31 de marzo de 2013

Una agenda nacional para el uso de las aguas



El país se enfrenta a una sequía real en medio de una larga ausencia de políticas públicas adecuadas en materia de aguas. La Administración y el Parlamento parecieran estar perplejos. ¡No hay agenda de aguas!

La regulación de las aguas en Chile tiene su base en tres normas: el DL N° 2.603, de 1979, que configuró por vez primera los derechos de aguas, incluidos los usos consuetudinarios; la Constitución de 1980, que declaró implícitamente a las aguas como bienes nacionales de uso público, y de manera explícita la garantía de la propiedad de los títulos de aguas; y el Código de Aguas de 1981 (modificado en 2007), que elimina barreras de acceso a la adquisición de nuevos derechos de aguas y configura la libre transferibilidad de los derechos adquiridos y el libre uso de las aguas a que se tiene derecho.

La finalidad de toda política de aguas es lograr una gestión eficiente del recurso y una baja conflictividad en la obtención y ejercicio de los derechos de aguas.

La “nacionalización” del agua apunta a una precisión innecesaria, pues ya son bienes nacionales por declaración legal. El rol de la nación, a través del Parlamento, no es disputar la propiedad de las aguas, sino regularlas a través de decisiones legislativas adecuadas.

Pero las dos más notorias iniciativas de política pública relacionadas con las aguas están completamente desajustadas con la realidad y los verdaderos problemas de las aguas. Estos proyectos, en verdad, no focalizan los temas o las sedes institucionales donde están los problemas reales de las aguas. 

Una iniciativa ya usual es el permanente intento de “nacionalización” de las aguas. Es el caso de un mensaje presidencial de enero de 2010 y de varias mociones parlamentarias. La “nacionalización” del agua apunta a una precisión innecesaria, pues ya son bienes nacionales, por declaración legal; además, el calificativo “nacional” pareciera poco realista ante la evidencia de la autogestión “común” que los usuarios hacen de las aguas a través de Juntas de Vigilancia, Asociaciones de Canalistas y Comunidades, que es un enorme factum, no estatista, no individualista, ni tampoco “nacional”. El rol de la nación, a través del Parlamento, no es disputar la propiedad de las aguas, sino regularlas a través de decisiones legislativas adecuadas.

Otra política pública, más reciente, ha sido un proyecto de ley (mensaje Nº 006-359) del gobierno, como colegislador, cuya finalidad es facultar a los directorios de las comunidades de aguas y de las juntas de vigilancia para representar a sus miembros en los procedimientos de perfeccionamiento de derechos de aguas. Dicho proyecto se encuentra en primer trámite constitucional en el Senado.

La finalidad declarada del proyecto es “hacer más expedito y cohesionado el procedimiento de perfeccionamiento de los títulos de derechos de aprovechamiento de aguas”. Si bien cabe buscar soluciones al problema del perfeccionamiento de los títulos de aguas, la vía elegida por este proyecto es inadecuada, pues el mecanismo es un directo quebranto a la garantía de la propiedad; distorsiona la esencia y naturaleza de las organizaciones de usuarios en su tarea de autogestión de un recurso común; originará conflictos en su interior hoy inexistentes en esa instancia, y desnaturalizará la pacífica tarea usual de sólo distribuir las aguas; en fin, es evidente que así la administración central elude una tarea que a ella le corresponde. 

En verdad, la falta de certeza de los títulos de aguas estriba en que hoy la resolución de los conflictos (que se desenvuelven al interior de la Dirección General de Aguas, mediante oposiciones, y ante los tribunales ordinarios de justicia, mediante reclamaciones) es inadecuada, por deficiencias en ambas instancias: la autoridad no puede administrar y juzgar a la vez, y los tribunales no tienen la especialidad necesaria.

¿Dónde debe estar el foco de las políticas públicas de aguas? En dos aspectos esenciales: en la gestión (distribución) del agua y en la resolución de los conflictos.

i) Cabe fortalecer la distribución que de las aguas realizan las juntas de vigilancia, y potenciar así su autogestión, como recurso común que es.

Las juntas de vigilancia ejercen la función pública de distribución de las aguas, acotada territorialmente a la cuenca u hoya hidrográfica donde ejercen jurisdicción; están integradas por los usuarios y uno de su principales desafíos es el fortalecimiento de sus facultades. Su rol debiese estar dotado de un desarrollo legislativo más adecuado, y, en la práctica, debiesen incluir en su jurisdicción los derechos no consuntivos y los de aguas subterráneas.

ii) Cabe poner fin a la creciente conflictividad, mediante la creación de tribunales de aguas (dos o tres, en las zonas norte, centro y sur). Es notoria la ausencia de una instancia especializada de resolución de conflictos de aguas, los que hoy están concentrados en la constitución de nuevos derechos de aguas; en la regularización de los antiguos derechos de aguas y, en algunos casos, en la gestión conjunta de aguas, como riego e hidroelectricidad. 

Los conflictos de aguas suelen ser de alta complejidad técnica, para lo cual los tribunales ordinarios, integrados sólo por abogados, han demostrado poca racionalidad o incapacidad técnica. Se necesita un panel o tribunal de integración multidisciplinario para una mejor resolución. Esta fue, por lo demás, una de las más relevantes y firmes conclusiones de un reciente estudio del Banco Mundial, de 2011.

La creación de tribunales especializados para las aguas, en fin, sigue la tendencia de nuestro país de ir especializando las resoluciones de controversias más complejas (como en energía, en medioambiente y otras).




[Publicado en La Tercera, 31 de marzo de 2013]

28 de marzo de 2013

El olvido de la Teoría del Derecho en la actual enseñanza jurídica


        "... La enseñanza de la Teoría del Derecho, esto es, del método jurídico, parece estar ausente del pregrado de Derecho; este olvido seguirá marcando negativamente a generaciones de jueces y abogados chilenos; el efecto es aún más grave en los programas de doctorado pues significa renunciar a formar juristas eruditos sino legistas ilustrados..."

