3 de marzo de 2015

¡Tenía razón el contralor!

Señor Director,

A fines del año pasado el Contralor General de la República, de modo premonitorio, anticipaba que "...hay un montón de cosas inapropiadas o muy estúpidas que están pasando en el último tiempo...",  calificando con asertividad diversos cambios institucionales. 
No creo que exista un mejor observatorio que el órgano contralor, dirigido con singular éxito en los últimos años, para escrutar las fuentes del abuso, del descriterio, de la arbitrariedad, de la corrupción, del nepotismo, en fin, de la ilegalidad (y de la inmoralidad) en el sector público y privado. Por cierto, también para observar acciones nobles y correctas.
De ahí que el contralor tenía y tiene buenas fuentes para su certeza.
En lugar de indagar su pensamiento profundo y los temas de fondo, casi todos se escandalizaron, pues su aguijón habría tocado al hipersensible y supuestamente perfecto mundo de la política; pero sus palabras traslucían una ácida crítica tanto al mundo público como al privado,
Hoy observamos ciertos efectos del diseño institucional vigente y de la conducta de políticos, de sus parientes y de agentes públicos y privados.
La institucionalidad política pareciera no estar sana; los hombres que la manejan cuentan con una altísima desconfianza de la ciudadanía, y eso no cambiará hasta que no se realice la autocrítica y análisis de todo aquello que, con naturalidad, debamos calificar utilizando la asertividad, conducta o modo que pocos, tal como el Contralor, se atreven a utilizar.
Y los ciudadanos necesitamos representantes certeros.
Pero los modos que están más al uso son los extremos: o la pasividad o la agresividad, lo que sólo denota inseguridad.
[El Mercurio, 3 de marzo de 2015, Cartas,  p. A2]

23 de febrero de 2015

¿Jueces politizados o creadores de principios jurídicos?


“…La jurisprudencia de nuestros tribunales, en especial de la Corte Suprema, suele despertar sospechas de activismo político, pues en varias materias es creativa, pretoriana, pero ¿no será que es la técnica de los principios jurídicos la que está detrás?…”


La jurisprudencia de nuestros tribunales, en especial de la Corte Suprema, en varias materias, es creativa, pretoriana, y eso a veces despierta sospechas de activismo político; pero pareciera que es necesario observar bien el fenómeno, pues quizás lo que está detrás de ello no es sino la ya vieja técnica de los principios jurídicos (o, como se les llama usualmente, principios generales del Derecho). Ahora bien, para evitar que esa libre creación jurisprudencial supere cotas intolerables de falta de razonabilidad, los juristas no podemos descuidar su escrutinio mediante comentarios sistemáticos, según nuestras especialidades.

La acusación de politización judicial es usual en nuestro medio

Es paradójico, pues la doctrina del poder Judicial, como tal, es tradicionalmente de apoliticismo. No obstante, un reciente editorial de El Mercurio (25 de diciembre, p. A-3), que analiza la jurisprudencia de 2014, en especial la emanada de la Corte Suprema, destaca dos aspectos “formales” (y su posible incidencia en el fondo de estas decisiones): la estrechez de las votaciones en las salas respectivas; y la incertidumbre que generan los cambios bruscos de doctrina. Se analiza en el editorial, asimismo, un fallo reciente que pareciera denotar un cierto activismo político contingente de la Corte Suprema. En fin, el editorial aboga por un esfuerzo en aunar líneas jurisprudenciales, “una mayor consistencia en la interpretación del derecho” y prescindencia de activismo político. Dejo de lado, por ahora, los temas del zigzagueo jurisprudencial y de la consistencia interpretativa; y sólo me refiero a esa acusación de activismo político.

Esos activismos que a veces sospechamos de los jueces también se pueden recelar de la Doctrina. Pues, igual que el juez, más que los valores de cada cual, el jurista (ante los vacíos de las leyes) debe intentar observar los designios del sistema de fuentes completo: los elementos normativos, ese espíritu del pueblo que anida en usos y costumbres y la jurisprudencia; en seguida, podrá ofrecer, con coherencia, sus doctrinas mediante esos principios y valores así auscultados. Por ejemplo, en el Derecho Administrativo, cada uno de sus cultores, como es natural, tiene y ostenta una tendencia ideológica, pero ello no los autoriza para desarrollar un activismo ideológico, en el sentido de alterar en sus interpretaciones los valores que el sistema ha instaurado a través de las fuentes del Derecho vigente, e intentar “llevar las aguas hacia su molino”, forzando o ignorando las fuentes democráticas del Derecho.

Para analizar este activismo político ocuparé una trilogía de ideas jurídicas archiconocidas: normas (unido al literalismo), principios (muy dworkiniano) y espíritu del pueblo (muy savignyniano).

Los jueces: ¿dictando sentencias más allá de la ley?

Lo que cabe preguntarse, en verdad, es si los jueces incorporan sus convicciones ideológicas personales en los fallos, o si lo que hacen (cada vez que van más allá de la ley) es simplemente fallar mediante la creación de principios jurídicos; lo primero, es deleznable; lo segundo, es legítimo y digno de elogio, no obstante que cabe hacer escrutinio de su razonabilidad.

Los jueces suelen usar la técnica de los principios con, al menos, tres propósitos:

1° para rellenar lagunas (carencias, vacíos, ausencias de normas), lo cual es obvio;

2° para salvar inexactitudes, ambigüedades, contradicciones de las normas que existen; y,

3° para acuñar fundamentos señalando que el espíritu de la legislación es tal o cual, o para invocar la equidad natural, aplicando el art.24 Código Civil.

[Cabe analizar más profundamente entre nosotros ese art.24; ahí ha estado siempre, se lo aplica sin citar en centenares de fallos y no nos hemos dedicado a teorizarlo. Es una no-norma, o auxiliar, o metódica; como queramos llamarle, pero no es una norma de fondo; la Corte Suprema lo ha captado bien y no acepta el recurso de casación en el fondo basado en la exclusiva infracción de este art.24, pues dice que es una norma «auxiliar», y no de fondo; eso significa que ese art. no es ni Derecho civil, ni nada. No es norma; ¿qué es? ¡Quizás un relleno metódico del Código Civil!] A través de estas tres vías, que han estado usando los jueces en materias de poca o mucha densidad normativa (un ejemplo de poca densidad normativa y alta creatividad jurisprudencial es el de la responsabilidad patrimonial civil y de la Administración), se ha desarrollado una jurisprudencia híper pretoriana y principialista.

A veces los jueces esquivan mencionar que usan la técnica de los principios, y dicen aplicar supletoriamente el Código Civil, pero la cita de tal Código suele ser innecesaria, pues en verdad el juez dicta su sentencia apelando a algún criterio de justicia contenido o que inspira alguna norma del mencionado texto. Por otro lado, hay una gran tendencia a citar normas; no suelen decir los jueces que no existen normas; quizás para evitar la nulidad de sus fallos.

