1 de diciembre de 2014

Eduardo García de Enterría: in memoriam

Hace un año, el 16 de septiembre de 2013, falleció Eduardo García de Enterría, sin lugar a dudas, el más grande jurista de Derecho público y Administrativo de lengua hispana de la segunda mitad del siglo XX. El profesor García de Enterría formó parte del Comité Científico de la

Revista de Derecho Administrativo Económico, lo que no solo llenó de orgullo a todos los integrantes de esta publicación, sino que en varias ocasiones contamos con su sabio consejo. En este breve editorial no puedo sino sumarme a esa congoja general de ver desaparecer a un gran hombre y jurista, y alzar la voz para destacar algunos de los aspectos que más unen a la cultura jurídica chilena e hispanoamericana con esa obra enorme que él nos ha legado.

Un homenaje más a un jurista inolvidable

Con sus escritos se formaron varias generaciones de juristas españoles, hispanoamericanos y, en especial, chilenos.

Durante su brillante desempeño profesoral y científico recibió múltiples homenajes; fue investido del grado de doctor honoris causa por más de una docena de universidades; y su obra fue (y sigue siéndolo) objeto de un interés e impacto sin precedentes en la tradición jurídica hispanoamericana. Un primer homenaje académico fueron los Estudios sobre la Constitución española. Homenaje al profesor Eduardo García de Enterría

(Madrid, Editorial Civitas, 1991), 5 tomos, 4.345 pp.; y el más reciente es La protección de los derechos frente al poder de la Administración. Libro homenaje al profesor Eduardo García de Enterría (Bogotá, Editorial Temis, 2014), 880 pp. Su impresionante curriculum vitae, laudatorias, obituarios escritos a propósito de su sensible fallecimiento y hermosas fotografías, pueden verse en el reciente volumen: Eduardo García de Enterría. Semblanzas de su vida y de su obra (Madrid, Civitas, 2014), 500 pp. En fin, cabe señalar un libro precioso, lleno de sentimiento de amistad y admiración, dedicado por Javier Paricio: Eduardo García de Enterría: un recuerdo impresionista (Madrid, Marcial Pons, 2014), 86 pp.

Un renovador del Derecho Administrativo

Por la vía de sus múltiples libros, centenares de publicaciones y esa maravillosa generosidad de palabra y acogimiento sin límite con que prodigaba a quienes se le acercaran, ha dejado una huella tan honda que no hay casi nadie del mundo jurídico que no haya escuchado alguna cita o recuerdo suyo. Su luminosa presencia seguirá presente en nuestra cultura jurídica de un modo permanente, con esa huella histórica que solo marcan los hombres de enorme grandeza. Sus reconocimientos en vida son tan impresionantes como la cálida sencillez de su extraordinaria personalidad.

Fue, ciertamente, el gran renovador del Derecho público español; dan prueba de ello su influencia en aspectos sustanciales de la Constitución, su suave y decidido liderazgo en el nacimiento de la que se llamó, con honor y justeza, la “Escuela democrática del Derecho Administrativo español”, su rol en el renacimiento de los estudios jurídicos en la Universidad Complutense y la creación de la Revista de Administración Pública, verdadera enciclopedia del Derecho Administrativo moderno.

El credo de un jurista: democracia, principios y control judicial

En un reciente ensayo, la profesora francesa de Derecho público Lauréliene Fontaine se pregunta por lo que es un «gran» jurista (Qu’est-ce qu’un «grand» juriste? Essai sur les juristes et la pensée juridique moderne, París, Lextenso éditions, 2012, 194 pp.), analizando sus actitudes íntimas y de frente a su comunidad; sus aportes y trascendencia. Nosotros, en el caso del profesor García de Enterría, comprobamos empíricamente, asomándonos simplemente a su vida y obra, y respondemos al unísono: él fue, qué duda cabe, un gran jurista. El modelo de un gran jurista.

Entre sus múltiples aportes a la ciencia del Derecho, quisiera, en esta oportunidad, rememorar tres contribuciones suyas al Derecho Administrativo, a la teoría del método jurídico y a la teoría de la democracia, todos los cuales se conectan con los aspectos que marcan la agenda de las preocupaciones de los últimos tiempos de nuestro país. En el momento mismo en que este jurista de excepción nos dejó, y todavía hoy, las pulsaciones de tres relevantes aspectos de la agenda de discusión nacional pueden ser observados con el prisma de sus ideas y desarrollos.

En primer lugar, siguiendo la juvenil y lúcida exposición de Kelsen sobre la democracia (Esencia y valor de la democracia, 2ª ed. 1929; véase traducción castellana: Madrid, KRK Ediciones, 2006, 231 pp.), sin ningún complejo, apoya todo el desarrollo del control de las potestades discrecionales de la Administración, precisamente en su coherencia con ese valor fundamental de la convivencia que es la democracia, repitiendo una y otra vez ese apotegma según el cual el Derecho Administrativo todo no es sino el control de la discrecionalidad; mismo objetivo de la democracia: evitar la existencia de poderes desbocados, sin riendas en medio de la vida social. En esto consiste su libro imperecedero, lleno de fuerza, convicción y coherencia: Democracia, jueces y control de la Administración (5ª ed., Madrid, Thompson, Civitas, 2000, 346 pp.), pleno de desarrollos densos y prácticos a la vez, que podría iluminar a jueces y juristas, en especial a cualquier legislador bienintencionado.

