A propósito
de la traducción francesa de Frank Moderne (París, Económica Collection Droit Public
Positif, 1993), y de la nueva edición española (Civitas, 1994), de Revolución francesa y administración contemporánea
(publicado por primera vez, como artículo de revista, el año 1959),
quisiera ofrecer una breve reseña, simplemente descriptiva, de este texto, escrito
hace ya más de un cuarto de siglo, que a estas alturas en España ya es un verdadero
clásico de la historia de la dogmática jurídica europea y que vale la pena dar
a conocer más ampliamente.
Su
autor, Eduardo García de Enterría, ampliamente conocido por los iuspublicistas iberoamericanos, profesor de la Universidad
Complutense de Madrid, doctor honoris causa de varias universidades europeas,
antiguo miembro de la Corte europea de derechos del Hombre, es uno de los
grandes juristas contemporáneos, cuyo aporte abarca amplios ámbitos del derecho
público. Desde sus primeros escritos el A. manifestó su interés por la historia
de las ideas jurídicas, como sus Dos estudios sobre in usucapión en derecho administrativo,
Madrid, 1955, luego sus estudios referidos a la revolución francesa que ahora
reseño; en seguida su conocido texto La Administración española (1a
ed., 1961), y últimamente, su excelente La
lengua de los derechos. La formación del Derecho Público europeo iras la revolución
francesa (1° ed., Alianza. 1994), que es una obra de madurez del autor.
Expone
el A. en este texto ideas centrales sobre los conceptos de Estado y de Administración
surgidos a partir de la Revolución Francesa; en cuanto a la Administración, en
especial, intenta explicar el origen de sobre su tendencia centralizadora, y de
la concepción subjetiva surgida de aquel fenómeno histórico.
El A.
divide su texto en dos partes. La primera, lleva el mismo título del libro, que
quisiera destacar especialmente. La segunda, dedicada a la formación del
régimen municipal francés contemporáneo, constituyen tres trabajos agregados
con posterioridad.
El análisis
de la revolución francesa lo inicia exponiendo los que a su juicio constituyen los
elementos a través de los cuales se produjo la
reacción frente al Estado absoluto. No revisa el A. las fuentes históricas
que llevaron a la reacción contra el Estado absoluto, y que ha recibido la
expresión definitiva “Revolución Francesa”; analiza los elementos que van a constituir
el fondo ideológico de la nueva concepción política y jurídica que la
Revolución inaugura. Para él los elementos se pueden alinear alrededor de los
siguientes principios: a) La formulación
del principio de legalidad, idea que se articula políticamente en virtud
del dogma rousseauniano de la voluntad general. Así, se reducen las Funciones
políticas a leyes generales y actos particulares de aplicación de las mismas:
señala el A.: “La gran concepción del principio de legalidad en el Derecho
público, que exige una ley previa que preceda, autorice y dé razón a cada uno
de los actos singulares, tiene aquí su exacto punto de partida” (p. 25); b) Las leyes como leyes de libertad. El
principio de concurrencia como óptimo social. La idea la resume el A. en la
siguiente cita de Montesquieu (L’Esprit
des lois, cap. V, libro XI de la parte 1a): “el fin de la Constitución
que tan cuidadosamente se estructura es “non
la gloire de I’Etat, mais la liberté du citoyen” (p. 26). Agrega el A.: “Todo
el fin del Estado se concentra en el Derecho y en un Derecho cuyo objeto se
reduce a asegurar la coexistencia de las libertades de los súbditos”. (p. 27);
y, c) La estructura del Estado: Leyes,
Tribunales, y Orden Público. Dice: “La estructura y contenido del Estado
que postulan estas concepciones básicas es elemental y se resume en este
esquema simple: leyes, Tribunales y orden público. El Estado debe limitarse a
dictar leyes generales con ese contenido característico de garantía y límite externo
de la libertad. Por razón de este objetivo, la aplicación de estas leyes se
realiza a través del propio actuar libre de los ciudadanos y basta montar un
sistema de Tribunales que en caso de litigio entre dos libertades encontradas
decidan la aplicación controvertida. Finalmente, en sostenimiento de la
efectividad de la ley y de las sentencias, el Estado organiza un orden
coactivo, un aparato judicial limitado a esa labor de respaldo de la ley, y que
cierra la construcción del conjunto. El Estado ofrece, pues, un marco puramente
formal dentro del cual la sociedad vive su propio dinamismo espontáneo, por la
propia concurrencia indefinida de las libertades de sus miembros” (p. 28-29).
