9 de octubre de 1998

Superposición de Concesiones Mineras



Recientemente ha sido dictada la Ley N” 19.573 que “introduce modificaciones al Código de Minería en relación con la superposición de pertenencias mineras”. Es indudable que esta ley es el resultado de una antigua polémica sobre el tema, iniciada durante la discusión misma del Código de Minería por el profesor Enrique Morandé Tocornal, y luego reanudada en el año 1992 por el suscrito junto al profesor Enrique Evans de la Cuadra y otros especialistas, precisamente en las páginas de este diario. Quisiera ahora dar mi opinión sobre esta nueva ley.

Chile ha tenido desde el siglo pasado disposiciones legales expresas referidas a los títulos mineros, las que crearon registros especiales en que se fueron inscribiendo tales títulos. Como en materia inmobiliaria, los títulos mineros inscritos sólo podían extinguirse para su titular en virtud de una nueva inscripción, a nombre de otro adquirente, a raíz de transferencias. La única obligación de los titulares de concesiones mineras es, incluso hasta ahora, pagar una patente anual; en caso de no pago de la misma, podía extinguirse la concesión o traspasarse al adjudicatario en el remate respectivo.

Así se encontraban las titularidades mineras en 1989, cuando se dictó la nueva Constitución, la que fortaleció aun más esta realidad registral, estableciendo en general a la expropiación como única causal de extinción de 18 propiedad (sobre los derechos mineros); y en especial una nueva garantía: las concesiones mineras sólo podrían extinguirse por las causales que estableciera una ley orgánica constitucional del rubro, la que fue dictada en el año 1982, bajo el Nº 18.097.

Esta ley orgánica constitucional estableció las bases que otorgan seguridad a las concesiones mineras, señalando como regla fundamental: que jamás podrán existir dos concesiones respecto de un mismo terreno (artículo 4º inciso 2º). En otras palabras: todos aquellos mineros que teman sus títulos mineros antiguos podían sentirse tranquilos, y seguir explotando sus minas, pues no sufrirían superposiciones.

Fue la seguridad jurídica que entregó esta “Ley Minera” (como se le llamó en la época), junto a la política de libertad económica, lo que propició la gran inversión minera que se realizó y se sigue realizando en Chile. Estas son las “reglas del juego”, que benefician tanto a los antiguos titulares de concesiones mineras como a los nuevos.

Pero esa situación se debilitó a partir de 1983. En ese alió se dictó un nuevo Código de Minería (ley simple), el que, entre otras materias, reguló el procedimiento de constitución de las concesiones mineras, en el que aparecen dos particularidades, que son las que actualmente están provocando problemas de seguridad y certeza jurídica:

El Código de Minería permite solicitar nuevas concesiones en cualquier punto del territorio nacional, aun cuando haya concesiones antiguas, vigentes e inscritas. Es posible, que el que se superpone obtenga una concesión en el mismo terreno de un “antiguo” concesionario, con una nueva inscripción registral, desvinculada totalmente de la inscripción anterior, sin necesidad de dejarla sin efecto, y sin que el concesionario antiguo sepa de esta situación. Se reinaugura así la tristemente famosa “superposición de concesiones mineras”, lo que implica que dos personas diferentes (o varias más, todas las que se quiera) pasan a ser concesionarios mineros respecto de un mismo terreno, ambos con inscripciones vigentes totalmente desvinculadas entre sí, y pretendidamente “exclusivas”, para explotar.

La segunda particularidad, es que el peticionario que ha venido a superponerse puede, en el mismo terreno cubierto por el titulo anterior, transformarse en el “nuevo” concesionario, pues el Código de Minería agrega un nuevo efecto: la extinción de tal título anterior, a pesar de que el concesionario antiguo no ha dejado de poseer su propio título, perfectamente inscrito, y pudo no haber conocido siquiera la superposición. Entonces se produce el “despojo de concesiones mineras”, tal como lo han calificado con expresión certera los senadores firmantes del voto de mayoría de un informe emitido durante la tramitación de la ley por la Comisión de Constitución, Legislación, Justicia y Reglamento del Senado.

Cabe preguntarse: ¿significara la reciente ley Nº 19.573 el fin de la superposición de concesiones mineras? A mi juicio, esta modificación no solucionó el problema, y lo único que ha hecho, como lo dijeron el pleno de la Corte Suprema y el Tribunal Constitucional, es parafrasear el texto de la ley orgánica constitucional. No establece mecanismos reales para impedir la superposición y el despojo de concesiones mineras, Las notificaciones que consagra, el delito que tipifica y el ambiguo mandato para el juez que establece no mejoran la situación del concesionario que sufre o ha sufrido la superposición, pues no constituyen reales posibilidades procesales para que defienda su derecho.

En realidad, la legislación sigue privilegiando a los que se han superpuesto a concesionarios anteriores, con la inestimable ayuda del articulo 96 inciso 3º del Código de Minería (que como se sabe fue aprobado incumpliendo una sentencia del Tribunal Constitucional, tribunal éste que últimamente ha oficiado a los poderes del Estado para que subsanen esta situación irregular). Faltó en esta ley la derogación expresa de este artículo, dado que es la disposición neurálgica, p que produce toda la inseguridad actual a los títulos mineros. El titular de una concesión minera constituida en forma legítima, y que la tiene inscrita a su nombre y que sufre una superposición debiera tener una acción imprescriptible, como todo propietario inscrito que no ha perdido la posesión de su titulo, salvo verdadera prescripción adquisitiva o expropiación, que no es el caso de la “superposición-despojo” que consagra el Código de Minería.


Una modificación de fondo quedó pendiente, y el Congreso Nacional ha aportado muy poco a solucionar el problema, y más que ajustes, como se ha querido llamar a esta modificación, sigue presente en la legislación minera un desajuste notorio con el marco de seguridad y certeza jurídica imperante en el país.



[Publicado en El Mercurio, 9 de Octubre de 1998]

30 de diciembre de 1997

Prefacio a Repertorio de legislación y jurisprudencia chilenas. Código de aguas.


No existe en el Derecho de Aguas; como en otras disciplinas, una tradición en orden a los repertorios jurisprudenciales. Sólo es posible citar la primera edición de este que hoy presentamos, esto es, el Repertorio de Legislación y Jurisprudencia Chilenas. Código de Aguas (Santiago, Editorial Jurídica de Chile, 1979), que tuvo su origen en un trabajo algo más amplio de Jorge O. Herrera Ramírez, realizado como Memoria de Prueba de la Facultad de Derecho de la Pontificia Universidad Católica, el año 1965, que además contiene riquísimos antecedentes sobre la historia del Código de Aguas de 1951 y concordancias.

Existe, además, con gran cantidad de jurisprudencia administrativa, otra Memoria de Prueba, de Hugo Bernardo Malina Díaz, titulada Repertorio de Jurisprudencia Administrativa y Judicial del Código de Aguas (Santiago, U. Central, 1992).

En todos estos repertorios existe cierta comunidad, pues los más nuevos se van nutriendo de los más antiguos; como asimismo, todos ellos se nutren de la jurisprudencia publicada en las diversas revistas jurídicas.

En el último de los repertorios numerados, y en este que hoy presentamos, se ha aportado una novedad: la exposición de jurisprudencia inédita. Es el caso de los dictámenes de la Contraloría General de la República, de gran importancia, como es sabido, en materia de aguas.