En segundo término, los principios generales del Derecho fueron objeto de un premonitorio trabajo suyo, en 1961 (publicados después como: Reflexiones sobre la Ley y los principios generales del Derecho, Madrid, Civitas, 1984, 182 pp.); tema que nunca abandonó, y fue un ver-dadero Leitmotiv de su obra, plagándola aquí y allá de nutritivas invoca-ciones a la técnica de los principios. Así, no cabe dudas que la discusión contemporánea de la Filosofía y Teoría del Derecho sobre reglas y prin-cipios no se inauguró con la aguda crítica metódica que Dworkin lanzó en 1967 a la línea de flotación de la tradición filosófica del positivismo jurídico, incorporando principios al modelo formal de las reglas que esa tradición seguía propiciando con total irrealismo (véase Dworkin, Ronald, “The Model of Rules”, University of Chicago Law Review, 35, 1967-1968, pp. 14-46, luego incorporado a su: Taking Rights Seriously, 1977: Tomar los derechos en serio; sin perjuicio de que ese constituye el ataque más conocido y efectivo). La discusión de los principios, en medio de la más amplia del método, se había inaugurado antes en los juristas del «Derecho continental», como es el caso de Eduardo García de Enterría (siguiendo epígonos famosos, como Betti, Esser, Del Vecchio, Larenz, entre otros), todo lo cual es anterior a la famosa formulación de Dworkin de 1967, en una escalada propia de una revolución científica, de cambio de un paradigma por otro, en el sentido de KUHN (The Structure of Scientific Revolutions, 1962: La estructura de las revoluciones científicas).

De ahí que cuando, en 2005, le pedí al profesor García de Enterría que prologase mi traducción a una serie de escritos de Franck Moderne, precisamente sobre el tema (Principios generales del derecho público, Santiago, Editorial Jurídica de Chile, 2005, 301 pp.), su acogida no pudo ser más entusiasta.

En tercer término, el control judicial fue siempre objeto de todo su interés y desarrollos sustanciosos; todas sus investigaciones sobre el derecho subjetivo le dieron un signo especial a su obra, y todos sus últimos escritos están referidos a ello, en especial, una de sus últimas publicaciones, un bello y breve texto, que es casi un epigrama (viendo su obra general), un verdadero concentrado: Las transformaciones de la justicia administrativa: de excepción singular a plenitud jurisdiccional. ¿Un cambio de paradigma?, Madrid, Thompson, Civitas, 2007, 148 pp.

No deseo ni necesito citar aquí otras partes de su obra, la que seguramente ahora comenzaremos a visitar nuevamente (en aspectos a veces desconocidos: como es el caso de sus Dos estudios sobre la usucapión en Derecho Administrativo, Madrid, Editorial Tecnos, 1974; 1ª ed. 1954, en que se remonta al Derecho romano y a las fuentes medievales y modernas para dar con un caso práctico muy de actualidad). El único objetivo de estas líneas es rendirle un nuevo homenaje, sonsa-cando de su vasto legado, estos tres aspectos que parecen esenciales para el futuro del Derecho Administrativo chileno, y de cualquier país: su coherencia con la democracia; la necesidad de recurrir a los principios jurídicos, que están más allá de la ley; y, por último, no olvidar el fin de la disciplina: el control de la Administración.

Alejandro Vergara Blanco


Revista de Derecho Administrativo Económico, Nº 19 [julio-diciembre 2014] pp. 5-8

6 de noviembre de 2014

Tribunales administrativos hiperespecializados: ¿remedio contra el activismo y la deferencia?

“… En una sociedad compleja, la racionalidad jurisdiccional parece mayor cuando los jueces administrativos cuentan con una experiencia y conocimientos especializados; incluso hiperespecializados...”

En una columna anterior me referí brevemente a este tema del saludable fraccionamiento de la justicia administrativa; ahora deseo aportar nuevos elementos de reflexión, dada la actual y usual acusación contra los jueces: o de deferencia (reverencia ante la autoridad administrativa) o de activismo (un ir más allá de las reglas o fuentes tradicionales del Derecho).

1.             La actual tendencia legislativa: hiperespecialización

Chile es el único país de América Latina que no sigue el modelo francés de justicia administrativa (nunca ha creado un tribunal administrativo, similar al Consejo de Estado); y, es un país único, en términos más generales, al carecer de una jurisdicción administrativa especial. Por el contrario, en los últimos años, la tendencia ha estado lejos del modelo francés, y de cualquier otro, y se ha orientado hacia un modelo mixto de justicia administrativa pluriforme e hiperespecializada. No existe, ni seguramente nunca va a existir, un solo orden jurisdiccional administrativo; o un solo modelo de tribunal  administrativo.

Hoy no existe uno o varios Tribunales especiales con competencia general para conocer todos los conflictos de naturaleza administrativa, paralelos a los otros tribunales especiales (civiles, penales y otros). La creación de una justicia administrativa única (paralela a la justicia civil y penal) ya no está siquiera en los planes legislativos.

La tendencia legislativa actual, que avanza a paso firme desde la década de los años 2000, es crear tribunales con competencia administrativa pero respecto de materias muy concretas, relativas a sectores económicos o materias específicas; podríamos llamarlos tribunales administrativos especializadísimos. 

Es una tendencia evidente, y que pareciera terminará por sepultar el antiguo deseo de tener una sola jurisdicción administrativa especializada, con competencia general para toda contienda administrativa; pues este fenómeno pluriforme indica una búsqueda de la superespecialización, con modelos muy distintos cada uno de ellos.

Este modelo propiamente chileno (Chile, en esto, como en otras cosas: ¡es especial!; no sigue tendencias: ¡las crea!) pareciera que es una alternativa viable para lograr pronunciamientos con razonabilidad, que escapen de las acusaciones de deferencia o activismo judicial; además, cabe reflexionar cuál es el rol que, en dicho marco, les corresponde a los jueces en el reparto de poderes en nuestra democracia.

2. Tribunales administrativos hiperespecializados: búsqueda de mayor razonabilidad

La consecuencia de no contar con más tribunales especializados, es que los casos administrativos que no son capturados dentro de las competencias que les han sido atribuidas a los nuevos tribunales hiperespecializados, quedan entregados a los tribunales ordinarios de justicia. Y los polos de opinión que en dicho ámbito se presentan son complejos, e incluso contradictorios; y suelen generar una gran discusión sobre el rol de los tribunales, que puede tener consecuencias muy peligrosas y dañinas para el actual modelo de justicia hiperespecializada.

