28 de febrero de 2013

El legislador crea reglas y no principios


         "... Jueces y juristas constituyen la conciencia social de su tiempo, y son las sentencias y la doctrina las sedes llamadas a crear y proponer principios jurídicos, y no el legislador, quien está llamado a crear reglas..."

No debemos confundir el rol del jurista y de los jueces en la sociedad, quienes no son meros repetidores de fórmulas legales; y si hay una materia jurídica que puede ser calificada de esencial, es la de los principios jurídicos, tema que en el diálogo de los profesionales del derecho cabe profundizar; de tal modo que, al vulgarizarlos hacia la sociedad, ofrezcamos unos conceptos más depurados sobre ello.

En el último tiempo se ha discutido sobre el activismo de los jueces, y sobre sus sentencias. Además, recientemente ha fallecido Ronald Dworkin, quien desde hace medio siglo ha mantenido una sólida posición teórica relacionada con los principios jurídicos.

Hemos tenido ocasión de resaltar la especial posición que debieran tener los principios jurídicos en la discusión pública sobre tal activismo judicial (en reciente columna de opinión en El Mercurio), y quizás entre los temas que cabe una precisión, es dónde encontrar tales principios, y en qué sedes se ofrecen. Quiero aportar con un tema que puede parecer sin importancia, pero que cabe aclarar, para que el diálogo sea nítido al respecto.

¿Quién crea los principios jurídicos? ¿El legislador? ¿Los jueces? ¿Los juristas?

Siguiendo ciertas tendencias foráneas, es cada vez más común el uso de la expresión “principios” por parte del legislador, olvidando que su papel es el de crear “reglas”.

En el ámbito administrativo, por ejemplo, podemos encontrar un ejemplo paradigmático de esto, dentro de los artículos 4 al 16 en la Ley Nº 19.880 de 2003, sobre Bases de los Procedimientos Administrativos. En ellos se contemplan 12 “principios”(sic) a los que está sometido el procedimiento administrativo: coordinación, publicidad, transparencia, contradictoriedad, entre otros que enuncia y describe tal Ley.

Junto a esto, el frontispicio de la Ley Nº 20.285, de 2008, Sobre acceso a la información pública, declara que “la presente ley regula el principio de transparencia...” (art. 1º). Como si eso no fuera poco, más adelante declara que “el derecho al acceso a la información (...) reconoce, entre otros, los siguientes principios (...)” (art. 11), capturando así una expresión que los juristas han venido asignando a su propio delicado papel y al de los jueces de ir, precisamente, más allá de la Ley, (rellenando lagunas), lo que no se condice con el papel del legislador de emitir reglas.
           
Además, cada especialista puede aportar otros ejemplos en otras tantas leyes.

A partir de apreciaciones que es posible encontrar en cualquier manual básico de teoría del derecho (véase igualmente columna de opinión citada antes), es que propongo la crítica a tal terminología legalista. Este uso que el legislador efectúa de la expresión “principios” origina ambigüedad, pues se confunde con los Principios Generales del Derecho, que son los ofrecidos por la jurisprudencia y la doctrina, y no por el ordenamiento positivo.

Es que los principios plasmados en textos positivos, es decir, “principios explícitos o explicitados” o “principios con forma de norma jurídica”, al incorporarse a una Ley o “regla”, son verdaderas “reglas”, y con la verbalización o “forma representativa” (en el sentido de Betti), contenido y límites que elige el legislador.

Es que tal confusión, en definitiva, priva a jueces y juristas del reconocimiento de la tarea que cumplen en la sociedad: rellenar las lagunas de las reglas mediante “principios”. Entonces el tema no es baladí, pues el legislador crea reglas de conducta, regulaciones, en fin, ingeniería social. Pero quienes en nuestra sociedad y democracia son las sedes llamadas a manifestar la conciencia social de su tiempo son las sentencias (de los jueces) y la doctrina (de los juristas), y no puede confundirse terminológicamente los aportes de unos y otros.

¿Cómo operan jueces y juristas en esta tarea creativa? Sólo después de un análisis de los datos normativos, fácticos, de una interpretación racional, y re-sistematizando los criterios jurisprudenciales, jueces y juristas pueden ofrecer tales “principios jurídicos”, que constituyen lo más propio de su tarea. Estos son el resultado de la comprensión de un juez o jurista que ha recorrido con oficio (ciencia y arte, a la vez) aquellos lugares en que según su método hacen al Derecho: la realidad ineludible de los hechos, las normas que ha de aceptar, y respecto de las cuales ha de realizar una interpretación rigurosa. De esta manera, puede ofrecer en sus sentencias o doctrinas unos principios jurídicos que no han salido “de la nada”. Ni sólo de los textos, ni sólo de sus íntimas convicciones, sino como resultado de un método depurado que posibilita a través de ellos, la paz social.

Como el Hombre no ha sido creado como una máquina sin conciencia, nada puede impedir la inevitable y refrescante incorporación de los principios jurídicos y de los valores que como argamasa los juristas deben agregar al desnudo texto legal; mero proyecto de justicia, seguridad y certeza jurídicas. No debe olvidarse que los intentos de positivización de principios están normalmente destinados al fracaso, particularmente cuando los mismos no han culminado su proceso de maduración histórica.