La edición de un repertorio jurisprudencial es de suma utilidad para los aplicadores del Derecho, pues ofrece la interpretación que los tribunales efectúan a la legislación; al mismo tiempo, permite descubrir los sitios neurálgicos de la misma. Lamentablemente, la poca preocupación doctrinal en el estudio de las líneas jurisprudenciales (esto es el estudio sistemático y exhaustivo de las grandes líneas seguidas por la doctrina de los fallos de nuestros tribunales, el iter seguido por tales líneas, sus evoluciones, cambios, retrocesos, etc.) y la despreocupación que los propios tribunales tienen por sus tendencias (olvidando la misión orientadora y en especial del más Alto Tribunal, pronunciando, cada vez con mayor frecuencia, decisiones disímiles o contradictorias ante hechos similares e idénticas normas aplicables) han hecho más difuso y débil el papel que a este tipo de obras recopiladoras de jurisprudencia les correspondería en el marco de nuestra cultura jurídica. Adicionalmente, es bastante notorio el desconocimiento del valor sustantivo del Decreto Ley Nº 2.603, de 1979, y en especial de su artículo 7º.

La normativa de aguas, a partir de 1979, aparece de un modo nuevo ante los ojos del  intérprete; ofrécese, antes que todo con rango constitucional, en el Decreto Ley Nº 2.603, de 1979, hoy plenamente vigente, y en el fundamental inciso undécimo del Nº 24 del artículo 19 de la propia Constitución; y, en fin, en forma de ley común, en el señalado Decreto Ley Nº 2.603, de 1979, y en el Código de Aguas, de 1981, antecedentes éstos que deben ser sopesados por los intérpretes y aplicadores del Derecho. Para evidenciar la jerarquía del mandato constitucional y del propio Decreto Ley Nº 2.603, de 1979, hemos ofrecido la doctrina jurisprudencial en tal orden. Aún existe cierta perplejidad, y la inercia antigua tiende a hacer pensar que las normas con rango constitucional son residuales a la normativa del Código de Aguas; lo que es precisamente al revés.

En fin, sólo unas palabras sobre la confección de la obra. Este repertorio jurisprudencial fue realizado gracias a la confianza depositada por esta Casa Editorial en el Instituto de Derecho de Minas y Aguas de la Universidad de Atacama, en donde, bajo la dirección del suscrito, y con la minuciosa y exhaustiva labor de dos investigadoras del mismo, se revisó toda la jurisprudencia más significativa sobre la materia publicada a partir de 1980, la que fue extractada y ordenada bajo el artículo de la normativa en que, sistemáticamente, tuviese cabida más adecuada.


Como toda obra humana, pensamos que algún error puede haberse deslizado, de lo cual desde ya solicitamos excusas; no obstante, nos hemos esforzado en que ningún error u omisión existiese.


[Prefacio a: Repertorio de legislación y jurisprudencia chilenas. Código de aguas, 2ª edición (Santiago, Editorial Jurídica de Chile) pp. 9-10.]


Homenaje póstumo al Profesor Carlos Ruiz Bourgeois (1917-1997)



El 6 de julio de 1997 falleció Carlos Ruiz Bourgeois. La disciplina jurídica relacionada con la minería chilena tiene una profunda deuda de gratitud con la labor patriótica, académica y profesional de este hombre superior que fue don Carlos Ruiz Bourgeois, y constituye una obligación y un honor destacarla ante la comunidad nacional, para su justa valoración y ejemplo de las futuras generaciones de juristas.

Don Carlos nació en Curicó, el 28 de junio de 1917. De sus padres, don Julio Ruiz Jelves y de doña Amada Bourgeois Quijada, siempre realizaba cálidos recuerdos; como de su mujer, de quien había enviudado don Carlos años atrás, y doña Laura Silva Catalán, con quien tuvo dos hijos: José Ignacio, arquitecto y Juan Enrique, abogado.

Realizó sus estudios primarios en su ciudad natal y los secundarios en Santiago, en el Liceo San Agustín, del cual egresó en 1933. Como un gesto que él consideraba una retribución a la formación que le confirió su Liceo, realizó en él gratuitamente las clases de Educación Cívica y Economía Política, durante 20 años.

Ingresó a la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile en 1934, egresando en 1938. Por su tesis de grado, intitulada “Conflictos colectivos entre el capital y el trabajo”, fue calificado con distinción máxima, y compartió con algunos condiscípulos el Premio Marcial Fernández Cuadros.

En cuanto a su labor profesional, fue Secretario General de la Empresa de Transportes Colectivos entre 1945 y 1956, posteriormente asesor jurídico de la Universidad de Chile desde 1957 hasta 1967; luego se desempeña como abogado jefe de Compañía Minera Andina hasta 1971. Fue asesor, durante su larga vida profesional, de las importantes empresas mineras y estudios de abogados, en materias de su especialidad.

Sus labores universitarias son dilatadas igualmente. En 1936, cuando era estudiante de la Escuela de Derecho, fue nombrado ayudante y desarrolló labores académicas hasta 1945. Retoma sus tareas académicas en 1953 cuando es nombrado Profesor de Derecho de Minería de su Escuela, labor que desempeñó ininterrumpidamente hasta poco antes de su fallecimiento, con la calidad de Profesor Titular. Siempre recordaba don Carlos lo influyente que fue su hermano, Julio Ruiz Bourgeois, también profesor de derecho minero, en la elección que él hizo de esta especialidad.

Desde 1957 hasta 1995 se desempeñó como Profesor de legislación Minera en la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas de la Universidad de Chile, también con la calidad de Profesor Titular, contribuyendo con su actividad a la formación de generaciones de Ingenieros Civiles de Minas. En 1975, la Universidad de Chile le confirió la calidad de Profesor Extraordinario, en la Cátedra de Derecho de Minería de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad de Chile. En su carrera académica de la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile desempeñó varias veces la Subdirección y Dirección de Departamento, llegando a ocupar el cargo de Vicedecano de la Facultad. En abril de 1984 fue electo Decano de la Facultad de Derecho, en la primera elección de decano realizada en la Universidad de Chile luego de largos años de interrupción. Sin embargo, la autoridad universitaria de la época no lo nombró en el cargo.

Desde 1987 hasta su fallecimiento fue también Profesor de Derecho de Minería de la Universidad Gabriela Mistral.

Como integrante de la Universidad de Atacama, es un honor destacar la contribución de don Carlos como miembro del Primer Programa de Magister en Derecho de Minería, al cual se incorporó desde un comienzo con entusiasmo. Su contribución con la Universidad de Atacama se extendió luego a su calidad de miembro fundador del Instituto de Derecho de Minas y aguas, participando en su Directorio y en el Comité Editorial de la Revista de Derecho Minas, como Miembro Honorario. También debe destacarse su contribuci6n al desarrollo de la Carrera de Derecho que imparte la Universidad de Atacama, de la cual formó parte como miembro del Comité Académico Asesor de esa carrera.

La actividad académica de apoyo a la función legislativa de nuestro país, desarrollada por don Carlos Ruiz Bourgeois en los últimos 30 años, es digna de destacarse como ejemplo de patriótica entrega. En este lapso, participó en casi todos los grupos o comisiones que han estudiado y propuesto reformas constitucionales o legales, sin importar sus legítimas convicciones políticas que eran compartidas en la Administración.