En efecto, el debate actual se centra en torno a cuál debe ser la actuación de los tribunales frente a las reclamaciones o recursos judiciales presentados contra diversas resoluciones de la Administración del Estado, relacionadas precisamente a regulaciones especiales, y a un vasto conjunto de decisiones “técnicas” o especializadas que adopta la Administración del Estado. La actuación de la jurisdicción ordinaria, en estas materias, está siendo arduamente criticada, dado que:


a) El marco normativo que regula la resolución de conflictos no ha evolucionado en paralelo con las actuales necesidades económicas, sociales y ambientales, quedando rezagado.

b) Los tribunales ordinarios de justicia no cuentan siempre con los conocimientos técnicos y especializados necesarios para resolver los más acuciantes conflictos en este nuevo escenario regulatorio, en especial aquellos de alta complejidad y especialización técnica (como el caso de los servicios públicos y recursos naturales). 

3. Hiperespecialización: ¿remedio contra el activismo y deferencia?
Se aprecian dos graves acusaciones a la actuación de los jueces ordinarios:

i) el activismo judicial, es decir, cuando los jueces fallan basados en sus opiniones o sentimientos personales —colindando, en los casos más extremos, con la arbitrariedad—. 

ii) la deferencia hacia la Administración, donde los tribunales no ejercen en plenitud su potestad de revisar los actos de la Administración.

Sobre el particular, se dice que las decisiones “técnicas” de la Administración no pueden ni deben ser revisadas por los tribunales de justicia. Se lo califica de activismo, y se propugna por el contrario que en estos asuntos debe ser la Administración (Poder Ejecutivo), quien ha de tener la última palabra. En efecto: 

i)   En algunos casos, los propios tribunales ordinarios opinan que esas son materias sobre las cuales debiera decidir la Administración del Estado, sin que los tribunales puedan emitir un pronunciamiento sobre el particular. En este sentido se ha manifestado en algunas oportunidades la Corte Suprema; no obstante, las cortes siguen pronunciándose sobre esas causas y muchas veces, dejan sin efecto las resoluciones de la Administración.

ii) En segundo lugar, la propia Administración del Estado, desde el Presidente de la República hasta los Ministros, han manifestado que las decisiones “técnicas” no pueden ni deben ser revisadas por los tribunales de justicia.

iii) En tercer lugar, esta opinión ha sido reiterada también en el ámbito académico, por algunos juristas; a nivel de la opinión pública; y, de la línea editorial de algunos de los periódicos más importantes del país.

Sin embargo, mal podría calificarse como activismo el sólo hecho de considerar ilegal o arbitraria una resolución de la Administración, porque a ello precisamente están llamados los tribunales; tal es su competencia. No podemos desconocer que de acuerdo con nuestra configuración jurídica, los jueces siguen teniendo la última palabra en los conflictos que se susciten en nuestra sociedad, no sólo entre los particulares sino, muy especialmente, respecto de los conflictos que surjan entre éstos y la Administración del Estado. Es que los jueces tienen por canon constitucional el control total de la actividad administrativa; incluidos los tecnicismos, y no es posible postular la claudicación de ese control, mediante la exportación del estándar de la “deferencia” (reverencia, más bien), o de un minimalismo del rol judicial.

Así, por ejemplo, ante las lagunas jurídicas, no podemos esperar de los jueces sino “activismo”.

4. Rol democrático de la jurisprudencia

Lo peligroso de estas opiniones es que están planteando la idea de que los tribunales no pueden revisar las decisiones técnicas de la Administración, lo que podría dejar en evidente desprotección a quienes se enfrentan a dichas decisiones, tanto a los individuos como los grupos intermedios organizados colectivamente, pues tal “activismo” resulta ser una necesidad social y democrática, en especial frente a situaciones no reguladas, de tal manera de equilibrar las garantías ciudadanas de frente a los otros poderes.

Por tanto, la pregunta es ¿cómo debemos entender tal activismo? Se trata de una actuación jurisdiccional consciente de las reglas y los principios jurídicos –ese pulso de la conciencia jurídica popular o social, que late en medio de las lagunas del Derecho–, que rigen una actividad determinada, y que son los que deben recoger los jueces en sus sentencias, con racionalidad. Y este es el quid del asunto, y el desafío de la judicatura actual: no son los valores personales de cada juez los que se deben depositar en cada sentencia, de manera arbitraria, sino dichas reglas y principios jurídicos.

5. Jurisprudencia hiperespecializada: ¿mayor razonabilidad?

Esta racionalidad parece ser más fácilmente alcanzable cuando los jueces cuentan con un conocimiento específico y detallado de los principios y reglas que regulan cada una de las actividades económicas relevantes. 

En efecto, podemos apreciar que, todos los tribunales especiales que se han ido implementando desde hace algunos años hasta la fecha, cuyos casos más emblemáticos son los tribunales especiales en electricidad y medio ambiente, se han creado precisamente con la finalidad de revisar decisiones técnicas o especializadas de la Administración del Estado que generan conflictos con los particulares. 

Y por lo tanto, si se siguiera la línea argumentativa mayoritaria en contra de la labor judicial de revisión de las actuaciones de la Administración del Estado, podríamos concluir que sólo sería aceptable la revisión de aquellas actuaciones, cuando tal revisión sea realizada por un tribunal “especializado” creado con la finalidad exclusiva de pronunciarse sobre materias técnicas, y dotado de características, conocimientos y herramientas específicas para ello; mientras que, cuando se trate de un tribunal ordinario, no especializado, tal revisión no podría ser aceptada.

Entonces, la acusación de activismo jurisdiccional tendría mayor resonancia en el caso de los tribunales ordinarios de justicia y no así de los tribunales hiperespecializados, pues ello sería contrario a la labor expresamente encargada a este tipo de tribunales.

La discusión sobre el activismo de los órganos jurisdiccionales está estrechamente relacionada con el éxito de las regulaciones. Da la impresión que para que una actividad pueda funcionar resguardando el interés individual (mercado), el interés general (Estado) y al interés comunitario (autogobierno), no sólo tienen que mirar esos tres aspectos, sino también, contar con un buen sistema de resolución de conflictos.