Este
concepto del Estado que expresa la concepción política de la Revolución francesa,
el A. no sólo lo obtiene por deducción desde los principios que lo sostienen,
sino también mediante un análisis directo de las fuentes significativas del
mismo. Entonces, a estos efectos, estudia
el principio de la división de los poderes, que a su juicio es, antes que
una técnica estructural de ordenación de órganos, una idea exacta del contenido
del Estado desde el punto de vista sustancial: “como es obvio, aunque lo suelan
olvidar los constitucionalistas que gustan de las construcciones meramente mecanicistas,
la cuestión ¿qué es lo que se divide? precede necesariamente al resultado de la
división y condiciona rigurosamente su sentido” (p. 29). Estudia así las dos
formulaciones indiscutibles de la división de poderes: Locke y Montesquieu.
Luego de
presentar estos elementos centrales, expone con singular entusiasmo y maestría a
efectiva inadecuación de la
administración absolutista a ese esquema del Estado, y luego del Derecho
Administrativo al “critérium” central del derecho. Según el A. la idea de
Estado no aloja en su estructura, ni propiamente le da cabida, a una Administración
como la que el Estado absoluto había erigido en su postrera fase y como la que
hoy estamos habituados a conocer.
A su juicio,
el Derecho administrativo, por su calidad de “transpersonal”, no cabe
subsumirlo entre el Derecho cuya ejecución es confiada al denominado poder
ejecutivo. “La ley cuya definición y sostenimiento agota la función del Estado
es, estrictamente la ley civil o interprivada, única propuesta en el plano
significativo y definitorio del condicionamiento recíproco de las libertades. Es esta ley la que, una
vez promulgada, sólo requiere a su servicio este aparato estatal mínimo: tribunales
y orden público” (p. 36). Y termina diciendo: “La idea de la Administración,
como su accesoria, la del Derecho Administrativo, quedan así al margen de la
concepción política que va a actuar la revolución”.
Ahora, en
¿en qué consiste para el A. la disidencia
revolucionaria? Paradójicamente, para él la misma Revolución francesa,
movida por ese ideario y dispuesta a su realización histórica, va a ser la que
alumbre la poderosa Administración contemporánea y, consecuentemente a ella, el
Derecho Administrativo. Es para el A. una “curiosa singularidad histórica”, lo
que habría operado en primer lugar, mediante la interpretación que los
revolucionarios dieron a la división de poderes, alterando su formulación, y
estableciendo una verdadera autonomía del Ejecutivo, estableciendo como misión
suya no sólo asegurar la ejecución de las leyes, y no sólo a una ley concreta,
“sino al bloque entero de la legalidad”, permitiendo ya el reglamento independiente
(p.51). Ello trae consigo la potenciación administrativa, y el fortalecimiento
del Ejecutivo, cuyo gran motor fue la idea misma de la revolución, que
postulaba sobre todo una estructura social. “Esta gigantesca tarea no podía ser
cumplida con meras declaraciones generales y ni siquiera por la simple
promulgación de nuevas leyes. Era preciso configurar un extenso poder capaz de
asumir esta misión cuya amplitud desbordaba toda la tradición del Estado, y
este poder debía ser, sobre todo, un poder gubernamental y activo, constante,
general, notas todas que volcaban el peso necesariamente del lado de una
Administración” (pp. 51-52).
Basándose
en Tocqueville, el A. entiende que las causas determinantes de este fenómeno (Ia
concentración del poder) serían las siguientes: a) La antigua estructura social
sobre la base de las clases privilegiadas y de los poderes intermedios
desaparece como consecuencia de la igualdad, pero no para implicar la
desaparición de todo poder, sino para reunir todos estos antiguos poderes
dispersas en el seno único de una Administración centralizada” (p. 55); b) “La
sustitución de la estructura de los
poderes secundarios por la estructura de la Administración centralizada venia
impuesta precisamente así por la propia dialéctica de la idea de la igualdad
social, que fue la que vino a imponer la Revolución”, agregando que al principio
de la igualdad como constitutivo social implica rigurosamente una concentración
del poder, una centralización de todas las desigualdades en la instancia
superior del Estado” (p. 58); y, en fin, c) A su juicio hay una acción recíproca
entre Administración e igualdad; si ésta impone el surgimiento de aquélla (ver
b), por su parte la administración centralizada y poderosa determina a su vez
una extensión y perfección de la igualdad. “Todo poder central ama la igualdad
y la favorece” dice Tocqueville; y ésta que es justamente la tesis central de
su libro L’Ancien Règimen”, es
aplicada con precisión por el A. Así, al consagrarse la igualdad como fórmula
social única, la centralización administrativa continúa y se exacerba, fenómeno
he que podemos constatar aún hoy.