Opción: jueces literalistas o principialistas

Pareciera que estos son los polos en que deambula el pensamiento judicial: literalismo o principialismo. Esta alternativa es más realista que pensar en una politización judicial en aquellos casos en que los jueces no pueden ser literalistas, y vayan más allá de la ley.

Quizás hace falta un análisis perspicaz de la técnica que parece estar presente cuando los jueces no son literalistas, pues el alejamiento del literalismo es usual y sucede en los casos en que los jueces perciben que la ley es contradictoria, ambigua o existen lagunas.

Debemos descartar que lo que se espera de los jueces es un legalismo literalista, y un apego estricto al texto aislado de las leyes; pues, si bien es en principio esperable el respeto a las leyes (alejándose de un mero literalismo), en la praxis existen ocasiones en que el apego a la letra no es ni posible ni aceptable, y todos esperamos que en tales casos los jueces sean principialistas.

En ese punto, el problema sigue siendo el escrutinio de la razonabilidad de ese salto dialéctico que realiza el juez desde la ausente ley al cielo de los principios; y es en este escrutinio donde se nota la ausencia de los juristas, como observadores críticos y sistemáticos de la jurisprudencia.

¿No son los principios jurídicos unos epigramas en los que se condensa el espíritu del pueblo?

Los principios jurídicos (esos que formulan los jueces cuando en su actuación observan y utilizan no sólo el desnudo texto de la ley, sino que la totalidad de las fuentes o dimensiones del Derecho) esconden, en su clásica fórmula epigramática, tan resumida y breve, un poso o sedimento del espíritu jurídico del pueblo, de la conciencia jurídica popular que ronda en los usos y costumbres, de la tradición jurídica actualizada en la mente y decisión del juez. Es, en fin, el modo que permite a los jueces cumplir la labor de “hacer justicia” (que es un valor), con o sin las leyes (normas) en aquellos casos en que no hayan leyes, o sean poco claras, o sea inútil todo intento de búsqueda de un espíritu general de la legislación, pues siempre el juez habrá de emitir un fallo.

Apelar a los usos y costumbres del pueblo, o a la conciencia o al espíritu popular, es no sólo romántico y democrático, sino que, además, real, verídico y necesario, pues ningún juez fallaría alejándose de lo que él cree que es el sentimiento de justicia popular, de ese pueblo del cual él es parte. Los jueces (y los juristas también) suelen tener un barómetro de esos sentires jurídicos del pueblo. Ese es un buen juez, aquel que entiende que la ley no es su única herramienta o fuente, que al fallar no se basa en sus convicciones personales, y que se eleva a la búsqueda del sentir jurídico popular, esto es, hacia esos principios que están en medio de la convivencia social, y que muchas veces no se han positivizado.

Las fuerzas espontáneas del espíritu del pueblo son captadas a través de los principios jurídicos, verdaderos filtros que, bien calibrados, jueces (y juristas) manejan a la perfección. Ese es, en buena parte, el rol democrático de la Jurisprudencia y de la Doctrina; pues el más depurado producto cultural que jueces y juristas ofrecen a su comunidad son, precisamente, los principios jurídicos. Estos actores (jueces y juristas), naturalmente, desarrollan mecanismos para ir a su caza.

Entonces, pareciera que los jueces, cuando actúan razonablemente, no resuelven los juicios pensando en que su decisión esté politizando su función o incorporando valores personales o de cualquier corriente filosófica. Pareciera que la mente de los jueces, al fallar una causa, está puesta en el proceso, en la relación jurídica singular y en la disciplina que está detrás de ella (siendo relevante su experiencia en esa disciplina: civil, penal, laboral, etc.), en los hechos de la causa, en las instituciones principales; es de tales sitios que fluye el sentido de justicia (principio) que, según percepción y experiencia, emana del sentir popular y no con su sentir personal o íntimo. Esto último (esto es, que cada juez fallara de acuerdo a su personalísimo sentir) sería la degradación del valor social de la justicia; algo parecido a la justicia del Cadí, pero en este caso según el sentir de cada juez. Y, dado que los jueces son parte de nuestra democracia, la justicia más democrática es aquella que, ante la falta de ley, mira al espíritu del pueblo; y ese espíritu late en los principios jurídicos.

[Publicado en, El Mercurio Legal, el 23 de febrero de 2015]

17 de febrero de 2015

¿Una república sin juristas eruditos e independientes?


Alejandro Vergara: "...en nuestra república son unas rarae aves; quizás ahora ya hay menos incentivos para serlo, dado que son despreciados en instituciones cuya presencia sería natural y esperable...".

¿Podemos imaginarnos una república sin juristas? De aquellos comprometidos ideológicamente, ante cuya razonabilidad nos inclinemos, pero sin captura político partidista. En Chile, un puñado de intelectuales relevantes cumple ese doble canon, de independencia y erudición. Antaño, en sociedades no democráticas, lo eran solo héroes o suicidas; hoy es una opción.

Nuestra sociedad no los identifica bien y los confunde con otros técnicos del Derecho; en el último tiempo se los ha ido alejando de lugares en los que una sana democracia los necesita; pues no solo los políticos pueden interpretar los anhelos del pueblo, dado que los juristas son un filtro insustituible de la conciencia jurídica popular de su tiempo, y no deben ser desdeñados.

Es mínima su presencia en el espacio público y, a este ritmo, su figura tenderá a desaparecer. En los grandes debates, la ciudadanía necesita de respuestas técnicas, desde fuera de la "comunidad de militantes conjurados" propia del compromiso político partidista (Von Beyme) o de sus adláteres.

La sociedad necesita y tolera las respuestas de sus juristas, aun cuando sean ideológicamente comprometidas, y disputen entre ellos, dada la razonabilidad que ello aporta. Incluso a los mismos partidos políticos les favorece escuchar a técnicos independientes.

La democracia sería irreconocible sin representantes del pueblo y sin partidos políticos, pero su influencia debe estar acotada a su función; igualmente es legítimo que algunos juristas se afilien a partidos políticos; pero pareciera que es sano que también existan juristas e instituciones que se mantengan lejos de tales compromisos.

En la sociedad política conviven hombres del poder e intelectuales. Políticos carismáticos y partidos dominan los poderes Legislativo y Ejecutivo; son los "Hombres de acción". Aquellos ciudadanos que llamamos intelectuales, son los "Hombres de estudio"; siempre son técnicos en alguna disciplina específica; es el caso de todo jurista erudito. Ellos son especialistas en alguna materia o disciplina de Derecho (administrativo, penal, civil, laboral, constitucional u otra; no existen juristas enciclopédicos, que sepan de todas las ramas del Derecho); se los reconoce por su estela cultural; por una más o menos dilatada carrera profesoral, por el uso del método científico, y escritos y libros reconocidos, citados o indexados.