Y para ser catalogado como tal, hoy en día, al menos en Chile, este sistema de resolución de conflictos debiera ser hiperespecializado, pues sólo así puede estar exento de la acusación de activismo, pues, precisamente por su especialización, cuenta con las características estructurales, criterios técnicos mínimos y herramientas, necesarios para enfrentar de manera más adecuada las decisiones de la Administración, y resolver de manera objetiva, independiente e informada, con razonabilidad.

Así, frente a las acusaciones de activismo o deferencia, la respuesta está en la razonabilidad: dotar a la jurisdicción de herramientas necesarias para enfrentarse a los conflictos altamente técnicos y especializados con criterios objetivos y con un adecuado conocimiento de las reglas y lógica imperante en las actividades reguladas. Ante la ausencia de un contencioso-administrativo especializado de general aplicación, es la hiperespecialización la que nos permitirá salvar la discusión entre activismo y deferencia, y alcanzar esta razonabilidad. 

[Publicado en El Mercurio Legal, 6 de noviembre de 2014.]

28 de agosto de 2014

La doctrina jurídica y el intento fallido de confiscar la expresión "código"


...El caso Editorial Jurídica de Chile con Editorial LexisNexis, fallado por el Tribunal Constitucional y la Corte Suprema, reafirma el rol de la Doctrina en la sistematización y edición de fuentes legales…


La jurisprudencia de los tribunales ordinarios y del Tribunal Constitucional ha venido a reconocer la plena legitimidad de la utilización de la expresión código por la doctrina jurídica.

Doy cuenta de las sentencias relacionadas con este conflicto suscitado entre los años 2008 (demanda) y 2012 (sentencia definitiva de la Corte Suprema), sobre el uso literario (doctrinal y editorial) de la expresión «código»; lo hago más bien por la anécdota que significa para el mundo jurídico (ese grupo de abogados, jueces, alumnos de la carrera de Derecho y juristas, que son los mayores usuarios de los códigos); y así observar el intento de confiscar dicha expresión a favor de una empresa fiscal de edición de libros jurídicos; intento este que, por cierto, resultó ser, a la vez, anacrónico (dada la contemporánea realidad jurídica de la libre empresa) y patético (por la desfalleciente situación económica que atravesaba dicha empresa, la que actualmente está en vías de disolución).

También me mueve a dar a conocer esta aventura judicial el deseo de reafirmar el rol de la Doctrina como sistematizadora de las fuentes legales.

El caso Editorial Jurídica de Chile con Editorial LexisNexis

En este caso, tanto los tribunales ordinarios (Juez de la causa, Corte de Apelaciones y Corte Suprema, en cada una de las instancias) como el Tribunal Constitucional, se pronuncian sobre la utilización literaria (por la doctrina) de la expresión código.

Trátase de un asunto contencioso entre la Editorial Jurídica de Chile (empresa fiscal) y la Editorial Lexis Nexis Chile Limitada (empresa privada) y un profesor de Derecho Administrativo (como autor del Código Administrativo General), donde la primera demandó a ambos por considerar que editar ese libro (utilizando la expresión código) constituía una conducta de competencia desleal (tipificada por la Ley N° 20.169, de 2007, que regula la competencia desleal).

El hecho que dio origen a este juicio fue la publicación del Código Administrativo General, texto que contiene una recopilación sistemática de diversas leyes de la materia administrativa, el que a la fecha de la demanda ya tenía tres ediciones; luego, durante el juicio, en 2011, aparecería una cuarta edición (Santiago, LexisNexis, 1ª. ed. 2005; 2ª. ed. 2006; 3ª. ed. 2007; 4ª. ed. 2011; 5ª. ed., ahora en preparación). Existió el intento inicial de impedir la circulación de la obra, solicitando al juez su secuestro; lo que fue rechazado.

La demanda fue rechazada en primera y en segunda instancia, y finalmente por la Corte Suprema al conocer de una casación presentada por la parte demandante. (Sentencias: i) 26° Juzgado de Letras de Santiago, de 15 de junio de 2009, Causa Rol N° 3266-2008; ii) Corte de Apelaciones de Santiago, de 12 de julio de 2010, Causa Rol N° 5181-2009; y, iii) Corte Suprema, de 7 de diciembre de 2012, Causa Rol N° 8120-2010).

Sentencia del Tribunal Constitucional

Mientras se desarrollaba el asunto litigioso, el autor demandado recurrió ante el Tribunal Constitucional, solicitando la declaración de inaplicabilidad por inconstitucionalidad del art. 2° de la Ley N° 8.828, de 1947, que establece un privilegio o monopolio de esa editorial fiscal para la edición oficial de los códigos que ha aprobado el legislador chileno; si bien el TC no acogió el recurso, señaló lo siguiente en sus considerandos 60 y 76:

i) «Que, [los Código Administrativo General y Código Administrativo Orgánico] consisten en la creación y edición de dos obras literarias que, al tenor de los registros respectivos, pertenecen al género de las monografías, esto es, de aquellas obras intelectuales escritas que consisten en una "descripción y tratado especial de determinada parte de una ciencia, o de algún asunto en particular", (…)» y,

ii) «Que es axiomático que, siendo la composición de dichas obras el fruto de la libertad de expresión y de creación intelectual que la Constitución asegura (…), aunque se hayan titulado códigos, no son, ni podrían ser, producto de la actividad legislativa que exige la creación de los Códigos de la República, como tampoco, su edición y publicación, la edición oficial de alguno de ellos».

Desde esa perspectiva, entonces, el pronunciamiento del Tribunal Constitucional significó el reconocimiento de la actividad literaria de la Doctrina, y la legitimidad del uso de la expresión código; esto es, que este tipo de obras de la Doctrina corresponde al ejercicio de la libertad de expresión y de creación intelectual, lo que la Constitución asegura.