Entonces, cabe distinguir:

i) por una parte los “principios” que dice crear el legislador, que no son más que reglas, cuyo contenido cabe interpretar de frente a otras reglas, y verificar si hay lagunas.

ii) luego, están los principios que crea la jurisprudencia y la doctrina como superadores de las reglas, incorporando a las lagunas valores jurídicos distintos y separados de éstas.

Tal distinción tiene relevantes efectos para la hermenéutica: mientras aquellas reglas se “interpretan”, los principios se “ponderan”. Trátase en definitiva de mecanismos distintos.

Entonces, en realidad los denominados principios a que alude la ley son más bien auténticas reglas. En tal caso, estaríamos ante una verdadera captura terminológica del legislador de una expresión propia de la dogmática, que cabe advertir.

De ese modo, se evita confundir el rol del jurista y de los jueces en la sociedad, quienes no son unos meros repetidores de fórmulas legales, sino “hacedores” de principios.



                             [Publicado en: El Mercurio Legal, 28 de febrero, 2013] 

23 de febrero de 2013

Activismo judicial, pero con razonabilidad y principios



"... El voto del jurista es doble: por una parte, tolerancia y lealtad ante lo que el sistema jurídico ofrece; y, por otra parte, independencia y distancia de las batallas político-partidistas..."


Desde que recibí la invitación como columnista en el sitio electrónico El Mercurio legal, como especialista en las ciencias que cultivo (Derecho Administrativo, y algunas otras que se desgajan de esa disciplina matriz, como el Derecho Minero, el Derecho de Aguas, el Derecho Eléctrico, el Derecho de Bienes Públicos), no he podido sino ser fiel a mi principal vocación: la de ser jurista. En esta columna he actuado guiado por esa vocación y oficio. La sociedad espera que los juristas cumplan un rol, y parece adecuado explicarlo, sobre todo ante la ausencia crónica de actores sociales que resalten tal papel.

Es que particularmente el jurista debe asumir una importante responsabilidad para con la sociedad, y ello se hace notorio en sus actividades docentes y «literarias». Es parte de la labor de todo jurista hacerse cargo con dedicación de actividades teóricas esenciales para las sociedades modernas, como la delimitación o fijación de los contornos de la disciplina jurídica que cultiva; la formulación de los principios jurídicos de esa disciplina. Esos roles los cumple usualmente mediante los libros y artículos en revistas científicas que publica. También los cumple el jurista mediante su aporte crítico a las decisiones de los órganos políticos, por ejemplo criticando las leyes existentes, observando sus vacíos o inconsistencias; también criticando las decisiones jurisprudenciales. Todo ello, con independencia y lealtad al sistema jurídico. Al escribir mis colaboraciones a este sitio he intentado ser fiel a ese rol.

El jurista carece de interés político partidista o contingente. Eso está muy lejos de las labores de todo jurista; y quienes vean las trayectorias académicas de los que se dejan llamar juristas no deben dudar de ello: si alguien se ha dejado llevar por el activismo político de un grupo de conjurados políticos (un partido político), habrá cambiado de rol en la sociedad; ya no es un jurista. Siempre he considerado la labor de jurista como antitética a la de un activista político. Todo legislador, para que no produzca ingeniería social artificial, cada vez que dicta nuevas reglas, tiene el deber de dictar sólo aquellas que están en íntima conexión con el pueblo que las sufre. Y los juristas, proporcionamos esa conexión entre el sentimiento popular y el legislador. Lo mismo respecto de las sentencias de los jueces. Ese es el conocimiento nuevo que le damos a la sociedad. Y para ello es necesaria cierta distancia con la arena político partidista. Sin perjuicio de que cada jurista (es evidente) alberga sus propias convicciones ideológicas, que podrían ser más o menos lejanas con aquellas que quedan plasmadas en las legislaciones.

Entonces, el voto del jurista es doble. Por una parte, tolerancia y lealtad ante lo que el sistema jurídico ofrece, producto del verdadero armisticio que es cada Ley en nuestra democracia, y sin perjuicio de los principios que puede buscar en medio de ello. Y, por otra parte, independencia y distancia de las batallas político-partidistas.

Y retomo este viejo tema del compromiso político de los intelectuales, en este caso de aquellos intelectuales del derecho, que llamamos juristas, pues es acuciante.

Siempre está en tela de juicio el rol de los juristas y de la ciencia del Derecho que, se supone, ellos construyen cada día. Aún más, siempre está en tela de juicio su independencia, pues la sociedad espera de ellos ciertos productos que no se entregarán si el jurista pierde tal independencia, y es capturado por la arena política.

Dos ejemplos puedo dar al efecto.