El ethos , carácter o modo de ser de tal jurista, es el propio de un intelectual o científico; suele realizar otras labores anexas a su tarea investigadora principal; por ejemplo la de profesor, de abogado o (a veces, cuando es llamado por la sociedad) de juez o integrante de una institución (como sería el caso del Tribunal Constitucional).

Pero la sociedad no suele captar con nitidez el papel de un jurista erudito, y lo confunde con cualquier abogado de la praxis, o con cualquier profesor de Derecho, o con los filósofos del Derecho; y, además, pareciera no valorizar el modelo de jurista independiente. Pero el espacio público necesita respuestas técnicas independientes, cuya erudición lejos de la conjura política no corra el peligro de perder razonabilidad.

La sociedad necesita ver situados a tal tipo de juristas en aquellas instituciones, como el Tribunal Constitucional, donde la militancia político partidista es problemática, origina ambigüedades y pareciera que pudiese llegar a impedir que ciertos objetivos de la democracia se cumplan.

En el Tribunal Constitucional, están situados unos singulares "jueces", quienes son (o debieran ser), a la vez, técnicos e independientes; de ahí que en una democracia sólida y coherente, tal institución no debe ser infiltrada por juristas no eruditos o adláteres de partidos políticos.

Por diversas razones culturales, en nuestra república, los juristas eruditos e independientes son unas rarae aves; quizás ahora ya hay menos incentivos para serlo, dado que son despreciados en instituciones cuya presencia sería natural y esperable. Esa impresión queda al observar, por ejemplo, el actual Tribunal Constitucional, en que la captura político partidista, al menos parcialmente, está bajo sospecha.

La corrosión quizás solo ha comenzado; y de ahí a un paso de la destrucción de una institución, o de su condena a la insignificancia jurídica y democrática.

Alejandro Vergara Blanco
Profesor titular de Derecho Administrativo

Pontificia Universidad Católica de Chile





      [Publicada en El Mercurio, el 17 de febrero de 2015]

31 de diciembre de 2014

El fenómeno de la «interpretación administrativa» de las leyes


“…La «interpretación administrativa» es una figura surgida al hilo del ingenio chilensis, que se ha enquistado en leyes y práctica de los órganos administrativos…”


La «interpretación administrativa» es una figura surgida a principios del siglo XX, al hilo del ingenio chilensis, que se ha enquistado en leyes y práctica de los órganos administrativos. Hoy, casi no hay Proyecto de Ley que reforme el marco regulatorio de los órganos de la Administración que no incorporen (o potencien) la pseudo-potestad de interpretar administrativamente las leyes sectoriales; además, suele ser utilizado este mecanismo, por la propia Administración, para mejorar su posición en diversos procedimientos ya judiciales o de control (mediante la estratagema de intentar hacer “vinculantes” tales auto-interpretaciones, tanto de frente al administrado o incluso ante los propios tribunales).
La interpretación jurídica es una herramienta, antes que nada, para la labor del Juez, y que en tal caso resulta vinculante, por la aplicación del Derecho que corresponda a una contienda suscitada entre partes, con un alcance limitado a éstos. No podemos dejar de mencionar la importante y útil interpretación efectuada por la Doctrina especializada en cada materia. El efecto de ésta última frente a terceros no es vinculante, si bien siempre puede resultar provechosa y de respaldo en la interpretación que realicen los otros actores de la escena jurídica.
Ambos (Jueces y Doctrina) integran lo que podríamos llamar “clasificación clásica” de intérpretes jurídicos; eso, en cualquier país, pero resulta que en el Derecho chileno, desde fines de la década de los años veinte del siglo XX, ha venido surgiendo una nueva y poco usual figura en la interpretación jurídica: el “intérprete administrativo”. Es a este tema que Alejandro Guzmán Brito dedica su reciente monografía jurídica: La interpretación administrativa en el Derecho chileno (Colección “Ensayos jurídicos”, Thomson Reuters, La Ley – Legal Publishing, Santiago, 2014) 235
páginas; y sobre la que deseo dar esta breve noticia, siguiendo la documentada investigación que ofrece este libro.
Esta figura nació con la Contraloría General de la República y su Contralor, la cual en la actualidad se dota no únicamente de funciones consultivas, sino también interpretativas. No obstante ello, este modelo paradigmático de “intérprete administrativo”, no es el único competente hoy en día para interpretar jurídicamente las normas administrativas. A partir de la década de los sesenta germinaron otros, como el caso del Director General del Servicio de Impuestos Internos, el cual ostenta la facultad de “aplicación y fiscalización administrativa de las disposiciones tributarias”, de acuerdo al Código Tributario (CT); e “Interpretar administrativamente las disposiciones tributarias, fijar normas, impartir instrucciones y dictar órdenes para la aplicación y fiscalización de impuestos” (según la Ley Orgánica del Servicio de Impuestos Internos); facultad que también se extiende a los
Directores Regionales. Y así sucesivamente fue otorgándose competencias de interpretación administrativa a diferentes Jefes del Servicio, órganos con facultades de supervigilancia o, en general, órganos con potestad de mando sobre inferiores jerárquicos en la escala funcionarial, hasta contar en la actualidad —según el autor— con veinte ejemplos.
En esta línea, Guzmán Brito sostiene, en su completísima y erudita obra, que no hay un molde concreto o pauta de diseño para esta potestad, por lo que apunta que se ha estado asistiendo a una implantación inorgánica, ante la cual, el autor, observando la realidad jurídica, se propone construir una senda o establecer un marco general, a través de los cuales pueda guiarse frente a la profusión del otorgamiento atomizado de la mentada facultad.
El autor parte situando al “intérprete administrativo”, proponiendo su delimitación frente a prototipos concretos de Derecho chileno y comparado, cuya ubicación, si bien en la mayoría de casos citados entronca dentro de la Administración pública, difieren de la función de la “Interpretación Administrativa”; pues dicen mayor relación con los órganos consultivos. De igual manera que no toda “interpretación administrativa” llevada a cabo por los funcionarios supone tal, será sólo la del Jefe de Servicio u órgano con potestad de mando la que deberá imperar por último. Es decir, no estamos ante un poder interpretativo difuso, sino más bien concreto.
En seguida, tras establecer el marco general de esta figura, así como los ejemplos más destacados, el autor va perfilándola en torno a diversas cuestiones de indudable interés, tanto teórico como práctico: cuál es su fuente de atribución; sobre quién recae su titularidad; el ámbito material de actuación interpretativa; la tipología de normas que puede interpretar; el grado de vinculación que genera frente a distintos sujetos; cómo solucionar posibles conflictos competenciales entre órganos con la misma función y similar campo de actuación, o inclusive qué debe hacerse ante la posibilidad que dos o más Jefes del Servicio interpreten la misma norma; la clasificación de dicha interpretación entre la diversa tipología existente, así como la naturaleza jurídica del acto interpretativo; el momento u ocasión de interpretación, así como la posibilidad de modificar con posterioridad; los límites hermenéuticos a los cuales dicha interpretación está sometida; y, por último, toda vez que Guzmán Brito defiende la naturaleza jurídica del acto interpretativo como acto administrativo, de conformidad con la Ley de Bases de Procedimientos Administrativos, su posibilidad de impugnación por parte de ciertos sujetos en vía administrativa y judicial.
Destaca en especial una conclusión a la que llega el autor, tras un exhaustivo análisis de los textos que examina; postula que la facultad de “interpretar” no únicamente proviene de una atribución expresa en ese sentido, sino que también puede surgir, por un lado, de la atribución en la aplicación de normas y, por el otro, de la posibilidad de supervigilar, por parte del Jefe del Servicio, a órganos distintos de los que éste encabeza.
Adicionalmente, este trabajo no se limita únicamente a exponer la realidad y sistematizarla, sino que también incorpora modelos de soluciones, de mayor o menor consistencia, con el propósito de cubrir ciertas lagunas que pueden eventualmente crearse ante la actuación de estos órganos. A mayor abundamiento, da respuesta a cuestiones suscitadas ante el factum del actuar de los “intérpretes administrativos”, planteando preguntas con sus respectivas respuestas, o en algunas ocasiones, formulando interrogantes que podrían ser abordados ajenamente con posterioridad.
La obra cierra su contenido con un completo y útil anexo, que contiene tres apéndices relacionados con el desarrollo de la temática expuesta, los cuales servirán de respaldo a quienes interese un posterior estudio, a partir de los parámetros fijados por el autor; a saber: una compilación de los textos legales que confieren la facultad de interpretar administrativamente a ciertos servicios o jefes de servicio, reproduciendo su contenido esencial y ordenado cronológicamente; una circular del año 2001 extendida por el Director del Servicio de Impuestos Internos sobre consultas y, por último, un dictamen del Contralor General de la República, de 1970, sobre los criterios interpretativos sobre leyes y reglamentos, emanados de dicho ente público.