Actual línea jurisprudencial en el uso de la expresión código por la Doctrina

Para los Tribunales, entonces, el uso privado de la expresión código para recopilar leyes es un acto legítimo y no configura ninguna hipótesis de competencia desleal. Y habría sido bien difícil la conclusión contraria, pues el tipo contenido en el artículo 3° de la Ley N° 20.169, de 2007, y que posibilita al juez tener por configurada una conducta como competencia desleal está construido sobre la base de las siguientes tres hipótesis: i) la conducta debe ser contraria a la buena fe o a las buenas costumbres; ii) para la realización de esa conducta deben utilizarse medios ilegítimos; y, iii) el fin de la conducta debe ser desviar clientela de un agente del mercado.

Entonces, los jueces debían realizar un análisis de la conducta de un académico (en “complicidad” con una editorial) consistente en utilizar la expresión código. Nada más y nada menos. En otras palabras, todo este juzgamiento se traducía en determinar si el uso de la expresión código, en una obra literaria privada, era legítimo.

De esta forma, queda desestimada la increíble acusación de ilegitimidad del uso por los particulares de la expresión código para denominar obras de Doctrina que recopilan y sistematizan leyes de una determinada materia; lo que más bien parecía el intento de confiscación de esa expresión.

Las obras de la Doctrina son el fruto del ingenio y la espontaneidad personal de los profesores de Derecho; los que buscan habitualmente con ello ser un aporte literario a la sistematización y orden de las leyes, esfuerzo que está dirigido a la enseñanza del Derecho y a la práctica de abogados y jueces. Entre esas obras, los autores publican códigos; esto es, codifican la legislación, en el sentido de sistematizar, ordenar y editar las leyes vigentes.

El exceso de acusar a un autor y a una editorial de incurrir en una conducta ilegal por el sólo uso de la expresión código, fue rechazado pues no cabe ser considerado engañoso, o atentatorio de las buenas costumbres o de la buena fe, ya que no hay acto alguno en dicha conducta que constituya un uso de medios ilegítimos, ni menos puede considerarse un intento por desviar clientela cuando la obra denunciada no encuentra un símil en el mercado. Casi parece ridículo escribir lo anterior; pero ha sido necesario a partir de la esotérica acción intentada por los burócratas y académicos a cargo de la empresa fiscal demandante.



[Publicado en: El Mercurio Legal, 28 de agosto de 2014]

26 de agosto de 2014

¿Qué persigue una estatización de las aguas?


En las aguas están repartidos los poderes para el Estado, la sociedad y el mercado; y una exacerbación de lo estatista, ¿no irá a romper ese razonable equilibrio?...


El más reciente intento de estatización de las aguas es el anunciado en los últimos días, que repite un proyecto de la actual Presidenta del final de su primer mandato (mensaje de 6 de enero de 2010), y su programa de candidatura.
Lo que se propone no sólo es modificar la Constitución para declarar que las aguas “son bienes nacionales de uso público”; sino también para eliminar la garantía de la propiedad de los derechos de agua; y así posibilitar amplios poderes de la Administración del Estado para extinguir o caducar derechos de aguas, autorizar o denegar transferencias, y otras que se anuncian profusamente en estos días.
Dos preguntas que cabe formular: ¿es necesario estatizar las aguas? ¿Con la estatización se solucionan los problemas de las aguas?
Declarar a las aguas como “bienes nacionales de uso público” es innecesario, pues el Código Civil y el Código de Aguas ya contienen esa declaración; y darle nivel constitucional no agrega nada. ¡Salvo que sea para justificar una estatización del modelo de las aguas, y así, por ejemplo, eliminar la garantía de la propiedad de los derechos de aguas, estableciendo potestades administrativas para declarar caducidades y limitaciones por doquier, eliminando cualquier huella del mercado!
Además, si se observa la realidad, las aguas ya son bienes públicos (del pueblo), comunes de los usuarios de cada río, de cada acuífero! ¿Se ha consultado a ese pueblo usuario de las aguas si tal estatización les sirve para algo? No debe olvidarse que las aguas de cada río, de cada acuífero, sólo las pueden usar quienes tienen derecho a extraerlas; y tales aguas están sujetas al reparto o autogestión colectiva de sus titulares de derechos, a través de juntas de vigilancia.
Se dice que para regular ese recurso natural es necesario declararlo previamente del dominio del Estado, pero quienes piensan así olvidan que la desestatización de los recursos naturales ha sido una consolidada tendencia legislativa en nuestro país; y el último ejemplo ha sido la Ley de Pesca, en 2012. En el caso de los peces era ridículo (pues se llegó a plantear que era necesario declararlos previamente del dominio del Estado), pero el Poder Legislativo actuó con sensatez, y simplemente reguló la pesca, sin declaración apriorística alguna de los peces como propiedad del Estado.
Si bien los problemas que hoy aquejan a las aguas no fueron todos resueltos en la reforma introducida por la Ley 20.017, de 2005, y subsisten conflictos y temas pendientes, por ejemplo, en las aguas subterráneas; discrecionalidad excesiva y graves retrasos de la Dirección General de Aguas; mejorar definición de derechos de aprovechamiento no consuntivos; mejorar regulación de las organizaciones de usuarios; nuevas fuentes de aguas (recarga artificial de acuíferos, desalinización, entre otros). Pero para solucionarlos basta dictar una ley adecuada a tales problemas, pero no se ve la necesidad de estatizar previamente las aguas.
Esta tendencia estatizante está mal enfocada, pues una vaga declaración constitucional por sí sola no soluciona los problemas de la gestión del agua; y la realidad muestra que las aguas, más que estatales, son bienes comunes (autogestionadas por quienes las usan); y el rol de la Nación no es disputar una especie de propiedad de las aguas, sino regularlas a través de decisiones legislativas adecuadas. Que la Nación haga propias las aguas no tiene significado alguno; es una mera consigna.
El sólo anuncio de una estatización siembra inquietud en una legislación esencial, pues el agua es insumo de relevantes actividades económicas (minería, hidroelectricidad, servicios sanitarios, agricultura, fruticultura, viticultura) y puede afectar tales regulaciones especiales.
La realidad del derecho viviente torna inútil e irreal la estatización de las aguas. ¿Cuál será el sentimiento del pueblo que usa las aguas? Si se hace una encuesta a todos los usuarios (agricultores, fruticultores, indígenas, industriales) podrá descubrirse el verdadero sentir y se apercibirá lo desajustado de querer entregar al Estado lo que el pueblo, de modo consuetudinario, siente como un bien común.

