30 de diciembre de 1997

Entre lo público y lo privado, ¿quién es el dueño de las aguas?



¿Cómo se han ido conformando históricamente los vínculos jurídicos con las aguas? En el derecho vigente de cada país, ¿qué puede hacer el legislador para que el agua pueda ser aprovechada por todos? ¿Qué papel le corresponde al Estado? ¿Cuáles son los derechos que los particulares pueden tener sobre las aguas? ¿Qué puede hacer el derecho para que funcionen los mercados de derechos de aguas? En suma, ¿cómo es posible enfrentar el fenómeno natural de las aguas? ¿Ayudar a administrar las abundancias? ¡Ayudar a administrar (y sufrir) las sequías?

Los ríos no respetan siempre sus cauces principales: suelen dejar escurrir sus aguas fuera de ellos, y a veces con gran fuerza destruyen pacientes obras humanas. Del mismo modo, los principios jurídicos en materia de aguas han sido normalmente excepcionales respecto de las demás instituciones jurídicas. Las teorías generales no han podido aplicarse en derecho de aguas: ellas “se escurren” entre la liquidez de las mismas aguas. Los hombres  tenemos la pretensión de que la naturaleza se someta a nuestras exigencias, pero en materia de aguas ello no ha sido siempre posible. Cada vez que hemos creído tener a nuestro alcance la posibilidad de definir los principios jurídicos de las aguas, un nuevo hecho puede impedirlo: por ejemplo, una sequía. Entonces nos preguntamos, ¿la falta de agua, extingue también el derecho de las aguas? ¿Origina un nuevo derecho? ¿El derecho de la sequía?

Una Mirada Histórica

Para comenzar a buscar respuestas, una mirada histórica puede parecer útil. Desde la antigua Grecia podemos recoger algún principio, si observamos que Platón en su diálogo sobre las leyes (Nomoi 8, 844a) decía: “…el que quiera llevar aguas a su terreno la lleve derivándola de las corrientes de propiedad común, sin sangrar los manantiales de superficie de ningún particular: condúzcala por donde quiera salvo por domicilios privados, templos o enterramientos, y no haga otro daño que el indispensable de la conducción”. Así, Platón, en el ordenamiento ciudadano que proyecta, considera las aguas como “de propiedad común”, otorgando, a cualquier particular el derecho a derivarlas y canalizarlas, sin dañar bienes ajenos.

En el derecho romano, los ríos de caudal permanente, eran en general, res publicae, cosa pública. La res publicae son cosas de derecho humano (res humani iuris), y a diferencia de las res privatae (que pertenecen a los particulares), pertenecen al “pueblo romano” (populus Romanus), a todos los ciudadanos (al “publico”) en su conjunto, y sólo para efectos de su protección interdictal los juristas distinguían dentro de estas res publicae, entre otros, a los ríos de caudal permanente (flumina perennia) cuyo uso público estaba protegido por varios interdictos (D. 43.12, 13, 14 y 15). Las personas podían extraer de los ríos de caudales permanentes toda el agua que cada cual (con la precaria tecnología de la época) “podía” efectivamente extraer y usar. No existía una repartición “estatal” o “pública” del agua, y la única limitación consistía en no dañar a los vecinos con un uso excesivo, inundando sus suelos con derrames. En Roma el derecho de aguas, podríamos decir, es un derecho de interdictos, de acciones entre particulares. Esta es una muestra más del no-estatismo de Roma, pues como se sabe en Roma no existió un “Estado-Administración” como lo que conocemos hoy.

En la época medieval cambió el esquema jurídico, y desde aquella concepción práctica, y libertaria se evoluciona a una concepción regaliana, en que los reyes consideran a las aguas como objeto de su “propiedad-soberanía”. Se distinguía: las aguas de los grandes ríos, que eran de los reyes; los esteros, que pertenecían a los señores; y los arroyos (que nacen y mueren en igual terreno), que pertenecen a los dueños de la tierra. En el fondo, detrás de esta técnica legal de los reyes de apropiación del agua como ius regalia, estaba el interés en obtener rentas. El sistema funcionaba así: para usar el agua debía solicitarse previamente una licencia (una “concesión”, en nuestra actual terminología legal), la que originaba un tributo a favor del rey. Como influjo de este pensamiento regaliano, el derecho de aguas que se aplico en América durante la dominación española fue construido igualmente sobre la base de regalías, y quienes deseaban obtener derechos, debían obtener previamente una licencia, y pagar tributos.