Estamos ante una obra notablemente novedosa en cuanto a su desarrollo y posicionamiento frente a una realidad fuertemente apegada al Derecho chileno, que sin dudas brindará posteriores ocasiones de estudios dogmáticos en profundidad sobre los temas que plantea, los cuales ya cuentan con este gran avance, pudiendo ahora partir de la exhaustiva tarea sistematizadora, del desarrollo de teorías y formulación de principios efectuada por Guzmán Brito; es, en suma, un verdadero regalo que un autor del Derecho privado le brinda a la Doctrina y a la práctica del Derecho Administrativo, pues viene a llenar un vacío notable en la materia, y a proporcionar una inestimable ayuda para la explicación de este fenómeno tan arraigado en nuestro país.
[Publicado en El Mercurio Legal, el 31 de diciembre de 2014]

29 de diciembre de 2014

La larga ausencia de la Teoría y el Método en la enseñanza e investigación jurídicas


Diciembre de 2014

Al inicio de nuestra iniciativa dirigida a editar estos ensayos de Teoría del Derecho, no puedo sino justificarla con una reflexión sobre el olvido de esta disciplina en la actual enseñanza e investigación jurídicas en nuestro país, y las consecuencias que ello conlleva en la formación de los futuros abogados, jueces y juristas eruditos.

Agrego, igualmente, algunas palabras sobre el origen y contenido de este libro.

1. El olvido de la Teoría del Derecho en la actual enseñanza jurídica. La enseñanza de la Teoría del Derecho, esto es, del método jurídico, parece estar ausente del pregrado, post-grado y doctorado en Derecho. Ello es perceptible, sin perjuicio de destacables excepciones en algunas curricula.

Este olvido seguirá marcando negativamente a generaciones de jueces y abogados chilenos; el efecto es aún más grave en los programas de doctorado pues significa renunciar a formar juristas eruditos sino legistas ilustrados.

La enseñanza jurídica de pregrado dirigida a preparar a los futuros jueces y abogados prácticos, no solo debe estar dirigida a dar a conocer los más importantes microsistemas jurídicos (esto es, las distintas especialidades o disciplinas), sino que debe incorporar al menos un curso dedicado a la Teoría del Derecho; pues los juristas prácticos (jueces y abogados), necesitan conocer y utilizar con cierta soltura las destrezas o técnicas básicas del método jurídico.

Eso que es necesario, y a un nivel básico, en la formación de abogados y jueces, se torna esencial en la formación de un jurista erudito, y el método ha de ocupar un lugar de máxima relevancia en los programas de doctorado en Derecho.

Entonces, la Teoría del Derecho debe enseñarse, primero, en el pregrado de la carrera de Derecho, en el primer año. Al respecto cabe evitar dos usuales confusiones:

a) Confusión con el sucedáneo curso chilensis de “Introducción del Derecho”; y

b) Confusión con la Filosofía del Derecho, cuyo núcleo disciplinario es distinto al Derecho (partiendo por el dato epistemológico de que esa disciplina es parte de la “Filosofía”, y no del “Derecho”). Ello, no obstante la alta relevancia que cabe reconocer a la Filosofía del Derecho en la formación jurídica en los valores; igualmente es el caso de otras disciplinas fronterizas, como la Historia del Derecho o la Sociología del Derecho, muy relevantes para la enseñanza jurídica.

La ausencia de la enseñanza de la Teoría del Derecho en el pregrado impide comprender teóricamente el fenómeno jurídico y adquirir, en la etapa quizás más decisiva de la preparación de un abogado o de un juez, destrezas que le permitirían un saber jurídico profundo; es que un juez y un abogado sin elementos teóricos o metodológicos básicos, tiene un saber más superficial, y sus respuestas prácticas, probablemente, apenas abarcarán el mero dato legal.

Pero tal ausencia es culturalmente mucho más grave en un programa de doctorado en Derecho, pues ello puede llegar a marcar la diferencia entre la formación de un jurista erudito o de un simple legista (si bien algo más ilustrado que un licenciado), y esto podría estar ocurriendo. Ese puñado de universidades chilenas que actualmente ofrecen programas de doctorado en Derecho, tienen la oportunidad de autoevaluarse en este sentido; pues si la misión esencial de un programa de esta índole es formar investigadores en alguna de las ciencias o disciplinas especializadas del Derecho (Derecho administrativo, civil, penal, constitucional, etc.), que sean capaces de producir conocimiento nuevo y que lleguen a realizar docencia de excelencia, no se ve cómo se podrá lograr esos objetivos sin una intensa enseñanza del método jurídico. Formar a los juristas del futuro implica tener la certeza de que, con los elementos entregados desde el inicio de sus estudios hasta terminar su doctorado, ellos han conocido y lograrán manejar el método jurídico.