Quizás vale la pena recordar la historia del actual artículo 19 Nº 24 inciso 6º de la Constitución de 1980 (cuyo texto está basado en el art.10 Nº 10 incisos 4º y 5º de la Carta de 1925), que podemos decir que se debe en su texto y espíritu a la pluma y sentir de don Carlos. En efecto, en 1966, durante el Gobierno de Eduardo Frei Montalva, el Ministro de Minería Eduardo Simian, pidió la colaboración de Carlos Ruiz Bourgeois y de su colega Gonzalo Figueroa Tagle para analizar la posibilidad de modificar el sistema de amparo de las pertenencias mineras, en el sentido de vincularlo a la producción de Ias minas. Según él mismo solía contar, después de un tiempo y de consultar con el Profesor de Derecho Constitucional, Jorge Guzmán Dinator, concluyeron que no era posible crear un sistema de aplicación general de amparo por el trabajo sin una modificación de la Carta Fundamental, por oponerse a ello la garantía del derecho de propiedad. Así se lo hicieron saber al nuevo Ministro de Minería, Alejandro Hales, quien los remitió al Ministro de Justicia, Pedro Jesús Rodríguez. El Ministro de Justicia dio cuenta del proyecto a la Comisión que estudiaba la Reforma Agraria; no obstante, en definitiva, se produjo una discordancia entre ambas ramas del Congreso que impidió que el texto relacionado ron las patentes mineras, y que había redactado en gran medida don Carlos, llegara a prosperar. Pero, este texto, a pesar de su fracaso, time importancia, sin embargo; pues cuando, en los primeros tiempos del Gobierno del Presidente Allende, los juristas de la Unidad Popular buscaban la manera de hacer efectiva la nacionalización de la gran minería del cobre, alguien recordó aquel fracasado proyecto de reforma constitucional, que pareció adecuado para servir de sustento a la nacionalización de la gran minería del cobre, porque no se trataba de una simple expropiación, sino de una declaración del dominio absoluto, exclusivo, imprescriptible e inalienable de todas las minas a favor del Estado, coincidente con la resolución Nº 1.803 de las Naciones Unidas, que Chile había invocado para nacionalizar el cobre.

Fue así como, entre otras modificaciones, la Ley Nº 17.450 agregó a la Constitución de 1925 los  incisos 4º y 5º del Nº 10 del artículo 10, que eran textualmente los que se proponían en el aludido proyecto fracasado (cuyo texto había preparado don Carlos, junto a los otros profesores nombrados). Así se incorporó a la Constitución  Política, por primera vez, uno de los postulados más importantes en relación con la minería, preceptos que se mantienen vigentes hasta el día de hoy.

Posteriormente, a partir de 1973, durante el comienzo del Gobierno Militar, don Carlos Ruiz Bourgeois fue designado para integrar diversas comisiones que estudiaron modificaciones a la legislación minera; entre ellas, fue designado miembro de la Subcomisión de Derecho de Propiedad de la comisión de Estudio de la Nueva Constitución. Frente a esta comisión, le correspondió a Carlos Ruiz defender uno de los dos informes que emitió la subcomisión de Derecho de Propiedad, el que recomendaba la declaración del dominio patrimonial del Estado  sobre todas las minas.

Creada la Secretaría de Legislación de la Junta de Gobierno, se pidió la colaboración de la Universidad de Chile al igual que la de la Universidad Católica en las labores de esa Secretaría de legislación y, por indicación del Decano de: la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile, don Carlos Ruiz fue designado asesor de Secretaría de legislación nombrada, designación que recordaba haber aceptado dado lo difícil que era encontrar conocedores de esa rama del Derecho. Colaboró igualmente con algunos de los Ministros de Minería, que así se lo pidieron. Fruto de esa colaboración, junto con la de otros asesores, son, por ejemplo, el Decreto Ley Nº 1.759, de 1979, que hizo deducible el valor de las patentes mineras del impuesto a la renta generado por la producción de las concesiones correspondiente, y que, además, estableció una norma semejante a la del actual artículo 243 del Código de Minería, sobre declaración de vigencia de la inscripción del acta de mensura, aunque hubiere operado la caducidad por falta de amparo. Otros ejemplos de su colaboración legislativa son: el Decreto Ley nº 1.090, de 1975, respecto del amparo y caducidad de concesiones sobre placeres metalíferos; el Decreto Ley Nº 1.089, de 1975, sobre contratos de operación petrolífera, y los Decretos Leyes Nº 1.349 y Nº 1.350, ambos de 1976, que crean la Comisión Chilena del Cobre y la Corporación Nacional del Cobre de Chile, y sus modificaciones.

Sin embargo, la colaboración más importante de Carlos Ruiz Bourgeois en labores legislativas relacionadas con la minería, aparte de la que le encomend6 la Junta de Gobierno de redactar los que ahora son los incisos sexto a décimo del número 24, del artículo 19 de la Constitución Política, más su disposición Segunda Transitoria, que son la base de la legislación minera vigente, es sin lugar a dudas, la que le cupo como miembro de la comisión encargada de redactar el Código de Minería, promulgado en 1983. A don Carlos Ruiz no le cupo participación en la redacción de la que fue Ley Nº 18.097, de 1982, orgánica constitucional de concesiones mineras.

Don Carlos Ruiz también tuvo una labor divulgativa relativa al derecho minero, en múltiples conferencias y escritos, de lo cual se ha dado cuenta en las páginas de esta Revista.


La Revista der Derecho de Minas y Aguas, hoy devenida Revista de Derecho de Minas, lo contó como miembro honorario, por lo que ha querido dejar plasmado en sus páginas este homenaje.



[Publicado en Revista de Derecho de Minas, Vol. VIII, 1997]

Entre lo público y lo privado, ¿quién es el dueño de las aguas?



¿Cómo se han ido conformando históricamente los vínculos jurídicos con las aguas? En el derecho vigente de cada país, ¿qué puede hacer el legislador para que el agua pueda ser aprovechada por todos? ¿Qué papel le corresponde al Estado? ¿Cuáles son los derechos que los particulares pueden tener sobre las aguas? ¿Qué puede hacer el derecho para que funcionen los mercados de derechos de aguas? En suma, ¿cómo es posible enfrentar el fenómeno natural de las aguas? ¿Ayudar a administrar las abundancias? ¡Ayudar a administrar (y sufrir) las sequías?

Los ríos no respetan siempre sus cauces principales: suelen dejar escurrir sus aguas fuera de ellos, y a veces con gran fuerza destruyen pacientes obras humanas. Del mismo modo, los principios jurídicos en materia de aguas han sido normalmente excepcionales respecto de las demás instituciones jurídicas. Las teorías generales no han podido aplicarse en derecho de aguas: ellas “se escurren” entre la liquidez de las mismas aguas. Los hombres  tenemos la pretensión de que la naturaleza se someta a nuestras exigencias, pero en materia de aguas ello no ha sido siempre posible. Cada vez que hemos creído tener a nuestro alcance la posibilidad de definir los principios jurídicos de las aguas, un nuevo hecho puede impedirlo: por ejemplo, una sequía. Entonces nos preguntamos, ¿la falta de agua, extingue también el derecho de las aguas? ¿Origina un nuevo derecho? ¿El derecho de la sequía?

Una Mirada Histórica

Para comenzar a buscar respuestas, una mirada histórica puede parecer útil. Desde la antigua Grecia podemos recoger algún principio, si observamos que Platón en su diálogo sobre las leyes (Nomoi 8, 844a) decía: “…el que quiera llevar aguas a su terreno la lleve derivándola de las corrientes de propiedad común, sin sangrar los manantiales de superficie de ningún particular: condúzcala por donde quiera salvo por domicilios privados, templos o enterramientos, y no haga otro daño que el indispensable de la conducción”. Así, Platón, en el ordenamiento ciudadano que proyecta, considera las aguas como “de propiedad común”, otorgando, a cualquier particular el derecho a derivarlas y canalizarlas, sin dañar bienes ajenos.

