30 de diciembre de 1996

Revolución francesa y Administración Contemporánea, de Eduardo García de Enterría



A propósito de la traducción francesa de Frank Moderne (París, Económica Collection Droit Public Positif, 1993), y de la nueva edición española (Civitas, 1994), de Revolución francesa y administración contemporánea (publicado por primera vez, como artículo de revista, el año 1959), quisiera ofrecer una breve reseña, simplemente descriptiva, de este texto, escrito hace ya más de un cuarto de siglo, que a estas alturas en España ya es un verdadero clásico de la historia de la dogmática jurídica europea y que vale la pena dar a conocer más ampliamente.

Su autor, Eduardo García de Enterría, ampliamente conocido por los iuspublicistas  iberoamericanos, profesor de la Universidad Complutense de Madrid, doctor honoris causa de varias universidades europeas, antiguo miembro de la Corte europea de derechos del Hombre, es uno de los grandes juristas contemporáneos, cuyo aporte abarca amplios ámbitos del derecho público. Desde sus primeros escritos el A. manifestó su interés por la historia de las ideas jurídicas,  como sus Dos estudios sobre in usucapión en derecho administrativo, Madrid, 1955, luego sus estudios referidos a la revolución francesa que ahora reseño; en seguida su conocido texto La  Administración española (1a ed., 1961), y últimamente, su excelente La lengua de los derechos. La formación del Derecho Público europeo iras la revolución francesa (1° ed., Alianza. 1994), que es una obra de madurez del autor.

Expone el A. en este texto ideas centrales sobre los conceptos de Estado y de Administración surgidos a partir de la Revolución Francesa; en cuanto a la Administración, en especial, intenta explicar el origen de sobre su tendencia centralizadora, y de la concepción subjetiva surgida de aquel fenómeno histórico.

El A. divide su texto en dos partes. La primera, lleva el mismo título del libro, que quisiera destacar especialmente. La segunda, dedicada a la formación del régimen municipal francés contemporáneo, constituyen tres trabajos agregados con posterioridad.

El análisis de la revolución francesa lo inicia exponiendo los que a su juicio constituyen los elementos a través de los cuales se produjo la reacción frente al Estado absoluto. No revisa el A. las fuentes históricas que llevaron a la reacción contra el Estado absoluto, y que ha recibido la expresión definitiva “Revolución Francesa”; analiza los elementos que van a constituir el fondo ideológico de la nueva concepción política y jurídica que la Revolución inaugura. Para él los elementos se pueden alinear alrededor de los siguientes principios: a) La formulación del principio de legalidad, idea que se articula políticamente en virtud del dogma rousseauniano de la voluntad general. Así, se reducen las Funciones políticas a leyes generales y actos particulares de aplicación de las mismas: señala el A.: “La gran concepción del principio de legalidad en el Derecho público, que exige una ley previa que preceda, autorice y dé razón a cada uno de los actos singulares, tiene aquí su exacto punto de partida” (p. 25); b) Las leyes como leyes de libertad. El principio de concurrencia como óptimo social. La idea la resume el A. en la siguiente cita de Montesquieu (L’Esprit des lois, cap. V, libro XI de la parte 1a): “el fin de la Constitución que tan cuidadosamente se estructura es “non la gloire de I’Etat, mais la liberté du citoyen” (p. 26). Agrega el A.: “Todo el fin del Estado se concentra en el Derecho y en un Derecho cuyo objeto se reduce a asegurar la coexistencia de las libertades de los súbditos”. (p. 27); y, c) La estructura del Estado: Leyes, Tribunales, y Orden Público. Dice: “La estructura y contenido del Estado que postulan estas concepciones básicas es elemental y se resume en este esquema simple: leyes, Tribunales y orden público. El Estado debe limitarse a dictar leyes generales con ese contenido característico de garantía y límite externo de la libertad. Por razón de este objetivo, la aplicación de estas leyes se realiza a través del propio actuar libre de los ciudadanos y basta montar un sistema de Tribunales que en caso de litigio entre dos libertades encontradas decidan la aplicación controvertida. Finalmente, en sostenimiento de la efectividad de la ley y de las sentencias, el Estado organiza un orden coactivo, un aparato judicial limitado a esa labor de respaldo de la ley, y que cierra la construcción del conjunto. El Estado ofrece, pues, un marco puramente formal dentro del cual la sociedad vive su propio dinamismo espontáneo, por la propia concurrencia indefinida de las libertades de sus miembros” (p. 28-29).