Es que el jurista erudito, una vez formado, cumple habitualmente dos misiones en el medio social:

i) tiene el deber ineludible de participar en la discusión de los temas relevantes para la sociedad en que vive, orientando la acción privada y pública con sus opiniones. La existencia de un grupo de juristas, formados en el método, fomenta además, la formación de verdaderas comunidades, integradas por personas de orientación científica, formadas en el hábito de la desapasionada y constructiva discusión interdisciplinaria; pues su propia formación los impele usualmente a crear, en general, un estilo intelectual abierto a la reflexión autónoma, y no sujeta a compromisos, capturas o conjuras, ya sea político-partidistas o de otra índole; ello sin perjuicio de las naturales tendencias ideológicas de los juristas.

ii) además, los juristas pueden ser unos excelentes colaboradores de los profesionales prácticos del Derecho: de jueces y abogados en el desempeño de sus respectivas labores, a través de la ampliación del conocimiento jurídico que producen con sus libros y ensayos, y con la docencia de pre y post grado que habitualmente imparten.

Los fundamentos teóricos que tiene a la vista un jurista erudito están indisolublemente unidos a la práctica jurídica, y la formación que se debe obtener en los programas de doctorado en Derecho debe contribuir de manera decisiva a mejorar no sólo la calidad y profundidad de ese análisis, sino esta indisoluble conexión del investigador con los profesionales de la práctica.

Esa conexión de la teoría con la práctica la posibilita el método jurídico; y al desconocer los profesionales del Derecho ese lenguaje común de la Teoría del Derecho (muchas veces, verdaderas contraseñas), la necesaria conexión entre juristas, por una parte; y abogados y jueces por otra, se pierde.

¿Cómo ha de ser entonces la enseñanza jurídica para lograr esa conexión entre saber práctico y saber teórico? La enseñanza debiese estar sólidamente asentada en los dos pilares indispensables de la formación jurídica:

i) en la metaciencia llamada “Teoría del Derecho”; y,

ii) en la formación de disciplinas especializadas.

En el pregrado, entonces, ofreciendo el curso de Teoría del Derecho; y, de modo equilibrado (entre aquellas de derecho público y derecho privado), las disciplinas más relevantes.  En el doctorado, ambos objetivos, en buena parte, se logran a través de la redacción de la tesis doctoral; dirigida, se supone, por un jurista erudito en el método y en la disciplina respectiva. Pero bien vale la pena incorporar también cursos regulares de Teoría del Derecho.

Es bifronte entonces el saber en que se sustenta todo el conocimiento jurídico; y ello cabe incorporarlo a la enseñanza de pregrado (dirigida a formar abogados y jueces, los prácticos del derecho), y a la enseñanza de doctorado (dirigida a la formación de un jurista).

En otras palabras, la enseñanza jurídica es completa si da a conocer no sólo el sistema de fuentes y los conceptos básicos de las ramas especializadas del Derecho, sino que, además (en especial a aquellos que pasarán a ostentar el denso calificativo social de juristas), también debe formar en la metodología de la ciencia del Derecho.

Sólo así, todo jurista, todo juez, todo abogado, podrá caracterizar con soltura los elementos básicos del fenómeno jurídico: por ejemplo, conocerá la teoría del ordenamiento, comprenderá la fenomenología de la interpretación, sabrá buscar los principios generales del derecho; reconocerá la dogmática jurídica como ciencia y arte; en fin, conocerá la literatura de los autores que conforman la doctrina de la disciplina que desarrolla; y las actuales líneas jurisprudenciales.

El marco adecuado de una docencia de doctorado en Derecho, ciencia esta que es per se práctica (esto es, no especulativa), pero necesitada de teoría. Su cumplimiento orientará a los egresados a iniciar sin temores el camino para convertirse en jurista erudito; esto es, aquel científico habilitado teóricamente para ofrecer a la sociedad algo más que ingeniosas elucubraciones o repeticiones basadas en la desnuda ley, sino esa amalgama de principios y valores que superan a la mera lex.

Los actuales programas de doctorado serán verdaderamente exitosos si sus egresados, en el mediano plazo, se transforman en juristas eruditos, que es lo que necesita nuestra sociedad, para (entre otros fines, como los señalados antes), realizar con prestancia el escrutinio del sistema legal y judicial.  Pero para formar un jurista más completo, los actuales programas de doctorado pudieran estar descuidando la metadisciplina de la Teoría del Derecho.

El actual olvido o ausencia de la enseñanza de la real disciplina de la Teoría del Derecho en muchas curricula de pregrado puede llegar a ser, en verdad, un verdadero estigma para los egresados de licenciatura en Derecho, y probablemente el origen de la criticada superficialidad de la enseñanza/aprendizaje del Derecho. Pero si este olvido se está comenzando a reproducir igualmente en los Programas de doctorado, puede llegar a marcar la diferencia del esperado aporte de las futuras generaciones de juristas; es la distancia entre la temida superficialidad y la esperada densidad de la cultura jurídica.

2. Origen y contenido de este libro. En este libro ofrezco los trabajos de mis alumnos en los cursos de Teoría del Derecho que impartí en programas de Doctorado. Entonces, el protagonismo es de aquellos jóvenes profesores que iniciaron en esa fecha su carrera doctoral; en efecto, es una selección y compilación de los trabajos realizados por los entonces alumnos de los cursos “Dogmática Jurídica y Sistema del Derecho vigente”, “Metodología Jurídica” y “Fundamentos Teóricos de la Ciencia del Derecho” del programa de Doctorado en Derecho de la Pontificia Universidad Católica de Chile, que estuvo bajo mi dirección a principios de la década de los años 2000; y del curso “Sistema y Autonomía del Derecho Administrativo. El Mito del Código Civil como ‘Derecho Común’” del programa de Doctorado en Derecho de la Universidad de Los Andes. Algunos de dichos artículos han sido publicados previamente por nuestros autores, aunque no de manera sistematizada, en revistas jurídicas nacionales.

Hemos compilado y organizado estos trabajos con la finalidad de proporcionar una obra dedicada exclusivamente a la Teoría del Derecho, como acercamiento, desde una visión actual e integral, a los principales temas que conforman dicha disciplina.

Me acompañó en esta empresa Daniela Rivera Bravo, como editora asociada, excelente universitaria e igualmente estudiosa de la metadisciplina metódica.

Entre las temáticas abordadas en esta recopilación destacan: los principios jurídicos y los valores; los métodos de interpretación jurídica, en especial, el gramatical y el literal; la concurrencia de normas y las técnicas para su integración; la teoría del hecho jurídico en la labor de jueces y juristas; la aplicación de los conceptos jurídicos indeterminados; la construcción de los núcleos dogmáticos de las disciplinas jurídicas; en fin, la jurisprudencia como fuente del Derecho.