La enseñanza jurídica de pregrado dirigida a preparar a los futuros jueces y abogados prácticos no solo debe estar dirigida a dar a conocer los más importantes microsistemas jurídicos (esto es, las distintas especialidades o disciplinas), sino que debe incorporar al menos un curso dedicado a la Teoría del Derecho; pues los juristas prácticos (jueces y abogados) necesitan conocer y utilizar con cierta soltura las destrezas o técnicas básicas del método jurídico.

Eso que es necesario y a un nivel básico en la formación de abogados y jueces, se torna esencial en la formación de un jurista erudito, y el método ha de ocupar un lugar de la máxima relevancia en los programas de Doctorado.

Entonces, la Teoría del Derecho debe enseñarse, primero, en el pregrado de la carrera de Derecho; en el primer año. Al respecto cabe evitar dos usuales confusiones:

i) confusión con el sucedáneo curso chilensis de “Introducción del derecho”;

ii) confusión con la Filosofía del Derecho, cuyo núcleo disciplinario es distinto al Derecho (partiendo por el dato epistemológico de que esa disciplina es parte de la “Filosofía”, y no del “Derecho”). Ello, no obstante la alta relevancia que cabe reconocer a la Filosofía del Derecho en la formación jurídica en los valores; igualmente es el caso de otras disciplinas fronterizas, como la Historia del Derecho o la Sociología del Derecho, muy relevantes para la enseñanza jurídica.

La ausencia de la enseñanza de la Teoría del Derecho en el pregrado impide comprender teóricamente el fenómeno jurídico y adquirir, en la etapa quizás más decisiva de la preparación de un abogado o de un juez, destrezas que le permitirían un saber jurídico profundo; es que un juez y un abogado sin elementos teóricos o metodológicos básicos, tiene un saber más superficial, y sus respuestas prácticas, probablemente, a penas abarcarán el mero dato legal.

Pero tal ausencia es culturalmente mucho más grave en un programa de doctorado en Derecho, pues ello puede llegar a marcar la diferencia entre la formación de un jurista erudito o de un simple legista (si bien algo más ilustrado que un licenciado), y esto podría estar ocurriendo. Ese puñado de universidades chilenas que actualmente ofrecen programas de doctorado en Derecho, tienen la oportunidad de autoevaluarse en este sentido; pues si la misión esencial de un programa de esta índole es formar investigadores en alguna de las ciencias o disciplinas especializadas del Derecho (Derecho administrativo, civil, penal, constitucional, etc.), que sean capaces de producir conocimiento nuevo y que lleguen a realizar docencia de excelencia, no se ve cómo se podrá lograr esos objetivos sin una intensa enseñanza del método jurídico. Formar a los juristas del futuro implica tener la certeza de que, con los elementos entregados desde el inicio de sus estudios hasta terminar su doctorado, ellos han conocido y lograrán manejar el método jurídico.

Es que el jurista erudito, una vez formado, cumple habitualmente dos misiones en el medio social:

i) tiene el deber ineludible de participar en la discusión de los temas relevantes para la sociedad en que vive, orientando la acción privada y pública con sus opiniones. La existencia de un grupo de juristas, formados en el método, fomenta además, la formación de verdaderas comunidades, integradas por personas de orientación científica, formadas en el hábito de la desapasionada y constructiva discusión interdisciplinaria; pues su propia formación los impele usualmente a crear en general un estilo intelectual abierto a la reflexión autónoma, y no sujeta a compromisos, capturas o conjuras, ya sea político-partidistas o de otra índole; ello sin perjuicio de las naturales tendencias ideológicas de los juristas. Tema este último que hemos abordado en una columna anterior.

ii) además, los juristas pueden ser unos excelentes colaboradores de los profesionales prácticos del derecho: de jueces y abogados en el desempeño de sus respectivas labores, a través de la ampliación del conocimiento jurídico que producen con sus libros y ensayos, y con la docencia de pre y post grado que habitualmente imparten.

Los fundamentos teóricos que tiene a la vista un jurista erudito están indisolublemente unidos a la práctica jurídica, y la formación que se debe obtener en los programas de doctorado en derecho debe contribuir de manera decisiva a mejorar no sólo la calidad y profundidad de ese análisis, sino esta indisoluble conexión del investigador con los profesionales de la práctica.

Esa conexión de la teoría con la práctica la posibilita el método jurídico; y al desconocer los profesionales del Derecho ese lenguaje común de la Teoría del Derecho (muchas veces, verdaderas contraseñas) la necesaria conexión entre juristas, por una parte; y abogados y jueces por otra, se pierde.

¿Cómo ha de ser entonces la enseñanza jurídica para lograr esa conexión entre saber práctico y saber teórico? La enseñanza debiese estar sólidamente asentada en los dos pilares indispensables de la formación jurídica:

i) en la meta-ciencia llamada “Teoría del derecho”; y,

ii) en la formación de disciplinas especializadas.

En el pregrado, entonces, ofreciendo el curso de Teoría del Derecho; y, de modo equilibrado (entre aquellas de derecho público y derecho privado), las disciplinas más relevantes. En el doctorado, ambos objetivos, en buena parte, se logran a través de la redacción de la tesis doctoral; dirigida, se supone, por un jurista erudito en el método y en la disciplina respectiva. Pero bien vale la pena incorporar también cursos regulares de Teoría del Derecho

Es bifronte entonces el saber en qué se sustenta todo el conocimiento jurídico; y ello cabe incorporarlo a la enseñanza de pregrado (dirigida a formar abogados y jueces, los prácticos del derecho) y a la enseñanza de doctorado (dirigida a la formación de un jurista).

