¿Cómo se han ido conformando históricamente
los vínculos jurídicos con las aguas? En el derecho vigente de cada país, ¿qué
puede hacer el legislador para que el agua pueda ser aprovechada por todos?
¿Qué papel le corresponde al Estado? ¿Cuáles son los derechos que los
particulares pueden tener sobre las aguas? ¿Qué puede hacer el derecho para que
funcionen los mercados de derechos de aguas? En suma, ¿cómo es posible
enfrentar el fenómeno natural de las aguas? ¿Ayudar a administrar las
abundancias? ¡Ayudar a administrar (y sufrir) las sequías?
Los ríos no respetan siempre sus cauces
principales: suelen dejar escurrir sus aguas fuera de ellos, y a veces con gran
fuerza destruyen pacientes obras humanas. Del mismo modo, los principios
jurídicos en materia de aguas han sido normalmente excepcionales respecto de
las demás instituciones jurídicas. Las teorías generales no han podido
aplicarse en derecho de aguas: ellas “se escurren” entre la liquidez de las
mismas aguas. Los hombres tenemos la
pretensión de que la naturaleza se someta a nuestras exigencias, pero en
materia de aguas ello no ha sido siempre posible. Cada vez que hemos creído
tener a nuestro alcance la posibilidad de definir los principios jurídicos de
las aguas, un nuevo hecho puede impedirlo: por ejemplo, una sequía. Entonces
nos preguntamos, ¿la falta de agua, extingue también el derecho de las aguas?
¿Origina un nuevo derecho? ¿El derecho de la sequía?
Una Mirada Histórica
Para comenzar a buscar respuestas, una mirada
histórica puede parecer útil. Desde la antigua Grecia podemos recoger algún
principio, si observamos que Platón en su diálogo sobre las leyes (Nomoi 8,
844a) decía: “…el que quiera llevar aguas a su terreno la lleve derivándola de
las corrientes de propiedad común, sin sangrar los manantiales de superficie de
ningún particular: condúzcala por donde quiera salvo por domicilios privados,
templos o enterramientos, y no haga otro daño que el indispensable de la
conducción”. Así, Platón, en el ordenamiento ciudadano que proyecta, considera
las aguas como “de propiedad común”, otorgando, a cualquier particular el
derecho a derivarlas y canalizarlas, sin dañar bienes ajenos.
En el derecho romano, los ríos de caudal
permanente, eran en general, res publicae,
cosa pública. La res publicae son
cosas de derecho humano (res humani iuris),
y a diferencia de las res privatae (que
pertenecen a los particulares), pertenecen al “pueblo romano” (populus Romanus), a todos los ciudadanos
(al “publico”) en su conjunto, y sólo para efectos de su protección interdictal
los juristas distinguían dentro de estas res
publicae, entre otros, a los ríos de caudal permanente (flumina perennia) cuyo uso público estaba
protegido por varios interdictos (D. 43.12, 13, 14 y 15). Las personas podían
extraer de los ríos de caudales permanentes toda el agua que cada cual (con la
precaria tecnología de la época) “podía” efectivamente extraer y usar. No
existía una repartición “estatal” o “pública” del agua, y la única limitación
consistía en no dañar a los vecinos con un uso excesivo, inundando sus suelos
con derrames. En Roma el derecho de aguas, podríamos decir, es un derecho de
interdictos, de acciones entre particulares. Esta es una muestra más del
no-estatismo de Roma, pues como se sabe en Roma no existió un “Estado-Administración”
como lo que conocemos hoy.
En la época medieval cambió el esquema
jurídico, y desde aquella concepción práctica, y libertaria se evoluciona a una
concepción regaliana, en que los reyes consideran a las aguas como objeto de su
“propiedad-soberanía”. Se distinguía: las aguas de los grandes ríos, que eran
de los reyes; los esteros, que pertenecían a los señores; y los arroyos (que
nacen y mueren en igual terreno), que pertenecen a los dueños de la tierra. En
el fondo, detrás de esta técnica legal de los reyes de apropiación del agua
como ius regalia, estaba el interés en
obtener rentas. El sistema funcionaba así: para usar el agua debía solicitarse
previamente una licencia (una “concesión”, en nuestra actual terminología
legal), la que originaba un tributo a favor del rey. Como influjo de este
pensamiento regaliano, el derecho de aguas que se aplico en América durante la
dominación española fue construido igualmente sobre la base de regalías, y
quienes deseaban obtener derechos, debían obtener previamente una licencia, y
pagar tributos.