En las aguas están repartidos los poderes para el Estado, la sociedad y el mercado, y ahora se desea entregar una cuota enorme de ese poder a la burocracia estatal. Con una exacerbación de lo estatista, ¿no se irá a romper un razonable equilibrio?


[Publicado en: El Mercurio, 26 de agosto de 2014]

25 de agosto de 2014

Tradición y cambio en el Derecho de Aguas. Sincretismo legislativo y dominaciones del agua en Chile

¿Cómo ha enfrentado la regulación de las aguas el neo-moderno Derecho chileno? (aquél nacido hace poco más de treinta años). Lo ha enfrentado mediante una labor de sincretismo, uniendo piezas: respetando varios aspectos tradicionales y agregando nuevos elementos. De ello ha resultado un equilibrio saludable entre las dominaciones del agua.

I. Sincretismo del legislador de derecho de aguas chileno

Básicamente, el modelo del derecho de aguas chileno se ha construido en base al siguiente ejercicio de sincretismo:
1°) preservando los dos siguientes aspectos tradicionales, de mucha relevancia en la utilización de las aguas:
i) respetando y protegiendo los usos tradicionales o consuetudinarios de aguas, pues sin ningún mecanismo forzado se reconocieron jurídicamente todos los usos y derechos consuetudinarios de agricultores e indígenas.
ii) respetando la autogestión o autogobierno de las aguas, que realizan los titulares de derechos de aguas; pues los usuarios todos son los que en común (en una instancia que no es ni el Estado ni el mercado) gestionan autónomamente el agua.
2°) manteniendo una posición mesurada de la Administración del Estado, como ordenador, a través de relevantes órganos directivos y de fomento, pero que no ahogan la actuación de los usuarios;
3°) desestatizando el recurso hídrico u obviando declaraciones legislativas respecto de una propiedad estatal de las aguas, dado que la tendencia es su consideración como comunes, y
4°) sin destruir los elementos tradicionales anteriores, incorporando un modelo descentralizado o de mercado.
Esos cuatro aspectos deben considerarse en cualquier análisis, pues lo característico del modelo jurídico de las aguas en Chile es lo siguiente: i) nuevos elementos (propios del mercado), ii) conviven con elementos tradicionales: poderes de la Administración del Estado (burocracia) y usos costumbristas y autogobierno de las aguas.

II. Triple dominación en los recursos hídricos: Estado, sociedad y mercado

El legislador también ha respetado estos tres poderes o dominaciones del agua en Chile.
Las aguas son el mayor ejemplo de la distribución de poderes de dominación en nuestra sociedad: ni el Estado, ni la sociedad, ni el mercado, por sí solos, la dominan. Cada uno tiene su cuota de poder en un escenario trifronte: de tres cabezas, de tres poderes, de tres dominaciones.
Así, en sentido global, la administración de las aguas en nuestro país es dual: le corresponde tanto a la Administración central o burocrática del Estado, como a los usuarios de las aguas. Por otra parte, los títulos de agua de cada cual gozan de gran protección jurídica y pueden ser libremente transferidos a través del mercado. Analicemos estas tres dominaciones.
Debido a su condición de recurso escaso y en consideración a su importancia económica, es que las aguas requieren de una normativa clara que establezca las reglas para su administración (por el Estado), justa distribución (por las juntas de vigilancia), y transferencia (por el mercado), entre la gran cantidad de personas que se encuentran interesadas en utilizarlas en los más diversos proyectos.
En consideración a la calidad de bien nacional de uso público o común de las aguas, la asignación original de las aguas ha debido confiarse a órganos de naturaleza administrativa, para luego ir derivando a los usuarios, en comunidad; y, en fin, al mercado.
Lo que se observa en la práctica es que ni los órganos administrativos del Estado ni el mercado (esto es, la autónoma decisión de los particulares), por sí solos, han logrado con éxito un aprovechamiento óptimo del agua.
El caso de las aguas es paradigmático, en una dualidaddistinta de manejo, a la vez público y privado, en que sin eliminar el rol de la Administración burocrática del Estado ni del “mercado”, actúa la sociedad a través de los usuarios, quienes autogestionanla extracción y reparto del recurso común; los individuos, unidos comunitariamente y en sistemas de autogestión, mantienen, a largo plazo, un uso productivo y positivo de los sistemas de recursos naturales.
En Chile, estas tres instancias (“Estado”; “sociedad”y “mercado”) interactúan al mismo tiempo enla asignación (de los títulos) por la autoridad burocrática; en el aprovechamiento (extracción) de las aguas, por el autogobierno de las organizaciones de usuarios; y en la seguridad (certeza jurídica) y transferencia de los títulos de cada derecho, por el mercado. Así, existe un marco jurídico para esos tres fines: administrar, autogestionar y transar las aguas.
En Chile seguimos interpretando la realidad a través de un esquema propietarista dual, y para resolver los problemas del uso y conflictos del agua, se suele postular una de estas dos opciones: o propiedad privada de las aguas o propiedad estatal de las aguas. Podemos someter a revisión varios argumentos usuales, y enfrentarlos con la regulación vigente y, en especial, con la realidad: el modo en que cada día se administra, autogestiona y transa el agua.
Cabe recordar que hay dos finalidades esenciales en toda política de regulación de aguas: 1°) una ordenación, asignación y gestión eficientes (administración, títulos de uso y distribución); y 2°) una baja conflictividad en la obtención y ejercicio de los derechos de aguas (jurisdicción).
Así, al mismo tiempo tanto el Estado como la sociedad y el mercado están presentes dominando las aguas, con diferentes cuotas de poder pero en equilibrio.
Todo análisis en esta materia debe realizarse observando la triple asignación de roles en nuestro sistema. Es que en estas tres instancias se cumplen y realizan tres tareas muy visibles en la realidad de las aguas:
i) el Estado, a través de un órgano burocrático, “administra”la aguas y tiene a su cargo, básicamente, la creación de los títulos de agua;
ii) la sociedad, de modo acotado a la realidad de cada cuenca, y a través de un esfuerzo de autogobierno de los titulares de las aguas que aprovechan en común, tiene a su cargo la ordenación de la extracción y distribución de las aguas, y
iii) el mercado, por sus propios mecanismos, produce certeza y permite la libre transferibilidad de los títulos de agua.
De estos tres fenómenos y tareas fluyen respectivamente las tres consecuencias concretas de la regulación de las aguas:
i) la asignación de los derechos de agua (que realiza el “Estado” a través de la administración burocrática);
ii) la distribución para el uso ordenado y equitativo de las aguas (que se realiza por la sociedad, organizada a través de los usuarios), y
iii) la reasignación (transferencia) de tales derechos (que se realiza a través del mercado).