En otras palabras, la enseñanza jurídica es completa si da a conocer no sólo el sistema de fuentes y los conceptos básicos de las ramas especializadas del Derecho, sino que, además (en especial a aquellos que pasarán a ostentar el denso calificativo social de juristas), también debe la metodología de la ciencia del derecho.

Sólo así, todo jurista, todo juez, todo abogado, podrá caracterizar con soltura los elementos básicos del fenómeno jurídico: por ejemplo, conocerá la teoría del ordenamiento, comprenderá la fenomenología de la interpretación, sabrá buscar los principios generales del derecho; reconocerá la dogmática jurídica como ciencia y arte; en fin, conocerá la literatura de los autores que conforman la doctrina de la disciplina que desarrolla; y las actuales  líneas jurisprudenciales.

El marco adecuado de una docencia de doctorado en derecho, ciencia esta que es per se práctica (esto es, no especulativa), pero necesitada de teoría. Su cumplimiento orientará a los egresados a iniciar sin temores el camino para convertirse en jurista erudito; esto es, aquel científico habilitado teóricamente para ofrecer a la sociedad algo más que ingeniosas elucubraciones o repeticiones basadas en la desnuda ley, sino esa amalgamaza de principios y valores que superan a la mera lex.

Los actuales programas de doctorado serán verdaderamente exitosos si sus egresados en el mediano plazo se transforman en juristas eruditos, que es lo que necesita nuestra sociedad, para (entre otros fines, como los señalados antes), realizar con prestancia el escrutinio del sistema legal y judicial. Pero para formar un jurista más completo, los actuales programas de doctorado pudieran estar descuidando la meta-disciplina de la Teoría del Derecho.

El actual olvido o ausencia de la disciplina de la Teoría del Derecho en el curriculum de pregrado puede llegar a ser, en verdad, un verdadero estigma para los egresados de licenciatura en Derecho, y probablemente el origen de la criticada superficialidad de la enseñanza/aprendizaje del Derecho. Pero si este olvido se está comenzando a reproducir igualmente en los Programas de doctorado, puede llegar a marcar la diferencia del esperado aporte de las futuras generaciones de juristas; es la distancia entre la temida superficialidad y la esperada densidad de la cultura jurídica.



                      [Publicado en: El Mercurio Legal, 28 de marzo, 2013]

26 de marzo de 2013

Editorial jurídica de Chile: disolución de empresa fiscal deficitaria



Ningún interés común justifica la subsistencia de una deficitaria empresa fiscal editora de libros jurídicos ni del curioso monopolio de edición oficial de códigos


La unanimidad del Senado, en sesión de 13 de marzo, con realismo y parsimonia, acordó “solicitar al Presidente de la República que adopte las medidas conducentes a la disolución de la Editorial Jurídica de Chile y que se confiera a la Biblioteca del Congreso Nacional, la facultad exclusiva, de editar y publicar en formato digital los textos oficiales de los Códigos de la República.”

Este es uno de esos raros ejemplos de acuerdo “transversal” que ofrece nuestra democracia; lo que es muy denso políticamente hablando, me parece, pues el Senado, junto a la Cámara de Diputados, son los representantes de la voluntad ciudadana, y si todos ellos han logrado esta unanimidad, podríamos confiar en que se persigue el interés común.

Este es un acuerdo que cabe celebrar, pues es injustificable, desde la perspectiva del bien común, la subsistencia, de una empresa fiscal deficitaria, ni del innecesario privilegio de la edición oficial de los códigos legales.

En efecto, la mantención de dicha empresa quebranta la regla y principio de la subsidiariedad, que está en la base de nuestra institucionalidad administrativa y de desarrollo económico.

El contexto histórico en que fue creada dicha empresa es muy distinto a la realidad actual. Hoy el país no necesita la participación de empresas y organismos públicos en el desarrollo directo de actividades económicas.

La actividad empresarial por parte del fisco/Estado todavía se permite, cuando ella sea necesaria para el bienestar de la sociedad, pero de modo excepcionalísimo; pues, en concordancia con la subsidiariedad, el Estado/fisco no debe interferir cuando la empresa privada puede y quiera desarrollar una actividad, circunstancia que se presenta en el caso de la edición, publicación y comercialización de libros jurídicos, leyes y códigos, actividad comercial en que existen múltiples editoriales.

En consecuencia, la existencia misma de esa empresa fiscal editora de leyes y libros jurídicos hoy resulta anacrónica, y su disolución por Ley (del mismo modo en que se creó) resulta coherente con nuestro marco constitucional y con el bien común.

Por otra parte, descarga de un rol extraño y desajustado a una singular Facultad de Derecho, casa de Estudio ésta que así podrá dedicar sus esfuerzos a lo que le es propio: la educación y formación de abogados. Quizás parte de la explicación de la grave situación financiera de esa editorial fiscal se encuentra en la distorsión de que un grupo de abogados, por conocedores que sean de su rol de tales, eran los directores de esa empresa, intentando improvisar pautas administrativas y financieras para la misma.

Además, tampoco se justifica el raro monopolio que en 1947, entregó la Ley 8.828 a dicha empresa: “Las ediciones oficiales de los Códigos de la República sólo podrán hacerse por la Editorial Jurídica de Chile”.

Este privilegio de “ediciones oficiales” a favor de un empresa fiscal para editar con exclusividad un tipo de leyes (los “Códigos”) quebranta, en democracia, el rol que le corresponde al Diario Oficial de ser, como ya lo señalara un señero decreto de 1877, la única edición “auténtica y oficial” de las leyes y Códigos de la República.

Cabe, entonces, la derogación de la norma que le otorga a un solo actor del mercado editorial (la empresa fiscal “Editorial Jurídica de Chile) el privilegio de realizar “ediciones oficiales”, pues no sólo disputa el rol del Diario Oficial, sino que también atenta contra la libertad de empresa que consagra la Constitución, según la cual, cualquier persona puede editar las leyes y Códigos, (enriqueciéndolos con notas, índices, actualizaciones, etc.), pero todas basándose en el texto que de tales leyes y Códigos ofrece el Diario Oficial, única publicación verdaderamente “auténtica y oficial”.