Este
esquema fue acogido por los Estados modernos, incluido el Estado chileno
surgido a principios del siglo XIX, originándose una especial apropiación de las
aguas, por la vía de conceptos jurídicos algo confusos. Por cierto, ello
ocurrió así, a pesar del previo hecho histórico y cultural de unas revoluciones
que aparentemente liberarían estos bienes a la sociedad, pero que al respecto
solo originan cambios de poder (revoluciones independentistas americanas y
francesa). Como lo constata Tocqueville (L'Ancien
régime et la revolution, I, 2), a partir de
la Revolución Francesa es perceptible el nacimiento de ese poder central
inmenso, el estatal, que absorbió muchas partículas del antiguo poder; y entre ellas todas las antiguas regalías, como es el caso de las aguas,
que pasaron a constituir ahora vínculos cuasi patrimoniales del naciente
“estado”. No debe olvidarse el virtual cambio de escena que produjo la Revolución
Francesa, y de ahí el ideario que inspiró nuestros primeros textos
legislativos, respecto de la ligazón del Estado-Nación con los bienes públicos,
como las aguas. Este vínculo patrimonial del Estado-Administración respecto de
aquellas cosas antiguamente concebidas como ius
regalia, está conectado con el principio de inalienabilidad del dominio
público, concepto que reemplaza desde el punto de vista histórico e
institucional a las regalías. Este principio está plagado de tensiones
políticas a través de su singular historia.
A partir del siglo XIX el agua
es concebida en Chile, al igual que en otros sitios, como pública, a través de un
eufemístico concepto: “bien nacional de uso público”, que domina igualmente
todo el siglo siguiente. Si alguien pregunta ¿de quién son las aguas?, todos o
casi todos quienes respondan se sentirán atraídos a señalar que en el fondo son
del “Estado” (aun cuando esto cada vez se nos presenta como más anacrónico). Es
interesante despejar ciertos mitos que reaparecen cada cierto tiempo en nuestra
discusión pública: así, se dice “¿puede un particular sentirse propietario de
unas aguas que son de uso público?” Ante la apropiación privada de grandes
masas de agua, se dice que es necesario “recuperar su condición de bien
nacional de uso público”. Y otras similares. No deja de ser inteligente la
actual definición legislativa francesa, en su nueva ley de aguas de 1992, que
en su artículo 1º señala: “El agua forma parte del patrimonio común de la
nación (…). El uso del agua pertenece a todos dentro de los límites de las
leyes y reglamentos (…)”.
El Derecho a las gotas de
lluvia
Ahora, ¿de acuerdo a qué
principios se produce la conformación de nuestro derecho de aguas? A raíz de
nuestra concepción legislativa de las aguas como “bienes nacionales de uso
público”, el uso de las aguas por los privados debe necesariamente ser
concedido por el Estado: éste otorga a los particulares una “concesión o merced
de aguas”, de la cual nacen “derechos de aprovechamiento de aguas”. Esta es la
regla legal: no debiera haber usos válidos sin previa concesión: aun cuando es
sólo “teórica” la vigencia integra en Chile de tal sistema concesional, pues un
gran porcentaje de los usos de agua legítimos, constitutivos de derechos y
reconocidos como tales, se han originado, de manera inmemorial, en prácticas
consuetudinarias, de apropiación privada por ribereños o canalistas, quienes
hoy no tienen título concesional alguno que exhibir (y deben formalizar o
regularizar su derecho): pero eso no implica que no tengan un “derecho”.
Los derechos de aguas de los
particulares van siendo dotados cada vez más de un estatuto privado, de cierta
intangibilidad frente al Estado. A consecuencia de un uso cada vez más
intensivo, el agua se va haciendo también más escasa. Es posible transportarla
a lugares cada vez más lejanos: los problemas aumentan, y otros usuarios
alejados del cauce adquieren derecho de uso de las mismas. Adicionalmente,
surgen nuevos conceptos desde el derecho, como los derechos no consuntivos (de
modo de aprovechar aun más las corrientes de aguas y hacer compatibles las
actividades agrícolas con la hidroelectricidad, por ejemplo).
Este uso intensivo de las aguas
se quebranta por un fenómeno natural: la sequía, que ha hecho nacer, por
ejemplo, en nuestra tradición decimonónica, el concepto de derechos de
ejercicio eventual (esto es, derechos que sólo se ejercerán cuando no hay sequía).
Esta evolución es natural, y concordante con el objetivo del derecho de aguas:
posibilitar un mejor y más equitativo uso de un recurso limitado y escaso como
es el agua. Como se decía bella y sabiamente en un texto jurídico del siglo
XXI, de un soberano de Sri Lanka (Ceilán): “no dejemos que ni una sola gota de
lluvia que caiga sobre esta isla vuelva al océano antes de haber servido a la
humanidad”.