Analiza
luego el A. como Napoleón cumplió rigurosamente este proceso de centralización
administrativa; dice García de Enterría: “La centralización fue consumada por
él definitivamente, prestándole la estructura de hierro de los prefectos y de
los subprefectos, corrigiendo el vasto desorden que hablan sido los intentos de
organización territorial de los revolucionarios y estableciendo la nueva figura
del régimen local que dura en lo esencial hasta nuestros días. Instituyó también
la piedra clave de la autonomía jurídica de la administración que hacía posible
el funcionamiento del (ya estudiado) sistema de la separación de poderes, con
su gran creación del Consejo de Estado. El sistema ministerial moderno, que había
comenzado a depurarse sobre la tradición del Antiguo Régimen en la primera fase
revolucionaria, sale de sus manos también en su configuración definitiva que
todos los países sin excepción han de copiar más tarde” (pp. 64-65).
Este
fenómeno, que cierra con la gigantesca creación napoleónica supone -según el
A.- una transmutación esencial de la naturaleza del llamado poder ejecutivo. “Bajo
la etiqueta formal del poder ejecutivo va a actuar otra realidad en esencia
diversa, la realidad que llamamos Administración y a la que no cuadra de
ninguna manera la caracterización reservada a ese poder en la teoría de la
división de poderes” (p. 74).
Así, a
su juicio, el supuesto poder ejecutivo se ha sustantivado en un sujeto real y verdadero.
Es realmente un sujeto que actúa, persiguiendo como todo sujeto multitud de
fines, no limitados por supuesto al simple respaldo coactivo de las leyes y de
las sentencias”, y esto indudablemente
es anómalo para la caracterización liberal pura, según la cual, los poderes del
Estado ejercitan abstractas funciones formales que revierten inmediatamente al
núcleo social, sin necesidad de una personificación intermedia.
Esta
constatación es cabal para comprender el papel actual de la Administración:
pues, como dice el A., la disidencia aparecida en la Revolución y consagrada
tras la formalización napoleónica es justamente que la abstracta función de
sostener la Ley, tal coma Locke y Montesquieu la concebían, se ha transmutado
en Administración, persona singular, sujeto no ya de una abstracta función,
sin” de actividades múltiples en cuanto sujeto, actividades generales y
particulares, de hecho y de derecho, formales y materiales, actividades que en
su multiplicidad interfieren las propias actividades de los particulares, con
las cuales son ordinariamente intercambiables.
Así,
concluye el autor que “el primer dato para la construcción del Derecho Administrativo
es justamente éste, el del carácter subjetivo de la Administración, el de su
presencia ante el Derecho como un sujeto jurídico real y verdadero” (p. 74).
Tales
son las conclusiones a que el A. arriba, las que por cierto pueden ser
objetadas por quienes interpretan los efectos que la Revolución francesa
produjo en el Derecho de un modo diferente, y creen ver aún en el Antiguo Régimen
una administración dotada de principios jurídicos libertarios y controles efectivos, lo que por
cierto choca con los datos históricos; a pesar de todos los demás efectos
centralizadores de la Revolución francesa, los principios quede ella surgen
para la Administración y el Derecho no tienen parangón, como lo demuestra el
propio autor en su reciente libro La
lengua de los derechos (cit.), textos éstos que debieran inspira un mayor
interés por el estudio de la historia del derecho administrativo, en espacial
de sus dogmas, de sus ideas centrales; sobre lo cual existen algunos trabajos
(véase, por ejemplo, de Alejandro Guzmán Brito, La Revolución francesa y la
legislación civil y constitucional, Revista Chilena de Humanidades, 1989, pp.
35-50; y el mismo, El constitucionalismo
revolucionario francés y las cartas fundamentales chilenas del siglo XIX,
en la Revolución Francesa y Chile (R. Krebs ed. Santiago, 1990), p. 225-245,
que no intentan formar un cuadro completo de su trascendencia e importancia
para el derecho público chileno del siglo XIX y aún del siglo XX. Los
principios de derecho público surgidos de la revolución francesa, a pesar de
todo el arrastre romano, castellano e indiano, influyeron de una manera
decisiva en los texto constitucionales y legales que regularon la Administración
chilena en el siglo XIX, muchos de los cuales aún perviven en la Constitución
de 1980 y en texto legales del área pública. De ahí la importancia de poner de
relieve esta obra, y lo necesario que es fortalecer esta línea de indagación.
[Publicado en Revista de Estudios histórico-jurídicos, XVIII, 1996]