Así, en una república democrática, como la que asegura la Constitución, la única publicación oficial de las leyes que obligan a los ciudadanos y a sus autoridades debe ser las que, de manera “auténtica y oficial” se publican en el “Diario Oficial”. Las demás ediciones, o reediciones, o sistematizaciones que la libre empresa realice de tales, leyes, en papel o en documentos electrónicos, son un derivado de la anterior.

En fin, la proyectada entrega de la edición digital de leyes y códigos a la Biblioteca del Congreso Nacional, no hace sino reconocer el excelente rol de acercamiento de las leyes a los ciudadanos que esta última institución, clave en la cultura chilena, realiza en la actualidad; pero no es necesario recargar esa labor con el arcaico rótulo de la “edición oficial” de los códigos.

Para eso está nuestro “oficial” Diario oficial.



[Publicado en El Mercurio, 26 de marzo de 2013]

11 de marzo de 2013

La inexplicable y anómala situación del Boletín Oficial de Minería



        "... El Boletín Oficial de Minería, como suplemento del Diario Oficial y evidente estándar de certeza y transparencia, después de 30 años aún no es una realidad, y las dilaciones y prórrogas parecieran ocultar una oscura trama, que cabe denunciar..."


El Diario Oficial, cada cierto tiempo, con el irrefrenable alud de normas que publica, nos da la oportunidad de observar el humor e ingenio de legisladores y burócratas (en el caso que doy cuenta: o descuidados; o enzarzados en una oscura trama, que los ciudadanos desconocemos).

Es el caso increíble del DS 60/2012, de Minería, publicado recientemente en el DO, el 14 de enero de 2013, que establece “una nueva fecha de entrada en vigencia del Reglamento que regula el Boletín Oficial de Minería como suplemento del Diario Oficial”. Dicho Decreto establece que el BOM deberá regir como suplemento del DO desde 1° julio 2013.

Hasta aquí la historia no sería distinta a la de cualquier otro decreto supremo (que, recordemos, es un acto firmado por el Presidente de la República), si no incorporáramos el siguiente dato: ¡ésta es la décimo primera prórroga de la vigencia de dicho reglamento, desde 2005! (los anteriores son los siguientes decretos supremos, todos de Minería: DS 45/2006; 185/2006/ 39/2007; 246/2007; 121/2008; 233/2009; 86/2009; 201/2009; 33/2011; 29/2012; y, ahora, el 60/2013).

Pero la historia es más antigua aún: pues el Boletín Oficial de Minería, como suplemento del DO, ya lleva 30 años sin poder ver la luz, después que el Código de Minería de 1983, sólo formalmente, lo creara, pero lo dejase en grado de latencia.

Veamos más de cerca la historia.

Este tema está conectado con la edición del Diario Oficial, y con el tema más importante desde la perspectiva del ciudadano: el bajo estándar de transparencia activa actual de leyes, demás normas y relevantes avisos que en el DO se publican (o que, en el DO, se deben publicar, como es el caso de los avisos de solicitudes de concesiones mineras).

En este contexto, entonces, no cabe olvidar al postergado Boletín Oficial de Minería, pues a raíz de una oscura trama, aun subsisten unos arcaicos boletines provinciales, cuya anómala situación vengo denunciando hace más de 20 años en textos de Doctrina y en columnas de diarios. Pero mi pura voz de jurista no es suficiente, al parecer.

Esto es una fuente de incerteza, irregularidad e informalidad en un sector clave de la economía nacional.

Ni que decir el mejor tono que tendría la publicidad en materia minera si el BOM fuese suplemento del Diario Oficial y éste, además, fuese modernizado de verdad, con ediciones on line y gratuitas para los ciudadanos.

En 1983, como un evidente avance en la publicidad de las peticiones y otros avisos de relevancia para las concesiones mineras, el artículo 238 del Código de Minería estableció que todas ellas se harían en un "Boletín Oficial de Minería" que se editaría semanal y mensualmente como un suplemento especial del Diario Oficial, debiendo el Ministerio de Minería velar por su correcta publicación. Ello se justifica en el interés público envuelto en el sano otorgamiento de nuevas concesiones mineras, por la eventual colisión de derechos. Es sabido, por lo demás, que las empresas del área tienen como tarea usual la lectura de estas publicaciones mineras para así defender sus intereses.

El plan legislativo del Código de Minería de 1983, de editar un único Boletín Oficial de Minería, venía a reemplazar las disposiciones del antiguo Código de Minería de 1932, que habían generado la existencia de ocho boletines en los que debían hacerse las publicaciones mineras, según "departamentos" del país (reunidos en actuales provincias); es el caso de los Boletines Oficiales de Minería: de Tarapacá, de Antofagasta, de Copiapó, de La Serena, de Illapel, de San Felipe, de Santiago y de Magallanes.

El cumplimiento del Código de Minería de 1983 quedó supeditado al Reglamento, el que se dictó en 1987. No obstante, de una extraña manera, este reglamento de 1987 aplazó la edición del Boletín, como suplemento del Diario Oficial, supeditándola, a su vez, a la dictación de un nuevo Reglamento especial, el que sólo fue dictado en 2005 pero no rige aún.

Lo que hay detrás de esta extraña historia normativa habría que investigarla en los entresijos de la burocracia durante los últimos 30 años, en los que han transitado diversas “administraciones” y diversos Presidentes de la República.

Entonces, han seguido circulando estos antiguos boletines departamentales, cuya regulación está a cargo de la respectiva Gobernación (de la Intendencia, en el caso de Santiago), la cual lo entrega a particulares en base a propuestas públicas, los que se encargan de editar y publicar dichos boletines en distintos departamentos diseminados en el país. Su circulación es restringida y discontinua, con formatos y tarifas bastante variables.