Puesto que el agua siempre será
la misma (salvo la construcción de embalses), el debate actual es la eficiencia
de su uso; esto es, la reasignación que constituye el tema central geográfico,
económico y jurídico actual relativo a las aguas. Entonces, de partida, el
derecho al construir sus principios, y la legislación, han de operar con las
aguas que, naturalmente, existan en nuestros ríos o escorrentías subterráneas,
pues como ha dicho Gazzaniga, “¡ni la más bella ley hará caer en mí una sola
gota de lluvia!”
Si centramos nuestro interés en
las dificultades o facilidades que puede prestar el derecho (a través de la
legislación, en su caso) para el establecimiento de sistemas adecuados de
asignación de derechos sobre las aguas que existan, lo que realmente importa
conocer de una legislación es si permite usar adecuadamente, en beneficio
individual y social, toda el agua que esté al alcance del hombre. Para tal
objetivo, la ciencia económica que inspira las políticas públicas, luego
transformadas en leyes, ha considerado ciertos principios y conclusiones de
asignación por la vía del mercado, ya ampliamente aceptados en nuestro país.
¿Al alcance de todos?
¿Cómo enfrenta estas
exigencias, con sus técnicas propias, el vigente derecho de aguas chileno? El
Decreto ley Nº2.603, de 1979, y posteriormente el Código de Aguas de 1981, han
establecido un nuevo sistema de derecho de aguas basado en las siguientes
características principales:
1. En primer término, una
amplia protección de los derechos de aguas en mano de particulares. Como
consecuencia de la aplicación de un sistema general de protección a las
titularidades privadas (Constitución de 1980), en el sector se ha producido un
reforzamiento de los derechos privados dirigidos al aprovechamiento de las
aguas, obteniendo protección tanto los derechos concedidos por el Estado
(constituidos) como los consuetudinarios (reconocidos por éste).
Por otro lado, en cuanto a los
derechos que concede el Estado, debe recordarse que si bien las aguas son
consideradas bienes del dominio público (“bienes nacionales de uso público”, en
la terminología legislativa chilena), aquél crea a favor de los particulares un
“derecho de aprovechamiento” sobre las aguas, derecho éste que tiene las mismas
garantías constitucionales de la propiedad. En virtud de este derecho los
particulares pueden usar, gozar y disponer jurídicamente de las aguas que
pueden extraer de la fuente, a su entera libertad.
Incluso, y este es un aspecto
relevante en la nueva legislación, el titular del derecho de aguas puede
separar el agua del terreno en que estaba siendo utilizada primitivamente; esto
es, puede transferir libremente su
derecho, en forma separada de la tierra, para que el nuevo titular pueda
utilizarlas en cualquier otro sitio de la cuenca. Adicionalmente, el titular
puede usarlas para cualquier destino, posibilitando libres cambios de uso de
las aguas (por ejemplo, de agricultura a sanidad, o a hidroelectricidad, o
viceversa).
Unido a esta clara definición de los derechos
de agua, debe consignarse el marco global de protección que otorga la actual
institucionalidad jurídica chilena creada a partir de 1980 a los derechos de
propiedad y a la libertad de empresa: lo que es un incentivo general al
funcionamiento de cualquier mercado. Estos derechos de agua pueden entonces ser
libremente transferidos.
La certeza de tales derechos la proporciona
al sistema a través de un Registro de Aguas, a cargo de los conservadores de
bienes raíces. No obstante, y ésta es una notable debilidad del actual sistema
chileno, existe todavía una gran proporción de derechos consuetudinarios, no
inscritos como tales ni regularizados en registro ni catastro público alguno. O
cuando están inscritos, sus datos son claramente deficientes en cuanto a las
especificaciones esenciales del derecho. No obstante, dado que mayoritariamente
las aguas de tales usuarios son distribuidas por ellos mismos, de común
acuerdo, a través de comunidades y juntas de vigilancia, esto no se ha
traducido en inseguridad. El inconveniente se produce cuando el titular de un
derecho, adquirido por transacciones de mercado, desea cambiar el lugar
consuetudinario de uso de las aguas.
2. En segundo lugar, la actual legislación
consagra una total libertad para el uso del agua a que se tiene derecho. Pueden
los particulares destinar las aguas a las finalidades o tipos de uso que
deseen. Y esta libertad es permanente. No es necesario que al solicitar los
derechos los particulares justifiquen uso futuro alguno. Tampoco es necesario
que en las transferencias de derechos de aguas se respeten los usos antiguos, y
libremente las aguas pueden cambiar su destino, por ejemplo, de riego a consumo
humano.