Junto con venir a llenar un vacío existente en nuestra literatura y cultura jurídica, en que no existen publicaciones dedicadas únicamente a la Teoría del Derecho, hemos pretendido reafirmar la relevancia de esta metadisciplina para el estudio y comprensión de las ciencias jurídicas. Esperamos que este libro sea una herramienta que materialice el diálogo teórico que necesariamente debe producirse entre los especialistas de las distintas disciplinas especializadas del Derecho.

Finalmente, debo agradecer la valiosa contribución efectuada por los autores de los artículos que componen esta obra, quienes, en definitiva, la concretan y hacen posible, así como al equipo de investigadores y ayudantes del Programa de Derecho Administrativo Económico UC, en especial a Valeria Moyano Aquije, que han participado en su preparación. Todos estos esfuerzos han sido desplegados para una mejor difusión del conocimiento de la Teoría del Derecho, de manera de dar vida y dinamismo a una disciplina esencial para el estudio y comprensión del fenómeno jurídico.



[en: Dogmática y Sistema. Estudios de Teoría del Derecho, Vergara Blanco, Alejandro,Edit.(Santiago, ThomsonReuters – La Ley). 2014]


La larga ausencia de la teoria y el método en la enseñanza e investigación jurídicas

1 de diciembre de 2014

Eduardo García de Enterría: in memoriam

Hace un año, el 16 de septiembre de 2013, falleció Eduardo García de Enterría, sin lugar a dudas, el más grande jurista de Derecho público y Administrativo de lengua hispana de la segunda mitad del siglo XX. El profesor García de Enterría formó parte del Comité Científico de la

Revista de Derecho Administrativo Económico, lo que no solo llenó de orgullo a todos los integrantes de esta publicación, sino que en varias ocasiones contamos con su sabio consejo. En este breve editorial no puedo sino sumarme a esa congoja general de ver desaparecer a un gran hombre y jurista, y alzar la voz para destacar algunos de los aspectos que más unen a la cultura jurídica chilena e hispanoamericana con esa obra enorme que él nos ha legado.

Un homenaje más a un jurista inolvidable

Con sus escritos se formaron varias generaciones de juristas españoles, hispanoamericanos y, en especial, chilenos.

Durante su brillante desempeño profesoral y científico recibió múltiples homenajes; fue investido del grado de doctor honoris causa por más de una docena de universidades; y su obra fue (y sigue siéndolo) objeto de un interés e impacto sin precedentes en la tradición jurídica hispanoamericana. Un primer homenaje académico fueron los Estudios sobre la Constitución española. Homenaje al profesor Eduardo García de Enterría

(Madrid, Editorial Civitas, 1991), 5 tomos, 4.345 pp.; y el más reciente es La protección de los derechos frente al poder de la Administración. Libro homenaje al profesor Eduardo García de Enterría (Bogotá, Editorial Temis, 2014), 880 pp. Su impresionante curriculum vitae, laudatorias, obituarios escritos a propósito de su sensible fallecimiento y hermosas fotografías, pueden verse en el reciente volumen: Eduardo García de Enterría. Semblanzas de su vida y de su obra (Madrid, Civitas, 2014), 500 pp. En fin, cabe señalar un libro precioso, lleno de sentimiento de amistad y admiración, dedicado por Javier Paricio: Eduardo García de Enterría: un recuerdo impresionista (Madrid, Marcial Pons, 2014), 86 pp.

Un renovador del Derecho Administrativo

Por la vía de sus múltiples libros, centenares de publicaciones y esa maravillosa generosidad de palabra y acogimiento sin límite con que prodigaba a quienes se le acercaran, ha dejado una huella tan honda que no hay casi nadie del mundo jurídico que no haya escuchado alguna cita o recuerdo suyo. Su luminosa presencia seguirá presente en nuestra cultura jurídica de un modo permanente, con esa huella histórica que solo marcan los hombres de enorme grandeza. Sus reconocimientos en vida son tan impresionantes como la cálida sencillez de su extraordinaria personalidad.

Fue, ciertamente, el gran renovador del Derecho público español; dan prueba de ello su influencia en aspectos sustanciales de la Constitución, su suave y decidido liderazgo en el nacimiento de la que se llamó, con honor y justeza, la “Escuela democrática del Derecho Administrativo español”, su rol en el renacimiento de los estudios jurídicos en la Universidad Complutense y la creación de la Revista de Administración Pública, verdadera enciclopedia del Derecho Administrativo moderno.

El credo de un jurista: democracia, principios y control judicial

En un reciente ensayo, la profesora francesa de Derecho público Lauréliene Fontaine se pregunta por lo que es un «gran» jurista (Qu’est-ce qu’un «grand» juriste? Essai sur les juristes et la pensée juridique moderne, París, Lextenso éditions, 2012, 194 pp.), analizando sus actitudes íntimas y de frente a su comunidad; sus aportes y trascendencia. Nosotros, en el caso del profesor García de Enterría, comprobamos empíricamente, asomándonos simplemente a su vida y obra, y respondemos al unísono: él fue, qué duda cabe, un gran jurista. El modelo de un gran jurista.

Entre sus múltiples aportes a la ciencia del Derecho, quisiera, en esta oportunidad, rememorar tres contribuciones suyas al Derecho Administrativo, a la teoría del método jurídico y a la teoría de la democracia, todos los cuales se conectan con los aspectos que marcan la agenda de las preocupaciones de los últimos tiempos de nuestro país. En el momento mismo en que este jurista de excepción nos dejó, y todavía hoy, las pulsaciones de tres relevantes aspectos de la agenda de discusión nacional pueden ser observados con el prisma de sus ideas y desarrollos.

En primer lugar, siguiendo la juvenil y lúcida exposición de Kelsen sobre la democracia (Esencia y valor de la democracia, 2ª ed. 1929; véase traducción castellana: Madrid, KRK Ediciones, 2006, 231 pp.), sin ningún complejo, apoya todo el desarrollo del control de las potestades discrecionales de la Administración, precisamente en su coherencia con ese valor fundamental de la convivencia que es la democracia, repitiendo una y otra vez ese apotegma según el cual el Derecho Administrativo todo no es sino el control de la discrecionalidad; mismo objetivo de la democracia: evitar la existencia de poderes desbocados, sin riendas en medio de la vida social. En esto consiste su libro imperecedero, lleno de fuerza, convicción y coherencia: Democracia, jueces y control de la Administración (5ª ed., Madrid, Thompson, Civitas, 2000, 346 pp.), pleno de desarrollos densos y prácticos a la vez, que podría iluminar a jueces y juristas, en especial a cualquier legislador bienintencionado.