III. Propuesta de Tribunales especiales y crítica a los anuncios de reforma

En fin, a lo anterior cabe agregar la resolución de conflictos, como aspecto relevante de la regulación de las aguas, pues el éxito de toda regulación de conductas humanas pareciera que depende, en buena parte, de un adecuado sistema de justicia. Y dada la especificidad y complejidad del uso de las aguas, esa justicia pareciera que debe ser especializada. Si lo que se pretende en la actualidad, en varios proyectos de ley, es mejorar la regulación de las aguas, o mejorar la crítica situación del órgano burocrático (la Dirección General de Aguas) cabe proponer mecanismos para ello; pero:
1° es bien difícil imaginar la utilidad que para tales fines podría tener, por sí sola, la “nacionalización” o “estatización” de las aguas;
2° es bien delicado intentar la reconfiguración de las tres dominaciones del agua, quebrando el actual equilibrio de poderes; pareciera que se desea entregar todo el poder al Estado/Administración, dejando minimizados al mercado y a la sociedad de usuarios.



BIBLIOGRAFÍA:
RIVERA BRAV O, Daniela (2013): Usos y derechos consuetudinarios de aguas. Su reconocimiento, subsistencia y ajuste (Santiago, LegalPublishing-Thompson Reuters) 445pp.
VERGARA BLANCO, Alejandro (2014): Crisis Institucional del Agua. Descripción del modelo, crítica a la burocracia y necesidad de tribunales especiales (Santiago, LegalPublishing,) 498pp.

[La Semana Jurídica Año II, N° 113, Semana del 25 al 28 de agosto de 2014]

2 de julio de 2014

El Derecho Administrativo en medio de los tribunales del Medio Ambiente


...Los tribunales del Medio Ambiente constituyen un contencioso administrativo hiperespecializado y ameritan un encuentro interdisciplinario tripartito: Derecho del Medio Ambiente, Derecho Procesal y Derecho Administrativo. La Corte Suprema, con inusitada honestidad, ha venido a justificar la auctoritas de estos nuevos tribunales para los casos «en extremo complejos»...


En algunos medios académicos del derecho procesal se ha comenzado a incorporar al diálogo ácidas críticas a la redacción, aparentemente descuidada, de algunas de las disposiciones de la Ley N° 20.600, que creó los tribunales del Medio Ambiente. No deseo discutir esto, pues la premura con que actuó el legislador pudo haberlo hecho incurrir en algunos dislates relacionados con instituciones, teorías y técnicas propias del derecho procesal; esta es, por lo demás, una materia que pocos pueden analizar mejor que los procesalistas.

En los medios del derecho del medio ambiente, me imagino que un Tribunal especial sólo puede originar conformidad, pues la especialización, desde hace siglos, ha sido un buen standard cultural y social.

Lo que me interesa destacar es la necesidad de (y las razones para) que los especialistas en derecho administrativo incorporen a sus análisis la materia y actividad de los tribunales del Medio Ambiente, pues una primera y superficial mirada pareciera mostrar que todo lo relacionado con dichos tribunales sólo es materia de la especialidad del derecho de medio ambiente o, dado que se trata de una sede jurisdiccional, se podría pensar, a lo más, que es materia, también, del derecho procesal. Pero, si escrutamos bien la realidad, nos apercibiremos que no sólo la Doctrina de esas dos disciplinas debe comparecer al análisis de cualquier cuestión relativa a los tribunales del Medio Ambiente. ¡También ha de comparecer la doctrina del derecho administrativo!

Las razones:
En primer lugar, estos tribunales del Medio Ambiente, básicamente, revisan actuaciones administrativas a raíz de conflictos con los administrados que las resisten. Son, entonces, un ejemplo de tribunal contencioso administrativo.

Es un Tribunal, si bien híper especializado en la materia del medio ambiente, no cabe olvidar que el derecho de medio ambiente es un desgajamiento del derecho administrativo económico o especial, lo cual no obsta a que hoy tal disciplina pueda llegar a reclamar su autonomía y especialidad, pero esa posición epistemológica depende del desarrollo doctrinario (no sólo de la existencia de una o varias leyes o de un tribunal especialísimo) y enseñanza permanente que ofrezcan sus cultores.

En los aspectos medulares del medio ambiente, esa disciplina deberá seguir desarrollándose, teniendo como campo propio la jurisprudencia de estos tribunales. Pero, no cabe olvidar que la doctrina del derecho administrativo general siempre seguirá teniendo algo que decir sobre la legislación del área y sobre las decisiones y procesos ante los tribunales del Medio Ambiente, en concreto, aportando toda la teoría general de la organización, de actos y procedimientos, sanciones, y otras más que no pueden escapar de ningún análisis perspicaz. Como prueba, basta leer el lenguaje de notorio linaje ius administrativista del artículo 17 de la Ley N° 20.600, que fija nada menos que la competencia de tales tribunales, siempre referida a «actos administrativos», en sus más diversas denominaciones.