En el derecho romano, los ríos de caudal permanente, eran en general, res publicae, cosa pública. La res publicae son cosas de derecho humano (res humani iuris), y a diferencia de las res privatae (que pertenecen a los particulares), pertenecen al “pueblo romano” (populus Romanus), a todos los ciudadanos (al “publico”) en su conjunto, y sólo para efectos de su protección interdictal los juristas distinguían dentro de estas res publicae, entre otros, a los ríos de caudal permanente (flumina perennia) cuyo uso público estaba protegido por varios interdictos (D. 43.12, 13, 14 y 15). Las personas podían extraer de los ríos de caudales permanentes toda el agua que cada cual (con la precaria tecnología de la época) “podía” efectivamente extraer y usar. No existía una repartición “estatal” o “pública” del agua, y la única limitación consistía en no dañar a los vecinos con un uso excesivo, inundando sus suelos con derrames. En Roma el derecho de aguas, podríamos decir, es un derecho de interdictos, de acciones entre particulares. Esta es una muestra más del no-estatismo de Roma, pues como se sabe en Roma no existió un “Estado-Administración” como lo que conocemos hoy.

En la época medieval cambió el esquema jurídico, y desde aquella concepción práctica, y libertaria se evoluciona a una concepción regaliana, en que los reyes consideran a las aguas como objeto de su “propiedad-soberanía”. Se distinguía: las aguas de los grandes ríos, que eran de los reyes; los esteros, que pertenecían a los señores; y los arroyos (que nacen y mueren en igual terreno), que pertenecen a los dueños de la tierra. En el fondo, detrás de esta técnica legal de los reyes de apropiación del agua como ius regalia, estaba el interés en obtener rentas. El sistema funcionaba así: para usar el agua debía solicitarse previamente una licencia (una “concesión”, en nuestra actual terminología legal), la que originaba un tributo a favor del rey. Como influjo de este pensamiento regaliano, el derecho de aguas que se aplico en América durante la dominación española fue construido igualmente sobre la base de regalías, y quienes deseaban obtener derechos, debían obtener previamente una licencia, y pagar tributos.

Este esquema fue acogido por los Estados modernos, incluido el Estado chileno surgido a principios del siglo XIX, originándose una especial apropiación de las aguas, por la vía de conceptos jurídicos algo confusos. Por cierto, ello ocurrió así, a pesar del previo hecho histórico y cultural de unas revoluciones que aparentemente liberarían estos bienes a la sociedad, pero que al respecto solo originan cambios de poder (revoluciones independentistas americanas y francesa). Como lo constata Tocqueville (L'Ancien régime et la revolution, I, 2), a partir de la Revolución Francesa es perceptible el nacimiento de ese poder central inmenso, el estatal, que absorbió muchas partículas del antiguo poder; y entre ellas todas las antiguas regalías, como es el caso de las aguas, que pasaron a constituir ahora vínculos cuasi patrimoniales del naciente “estado”. No debe olvidarse el virtual cambio de escena que produjo la Revolución Francesa, y de ahí el ideario que inspiró nuestros primeros textos legislativos, respecto de la ligazón del Estado-Nación con los bienes públicos, como las aguas. Este vínculo patrimonial del Estado-Administración respecto de aquellas cosas antiguamente concebidas como ius regalia, está conectado con el principio de inalienabilidad del dominio público, concepto que reemplaza desde el punto de vista histórico e institucional a las regalías. Este principio está plagado de tensiones políticas a través de su singular historia.

A partir del siglo XIX el agua es concebida en Chile, al igual que en otros sitios, como pública, a través de un eufemístico concepto: “bien nacional de uso público”, que domina igualmente todo el siglo siguiente. Si alguien pregunta ¿de quién son las aguas?, todos o casi todos quienes respondan se sentirán atraídos a señalar que en el fondo son del “Estado” (aun cuando esto cada vez se nos presenta como más anacrónico). Es interesante despejar ciertos mitos que reaparecen cada cierto tiempo en nuestra discusión pública: así, se dice “¿puede un particular sentirse propietario de unas aguas que son de uso público?” Ante la apropiación privada de grandes masas de agua, se dice que es necesario “recuperar su condición de bien nacional de uso público”. Y otras similares. No deja de ser inteligente la actual definición legislativa francesa, en su nueva ley de aguas de 1992, que en su artículo 1º señala: “El agua forma parte del patrimonio común de la nación (…). El uso del agua pertenece a todos dentro de los límites de las leyes y reglamentos (…)”.

El Derecho a las gotas de lluvia

Ahora, ¿de acuerdo a qué principios se produce la conformación de nuestro derecho de aguas? A raíz de nuestra concepción legislativa de las aguas como “bienes nacionales de uso público”, el uso de las aguas por los privados debe necesariamente ser concedido por el Estado: éste otorga a los particulares una “concesión o merced de aguas”, de la cual nacen “derechos de aprovechamiento de aguas”. Esta es la regla legal: no debiera haber usos válidos sin previa concesión: aun cuando es sólo “teórica” la vigencia integra en Chile de tal sistema concesional, pues un gran porcentaje de los usos de agua legítimos, constitutivos de derechos y reconocidos como tales, se han originado, de manera inmemorial, en prácticas consuetudinarias, de apropiación privada por ribereños o canalistas, quienes hoy no tienen título concesional alguno que exhibir (y deben formalizar o regularizar su derecho): pero eso no implica que no tengan un “derecho”.

Los derechos de aguas de los particulares van siendo dotados cada vez más de un estatuto privado, de cierta intangibilidad frente al Estado. A consecuencia de un uso cada vez más intensivo, el agua se va haciendo también más escasa. Es posible transportarla a lugares cada vez más lejanos: los problemas aumentan, y otros usuarios alejados del cauce adquieren derecho de uso de las mismas. Adicionalmente, surgen nuevos conceptos desde el derecho, como los derechos no consuntivos (de modo de aprovechar aun más las corrientes de aguas y hacer compatibles las actividades agrícolas con la hidroelectricidad, por ejemplo).

Este uso intensivo de las aguas se quebranta por un fenómeno natural: la sequía, que ha hecho nacer, por ejemplo, en nuestra tradición decimonónica, el concepto de derechos de ejercicio eventual (esto es, derechos que sólo se ejercerán cuando no hay sequía). Esta evolución es natural, y concordante con el objetivo del derecho de aguas: posibilitar un mejor y más equitativo uso de un recurso limitado y escaso como es el agua. Como se decía bella y sabiamente en un texto jurídico del siglo XXI, de un soberano de Sri Lanka (Ceilán): “no dejemos que ni una sola gota de lluvia que caiga sobre esta isla vuelva al océano antes de haber servido a la humanidad”.

Puesto que el agua siempre será la misma (salvo la construcción de embalses), el debate actual es la eficiencia de su uso; esto es, la reasignación que constituye el tema central geográfico, económico y jurídico actual relativo a las aguas. Entonces, de partida, el derecho al construir sus principios, y la legislación, han de operar con las aguas que, naturalmente, existan en nuestros ríos o escorrentías subterráneas, pues como ha dicho Gazzaniga, “¡ni la más bella ley hará caer en mí una sola gota de lluvia!”

Si centramos nuestro interés en las dificultades o facilidades que puede prestar el derecho (a través de la legislación, en su caso) para el establecimiento de sistemas adecuados de asignación de derechos sobre las aguas que existan, lo que realmente importa conocer de una legislación es si permite usar adecuadamente, en beneficio individual y social, toda el agua que esté al alcance del hombre. Para tal objetivo, la ciencia económica que inspira las políticas públicas, luego transformadas en leyes, ha considerado ciertos principios y conclusiones de asignación por la vía del mercado, ya ampliamente aceptados en nuestro país.

