31 de julio de 2006

Venganza ante un juez sin escrúpulos



Isabel Allende
Cuentos de Eva Luna (La mujer del juez)


Selección de Alejandro Vergara Blanco



Nicolás Vidal siempre supo que perdería la vida por una mujer, pero no imaginó que la causa sería Casilda, la esposa del juez Hidalgo, quien la doblaba en edad.

En toda la provincia temían el temperamento severo y la terquedad del juez para cumplir la ley, aun a costa de la justicia. En el ejercicio de sus funciones ignoraba las razones del buen sentimiento, castigando con igual firmeza el robo de una gallina que el homicidio calificado.

Casilda daba la impresión de no existir, por eso todos se sorprendieron al ver su influencia en el juez, cuyos cambios eran notables.

Si bien Hidalgo continuó siendo el mismo en apariencia, fúnebre y áspero, sus decisiones dieron un extraño giro. Ante el estupor público dejó en libertad a un muchacho que robó a su empleador, con el argumento de que durante tres años el patrón le había pagado menos de lo justo y el dinero sustraído era una forma de compensación. También se negó a castigar a una esposa adúltera, argumentando que el marido no tenía autoridad moral para exigirle honradez, si él mismo mantenía una concubina.

Atribuyeron a su mujer aquellos actos de benevolencia y su prestigio mejoró, pero  nada de eso interesaba a Nicolás Vidal, porque se encontraba fuera de la ley y tenía la certeza de que no habría piedad para él cuando pudieran llevarlo engrillado delante del Juez.

Vidal había nacido treinta años antes en una habitación sin ventanas del único prostíbulo del pueblo, hijo de Juana La Triste y de padre desconocido. Vivía como fugitivo. A los veinte era jefe de una banda de hombres desesperados. La pandilla consolidó su mal nombre y nadie se atrevía a enfrentarlos.

Cansado de ver las leyes atropelladas, el juez Hidalgo decidió pasar por alto los escrúpulos y preparar una trampa para el bandolero. Se daba cuenta de que en defensa de la justicia iba a cometer un acto atroz, pero de dos males escogió el menor. El único cebo que se le ocurrió fue Juana La Triste, porque Vidal no tenía otros parientes ni se le conocían amores. Sacó a la mujer del local, donde fregaba pisos y limpiaba letrinas, la metió dentro de una jaula fabricada a su medida y la colocó en el centro de la Plaza de Armas, sin más consuelo que un jarro de agua.

Cuando se le termine el agua empezará a gritar. Entonces aparecerá su hijo y yo estaré esperándolo con los soldados –dijo el juez.

El rumor de ese castigo llegó a oídos de Nicolás Vidal. Veremos quién tiene más cojones, el juez o yo –replicó imperturbable

Cuatro guardias armados vigilaban a la prisionera para impedir que los vecinos le dieran de beber. El magistrado se negó a oírlos.

Los notables del pueblo decidieron acudir a doña Casilda, la que los recibió y atendió sus razones callada. Esperó que se retiraran y salió rumbo a la plaza. Llevaba una cesta con provisiones y una jarra con agua fresca para Juana La Triste. Los guardias cruzaron sus rifles delante de ella y cuando quiso avanzar la tomaron por los brazos para impedírselo. El juez Hidalgo salió de su Corte, atravesó la calle, tomó la cesta y la jarra de manos de doña Casilda y él mismo abrió la jaula para socorrer a su prisionera.

-Se lo dije, tiene menos cojones que yo –rió Nicolás Vidal al enterarse de lo sucedido.

Pero sus carcajadas se tornaron amargas al día siguiente, cuando le dieron la noticia de que Juana La Triste se había ahorcado en la lámpara del burdel donde gastó la vida, porque no pudo resistir la vergüenza de que su único hijo la abandonara en una jaula en el centro de la Plaza de Armas.

Al juez le llegó su hora –dijo Vidal.

El indicio de que los perseguían para tomar venganza alcanzó al juez Hidalgo. Ordenó a su mujer subir al coche con los niños, apretó a fondo el pedal y se lanzó a la carretera. Extenuado el corazón del juez Hidalgo pegó un brinco y estalló sin ruido. El coche sin control salió del camino, dio algunos tumbos y se detuvo por fin en la vera.

Casilda bajó los párpados de su marido, se sacudió la ropa, se acomodó el peinado y se sentó a esperar. Pronto divisó polvo en el horizonte; vio que se trataba de un solo jinete, que se detuvo a pocos metros de ella con el arma en la mano. Reconoció a Nicolás Vidal. Entonces ella comprendió que debería hacer algo mucho más difícil que morir lentamente.

Nicolás Vidal guardó el revólver y Casilda sonrió.

La mujer del juez se ganó cada instante de las horas siguientes…



[Publicado en La Semana Jurídica, Nº 299, 31 de Julio de 2006]