En segundo término, los principios generales del Derecho fueron objeto de un premonitorio trabajo suyo, en 1961 (publicados después como: Reflexiones sobre la Ley y los principios generales del Derecho, Madrid, Civitas, 1984, 182 pp.); tema que nunca abandonó, y fue un ver-dadero Leitmotiv de su obra, plagándola aquí y allá de nutritivas invoca-ciones a la técnica de los principios. Así, no cabe dudas que la discusión contemporánea de la Filosofía y Teoría del Derecho sobre reglas y prin-cipios no se inauguró con la aguda crítica metódica que Dworkin lanzó en 1967 a la línea de flotación de la tradición filosófica del positivismo jurídico, incorporando principios al modelo formal de las reglas que esa tradición seguía propiciando con total irrealismo (véase Dworkin, Ronald, “The Model of Rules”, University of Chicago Law Review, 35, 1967-1968, pp. 14-46, luego incorporado a su: Taking Rights Seriously, 1977: Tomar los derechos en serio; sin perjuicio de que ese constituye el ataque más conocido y efectivo). La discusión de los principios, en medio de la más amplia del método, se había inaugurado antes en los juristas del «Derecho continental», como es el caso de Eduardo García de Enterría (siguiendo epígonos famosos, como Betti, Esser, Del Vecchio, Larenz, entre otros), todo lo cual es anterior a la famosa formulación de Dworkin de 1967, en una escalada propia de una revolución científica, de cambio de un paradigma por otro, en el sentido de KUHN (The Structure of Scientific Revolutions, 1962: La estructura de las revoluciones científicas).

De ahí que cuando, en 2005, le pedí al profesor García de Enterría que prologase mi traducción a una serie de escritos de Franck Moderne, precisamente sobre el tema (Principios generales del derecho público, Santiago, Editorial Jurídica de Chile, 2005, 301 pp.), su acogida no pudo ser más entusiasta.

En tercer término, el control judicial fue siempre objeto de todo su interés y desarrollos sustanciosos; todas sus investigaciones sobre el derecho subjetivo le dieron un signo especial a su obra, y todos sus últimos escritos están referidos a ello, en especial, una de sus últimas publicaciones, un bello y breve texto, que es casi un epigrama (viendo su obra general), un verdadero concentrado: Las transformaciones de la justicia administrativa: de excepción singular a plenitud jurisdiccional. ¿Un cambio de paradigma?, Madrid, Thompson, Civitas, 2007, 148 pp.

No deseo ni necesito citar aquí otras partes de su obra, la que seguramente ahora comenzaremos a visitar nuevamente (en aspectos a veces desconocidos: como es el caso de sus Dos estudios sobre la usucapión en Derecho Administrativo, Madrid, Editorial Tecnos, 1974; 1ª ed. 1954, en que se remonta al Derecho romano y a las fuentes medievales y modernas para dar con un caso práctico muy de actualidad). El único objetivo de estas líneas es rendirle un nuevo homenaje, sonsa-cando de su vasto legado, estos tres aspectos que parecen esenciales para el futuro del Derecho Administrativo chileno, y de cualquier país: su coherencia con la democracia; la necesidad de recurrir a los principios jurídicos, que están más allá de la ley; y, por último, no olvidar el fin de la disciplina: el control de la Administración.

Alejandro Vergara Blanco


Revista de Derecho Administrativo Económico, Nº 19 [julio-diciembre 2014] pp. 5-8

6 de noviembre de 2014

Tribunales administrativos hiperespecializados: ¿remedio contra el activismo y la deferencia?

“… En una sociedad compleja, la racionalidad jurisdiccional parece mayor cuando los jueces administrativos cuentan con una experiencia y conocimientos especializados; incluso hiperespecializados...”

En una columna anterior me referí brevemente a este tema del saludable fraccionamiento de la justicia administrativa; ahora deseo aportar nuevos elementos de reflexión, dada la actual y usual acusación contra los jueces: o de deferencia (reverencia ante la autoridad administrativa) o de activismo (un ir más allá de las reglas o fuentes tradicionales del Derecho).

1.             La actual tendencia legislativa: hiperespecialización

Chile es el único país de América Latina que no sigue el modelo francés de justicia administrativa (nunca ha creado un tribunal administrativo, similar al Consejo de Estado); y, es un país único, en términos más generales, al carecer de una jurisdicción administrativa especial. Por el contrario, en los últimos años, la tendencia ha estado lejos del modelo francés, y de cualquier otro, y se ha orientado hacia un modelo mixto de justicia administrativa pluriforme e hiperespecializada. No existe, ni seguramente nunca va a existir, un solo orden jurisdiccional administrativo; o un solo modelo de tribunal  administrativo.

Hoy no existe uno o varios Tribunales especiales con competencia general para conocer todos los conflictos de naturaleza administrativa, paralelos a los otros tribunales especiales (civiles, penales y otros). La creación de una justicia administrativa única (paralela a la justicia civil y penal) ya no está siquiera en los planes legislativos.

La tendencia legislativa actual, que avanza a paso firme desde la década de los años 2000, es crear tribunales con competencia administrativa pero respecto de materias muy concretas, relativas a sectores económicos o materias específicas; podríamos llamarlos tribunales administrativos especializadísimos. 

Es una tendencia evidente, y que pareciera terminará por sepultar el antiguo deseo de tener una sola jurisdicción administrativa especializada, con competencia general para toda contienda administrativa; pues este fenómeno pluriforme indica una búsqueda de la superespecialización, con modelos muy distintos cada uno de ellos.

Este modelo propiamente chileno (Chile, en esto, como en otras cosas: ¡es especial!; no sigue tendencias: ¡las crea!) pareciera que es una alternativa viable para lograr pronunciamientos con razonabilidad, que escapen de las acusaciones de deferencia o activismo judicial; además, cabe reflexionar cuál es el rol que, en dicho marco, les corresponde a los jueces en el reparto de poderes en nuestra democracia.

2. Tribunales administrativos hiperespecializados: búsqueda de mayor razonabilidad

La consecuencia de no contar con más tribunales especializados, es que los casos administrativos que no son capturados dentro de las competencias que les han sido atribuidas a los nuevos tribunales hiperespecializados, quedan entregados a los tribunales ordinarios de justicia. Y los polos de opinión que en dicho ámbito se presentan son complejos, e incluso contradictorios; y suelen generar una gran discusión sobre el rol de los tribunales, que puede tener consecuencias muy peligrosas y dañinas para el actual modelo de justicia hiperespecializada.