¿Al alcance de todos?

¿Cómo enfrenta estas exigencias, con sus técnicas propias, el vigente derecho de aguas chileno? El Decreto ley Nº2.603, de 1979, y posteriormente el Código de Aguas de 1981, han establecido un nuevo sistema de derecho de aguas basado en las siguientes características principales:

1. En primer término, una amplia protección de los derechos de aguas en mano de particulares. Como consecuencia de la aplicación de un sistema general de protección a las titularidades privadas (Constitución de 1980), en el sector se ha producido un reforzamiento de los derechos privados dirigidos al aprovechamiento de las aguas, obteniendo protección tanto los derechos concedidos por el Estado (constituidos) como los consuetudinarios (reconocidos por éste).

Por otro lado, en cuanto a los derechos que concede el Estado, debe recordarse que si bien las aguas son consideradas bienes del dominio público (“bienes nacionales de uso público”, en la terminología legislativa chilena), aquél crea a favor de los particulares un “derecho de aprovechamiento” sobre las aguas, derecho éste que tiene las mismas garantías constitucionales de la propiedad. En virtud de este derecho los particulares pueden usar, gozar y disponer jurídicamente de las aguas que pueden extraer de la fuente, a su entera libertad.

Incluso, y este es un aspecto relevante en la nueva legislación, el titular del derecho de aguas puede separar el agua del terreno en que estaba siendo utilizada primitivamente; esto es,  puede transferir libremente su derecho, en forma separada de la tierra, para que el nuevo titular pueda utilizarlas en cualquier otro sitio de la cuenca. Adicionalmente, el titular puede usarlas para cualquier destino, posibilitando libres cambios de uso de las aguas (por ejemplo, de agricultura a sanidad, o a hidroelectricidad, o viceversa).

Unido a esta clara definición de los derechos de agua, debe consignarse el marco global de protección que otorga la actual institucionalidad jurídica chilena creada a partir de 1980 a los derechos de propiedad y a la libertad de empresa: lo que es un incentivo general al funcionamiento de cualquier mercado. Estos derechos de agua pueden entonces ser libremente transferidos.

La certeza de tales derechos la proporciona al sistema a través de un Registro de Aguas, a cargo de los conservadores de bienes raíces. No obstante, y ésta es una notable debilidad del actual sistema chileno, existe todavía una gran proporción de derechos consuetudinarios, no inscritos como tales ni regularizados en registro ni catastro público alguno. O cuando están inscritos, sus datos son claramente deficientes en cuanto a las especificaciones esenciales del derecho. No obstante, dado que mayoritariamente las aguas de tales usuarios son distribuidas por ellos mismos, de común acuerdo, a través de comunidades y juntas de vigilancia, esto no se ha traducido en inseguridad. El inconveniente se produce cuando el titular de un derecho, adquirido por transacciones de mercado, desea cambiar el lugar consuetudinario de uso de las aguas.

2. En segundo lugar, la actual legislación consagra una total libertad para el uso del agua a que se tiene derecho. Pueden los particulares destinar las aguas a las finalidades o tipos de uso que deseen. Y esta libertad es permanente. No es necesario que al solicitar los derechos los particulares justifiquen uso futuro alguno. Tampoco es necesario que en las transferencias de derechos de aguas se respeten los usos antiguos, y libremente las aguas pueden cambiar su destino, por ejemplo, de riego a consumo humano.

La única limitación se relaciona con la cantidad de agua que se puede extraer desde la fuente natural, pues se exige el respeto de la condición del derecho; así; si el derecho es consuntivo, es posible el consumo total del agua extraída; o su mero uso, y posterior devolución a la fuente, si es un derecho no consuntivo.

La actual legislación de aguas chilena no privilegia ningún uso sobre e otro. Así, al momento de otorgar derechos nuevos, no existen preferencias legales en cuanto a los usos. Esta tarea se ha dejado al mercado. Si al momento de solicitarse las aguas, simultáneamente existen varios interesados, la autoridad no puede privilegiar a ningún solicitante sobre otro: la legislación ha recogido un mecanismo de mercado, y debe llamarse a un remate público, con el objeto de que sean los propios agentes privados los que, a través del libre juego de la oferta y la demanda, busquen la asignación más eficiente, favoreciendo a aquel que ofrezca los mejores precios.

En fin, en cuanto al uso de las aguas, la legislación vigente, en virtud de su deseo de dar libertad de acción a los particulares en materia económica, no obliga a los titulares de derechos de aguas a utilizar efectivamente los caudales a que tienen derecho, ni a construir las obres necesarias para hacerlo. Los particulares libremente usarán o no tales aguas, y esperarán también libremente, de acuerdo a las condiciones de mercado, el momento apropiado para usarlas, o para enajenarlas a quien desee usarlas. Incluso, es posible obtener el derecho de aguas nada más que para esperar, a su vez, en forma especulativa, una mejor condición de mercado, y transferirlo entonces a quien desee adquirirlo.

3. En tercer lugar, se establecen reglas claras para la obtención de nuevos derechos, y los interesados pueden solicitarlos gratuitamente ante el servicio público estatal encargado de su otorgamiento (Dirección General de Aguas), bajo la única condición de que se reúnan los siguientes requisitos: (a) que la solicitud respete los procedimientos establecidos al efecto; (b) que se constate técnicamente que existen recursos de aguas disponibles en la fuente natural; y (c), que el nuevo uso no afecte a antiguos titulares de derechos vigentes. Además, tanto los antiguos como los nuevos titulares de derechos de aguas no están sujetos a ningún impuesto o tarifa por la titularidad o uso de las aguas. Por lo tanto, la obtención y conservación de los derechos de agua es totalmente gratuita.

El organismo público respectivo está obligado a otorgar nuevos derechos de agua a nuevos peticionarios una vez que se reúnan los tres requisitos recién enunciados, y en especial si se constata la existencia de caudales no otorgados previamente a otros particulares; no puede negarse a otorgar esos nuevos derechos de aguas sin infringir una garantía constitucional (art. 19 N°23 de la Constitución: el ius ad rem, derecho a llegar a ser concesionario de aguas).

4. En fin, es posible apreciar en la legislación una mesurada intervención estatal en el sector. En efecto, si bien existe un organismo público encargado de constituir los derechos de aguas, de la policía y vigilancia del recurso, de autorizar las construcciones de obras, de supervigilar a las organizaciones de usuarios y planificar el desarrollo del recurso, sus facultades son más bien limitadas y no puede introducirse ni en la distribución de las aguas (que se realiza descentralizadamente por las organizaciones de usuarios) ni puede resolver los conflictos de aguas (que se solucionan, antes que nada, por las propias organizaciones de usuarios o por los tribunales de justicia). En ningún caso puede introducirse este organismo público en las transacciones de derechos de aguas que se llevan adelante libremente entre usuarios; ni siquiera si ellas pudiesen producir, en palabras de economistas, “externalidades” en el mercado, esto es, resultados no esperados en la adecuada asignación del recurso.

           Así está construido el vigente derecho de aguas chileno: entre lo privado y lo público. Pareciera que el agua como tal no está ni debiera estar en el patrimonio de los particulares ni menos, del Estado: debiera estar al alcance de todos. Y lograr eso es materia de las leyes de los hombres. Entonces, si debemos responder al cuestionamiento señalado en el título de este artículo, y de acuerdo a lo expresado en el texto, permítasenos hacerlo a través de esta nueva pregunta: ¿necesitamos que el agua, como tal, sea propiedad de alguien, si el derecho puede ponerla al alcance de todos?