Es la subsistencia de diversos boletines departamentales como medio para publicitar en materia minera, la irregularidad que los caracteriza, lo que es jurídicamente anómalo y rebaja el estándar de publicidad y transparencia que de manera evidente se buscó en el Código de Minería de 1983.

Ha habido un incomprensible zigzagueo en esta política pública. Hay cuatro hitos o actos en esta comedia tragicómica (cuyo secreto debiera desvelarse por sus actores principales) que estamos observando los ciudadanos:

i) primer acto, en 2005: el intento, adecuado, por cumplir la Ley se hizo en 2005 a través de Decreto Supremo que disponía el término a los boletines departamentales y reglamentaba la edición del boletín único como suplemento del Diario Oficial. No obstante, el Ejecutivo decidió postergar su entrada en vigor, prórroga que se ha extendido en ocho ocasiones más hasta ahora.

ii) segundo acto, desde 2007: ocurre en el Congreso, en el que se presentaron sendas mociones con propuestas de proyectos de ley (en la Cámara de Diputados y en el Senado), que tienen como finalidad retroceder al pasado y reinstaurar legalmente el sistema de boletines departamentales. Debido a que las mociones planteaban soluciones diversas, en 2007 se formaron Comisiones Mixtas y en 2008 se arribó a un consenso parlamentario, consagrando legalmente un sistema provincial de boletines, en la forma que determine un reglamento.

iii) tercer acto, en 2009: es el cambio de opinión del Ejecutivo, pues una vez enviado el acuerdo parlamentario al Presidente para su promulgación y publicación, en 2009, el Ejecutivo presentó un veto sustitutivo según el cual, dando un giro a lo aprobado en 2005, acoge la idea de que la edición del Boletín sea provincial y de cargo de particulares, por medio de procesos licitatorios convocados por el Ministerio de Minería, en los cuales pueda participar cualquier interesado, incluido el propio Diario Oficial, en que los precios los fije cada particular titular de este particular monopolio. En otras palabras: vuelta al pasado.

iv) cuarto acto, el nuevo estribillo de 2013: el Ejecutivo, en un incomprensible bis, sigue repitiendo la cancioncilla de los decretos de postergacion anteriores de un modo incomprensible, sin dar explicación alguna a la ciudadanía nuevamente ha postergando la vigencia del Reglamento de 2005. Lo único que señala son fórmulas muy genéricas y ambiguas: que “es necesario y prudente” y que se está a la espera de la resolución por el Parlamento. ¿Y el Presidente, como co-legislador, no puede instar por la resolución legislativa de este asunto?

Esperamos que no prospere la última proyectada política pública de 2009, y en un re-estudio de la situación, aunque sea con un atraso de 30 años, se cumpla el mandato del “vigente” (latente) artículo 238 del Código de Minería, que fija un buen estándar de publicidad y transparencia, ordenando que las publicaciones mineras se realicen en el Diario Oficial, para lo cual simplemente cabe que el Presidente de la República deje de postergar la vigencia del Reglamento de 2005.




[Publicado en El Mercurio Legal, 11 de marzo de 2013]

1 de marzo de 2013

Desafíos del Neomoderno Derecho Administrativo



       “Esos críticos de las sentencias nos están, o no se atreven, o son muy pocos, pues sus susurros a penas se oyen. No atemorizan a los jueces, a los cuales no les preocupa la débil critica académica, incluso dicen en estos días, que esa es la única critica que aceptan.”.


El fenómeno del neomoderno Derecho Administrativo (DA) es inusitado: surgido hace poco más de treinta años, después de una grave crisis política, en medio de un período autoritario, ha ido siendo construido paso a paso en los talleres habituales:

i) en el Congreso Nacional y el Gobierno como colegislador, mediante escasas pero importantes leyes, con la reticencia habitual de quienes detentan el poder político;

ii) en el Tribunal Constitucional, cuya labor ha ido abarcando cada vez con más acierto y asertos la disciplina;

iii) en los Tribunales ordinarios y especiales, por una parte, en medio de antiguos procedimientos y acciones inadecuados, y con un activismo creciente; y por otra con una hiperespecialidad;

iv) en la Contraloría General de la República, verdadera fábrica del DA en nuestro país, con una posición institucional e historia que no tiene parangón en el concierto comparado, en fin

v) en la pluma de los Juristas, hoy escasos pero en número creciente, que han ido creando una Doctrina de DA cada vez más notoria e interesante.

En fin, no se puede dejar de nombrar a los abogados, o legistas, que en su práctica de aplicación del derecho, que sin profundidades dogmáticas, pero con ingenios y habilidades habituales, saben utilizar como insumos todos los “productos” que emanan de los talleres anteriores.

¿Cuáles son los desafíos del DA? Puedo mencionar algunos, relativos a algunos de esos talleres.

1º La especialización o superespecialización de la justicia administrativa

Esta hiperespecialización es una tendencia innegable del neomoderno DA (ya existen tribunales en materias de electricidad, medio ambiente, contratación, tributos y aduanas; y se propone con fuerza para aguas…). La creación de estos tribunales especiales ha sido muy exitosa y es de esperar que continúe.

El desafío es definir hasta dónde llegará esa tendencia, pues hay materias que no podrán ser objeto de tribunales o acciones especiales.

2º El contencioso de la responsabilidad patrimonial de la Administración.

Conectado al anterior, hay otro desafío acuciante: la actual reforma del procedimiento civil, también involucra una parte relevante del contencioso de DA; es el caso del contencioso de la responsabilidad patrimonial de la Administración, por falta de servicio, según el canon legal [en la práctica claudicante del nomen iuris del DA, hasta los especialistas suelen llamarla “responsabilidad extra-contractual del Estado”]. Cabe observar, participar y criticar en su momento, lo que realiza el Congreso en esta materia, que afectará al DA.