Este concepto del Estado que expresa la concepción política de la Revolución francesa, el A. no sólo lo obtiene por deducción desde los principios que lo sostienen, sino también mediante un análisis directo de las fuentes significativas del mismo. Entonces, a estos efectos, estudia el principio de la división de los poderes, que a su juicio es, antes que una técnica estructural de ordenación de órganos, una idea exacta del contenido del Estado desde el punto de vista sustancial: “como es obvio, aunque lo suelan olvidar los constitucionalistas que gustan de las construcciones meramente mecanicistas, la cuestión ¿qué es lo que se divide? precede necesariamente al resultado de la división y condiciona rigurosamente su sentido” (p. 29). Estudia así las dos formulaciones indiscutibles de la división de poderes: Locke y Montesquieu.

Luego de presentar estos elementos centrales, expone con singular entusiasmo y maestría a efectiva inadecuación de la administración absolutista a ese esquema del Estado, y luego del Derecho Administrativo al “critérium” central del derecho. Según el A. la idea de Estado no aloja en su estructura, ni propiamente le da cabida, a una Administración como la que el Estado absoluto había erigido en su postrera fase y como la que hoy estamos habituados a conocer.

A su juicio, el Derecho administrativo, por su calidad de “transpersonal”, no cabe subsumirlo entre el Derecho cuya ejecución es confiada al denominado poder ejecutivo. “La ley cuya definición y sostenimiento agota la función del Estado es, estrictamente la ley civil o interprivada, única propuesta en el plano significativo y definitorio del condicionamiento recíproco  de las libertades. Es esta ley la que, una vez promulgada, sólo requiere a su servicio este aparato estatal mínimo: tribunales y orden público” (p. 36). Y termina diciendo: “La idea de la Administración, como su accesoria, la del Derecho Administrativo, quedan así al margen de la concepción política que va a actuar la revolución”.

Ahora, en ¿en qué consiste para el A. la disidencia revolucionaria? Paradójicamente, para él la misma Revolución francesa, movida por ese ideario y dispuesta a su realización histórica, va a ser la que alumbre la poderosa Administración contemporánea y, consecuentemente a ella, el Derecho Administrativo. Es para el A. una “curiosa singularidad histórica”, lo que habría operado en primer lugar, mediante la interpretación que los revolucionarios dieron a la división de poderes, alterando su formulación, y estableciendo una verdadera autonomía del Ejecutivo, estableciendo como misión suya no sólo asegurar la ejecución de las leyes, y no sólo a una ley concreta, “sino al bloque entero de la legalidad”, permitiendo ya el reglamento independiente (p.51). Ello trae consigo la potenciación administrativa, y el fortalecimiento del Ejecutivo, cuyo gran motor fue la idea misma de la revolución, que postulaba sobre todo una estructura social. “Esta gigantesca tarea no podía ser cumplida con meras declaraciones generales y ni siquiera por la simple promulgación de nuevas leyes. Era preciso configurar un extenso poder capaz de asumir esta misión cuya amplitud desbordaba toda la tradición del Estado, y este poder debía ser, sobre todo, un poder gubernamental y activo, constante, general, notas todas que volcaban el peso necesariamente del lado de una Administración” (pp. 51-52).

Basándose en Tocqueville, el A. entiende que las causas determinantes de este fenómeno (Ia concentración del poder) serían las siguientes: a) La antigua estructura social sobre la base de las clases privilegiadas y de los poderes intermedios desaparece como consecuencia de la igualdad, pero no para implicar la desaparición de todo poder, sino para reunir todos estos antiguos poderes dispersas en el seno único de una Administración centralizada” (p. 55); b) “La sustitución  de la estructura de los poderes secundarios por la estructura de la Administración centralizada venia impuesta precisamente así por la propia dialéctica de la idea de la igualdad social, que fue la que vino a imponer la Revolución”, agregando que al principio de la igualdad como constitutivo social implica rigurosamente una concentración del poder, una centralización de todas las desigualdades en la instancia superior del Estado” (p. 58); y, en fin, c) A su juicio hay una acción recíproca entre Administración e igualdad; si ésta impone el surgimiento de aquélla (ver b), por su parte la administración centralizada y poderosa determina a su vez una extensión y perfección de la igualdad. “Todo poder central ama la igualdad y la favorece” dice Tocqueville; y ésta que es justamente la tesis central de su libro L’Ancien Règimen”, es aplicada con precisión por el A. Así, al consagrarse la igualdad como fórmula social única, la centralización administrativa continúa y se exacerba, fenómeno he que podemos constatar aún hoy.