[Publicado en Revista Universitaria UC, 1997]

30 de diciembre de 1996

El aprovechamiento privado del agua y su protección jurídica, de Esperanza Alcaín Martínez



Constituye este libro una tesis doctoral sobre el tema del agua, realizada desde la perspectiva del derecho civil. Desde las primeras líneas de esta obra es notorio su tono crítico, pues tratándose del análisis del nuevo derecho de aguas de España, modificado íntegramente en 1985, la autora señala en el frontispicio mismo del libro esta afirmación: "La pretendida reforma del derecho de aguas en España aún está por realizarse. La entrada en vigor de la ley de aguas de 1985 sólo ha sido el primer paso, necesario e imprescindible, para conseguirla" (p. 13). Para el lector, una afirmación así resulta de inmediato un aliciente para seguir la lectura, queriendo descubrir la razón de tal tono frescamente crítico, propio de una monografía de naturaleza doctoral.

l. El primer capítulo está destinado a situar el tema, con unos desarrollos generales sobre la necesidad del derecho de aguas, en donde la autora, al hilo de tales aspectos, va ensayando algunas posiciones jurídicas, no del todo fundamentadas en este sitio, sino en los capítulos siguientes.

A su juicio la ley de aguas debiera tener por objetivo principal la utilización racional del agua y su protección jurídica, y así se alcanzan los intereses públicos y privados que se persiguen. Califica a la ley de aguas de 1985, de "pretenciosa", y luego la sitúa en el contexto de la "constitucionalización" del derecho español, y de su mayor novedad: la declaración de dominio público de toda las aguas continentales, y de la conceptualización que ha señalado la trascendental sentencia del Tribunal Constitucional español de 29 de noviembre de 1988.

Ella plantea desde un inicio derechamente que "el derecho civil debe desplegar con mayor intensidad la influencia de sus instituciones frente al intervencionismo público que la nueva ley [de aguas] fomenta y protege, con la finalidad de ofrecer a los particulares los recursos jurídicos más adecuados para la tutela de todo orden de sus intereses que recaen sobre un bien escaso y de uso alternativo" (p. 18/ 19).

Luego de defender la naturaleza dualista del derecho de aguas (a su juicio no se pliega a la distinción entre el derecho público y privado: "pertenece a ambos"), constata cómo la modificación de la legislación de aguas ha significado una reforma del derecho civil: un "desplazamiento de la idea de propiedad", desde la idea de la pertenencia de la cosa hacia la titularidad (p. 22); idea rica en contenido cuyo desarrollo práctico se puede esperar en el desarrollo del libro.

2. En el capítulo segundo plantea la autora algunas precisiones terminológicas interesantes en la materia, siempre rondando lo que llama la "auténtica quiebra del concepto de dominio", que en derecho de aguas adquiere una nueva dimensión.

A raíz de que todo dominio público tiene por caracteres esenciales la inalienabilidad, inembargabilidad e imprescriptibilidad (que están plasmadas en el art. 132.1 de la Constitución española), a su juicio, "la principal consecuencia de la calificación del agua como bien de dominio público es su exclusión de la relaciones jurídicas privada como medida de protección frente a terceros y frente a la posible negligencia de los propios interesados, así pues cualquier negocio o acto que tenga por objeto el agua sin que previamente se haya practicado la necesaria desafectación será nulo de pleno derecho (p. 36), no obstante lo cual, aclara que si bien es el agua misma la que debe quedar excluida de las relaciones jurídico-privadas, no ocurre lo mismo con el aprovechamiento que de ella se puede realizar·, ya que podrá ser objeto de un derecho independiente: de un "derecho real autónomo" (p. 37). Base ésta que es la correcta y que se origina de ese modo en todos los sistemas en que las aguas han sido publificadas.

Analiza además, esquemáticamente, los bienes que integran el dominio público hidráulico en España: las aguas superficiales (pluviales, corrientes y estancadas) y las subterráneas renovables; los cauces de las corriente naturales: lechos, riberas y márgenes; y los lechos, lagos y lagunas y embalses superficiales en cauces públicos; y los acuíferos subterráneos (en este último caso, entendidos como formaciones geológicas). Exposición ésta que ofrece un rápido y eficiente panorama.

3. El capítulo tercero está destinado a exponer cómo se produce el aprovechamiento privado del agua ante el derecho español, y es donde el desarrollo ya profundiza y fundamenta más vigorosamente la ley de aguas.

a) Realiza la autora un análisis de la figura de la " propiedad" en general, y de sus facultades, para luego ofrecer una interpretación de las disposiciones que mantiene el Código Civil español sobre las aguas, paralelamente a la ley especial de 1985.

Analiza en especial la posibilidad de "propiedad ele las aguas" en la ley de 1985, y el régimen transitorio que se ha establecido para la "conversión" o "transformación" de los antiguos títulos de propiedad, que pasarán a quedar bajo el régimen concesional durante 50 años; la problemática que de ello resulta, al escabullir virtualmente la nueva legislación toda cláusula indemnizatoria.

Analiza igualmente el contenido y régimen del derecho de propiedad privada respetado por la ley, y que habrá de regirse por ella misma, originándose aquellos problemas clásicos de la transformación de un bien, desde la propiedad privada al dominio público: desde la titularidad sobre el agua (propiedad) a la titularidad sobre el derecho (que surge de la concesión), tensiones propias de peculiar régimen en que han quedado las aguas en España.

Es notorio el  desconcierto de la autora (formada en el derecho civil) ante la situación de ambigüedad de la "propiedad" privada de aguas que conservó la ley española en 1985, pues si bien la facultad de disposición del "dueño" existe; pero el aprovechamiento queda ampliamente circunscrito a la calidad " pública" general del agua.

Por cierto, es difícil, como lo constata la autora, la convivencia del derecho de propiedad privada de un bien en unos supuestos específicos (caso paradigmático: aguas que nacen, corren y mueren en un terreno particular).

Cuando en general las aguas (que forma parte de un sistema cíclico y unitario: el ciclo del agua, que las interrelaciona estrechamente a todas las aguas) son bienes públicos, inapropiables, res extra commercium; como tales, sólo objeto de uso. Resulta interesante este análisis para Chile, en que aún se encuentra pendiente el estudio en profundidad del art. 20 del Código de Aguas, que consagra hipótesis calificadas de derecho privado sobre las aguas. Y aun el caso reciente de la ley indígena que ha creado unos derechos" privados" de aguas a favor de las comunidades indígenas.

b) Luego analiza la autora el análisis de un tema propiamente ius administrativo: el aprovechamiento de las aguas públicas.

Sin perjuicio de que la autora se lamenta de que los civilistas le han restado importancia a este tema, a pesar de que el Código Civil le dedica ¡tres artículos!, lo cual ha servido de pretexto, a su juicio, "para una apropiación [hablando de "propiedad"] del tema por los administrativistas".

Sin querer entrar en la discusión derechamente, sólo puede decirse al respecto que los temas no son de una u otra disciplina ni porque se encuentren regulados, circunstancialmente en una codificación específica, o porque un sector doctrinal se los "apropie", sino por su naturaleza, y en este caso de las aguas sometidas al sistema concesional, es evidente que no se trata sólo de una relación inter privatos, sujeta a los principios propios del derecho civil, como la propia autora lo constata paso a paso en su excelente trabajo, si no que se trata de una relación jurídica de frente al Estado y sus potestades; y esto implica inmediatamente la necesidad de utilizar principios distintos a los del derecho civil.