3º Necesario activismo judicial, pero con racionalidad jurídica.

La jurisprudencia ha dado muestras de un activimo inesperado al controlar decisiones de la Administración, en especial cuando contienen elementos de alta especialidad y tecnicismos propios de especialistas no juristas.

Pero es que los jueces tienen por canon constitucional el control total de la actividad administrativa; incluidos los tecnicismos, y no es posible postular la claudicación de ese control, para entregárselo a la administración, como si en el caso chileno ésta pudiese actuar como una agencia autónoma, teniendo la última palabra. La cosa juzgada, sea en materias técnicas o no, la tienen los jueces, pero con racionalidad. Y este es el quid de la judicatura actual; pues esa racionalidad esta en los principios generales del derecho, en ese pulso de la conciencia jurídica popular o social, que late en medio de las lagunas del derecho; y esa racionalidad no está ni debe emanar de la hoja de ruta valórica de cada juez; eso sería una traición a la justicia que se espera de cada juez. No son sus valores personales los que debe depositar en cada sentencia; sino el precipitado valórico del ordenamiento todo: los principios. Pero la expresión y técnica “principio” casi no se usa.

4º Crítica jurisprudencial, una deuda de la Doctrina de los juristas de DA.

No debe extrañarnos que los jueces de los tribunales ordinarios cometan errores en materias técnicas y de DA; los seguirán cometiendo, y no por eso debemos prescindir de la crítica a sus decisiones.

Para evitar esos errores, la actitud legislativa de los últimos años en nuestro país ha sido la creación de tribunales hiper-especializados, en materias en que abogados y jueces son incapaces por sí solos de ofrecer una defensa o una sentencia plena de racionalidad sin una buena formación y larga experiencia (como es el caso de los conflictos de electricidad, de tributos, de contratación administrativa, de medioambiente).

Pero la realidad ha demostrado, de un modo muy nítido, la ausencia de un escrutinio que debiese ser, en una sociedad racional, muy intenso, pero que hoy casi no existe: el denso escrutinio de los juristas independientes a todas y cada una de las sentencias judiciales; de ese grupo de cultivadores de la ciencia del derecho, de los intelectuales del derecho, que más allá de sus propias y naturales convicciones, pueden y deben captar igual que los jueces el espíritu de la legislación de su tiempo, y convertirse en el filtro entre las esperanzas de justicia de la sociedad y las decisiones judiciales.

Esos críticos de las sentencias no están, o no se atreven, o son muy pocos, pues sus susurros apenas se oyen. No atemorizan a los jueces, a los cuales no les preocupa la débil crítica académica, incluso dicen en estos días, que esa es la única crítica que aceptan. ¿Cómo no, si apenas los roza?

¿Es que le tememos demasiado a los jueces? De los jueces nos cuidamos. ¿Dónde está la voz fuerte y decidida de esa necesaria crítica y debate de las sentencias judiciales? Casi no existe. En las Facultades de Derecho, los que se dicen positivistas o iusnaturalistas, con gran  incoherencia, enseñan casi sólo las leyes, y casi nada de jurisprudencia. La literatura jurídica ofrece poco análisis jurisprudencial. ¿Por qué?

Pero, debemos tomar esta situación como una gran oportunidad, pues ha dejado traslucir la precariedad de la racionalidad con que a veces se suele ejercer la noble y esencial función jurisdiccional, y no sólo es culpa de aquellos Ministros que no han sido mucho más activistas ni más arbitrarios que sus pares en otras oportunidades, ni será la última vez que lo harán.

Es necesario que los jueces mantengan la tranquilidad ante el esperado escrutinio de los juristas, y su mejor defensa será que ofrezcan sentencias plenas de racionalidad.

Esos, creo, son algunos de los desafíos del actual DA.




[Publicado en La Semana Jurídica, 1 de marzo de 2013.
Republicado en El Mercurio Legal, 20 de enero de 2014]

28 de febrero de 2013

El legislador crea reglas y no principios


         "... Jueces y juristas constituyen la conciencia social de su tiempo, y son las sentencias y la doctrina las sedes llamadas a crear y proponer principios jurídicos, y no el legislador, quien está llamado a crear reglas..."

No debemos confundir el rol del jurista y de los jueces en la sociedad, quienes no son meros repetidores de fórmulas legales; y si hay una materia jurídica que puede ser calificada de esencial, es la de los principios jurídicos, tema que en el diálogo de los profesionales del derecho cabe profundizar; de tal modo que, al vulgarizarlos hacia la sociedad, ofrezcamos unos conceptos más depurados sobre ello.

En el último tiempo se ha discutido sobre el activismo de los jueces, y sobre sus sentencias. Además, recientemente ha fallecido Ronald Dworkin, quien desde hace medio siglo ha mantenido una sólida posición teórica relacionada con los principios jurídicos.

Hemos tenido ocasión de resaltar la especial posición que debieran tener los principios jurídicos en la discusión pública sobre tal activismo judicial (en reciente columna de opinión en El Mercurio), y quizás entre los temas que cabe una precisión, es dónde encontrar tales principios, y en qué sedes se ofrecen. Quiero aportar con un tema que puede parecer sin importancia, pero que cabe aclarar, para que el diálogo sea nítido al respecto.

¿Quién crea los principios jurídicos? ¿El legislador? ¿Los jueces? ¿Los juristas?

Siguiendo ciertas tendencias foráneas, es cada vez más común el uso de la expresión “principios” por parte del legislador, olvidando que su papel es el de crear “reglas”.

En el ámbito administrativo, por ejemplo, podemos encontrar un ejemplo paradigmático de esto, dentro de los artículos 4 al 16 en la Ley Nº 19.880 de 2003, sobre Bases de los Procedimientos Administrativos. En ellos se contemplan 12 “principios”(sic) a los que está sometido el procedimiento administrativo: coordinación, publicidad, transparencia, contradictoriedad, entre otros que enuncia y describe tal Ley.