En efecto, el debate actual se centra en torno a cuál debe ser la actuación de los tribunales frente a las reclamaciones o recursos judiciales presentados contra diversas resoluciones de la Administración del Estado, relacionadas precisamente a regulaciones especiales, y a un vasto conjunto de decisiones “técnicas” o especializadas que adopta la Administración del Estado. La actuación de la jurisdicción ordinaria, en estas materias, está siendo arduamente criticada, dado que:


a) El marco normativo que regula la resolución de conflictos no ha evolucionado en paralelo con las actuales necesidades económicas, sociales y ambientales, quedando rezagado.

b) Los tribunales ordinarios de justicia no cuentan siempre con los conocimientos técnicos y especializados necesarios para resolver los más acuciantes conflictos en este nuevo escenario regulatorio, en especial aquellos de alta complejidad y especialización técnica (como el caso de los servicios públicos y recursos naturales). 

3. Hiperespecialización: ¿remedio contra el activismo y deferencia?
Se aprecian dos graves acusaciones a la actuación de los jueces ordinarios:

i) el activismo judicial, es decir, cuando los jueces fallan basados en sus opiniones o sentimientos personales —colindando, en los casos más extremos, con la arbitrariedad—. 

ii) la deferencia hacia la Administración, donde los tribunales no ejercen en plenitud su potestad de revisar los actos de la Administración.

Sobre el particular, se dice que las decisiones “técnicas” de la Administración no pueden ni deben ser revisadas por los tribunales de justicia. Se lo califica de activismo, y se propugna por el contrario que en estos asuntos debe ser la Administración (Poder Ejecutivo), quien ha de tener la última palabra. En efecto: 

i)   En algunos casos, los propios tribunales ordinarios opinan que esas son materias sobre las cuales debiera decidir la Administración del Estado, sin que los tribunales puedan emitir un pronunciamiento sobre el particular. En este sentido se ha manifestado en algunas oportunidades la Corte Suprema; no obstante, las cortes siguen pronunciándose sobre esas causas y muchas veces, dejan sin efecto las resoluciones de la Administración.

ii) En segundo lugar, la propia Administración del Estado, desde el Presidente de la República hasta los Ministros, han manifestado que las decisiones “técnicas” no pueden ni deben ser revisadas por los tribunales de justicia.

iii) En tercer lugar, esta opinión ha sido reiterada también en el ámbito académico, por algunos juristas; a nivel de la opinión pública; y, de la línea editorial de algunos de los periódicos más importantes del país.

Sin embargo, mal podría calificarse como activismo el sólo hecho de considerar ilegal o arbitraria una resolución de la Administración, porque a ello precisamente están llamados los tribunales; tal es su competencia. No podemos desconocer que de acuerdo con nuestra configuración jurídica, los jueces siguen teniendo la última palabra en los conflictos que se susciten en nuestra sociedad, no sólo entre los particulares sino, muy especialmente, respecto de los conflictos que surjan entre éstos y la Administración del Estado. Es que los jueces tienen por canon constitucional el control total de la actividad administrativa; incluidos los tecnicismos, y no es posible postular la claudicación de ese control, mediante la exportación del estándar de la “deferencia” (reverencia, más bien), o de un minimalismo del rol judicial.

Así, por ejemplo, ante las lagunas jurídicas, no podemos esperar de los jueces sino “activismo”.

4. Rol democrático de la jurisprudencia

Lo peligroso de estas opiniones es que están planteando la idea de que los tribunales no pueden revisar las decisiones técnicas de la Administración, lo que podría dejar en evidente desprotección a quienes se enfrentan a dichas decisiones, tanto a los individuos como los grupos intermedios organizados colectivamente, pues tal “activismo” resulta ser una necesidad social y democrática, en especial frente a situaciones no reguladas, de tal manera de equilibrar las garantías ciudadanas de frente a los otros poderes.

Por tanto, la pregunta es ¿cómo debemos entender tal activismo? Se trata de una actuación jurisdiccional consciente de las reglas y los principios jurídicos –ese pulso de la conciencia jurídica popular o social, que late en medio de las lagunas del Derecho–, que rigen una actividad determinada, y que son los que deben recoger los jueces en sus sentencias, con racionalidad. Y este es el quid del asunto, y el desafío de la judicatura actual: no son los valores personales de cada juez los que se deben depositar en cada sentencia, de manera arbitraria, sino dichas reglas y principios jurídicos.

5. Jurisprudencia hiperespecializada: ¿mayor razonabilidad?

Esta racionalidad parece ser más fácilmente alcanzable cuando los jueces cuentan con un conocimiento específico y detallado de los principios y reglas que regulan cada una de las actividades económicas relevantes. 

En efecto, podemos apreciar que, todos los tribunales especiales que se han ido implementando desde hace algunos años hasta la fecha, cuyos casos más emblemáticos son los tribunales especiales en electricidad y medio ambiente, se han creado precisamente con la finalidad de revisar decisiones técnicas o especializadas de la Administración del Estado que generan conflictos con los particulares. 

Y por lo tanto, si se siguiera la línea argumentativa mayoritaria en contra de la labor judicial de revisión de las actuaciones de la Administración del Estado, podríamos concluir que sólo sería aceptable la revisión de aquellas actuaciones, cuando tal revisión sea realizada por un tribunal “especializado” creado con la finalidad exclusiva de pronunciarse sobre materias técnicas, y dotado de características, conocimientos y herramientas específicas para ello; mientras que, cuando se trate de un tribunal ordinario, no especializado, tal revisión no podría ser aceptada.

Entonces, la acusación de activismo jurisdiccional tendría mayor resonancia en el caso de los tribunales ordinarios de justicia y no así de los tribunales hiperespecializados, pues ello sería contrario a la labor expresamente encargada a este tipo de tribunales.

La discusión sobre el activismo de los órganos jurisdiccionales está estrechamente relacionada con el éxito de las regulaciones. Da la impresión que para que una actividad pueda funcionar resguardando el interés individual (mercado), el interés general (Estado) y al interés comunitario (autogobierno), no sólo tienen que mirar esos tres aspectos, sino también, contar con un buen sistema de resolución de conflictos.

Y para ser catalogado como tal, hoy en día, al menos en Chile, este sistema de resolución de conflictos debiera ser hiperespecializado, pues sólo así puede estar exento de la acusación de activismo, pues, precisamente por su especialización, cuenta con las características estructurales, criterios técnicos mínimos y herramientas, necesarios para enfrentar de manera más adecuada las decisiones de la Administración, y resolver de manera objetiva, independiente e informada, con razonabilidad.

Así, frente a las acusaciones de activismo o deferencia, la respuesta está en la razonabilidad: dotar a la jurisdicción de herramientas necesarias para enfrentarse a los conflictos altamente técnicos y especializados con criterios objetivos y con un adecuado conocimiento de las reglas y lógica imperante en las actividades reguladas. Ante la ausencia de un contencioso-administrativo especializado de general aplicación, es la hiperespecialización la que nos permitirá salvar la discusión entre activismo y deferencia, y alcanzar esta razonabilidad. 

[Publicado en El Mercurio Legal, 6 de noviembre de 2014.]