Analiza luego el A. como Napoleón cumplió rigurosamente este proceso de centralización administrativa; dice García de Enterría: “La centralización fue consumada por él definitivamente, prestándole la estructura de hierro de los prefectos y de los subprefectos, corrigiendo el vasto desorden que hablan sido los intentos de organización territorial de los revolucionarios y estableciendo la nueva figura del régimen local que dura en lo esencial hasta nuestros días. Instituyó también la piedra clave de la autonomía jurídica de la administración que hacía posible el funcionamiento del (ya estudiado) sistema de la separación de poderes, con su gran creación del Consejo de Estado. El sistema ministerial moderno, que había comenzado a depurarse sobre la tradición del Antiguo Régimen en la primera fase revolucionaria, sale de sus manos también en su configuración definitiva que todos los países sin excepción han de copiar más tarde” (pp. 64-65).

Este fenómeno, que cierra con la gigantesca creación napoleónica supone -según el A.- una transmutación esencial de la naturaleza del llamado poder ejecutivo. “Bajo la etiqueta formal del poder ejecutivo va a actuar otra realidad en esencia diversa, la realidad que llamamos Administración y a la que no cuadra de ninguna manera la caracterización reservada a ese poder en la teoría de la división de poderes” (p. 74).

Así, a su juicio, el supuesto poder ejecutivo se ha sustantivado en un sujeto real y verdadero. Es realmente un sujeto que actúa, persiguiendo como todo sujeto multitud de fines, no limitados por supuesto al simple respaldo coactivo de las leyes y de las sentencias”,  y esto indudablemente es anómalo para la caracterización liberal pura, según la cual, los poderes del Estado ejercitan abstractas funciones formales que revierten inmediatamente al núcleo social, sin necesidad de una personificación intermedia.

Esta constatación es cabal para comprender el papel actual de la Administración: pues, como dice el A., la disidencia aparecida en la Revolución y consagrada tras la formalización napoleónica es justamente que la abstracta función de sostener la Ley, tal coma Locke y Montesquieu la concebían, se ha transmutado en Administración, persona singular, sujeto no ya de una abstracta función, sin” de actividades múltiples en cuanto sujeto, actividades generales y particulares, de hecho y de derecho, formales y materiales, actividades que en su multiplicidad interfieren las propias actividades de los particulares, con las cuales son ordinariamente intercambiables.

Así, concluye el autor que “el primer dato para la construcción del Derecho Administrativo es justamente éste, el del carácter subjetivo de la Administración, el de su presencia ante el Derecho como un sujeto jurídico real y verdadero” (p. 74).


Tales son las conclusiones a que el A. arriba, las que por cierto pueden ser objetadas por quienes interpretan los efectos que la Revolución francesa produjo en el Derecho de un modo diferente, y creen ver aún en el Antiguo Régimen una administración dotada de principios jurídicos  libertarios y controles efectivos, lo que por cierto choca con los datos históricos; a pesar de todos los demás efectos centralizadores de la Revolución francesa, los principios quede ella surgen para la Administración y el Derecho no tienen parangón, como lo demuestra el propio autor en su reciente libro La lengua de los derechos (cit.), textos éstos que debieran inspira un mayor interés por el estudio de la historia del derecho administrativo, en espacial de sus dogmas, de sus ideas centrales; sobre lo cual existen algunos trabajos (véase, por ejemplo, de Alejandro Guzmán Brito, La Revolución francesa y la legislación civil y constitucional, Revista Chilena de Humanidades, 1989, pp. 35-50; y el mismo, El constitucionalismo revolucionario francés y las cartas fundamentales chilenas del siglo XIX, en la Revolución Francesa y Chile (R. Krebs ed. Santiago, 1990), p. 225-245, que no intentan formar un cuadro completo de su trascendencia e importancia para el derecho público chileno del siglo XIX y aún del siglo XX. Los principios de derecho público surgidos de la revolución francesa, a pesar de todo el arrastre romano, castellano e indiano, influyeron de una manera decisiva en los texto constitucionales y legales que regularon la Administración chilena en el siglo XIX, muchos de los cuales aún perviven en la Constitución de 1980 y en texto legales del área pública. De ahí la importancia de poner de relieve esta obra, y lo necesario que es fortalecer esta línea de indagación.



[Publicado en Revista de Estudios histórico-jurídicos, XVIII, 1996]