Entonces, el derecho administrativo, en cuanto tal, y no desde el derecho procesal ni desde el derecho del medio ambiente (aún más: respetando los naturales límites de la actuación de esas dos disciplinas), puede y debe incorporarse al diálogo y análisis de la jurisprudencia de los tribunales del Medio Ambiente. La intervención del derecho administrativo debe ser considerada como un aporte interdisciplinario y es muy útil que se produzca.

Lo anterior no es un axioma, ni un apriorismo interesado de un administrativista (como es mi caso), sino que es una constatación que todos podemos realizar en la propia ley que los creó: el TMA, sustancialmente, es un tribunal de lo contencioso administrativo en razón a las acciones que se pueden interponer ante él.

En efecto, los administrados y justiciables pueden interponer ante estos tribunales acciones de una de estas dos clases:

i) acciones anulatorias de un acto administrativo (actos relacionados, por cierto, con la materia ambiental, ya sea que establezcan normas de calidad o emisión; ya sean de los emitidos por la Superintendencia del Medio Ambiente o de otros órganos administrativos; ya sean actos sancionatorios, a vía ejemplar, como lo disponen el art. 17 de la Ley N°20.600 u otras normas vinculadas); o

ii) acciones de responsabilidad, resarcitorias, en este caso por daños ambientales.

De ahí el parentesco indudable de los tribunales del Medio Ambiente, en primera línea de consanguinidad, con cualquier modelo de justicia contenciosa administrativa.

En segundo lugar, este Tribunal es una sede en que el derecho administrativo se siente en su terreno, pues es el más reciente ejemplo de la firme tendencia del legislador chileno a la superespecialización de la jurisdicción administrativa, no lo olvidemos, a ese saludable fraccionamiento de la justicia administrativa de lo que se ha derivado el franco archivo de cualquier idea de resucitar el arcaico modelo de la jurisdicción administrativa única, la que a estas alturas resulta evidente que nunca desarrollaremos.

Yo mismo he apoyado decididamente esta refrescante tendencia, y no quisiera repetir aquí los argumentos. Pero me interesa destacar que el modelo de jurisdicción administrativa hiperespecializada no sólo es correcto desde la perspectiva de la real fragmentación del derecho administrativo actual, y que marca una tendencia legislativa que cabe apoyar, sino que, de modo inusitado, hasta la propia jurisprudencia de la Corte Suprema ahora ha venido (no sé si con mayor o menor conciencia) a apoyar decididamente este modelo de jurisdicción administrativa.

En efecto, pereciera que Doctrina, Legislador y Jurisprudencia están tendiendo a ponerse de acuerdo en lo saludable que es la especialización para los «casos complejos».

Así, la Corte Suprema (en sentencia de 29 de abril, Rol N°2892-2014), al conocer de un recurso de protección, no sólo ha venido a confirmar la competencia contenciosa administrativa de los tribunales del Medio Ambiente, sino que ha reconocido hidalgamente que en los «casos complejos» es mejor que los conozca esta instancia jurisdiccional especializadísima.

En dicha sentencia, a diferencia de lo que acontecía antes de la entrada en vigencia de los tribunales del Medio Ambiente (en que las cortes capturaban para sí, con toda naturalidad, la competencia para conocer los casos relacionados con el medio ambiente), ahora, de manera inusitada (inusitada, atendida la posición gremial del Poder Judicial, de rechazo a estos tribunales especializados), la Corte Suprema rechaza la acción deducida.

Vale la pena revisar dos fundamentos principales, que son bien decidores:

i) dice la Corte Suprema: “Como es posible inferir (…) corresponde a una cuestión en extremo compleja que, por regla general, va a exceder el ámbito propio de esta acción constitucional”. (Considerando sexto de la sentencia en comento).

ii) agrega: “Que si bien la jurisprudencia de esta Corte ha validado un intenso control de las resoluciones de calificación ambiental, (…) no es posible obviar que ello pudo justificarse hasta antes de que nuestro ordenamiento jurídico a través de la Ley N°20.600 de 2012, creara los tribunales ambientales”.  (Considerando séptimo de la sentencia en comento).

La Corte Suprema, al señalar que se abstenía de conocer esa causa por ser «en extremo compleja», es obvio constatarlo, está reconociendo de modo implícito la conveniencia de la creación de estos tribunales especiales, pues sólo con «extremas dificultades» ella misma podría fallar temas «tan complejos». Reconoce, así, la auctoritas de estos nuevos tribunales para casos tan especializados.

Hubiese sido también coherente con la realidad legislativa que la Corte Suprema hubiese dicho simplemente que declinaba la competencia dada la creación por la Ley 20.600 de un tribunal «especial», como es el caso del Tribunal del Medio Ambiente competente, pues es este último el que de ahora en adelante, entonces, debiese capturar toda «protección» de garantías fundamentales relacionadas con el medio ambiente, no de manera ordinaria y general sino que toda, sin excepciones. En otras palabras, el recurso de protección en materia del medio ambiente, ¿no habrá perdido fuerza o vigencia real? (sin perjuicio de la jerarquía constitucional de la norma que lo establece).

Lo anterior, es perfectamente razonable tomando en consideración, a su vez, el amplio margen que le entregó la ley a los tribunales del Medio Ambiente para establecer medidas cautelares dirigidas a resguardar un interés jurídicamente tutelado e impedir los efectos negativos de los actos o conductas sometidos a su conocimiento (art. 24 Ley N° 20.600).

          Sin perjuicio de que la Corte Suprema podrá conocer de las causas falladas por estos Tribunales, a raíz de los recursos establecidos en la Ley N° 20.600.




[Publicado en: El Mercurio Legal, 2 de julio de 2014]