Este esquema fue acogido por los Estados modernos, incluido el Estado chileno surgido a principios del siglo XIX, originándose una especial apropiación de las aguas, por la vía de conceptos jurídicos algo confusos. Por cierto, ello ocurrió así, a pesar del previo hecho histórico y cultural de unas revoluciones que aparentemente liberarían estos bienes a la sociedad, pero que al respecto solo originan cambios de poder (revoluciones independentistas americanas y francesa). Como lo constata Tocqueville (L'Ancien régime et la revolution, I, 2), a partir de la Revolución Francesa es perceptible el nacimiento de ese poder central inmenso, el estatal, que absorbió muchas partículas del antiguo poder; y entre ellas todas las antiguas regalías, como es el caso de las aguas, que pasaron a constituir ahora vínculos cuasi patrimoniales del naciente “estado”. No debe olvidarse el virtual cambio de escena que produjo la Revolución Francesa, y de ahí el ideario que inspiró nuestros primeros textos legislativos, respecto de la ligazón del Estado-Nación con los bienes públicos, como las aguas. Este vínculo patrimonial del Estado-Administración respecto de aquellas cosas antiguamente concebidas como ius regalia, está conectado con el principio de inalienabilidad del dominio público, concepto que reemplaza desde el punto de vista histórico e institucional a las regalías. Este principio está plagado de tensiones políticas a través de su singular historia.

A partir del siglo XIX el agua es concebida en Chile, al igual que en otros sitios, como pública, a través de un eufemístico concepto: “bien nacional de uso público”, que domina igualmente todo el siglo siguiente. Si alguien pregunta ¿de quién son las aguas?, todos o casi todos quienes respondan se sentirán atraídos a señalar que en el fondo son del “Estado” (aun cuando esto cada vez se nos presenta como más anacrónico). Es interesante despejar ciertos mitos que reaparecen cada cierto tiempo en nuestra discusión pública: así, se dice “¿puede un particular sentirse propietario de unas aguas que son de uso público?” Ante la apropiación privada de grandes masas de agua, se dice que es necesario “recuperar su condición de bien nacional de uso público”. Y otras similares. No deja de ser inteligente la actual definición legislativa francesa, en su nueva ley de aguas de 1992, que en su artículo 1º señala: “El agua forma parte del patrimonio común de la nación (…). El uso del agua pertenece a todos dentro de los límites de las leyes y reglamentos (…)”.

El Derecho a las gotas de lluvia

Ahora, ¿de acuerdo a qué principios se produce la conformación de nuestro derecho de aguas? A raíz de nuestra concepción legislativa de las aguas como “bienes nacionales de uso público”, el uso de las aguas por los privados debe necesariamente ser concedido por el Estado: éste otorga a los particulares una “concesión o merced de aguas”, de la cual nacen “derechos de aprovechamiento de aguas”. Esta es la regla legal: no debiera haber usos válidos sin previa concesión: aun cuando es sólo “teórica” la vigencia integra en Chile de tal sistema concesional, pues un gran porcentaje de los usos de agua legítimos, constitutivos de derechos y reconocidos como tales, se han originado, de manera inmemorial, en prácticas consuetudinarias, de apropiación privada por ribereños o canalistas, quienes hoy no tienen título concesional alguno que exhibir (y deben formalizar o regularizar su derecho): pero eso no implica que no tengan un “derecho”.

Los derechos de aguas de los particulares van siendo dotados cada vez más de un estatuto privado, de cierta intangibilidad frente al Estado. A consecuencia de un uso cada vez más intensivo, el agua se va haciendo también más escasa. Es posible transportarla a lugares cada vez más lejanos: los problemas aumentan, y otros usuarios alejados del cauce adquieren derecho de uso de las mismas. Adicionalmente, surgen nuevos conceptos desde el derecho, como los derechos no consuntivos (de modo de aprovechar aun más las corrientes de aguas y hacer compatibles las actividades agrícolas con la hidroelectricidad, por ejemplo).

Este uso intensivo de las aguas se quebranta por un fenómeno natural: la sequía, que ha hecho nacer, por ejemplo, en nuestra tradición decimonónica, el concepto de derechos de ejercicio eventual (esto es, derechos que sólo se ejercerán cuando no hay sequía). Esta evolución es natural, y concordante con el objetivo del derecho de aguas: posibilitar un mejor y más equitativo uso de un recurso limitado y escaso como es el agua. Como se decía bella y sabiamente en un texto jurídico del siglo XXI, de un soberano de Sri Lanka (Ceilán): “no dejemos que ni una sola gota de lluvia que caiga sobre esta isla vuelva al océano antes de haber servido a la humanidad”.