En fin, lo anterior es, sin perjuicio de que hay relevantes aspectos en que seguirá rigiendo el derecho privado, en especial cuando los derechos nacidos de una concesión pueden ser libremente transferidos, conforme a los principios del derecho privado, lo que en España tiene limitaciones que analiza la autora en este capítulo 3º, propios de un sistema como el español, al que hasta ahora le es ajena la idea de un "mercado de los derechos de agua", pues cada acto de disposición requiere de autorización administrativa previa.

4. En el capítulo cuarto analiza la autora ciertos aspectos concretos de la tutela jurídica del aprovechamiento de las aguas, en especial de aquellas actuaciones que afectan a la calidad y cantidad de las aguas: las vertidas y la sobreexplotación de los acuíferos.

En el desarrollo de este capítulo, como en el siguiente, relativo a la protección registral del aprovechamiento de las aguas, existe un desarrollo civilístico, lo que es un evidente aporte a la disciplina, sobre aspectos no tratados en la literatura ius administrativa, por el desarrollo de la "posesión" de los elementos privados del agua, y por esa vía la defensa interdictal ante perturbaciones de esa posesión; y luego un análisis de la responsabilidad civil que se origina por daños al dominio hidráulico.

En fin, ocupa el último capítulo del libro el tema registral, que la autora enfrenta como una forma de protección al aprovechamiento y a los derechos, verificando sus relaciones con el registro de la propiedad y el régimen hipotecario.

En estos tres últimos temas (protección posesoria; estudio de la responsabilidad y del sistema registral), es donde existe el aporte mayormente sustantivo de la autora y del derecho civil a la problemática jurídica del agua, y merecían este desarrollo actualizado. Es razonable pues entonces la conclusión de la autora de que existe necesidad de acudir a instituciones del derecho civil en materia de aguas, sobre todo en estos aspectos que no forman parte del núcleo ius publicístico del derecho de aguas.


Es evidente que este aporte que ha recibido el derecho español, y del que doy noticia, está pendiente entre el derecho chileno, y esta obra podría servir de modelo metodológico.



[Publicado en Revista de Derecho de Aguas, Vol. VII, 1996]

Revolución francesa y Administración Contemporánea, de Eduardo García de Enterría



A propósito de la traducción francesa de Frank Moderne (París, Económica Collection Droit Public Positif, 1993), y de la nueva edición española (Civitas, 1994), de Revolución francesa y administración contemporánea (publicado por primera vez, como artículo de revista, el año 1959), quisiera ofrecer una breve reseña, simplemente descriptiva, de este texto, escrito hace ya más de un cuarto de siglo, que a estas alturas en España ya es un verdadero clásico de la historia de la dogmática jurídica europea y que vale la pena dar a conocer más ampliamente.

Su autor, Eduardo García de Enterría, ampliamente conocido por los iuspublicistas  iberoamericanos, profesor de la Universidad Complutense de Madrid, doctor honoris causa de varias universidades europeas, antiguo miembro de la Corte europea de derechos del Hombre, es uno de los grandes juristas contemporáneos, cuyo aporte abarca amplios ámbitos del derecho público. Desde sus primeros escritos el A. manifestó su interés por la historia de las ideas jurídicas,  como sus Dos estudios sobre in usucapión en derecho administrativo, Madrid, 1955, luego sus estudios referidos a la revolución francesa que ahora reseño; en seguida su conocido texto La  Administración española (1a ed., 1961), y últimamente, su excelente La lengua de los derechos. La formación del Derecho Público europeo iras la revolución francesa (1° ed., Alianza. 1994), que es una obra de madurez del autor.

Expone el A. en este texto ideas centrales sobre los conceptos de Estado y de Administración surgidos a partir de la Revolución Francesa; en cuanto a la Administración, en especial, intenta explicar el origen de sobre su tendencia centralizadora, y de la concepción subjetiva surgida de aquel fenómeno histórico.

El A. divide su texto en dos partes. La primera, lleva el mismo título del libro, que quisiera destacar especialmente. La segunda, dedicada a la formación del régimen municipal francés contemporáneo, constituyen tres trabajos agregados con posterioridad.

El análisis de la revolución francesa lo inicia exponiendo los que a su juicio constituyen los elementos a través de los cuales se produjo la reacción frente al Estado absoluto. No revisa el A. las fuentes históricas que llevaron a la reacción contra el Estado absoluto, y que ha recibido la expresión definitiva “Revolución Francesa”; analiza los elementos que van a constituir el fondo ideológico de la nueva concepción política y jurídica que la Revolución inaugura. Para él los elementos se pueden alinear alrededor de los siguientes principios: a) La formulación del principio de legalidad, idea que se articula políticamente en virtud del dogma rousseauniano de la voluntad general. Así, se reducen las Funciones políticas a leyes generales y actos particulares de aplicación de las mismas: señala el A.: “La gran concepción del principio de legalidad en el Derecho público, que exige una ley previa que preceda, autorice y dé razón a cada uno de los actos singulares, tiene aquí su exacto punto de partida” (p. 25); b) Las leyes como leyes de libertad. El principio de concurrencia como óptimo social. La idea la resume el A. en la siguiente cita de Montesquieu (L’Esprit des lois, cap. V, libro XI de la parte 1a): “el fin de la Constitución que tan cuidadosamente se estructura es “non la gloire de I’Etat, mais la liberté du citoyen” (p. 26). Agrega el A.: “Todo el fin del Estado se concentra en el Derecho y en un Derecho cuyo objeto se reduce a asegurar la coexistencia de las libertades de los súbditos”. (p. 27); y, c) La estructura del Estado: Leyes, Tribunales, y Orden Público. Dice: “La estructura y contenido del Estado que postulan estas concepciones básicas es elemental y se resume en este esquema simple: leyes, Tribunales y orden público. El Estado debe limitarse a dictar leyes generales con ese contenido característico de garantía y límite externo de la libertad. Por razón de este objetivo, la aplicación de estas leyes se realiza a través del propio actuar libre de los ciudadanos y basta montar un sistema de Tribunales que en caso de litigio entre dos libertades encontradas decidan la aplicación controvertida. Finalmente, en sostenimiento de la efectividad de la ley y de las sentencias, el Estado organiza un orden coactivo, un aparato judicial limitado a esa labor de respaldo de la ley, y que cierra la construcción del conjunto. El Estado ofrece, pues, un marco puramente formal dentro del cual la sociedad vive su propio dinamismo espontáneo, por la propia concurrencia indefinida de las libertades de sus miembros” (p. 28-29).

Este concepto del Estado que expresa la concepción política de la Revolución francesa, el A. no sólo lo obtiene por deducción desde los principios que lo sostienen, sino también mediante un análisis directo de las fuentes significativas del mismo. Entonces, a estos efectos, estudia el principio de la división de los poderes, que a su juicio es, antes que una técnica estructural de ordenación de órganos, una idea exacta del contenido del Estado desde el punto de vista sustancial: “como es obvio, aunque lo suelan olvidar los constitucionalistas que gustan de las construcciones meramente mecanicistas, la cuestión ¿qué es lo que se divide? precede necesariamente al resultado de la división y condiciona rigurosamente su sentido” (p. 29). Estudia así las dos formulaciones indiscutibles de la división de poderes: Locke y Montesquieu.

Luego de presentar estos elementos centrales, expone con singular entusiasmo y maestría a efectiva inadecuación de la administración absolutista a ese esquema del Estado, y luego del Derecho Administrativo al “critérium” central del derecho. Según el A. la idea de Estado no aloja en su estructura, ni propiamente le da cabida, a una Administración como la que el Estado absoluto había erigido en su postrera fase y como la que hoy estamos habituados a conocer.