Junto a esto, el frontispicio de la Ley Nº 20.285, de 2008, Sobre acceso a la información pública, declara que “la presente ley regula el principio de transparencia...” (art. 1º). Como si eso no fuera poco, más adelante declara que “el derecho al acceso a la información (...) reconoce, entre otros, los siguientes principios (...)” (art. 11), capturando así una expresión que los juristas han venido asignando a su propio delicado papel y al de los jueces de ir, precisamente, más allá de la Ley, (rellenando lagunas), lo que no se condice con el papel del legislador de emitir reglas.
           
Además, cada especialista puede aportar otros ejemplos en otras tantas leyes.

A partir de apreciaciones que es posible encontrar en cualquier manual básico de teoría del derecho (véase igualmente columna de opinión citada antes), es que propongo la crítica a tal terminología legalista. Este uso que el legislador efectúa de la expresión “principios” origina ambigüedad, pues se confunde con los Principios Generales del Derecho, que son los ofrecidos por la jurisprudencia y la doctrina, y no por el ordenamiento positivo.

Es que los principios plasmados en textos positivos, es decir, “principios explícitos o explicitados” o “principios con forma de norma jurídica”, al incorporarse a una Ley o “regla”, son verdaderas “reglas”, y con la verbalización o “forma representativa” (en el sentido de Betti), contenido y límites que elige el legislador.

Es que tal confusión, en definitiva, priva a jueces y juristas del reconocimiento de la tarea que cumplen en la sociedad: rellenar las lagunas de las reglas mediante “principios”. Entonces el tema no es baladí, pues el legislador crea reglas de conducta, regulaciones, en fin, ingeniería social. Pero quienes en nuestra sociedad y democracia son las sedes llamadas a manifestar la conciencia social de su tiempo son las sentencias (de los jueces) y la doctrina (de los juristas), y no puede confundirse terminológicamente los aportes de unos y otros.

¿Cómo operan jueces y juristas en esta tarea creativa? Sólo después de un análisis de los datos normativos, fácticos, de una interpretación racional, y re-sistematizando los criterios jurisprudenciales, jueces y juristas pueden ofrecer tales “principios jurídicos”, que constituyen lo más propio de su tarea. Estos son el resultado de la comprensión de un juez o jurista que ha recorrido con oficio (ciencia y arte, a la vez) aquellos lugares en que según su método hacen al Derecho: la realidad ineludible de los hechos, las normas que ha de aceptar, y respecto de las cuales ha de realizar una interpretación rigurosa. De esta manera, puede ofrecer en sus sentencias o doctrinas unos principios jurídicos que no han salido “de la nada”. Ni sólo de los textos, ni sólo de sus íntimas convicciones, sino como resultado de un método depurado que posibilita a través de ellos, la paz social.

Como el Hombre no ha sido creado como una máquina sin conciencia, nada puede impedir la inevitable y refrescante incorporación de los principios jurídicos y de los valores que como argamasa los juristas deben agregar al desnudo texto legal; mero proyecto de justicia, seguridad y certeza jurídicas. No debe olvidarse que los intentos de positivización de principios están normalmente destinados al fracaso, particularmente cuando los mismos no han culminado su proceso de maduración histórica.

Entonces, cabe distinguir:

i) por una parte los “principios” que dice crear el legislador, que no son más que reglas, cuyo contenido cabe interpretar de frente a otras reglas, y verificar si hay lagunas.

ii) luego, están los principios que crea la jurisprudencia y la doctrina como superadores de las reglas, incorporando a las lagunas valores jurídicos distintos y separados de éstas.

Tal distinción tiene relevantes efectos para la hermenéutica: mientras aquellas reglas se “interpretan”, los principios se “ponderan”. Trátase en definitiva de mecanismos distintos.

Entonces, en realidad los denominados principios a que alude la ley son más bien auténticas reglas. En tal caso, estaríamos ante una verdadera captura terminológica del legislador de una expresión propia de la dogmática, que cabe advertir.

De ese modo, se evita confundir el rol del jurista y de los jueces en la sociedad, quienes no son unos meros repetidores de fórmulas legales, sino “hacedores” de principios.



                             [Publicado en: El Mercurio Legal, 28 de febrero, 2013] 

23 de febrero de 2013

Activismo judicial, pero con razonabilidad y principios



"... El voto del jurista es doble: por una parte, tolerancia y lealtad ante lo que el sistema jurídico ofrece; y, por otra parte, independencia y distancia de las batallas político-partidistas..."


Desde que recibí la invitación como columnista en el sitio electrónico El Mercurio legal, como especialista en las ciencias que cultivo (Derecho Administrativo, y algunas otras que se desgajan de esa disciplina matriz, como el Derecho Minero, el Derecho de Aguas, el Derecho Eléctrico, el Derecho de Bienes Públicos), no he podido sino ser fiel a mi principal vocación: la de ser jurista. En esta columna he actuado guiado por esa vocación y oficio. La sociedad espera que los juristas cumplan un rol, y parece adecuado explicarlo, sobre todo ante la ausencia crónica de actores sociales que resalten tal papel.

Es que particularmente el jurista debe asumir una importante responsabilidad para con la sociedad, y ello se hace notorio en sus actividades docentes y «literarias». Es parte de la labor de todo jurista hacerse cargo con dedicación de actividades teóricas esenciales para las sociedades modernas, como la delimitación o fijación de los contornos de la disciplina jurídica que cultiva; la formulación de los principios jurídicos de esa disciplina. Esos roles los cumple usualmente mediante los libros y artículos en revistas científicas que publica. También los cumple el jurista mediante su aporte crítico a las decisiones de los órganos políticos, por ejemplo criticando las leyes existentes, observando sus vacíos o inconsistencias; también criticando las decisiones jurisprudenciales. Todo ello, con independencia y lealtad al sistema jurídico. Al escribir mis colaboraciones a este sitio he intentado ser fiel a ese rol.