Puesto que el agua siempre será la misma (salvo la construcción de embalses), el debate actual es la eficiencia de su uso; esto es, la reasignación que constituye el tema central geográfico, económico y jurídico actual relativo a las aguas. Entonces, de partida, el derecho al construir sus principios, y la legislación, han de operar con las aguas que, naturalmente, existan en nuestros ríos o escorrentías subterráneas, pues como ha dicho Gazzaniga, “¡ni la más bella ley hará caer en mí una sola gota de lluvia!”

Si centramos nuestro interés en las dificultades o facilidades que puede prestar el derecho (a través de la legislación, en su caso) para el establecimiento de sistemas adecuados de asignación de derechos sobre las aguas que existan, lo que realmente importa conocer de una legislación es si permite usar adecuadamente, en beneficio individual y social, toda el agua que esté al alcance del hombre. Para tal objetivo, la ciencia económica que inspira las políticas públicas, luego transformadas en leyes, ha considerado ciertos principios y conclusiones de asignación por la vía del mercado, ya ampliamente aceptados en nuestro país.

¿Al alcance de todos?

¿Cómo enfrenta estas exigencias, con sus técnicas propias, el vigente derecho de aguas chileno? El Decreto ley Nº2.603, de 1979, y posteriormente el Código de Aguas de 1981, han establecido un nuevo sistema de derecho de aguas basado en las siguientes características principales:

1. En primer término, una amplia protección de los derechos de aguas en mano de particulares. Como consecuencia de la aplicación de un sistema general de protección a las titularidades privadas (Constitución de 1980), en el sector se ha producido un reforzamiento de los derechos privados dirigidos al aprovechamiento de las aguas, obteniendo protección tanto los derechos concedidos por el Estado (constituidos) como los consuetudinarios (reconocidos por éste).

Por otro lado, en cuanto a los derechos que concede el Estado, debe recordarse que si bien las aguas son consideradas bienes del dominio público (“bienes nacionales de uso público”, en la terminología legislativa chilena), aquél crea a favor de los particulares un “derecho de aprovechamiento” sobre las aguas, derecho éste que tiene las mismas garantías constitucionales de la propiedad. En virtud de este derecho los particulares pueden usar, gozar y disponer jurídicamente de las aguas que pueden extraer de la fuente, a su entera libertad.

Incluso, y este es un aspecto relevante en la nueva legislación, el titular del derecho de aguas puede separar el agua del terreno en que estaba siendo utilizada primitivamente; esto es,  puede transferir libremente su derecho, en forma separada de la tierra, para que el nuevo titular pueda utilizarlas en cualquier otro sitio de la cuenca. Adicionalmente, el titular puede usarlas para cualquier destino, posibilitando libres cambios de uso de las aguas (por ejemplo, de agricultura a sanidad, o a hidroelectricidad, o viceversa).

Unido a esta clara definición de los derechos de agua, debe consignarse el marco global de protección que otorga la actual institucionalidad jurídica chilena creada a partir de 1980 a los derechos de propiedad y a la libertad de empresa: lo que es un incentivo general al funcionamiento de cualquier mercado. Estos derechos de agua pueden entonces ser libremente transferidos.

La certeza de tales derechos la proporciona al sistema a través de un Registro de Aguas, a cargo de los conservadores de bienes raíces. No obstante, y ésta es una notable debilidad del actual sistema chileno, existe todavía una gran proporción de derechos consuetudinarios, no inscritos como tales ni regularizados en registro ni catastro público alguno. O cuando están inscritos, sus datos son claramente deficientes en cuanto a las especificaciones esenciales del derecho. No obstante, dado que mayoritariamente las aguas de tales usuarios son distribuidas por ellos mismos, de común acuerdo, a través de comunidades y juntas de vigilancia, esto no se ha traducido en inseguridad. El inconveniente se produce cuando el titular de un derecho, adquirido por transacciones de mercado, desea cambiar el lugar consuetudinario de uso de las aguas.

2. En segundo lugar, la actual legislación consagra una total libertad para el uso del agua a que se tiene derecho. Pueden los particulares destinar las aguas a las finalidades o tipos de uso que deseen. Y esta libertad es permanente. No es necesario que al solicitar los derechos los particulares justifiquen uso futuro alguno. Tampoco es necesario que en las transferencias de derechos de aguas se respeten los usos antiguos, y libremente las aguas pueden cambiar su destino, por ejemplo, de riego a consumo humano.

