vergara, 1988); concepto éste creado por Grocio, para explicar la faz territorial de la soberanía (distinta a la explicación de Bártolo, ya vista):  vid. Grocio, De Iure belli ae pacis, I, 1, 6.

Grocio, conocedor de la terminología romana, y de los comentaristas (cita al Digesto y al propio Bártolo) ocupa para otros efectos los términos res communis y res publicae, y no llega a precisar uno de estos últimos conceptos para el “mar próximo”, no pensando en su “apropiación” estatal, sino más bien en la “soberanía” por la vía de su concepto matriz de «derecho eminente».

Por lo tanto, la ocupación de islas o el fondo marino, del alta mar, como res nullius no es algo posible de considerar; ni en las fuentes romanas, ni en los comentarios o desarrollos posteriores a esas fuentes; sino como res communis, no apropiable; en la época de Roma, no apropiable por razones de imposibilidad técnica, por lo cual no fue considerado por sus juristas; pero desde la época medieval hasta hoy, ha ido tomando cuerpo jurídico una idea, una teoría de separación del mar:  entre el mar más lejano y el mar más próximo; así en Bártolo, así en Grocio, dos autores singulares en esta historia de una idea jurídica que desemboca en el nacimiento de dos conceptos modernos:  “mar territorial” (para el mar próximo) y “patrimonio común de la humanidad” (para la zona, o alta mar).

II. Actuales definiciones jurídicas

1. Alta mar. Su régimen actual está recogido en el ordenamiento internacional del mar, específicamente en la Convención del las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar, de 1982, cuyo artículo 136 proclama: «La Zona y sus recursos son patrimonio común de la humanidad». En seguida, su artículo 137, 1, señala que: «Ningún Estado podrá reivindicar o ejercer soberanía o derechos soberanos sobre parte alguna de la Zona o sus recursos, y ningún Estado o persona natural o jurídica podrá apropiarse de parte alguna de la Zona o sus recursos.  No se reconocerán tal reivindicación o ejercicio de soberanía o de derechos soberanos ni tal apropiación».

En la Zona no hay soberanía estatal ni apropiación; tal “Zona” (alta mar y fondo marino) es res communis, al estilo romano; pero no es res nullius (cosa de nadie).  Lo mismo se aplica a los recursos o yacimientos minerales del fondo del mar, en tal zona.


2. El “mar territorial”.  La historia jurídica del mar territorial tiene precedentes más cercanos (arts. 589: “mar adyacente”; 593: idem; y 597: “mar territorial”, todos del Código Civil en su versión primera); historia cuyas variaciones durante la época patria (siglos XIX y XX) no dicen relación con el nacimiento o renacimiento del concepto, pues siempre existió con una u otra terminología, sino que las variaciones son más bien de extensión territorial, siendo su punto una declaración chilena de 1947, que lo fija en «200 millas marinas». Esta agua y dicho terreno son bienes públicos o bienes nacionales de uso público.

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Referencias bibliográficas

Barrientos, Javier (1993): traducción de la repetitio a la Lex Quominus De Fluminibus de Bártolo, en:  Revista de Derecho de Aguas, vol. 4 (1993) pp. 97-125.
Bártolo de Sassaferrato (1355): De Insula (Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1979), traducc. Prometeo Cerezo de Diego, y preámbulo de Antonio Truyol y Serra.
Black, Antony (1992): Political Though in Europe, 1250-1450 (Cambridge University Press).
Cerezo, Prometeo (1977): «Orígenes de la teoría del mar territorial en Bártolo de Sassoferrato», en Revista Española de Derecho Internacional, vol. 30 (1977) Nºs. 2-3, pp. 237-255.
Cuq, Édouard (1917): Manuel des institutions juridiques des romains (Paris, Plon-LGDJ).
d’Ors, Alvaro (1986): Derecho Privado Romano6 (Pamplona, Eunsa).
d’Ors, Alvaro (1998): La posesión del espacio (Madrid, Civitas,).
Grocio, Hugo (1625): Del Derecho de la Guerra y de la Paz (Traducc. castellana de Jaime Torrubiano, Madrid, Reus 1925) tomo 1 (véase  traducc. francesa reciente de Pradier-Fodéré: Hugo Grotius, Le droit de la guerre et de la paix (Paris, Presses Universitaires de France, 1999).
Guzmán Brito, Alejandro (1996): Derecho Privado Romano (Santiago, Editorial Jurídica de Chile), t. II.
Vergara Blanco, Alejandro (1988): “El dominio eminente…”, en: Revista Chilena de Derecho, 1988, XV, 1, 87-110
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[Publicado en La Semana Jurídica, Nº 299, 31 de julio, 2006]