A su juicio, el Derecho administrativo, por su calidad de “transpersonal”, no cabe subsumirlo entre el Derecho cuya ejecución es confiada al denominado poder ejecutivo. “La ley cuya definición y sostenimiento agota la función del Estado es, estrictamente la ley civil o interprivada, única propuesta en el plano significativo y definitorio del condicionamiento recíproco  de las libertades. Es esta ley la que, una vez promulgada, sólo requiere a su servicio este aparato estatal mínimo: tribunales y orden público” (p. 36). Y termina diciendo: “La idea de la Administración, como su accesoria, la del Derecho Administrativo, quedan así al margen de la concepción política que va a actuar la revolución”.

Ahora, en ¿en qué consiste para el A. la disidencia revolucionaria? Paradójicamente, para él la misma Revolución francesa, movida por ese ideario y dispuesta a su realización histórica, va a ser la que alumbre la poderosa Administración contemporánea y, consecuentemente a ella, el Derecho Administrativo. Es para el A. una “curiosa singularidad histórica”, lo que habría operado en primer lugar, mediante la interpretación que los revolucionarios dieron a la división de poderes, alterando su formulación, y estableciendo una verdadera autonomía del Ejecutivo, estableciendo como misión suya no sólo asegurar la ejecución de las leyes, y no sólo a una ley concreta, “sino al bloque entero de la legalidad”, permitiendo ya el reglamento independiente (p.51). Ello trae consigo la potenciación administrativa, y el fortalecimiento del Ejecutivo, cuyo gran motor fue la idea misma de la revolución, que postulaba sobre todo una estructura social. “Esta gigantesca tarea no podía ser cumplida con meras declaraciones generales y ni siquiera por la simple promulgación de nuevas leyes. Era preciso configurar un extenso poder capaz de asumir esta misión cuya amplitud desbordaba toda la tradición del Estado, y este poder debía ser, sobre todo, un poder gubernamental y activo, constante, general, notas todas que volcaban el peso necesariamente del lado de una Administración” (pp. 51-52).

Basándose en Tocqueville, el A. entiende que las causas determinantes de este fenómeno (Ia concentración del poder) serían las siguientes: a) La antigua estructura social sobre la base de las clases privilegiadas y de los poderes intermedios desaparece como consecuencia de la igualdad, pero no para implicar la desaparición de todo poder, sino para reunir todos estos antiguos poderes dispersas en el seno único de una Administración centralizada” (p. 55); b) “La sustitución  de la estructura de los poderes secundarios por la estructura de la Administración centralizada venia impuesta precisamente así por la propia dialéctica de la idea de la igualdad social, que fue la que vino a imponer la Revolución”, agregando que al principio de la igualdad como constitutivo social implica rigurosamente una concentración del poder, una centralización de todas las desigualdades en la instancia superior del Estado” (p. 58); y, en fin, c) A su juicio hay una acción recíproca entre Administración e igualdad; si ésta impone el surgimiento de aquélla (ver b), por su parte la administración centralizada y poderosa determina a su vez una extensión y perfección de la igualdad. “Todo poder central ama la igualdad y la favorece” dice Tocqueville; y ésta que es justamente la tesis central de su libro L’Ancien Règimen”, es aplicada con precisión por el A. Así, al consagrarse la igualdad como fórmula social única, la centralización administrativa continúa y se exacerba, fenómeno he que podemos constatar aún hoy.

Analiza luego el A. como Napoleón cumplió rigurosamente este proceso de centralización administrativa; dice García de Enterría: “La centralización fue consumada por él definitivamente, prestándole la estructura de hierro de los prefectos y de los subprefectos, corrigiendo el vasto desorden que hablan sido los intentos de organización territorial de los revolucionarios y estableciendo la nueva figura del régimen local que dura en lo esencial hasta nuestros días. Instituyó también la piedra clave de la autonomía jurídica de la administración que hacía posible el funcionamiento del (ya estudiado) sistema de la separación de poderes, con su gran creación del Consejo de Estado. El sistema ministerial moderno, que había comenzado a depurarse sobre la tradición del Antiguo Régimen en la primera fase revolucionaria, sale de sus manos también en su configuración definitiva que todos los países sin excepción han de copiar más tarde” (pp. 64-65).

Este fenómeno, que cierra con la gigantesca creación napoleónica supone -según el A.- una transmutación esencial de la naturaleza del llamado poder ejecutivo. “Bajo la etiqueta formal del poder ejecutivo va a actuar otra realidad en esencia diversa, la realidad que llamamos Administración y a la que no cuadra de ninguna manera la caracterización reservada a ese poder en la teoría de la división de poderes” (p. 74).

Así, a su juicio, el supuesto poder ejecutivo se ha sustantivado en un sujeto real y verdadero. Es realmente un sujeto que actúa, persiguiendo como todo sujeto multitud de fines, no limitados por supuesto al simple respaldo coactivo de las leyes y de las sentencias”,  y esto indudablemente es anómalo para la caracterización liberal pura, según la cual, los poderes del Estado ejercitan abstractas funciones formales que revierten inmediatamente al núcleo social, sin necesidad de una personificación intermedia.

Esta constatación es cabal para comprender el papel actual de la Administración: pues, como dice el A., la disidencia aparecida en la Revolución y consagrada tras la formalización napoleónica es justamente que la abstracta función de sostener la Ley, tal coma Locke y Montesquieu la concebían, se ha transmutado en Administración, persona singular, sujeto no ya de una abstracta función, sin” de actividades múltiples en cuanto sujeto, actividades generales y particulares, de hecho y de derecho, formales y materiales, actividades que en su multiplicidad interfieren las propias actividades de los particulares, con las cuales son ordinariamente intercambiables.

Así, concluye el autor que “el primer dato para la construcción del Derecho Administrativo es justamente éste, el del carácter subjetivo de la Administración, el de su presencia ante el Derecho como un sujeto jurídico real y verdadero” (p. 74).


Tales son las conclusiones a que el A. arriba, las que por cierto pueden ser objetadas por quienes interpretan los efectos que la Revolución francesa produjo en el Derecho de un modo diferente, y creen ver aún en el Antiguo Régimen una administración dotada de principios jurídicos  libertarios y controles efectivos, lo que por cierto choca con los datos históricos; a pesar de todos los demás efectos centralizadores de la Revolución francesa, los principios quede ella surgen para la Administración y el Derecho no tienen parangón, como lo demuestra el propio autor en su reciente libro La lengua de los derechos (cit.), textos éstos que debieran inspira un mayor interés por el estudio de la historia del derecho administrativo, en espacial de sus dogmas, de sus ideas centrales; sobre lo cual existen algunos trabajos (véase, por ejemplo, de Alejandro Guzmán Brito, La Revolución francesa y la legislación civil y constitucional, Revista Chilena de Humanidades, 1989, pp. 35-50; y el mismo, El constitucionalismo revolucionario francés y las cartas fundamentales chilenas del siglo XIX, en la Revolución Francesa y Chile (R. Krebs ed. Santiago, 1990), p. 225-245, que no intentan formar un cuadro completo de su trascendencia e importancia para el derecho público chileno del siglo XIX y aún del siglo XX. Los principios de derecho público surgidos de la revolución francesa, a pesar de todo el arrastre romano, castellano e indiano, influyeron de una manera decisiva en los texto constitucionales y legales que regularon la Administración chilena en el siglo XIX, muchos de los cuales aún perviven en la Constitución de 1980 y en texto legales del área pública. De ahí la importancia de poner de relieve esta obra, y lo necesario que es fortalecer esta línea de indagación.



[Publicado en Revista de Estudios histórico-jurídicos, XVIII, 1996]