La única limitación se relaciona con la cantidad de agua que se puede extraer desde la fuente natural, pues se exige el respeto de la condición del derecho; así; si el derecho es consuntivo, es posible el consumo total del agua extraída; o su mero uso, y posterior devolución a la fuente, si es un derecho no consuntivo.

La actual legislación de aguas chilena no privilegia ningún uso sobre e otro. Así, al momento de otorgar derechos nuevos, no existen preferencias legales en cuanto a los usos. Esta tarea se ha dejado al mercado. Si al momento de solicitarse las aguas, simultáneamente existen varios interesados, la autoridad no puede privilegiar a ningún solicitante sobre otro: la legislación ha recogido un mecanismo de mercado, y debe llamarse a un remate público, con el objeto de que sean los propios agentes privados los que, a través del libre juego de la oferta y la demanda, busquen la asignación más eficiente, favoreciendo a aquel que ofrezca los mejores precios.

En fin, en cuanto al uso de las aguas, la legislación vigente, en virtud de su deseo de dar libertad de acción a los particulares en materia económica, no obliga a los titulares de derechos de aguas a utilizar efectivamente los caudales a que tienen derecho, ni a construir las obres necesarias para hacerlo. Los particulares libremente usarán o no tales aguas, y esperarán también libremente, de acuerdo a las condiciones de mercado, el momento apropiado para usarlas, o para enajenarlas a quien desee usarlas. Incluso, es posible obtener el derecho de aguas nada más que para esperar, a su vez, en forma especulativa, una mejor condición de mercado, y transferirlo entonces a quien desee adquirirlo.

3. En tercer lugar, se establecen reglas claras para la obtención de nuevos derechos, y los interesados pueden solicitarlos gratuitamente ante el servicio público estatal encargado de su otorgamiento (Dirección General de Aguas), bajo la única condición de que se reúnan los siguientes requisitos: (a) que la solicitud respete los procedimientos establecidos al efecto; (b) que se constate técnicamente que existen recursos de aguas disponibles en la fuente natural; y (c), que el nuevo uso no afecte a antiguos titulares de derechos vigentes. Además, tanto los antiguos como los nuevos titulares de derechos de aguas no están sujetos a ningún impuesto o tarifa por la titularidad o uso de las aguas. Por lo tanto, la obtención y conservación de los derechos de agua es totalmente gratuita.

El organismo público respectivo está obligado a otorgar nuevos derechos de agua a nuevos peticionarios una vez que se reúnan los tres requisitos recién enunciados, y en especial si se constata la existencia de caudales no otorgados previamente a otros particulares; no puede negarse a otorgar esos nuevos derechos de aguas sin infringir una garantía constitucional (art. 19 N°23 de la Constitución: el ius ad rem, derecho a llegar a ser concesionario de aguas).

4. En fin, es posible apreciar en la legislación una mesurada intervención estatal en el sector. En efecto, si bien existe un organismo público encargado de constituir los derechos de aguas, de la policía y vigilancia del recurso, de autorizar las construcciones de obras, de supervigilar a las organizaciones de usuarios y planificar el desarrollo del recurso, sus facultades son más bien limitadas y no puede introducirse ni en la distribución de las aguas (que se realiza descentralizadamente por las organizaciones de usuarios) ni puede resolver los conflictos de aguas (que se solucionan, antes que nada, por las propias organizaciones de usuarios o por los tribunales de justicia). En ningún caso puede introducirse este organismo público en las transacciones de derechos de aguas que se llevan adelante libremente entre usuarios; ni siquiera si ellas pudiesen producir, en palabras de economistas, “externalidades” en el mercado, esto es, resultados no esperados en la adecuada asignación del recurso.

           Así está construido el vigente derecho de aguas chileno: entre lo privado y lo público. Pareciera que el agua como tal no está ni debiera estar en el patrimonio de los particulares ni menos, del Estado: debiera estar al alcance de todos. Y lograr eso es materia de las leyes de los hombres. Entonces, si debemos responder al cuestionamiento señalado en el título de este artículo, y de acuerdo a lo expresado en el texto, permítasenos hacerlo a través de esta nueva pregunta: ¿necesitamos que el agua, como tal, sea propiedad de alguien, si el derecho puede ponerla al alcance de todos?



[Publicado en Revista Universitaria UC, 1997]