La única limitación se relaciona con la
cantidad de agua que se puede extraer desde la fuente natural, pues se exige el
respeto de la condición del derecho; así; si el derecho es consuntivo, es
posible el consumo total del agua extraída; o su mero uso, y posterior
devolución a la fuente, si es un derecho no consuntivo.
La actual legislación de aguas chilena no
privilegia ningún uso sobre e otro. Así, al momento de otorgar derechos nuevos,
no existen preferencias legales en cuanto a los usos. Esta tarea se ha dejado
al mercado. Si al momento de solicitarse las aguas, simultáneamente existen
varios interesados, la autoridad no puede privilegiar a ningún solicitante
sobre otro: la legislación ha recogido un mecanismo de mercado, y debe llamarse
a un remate público, con el objeto de que sean los propios agentes privados los
que, a través del libre juego de la oferta y la demanda, busquen la asignación
más eficiente, favoreciendo a aquel que ofrezca los mejores precios.
En fin, en cuanto al uso de las aguas, la
legislación vigente, en virtud de su deseo de dar libertad de acción a los
particulares en materia económica, no obliga a los titulares de derechos de
aguas a utilizar efectivamente los caudales a que tienen derecho, ni a
construir las obres necesarias para hacerlo. Los particulares libremente usarán
o no tales aguas, y esperarán también libremente, de acuerdo a las condiciones
de mercado, el momento apropiado para usarlas, o para enajenarlas a quien desee
usarlas. Incluso, es posible obtener el derecho de aguas nada más que para
esperar, a su vez, en forma especulativa, una mejor condición de mercado, y
transferirlo entonces a quien desee adquirirlo.
3. En tercer lugar, se establecen reglas
claras para la obtención de nuevos derechos, y los interesados pueden
solicitarlos gratuitamente ante el servicio público estatal encargado de su
otorgamiento (Dirección General de Aguas), bajo la única condición de que se
reúnan los siguientes requisitos: (a) que la solicitud respete los
procedimientos establecidos al efecto; (b) que se constate técnicamente que
existen recursos de aguas disponibles en la fuente natural; y (c), que el nuevo
uso no afecte a antiguos titulares de derechos vigentes. Además, tanto los
antiguos como los nuevos titulares de derechos de aguas no están sujetos a
ningún impuesto o tarifa por la titularidad o uso de las aguas. Por lo tanto,
la obtención y conservación de los derechos de agua es totalmente gratuita.
El organismo público respectivo está obligado
a otorgar nuevos derechos de agua a nuevos peticionarios una vez que se reúnan
los tres requisitos recién enunciados, y en especial si se constata la
existencia de caudales no otorgados previamente a otros particulares; no puede
negarse a otorgar esos nuevos derechos de aguas sin infringir una garantía
constitucional (art. 19 N°23 de la Constitución: el ius ad rem, derecho a llegar a ser concesionario de aguas).
4. En fin, es posible apreciar en la
legislación una mesurada intervención estatal en el sector. En efecto, si bien
existe un organismo público encargado de constituir los derechos de aguas, de
la policía y vigilancia del recurso, de autorizar las construcciones de obras,
de supervigilar a las organizaciones de usuarios y planificar el desarrollo del
recurso, sus facultades son más bien limitadas y no puede introducirse ni en la
distribución de las aguas (que se realiza descentralizadamente por las
organizaciones de usuarios) ni puede resolver los conflictos de aguas (que se
solucionan, antes que nada, por las propias organizaciones de usuarios o por
los tribunales de justicia). En ningún caso puede introducirse este organismo
público en las transacciones de derechos de aguas que se llevan adelante
libremente entre usuarios; ni siquiera si ellas pudiesen producir, en palabras
de economistas, “externalidades” en el mercado, esto es, resultados no
esperados en la adecuada asignación del recurso.
Así está construido el
vigente derecho de aguas chileno: entre lo privado y lo público. Pareciera que
el agua como tal no está ni debiera estar en el patrimonio de los particulares ni menos, del Estado: debiera estar al alcance de todos. Y
lograr eso es materia de las leyes de los hombres. Entonces, si debemos
responder al cuestionamiento señalado en el título de este artículo, y de
acuerdo a lo expresado en el texto, permítasenos hacerlo a través de esta nueva
pregunta: ¿necesitamos que el agua, como tal, sea propiedad de alguien, si el derecho
puede ponerla al alcance de todos?
[Publicado en Revista Universitaria UC, 1997]