El jurista carece de interés político partidista o contingente. Eso está muy lejos de las labores de todo jurista; y quienes vean las trayectorias académicas de los que se dejan llamar juristas no deben dudar de ello: si alguien se ha dejado llevar por el activismo político de un grupo de conjurados políticos (un partido político), habrá cambiado de rol en la sociedad; ya no es un jurista. Siempre he considerado la labor de jurista como antitética a la de un activista político. Todo legislador, para que no produzca ingeniería social artificial, cada vez que dicta nuevas reglas, tiene el deber de dictar sólo aquellas que están en íntima conexión con el pueblo que las sufre. Y los juristas, proporcionamos esa conexión entre el sentimiento popular y el legislador. Lo mismo respecto de las sentencias de los jueces. Ese es el conocimiento nuevo que le damos a la sociedad. Y para ello es necesaria cierta distancia con la arena político partidista. Sin perjuicio de que cada jurista (es evidente) alberga sus propias convicciones ideológicas, que podrían ser más o menos lejanas con aquellas que quedan plasmadas en las legislaciones.

Entonces, el voto del jurista es doble. Por una parte, tolerancia y lealtad ante lo que el sistema jurídico ofrece, producto del verdadero armisticio que es cada Ley en nuestra democracia, y sin perjuicio de los principios que puede buscar en medio de ello. Y, por otra parte, independencia y distancia de las batallas político-partidistas.

Y retomo este viejo tema del compromiso político de los intelectuales, en este caso de aquellos intelectuales del derecho, que llamamos juristas, pues es acuciante.

Siempre está en tela de juicio el rol de los juristas y de la ciencia del Derecho que, se supone, ellos construyen cada día. Aún más, siempre está en tela de juicio su independencia, pues la sociedad espera de ellos ciertos productos que no se entregarán si el jurista pierde tal independencia, y es capturado por la arena política.

Dos ejemplos puedo dar al efecto.

1º) El inicio de mi colaboración a mediados de 2011, coincidió con un editorial lleno de valentía, franqueza y lucidez, del mismo diario El Mercurio, en su versión en papel de 20 de julio de 2011, a través del cual no sólo dejaba en evidencia la necesidad de revisar el papel y la conformación del Tribunal Constitucional en nuestra democracia, sino que se quejaba ácidamente del lamentable papel que, a su juicio, cumplen los “juristas eruditos” y la “ciencia del Derecho”, en esa instancia.

Al respecto, dirigí una carta al Director del mismo Diario El Mercurio, que fue publicada el día 27 de julio de 2011, en que me referí a la ciencia del derecho y los juristas eruditos, a la cual me remito.

Señalaba el editorial que hay dos posiciones inquietantes. Primero, critica la facilidad con que los “juristas eruditos” que comparecen ante el Tribunal Constitucional pueden fabricar las argumentaciones o contra-argumentaciones que sean del caso para llevar adelante la defensa de la causa de sus mandantes políticos. Critica, en seguida, la marcada y evidente alineación de los integrantes del Tribunal Constitucional con la sostenida por quienes los han elegido como tales.

Dirigí esa carta al Diario con el fin de corregir el lugar en que el editorialista creyó identificar a los juristas o a la ciencia del derecho: entre los abogados que representan a las partes interesadas  en tal instancia. La verdad es que esos abogados comparecientes ante el Tribunal, aunque pudiesen en algunos casos ser calificados de juristas, se desdoblan al participar ante esa instancia en defensa de clientes político-partidistas; no actúan como juristas eruditos, sino como abogados de una causa. Y ello es perfectamente legítimo, y cada cual verá si lo hace de manera consistente con lo que enseña o escribe. Pero al comparecer no está actuando en nombre de la ciencia del derecho; sino de su cliente de turno.

Por otra parte, los integrantes del Tribunal Constitucional no están llevando adelante un rol científico al emitir, colectivamente, una sentencia. Del mismo modo que no lo hacen ni los jueces de un Tribunal Ordinario de Justicia al emitir una sentencia; ni tampoco los parlamentarios al votar una Ley. Simplemente están forjando en conjunto eso que llamamos las “fuentes” del derecho.

Entonces, ¿dónde están los juristas y la ciencia del derecho? No allí donde creía verlos el editorialista (sin perjuicio de que su queja de fondo era atendible), sino que están en aquella comunidad de cultores de disciplinas relacionadas con las fuentes del derecho (con las leyes y sentencias), pero no creando tales fuentes, sino sistematizándolas, criticándolas. Eso lo hacen a través de Tratados, Monografías, conferencias, escritos, en que lo que importa no siempre es la forma, sino la actitud ante esa fuente: una mezcla de lealtad y distancia a ellas mismas. Es que el del jurista es un verdadero sacerdocio (en sentido literal), parecido al del sacerdote y juez que, de manera tolerante, independiente y leal, de acuerdo a sus convicciones más profundas, cumple su rol distante de las posiciones que se adoptan cada día en la arena política.

2º) Ahora, a propósito de la reciente sentencia que la Corte Suprema ha dictado en el caso Castilla, nuevamente se ha hecho sentir la ausencia de una sólida voz de los juristas independientes, especializados en los temas de esa sentencia, de tal manera de guiar las decisiones de la jurisprudencia mediante sus criticas independientes y tolerantes del sistema.

En tal labor ha cumplido un importante rol este periódico, mediante múltiples editoriales, cartas de lectores y columnas de abogados y juristas. Cabe ampliar el escrutinio que, de modo independiente, desde estas páginas se realiza a la jurisprudencia.



                  [Publicado en: El Mercurio, 23 de febrero, 2013]