1º) El inicio de mi colaboración a mediados de 2011, coincidió con un editorial lleno de valentía, franqueza y lucidez, del mismo diario El Mercurio, en su versión en papel de 20 de julio de 2011, a través del cual no sólo dejaba en evidencia la necesidad de revisar el papel y la conformación del Tribunal Constitucional en nuestra democracia, sino que se quejaba ácidamente del lamentable papel que, a su juicio, cumplen los “juristas eruditos” y la “ciencia del Derecho”, en esa instancia.

Al respecto, dirigí una carta al Director del mismo Diario El Mercurio, que fue publicada el día 27 de julio de 2011, en que me referí a la ciencia del derecho y los juristas eruditos, a la cual me remito.

Señalaba el editorial que hay dos posiciones inquietantes. Primero, critica la facilidad con que los “juristas eruditos” que comparecen ante el Tribunal Constitucional pueden fabricar las argumentaciones o contra-argumentaciones que sean del caso para llevar adelante la defensa de la causa de sus mandantes políticos. Critica, en seguida, la marcada y evidente alineación de los integrantes del Tribunal Constitucional con la sostenida por quienes los han elegido como tales.

Dirigí esa carta al Diario con el fin de corregir el lugar en que el editorialista creyó identificar a los juristas o a la ciencia del derecho: entre los abogados que representan a las partes interesadas  en tal instancia. La verdad es que esos abogados comparecientes ante el Tribunal, aunque pudiesen en algunos casos ser calificados de juristas, se desdoblan al participar ante esa instancia en defensa de clientes político-partidistas; no actúan como juristas eruditos, sino como abogados de una causa. Y ello es perfectamente legítimo, y cada cual verá si lo hace de manera consistente con lo que enseña o escribe. Pero al comparecer no está actuando en nombre de la ciencia del derecho; sino de su cliente de turno.

Por otra parte, los integrantes del Tribunal Constitucional no están llevando adelante un rol científico al emitir, colectivamente, una sentencia. Del mismo modo que no lo hacen ni los jueces de un Tribunal Ordinario de Justicia al emitir una sentencia; ni tampoco los parlamentarios al votar una Ley. Simplemente están forjando en conjunto eso que llamamos las “fuentes” del derecho.

Entonces, ¿dónde están los juristas y la ciencia del derecho? No allí donde creía verlos el editorialista (sin perjuicio de que su queja de fondo era atendible), sino que están en aquella comunidad de cultores de disciplinas relacionadas con las fuentes del derecho (con las leyes y sentencias), pero no creando tales fuentes, sino sistematizándolas, criticándolas. Eso lo hacen a través de Tratados, Monografías, conferencias, escritos, en que lo que importa no siempre es la forma, sino la actitud ante esa fuente: una mezcla de lealtad y distancia a ellas mismas. Es que el del jurista es un verdadero sacerdocio (en sentido literal), parecido al del sacerdote y juez que, de manera tolerante, independiente y leal, de acuerdo a sus convicciones más profundas, cumple su rol distante de las posiciones que se adoptan cada día en la arena política.

2º) Ahora, a propósito de la reciente sentencia que la Corte Suprema ha dictado en el caso Castilla, nuevamente se ha hecho sentir la ausencia de una sólida voz de los juristas independientes, especializados en los temas de esa sentencia, de tal manera de guiar las decisiones de la jurisprudencia mediante sus criticas independientes y tolerantes del sistema.

En tal labor ha cumplido un importante rol este periódico, mediante múltiples editoriales, cartas de lectores y columnas de abogados y juristas. Cabe ampliar el escrutinio que, de modo independiente, desde estas páginas se realiza a la jurisprudencia.



                  [Publicado en: El Mercurio, 23 de febrero, 2013]

26 de enero de 2013

Servidumbres eléctricas



El 23 de enero la Cámara de Diputados aprobó el proyecto de ley que modifica el procedimiento concesional eléctrico, el que incorpora las indicaciones introducidas por el ejecutivo los días 15 y 23 de enero. Ahora falta la aprobación del Senado.

Es un Proyecto robusto y detallista, que denota un gran trabajo del Ejecutivo y de los Parlamentarios, y que soluciona buena parte de los problemas que se suscitan actualmente en la materia. Pero en cuanto a las servidumbres eléctricas, cabe incorporar mecanismos dirigidos a la fijación y pagos de indemnizaciones justas y adecuadas. Si bien los propietarios merecen recibir valores justos, cabe poner coto a la alta especulación y a los excesos de muchas comisiones tasadoras. Esto se lograría replicando en el proyecto, como actualmente sucede en tarifas sanitarias y eléctricas, la teoría de los juegos.

Esta teoría opera así: en aquellos casos en que no logren acuerdo los propietarios con la empresa eléctrica, la Comisión dirima el conflicto eligiendo uno de los dos valores para las indemnizaciones por servidumbres: i) o el valor que proponga el propietario; y, ii) o el valor que proponga la empresa eléctrica, no estando facultada la Comisión para decidir por un valor intermedio. Esta última regla es la clave, y es la aplicación regulatoria de dicha teoría. Ambas partes (esto es, propietario del terreno y empresa eléctrica) saben de antemano que no pueden alejarse del valor de mercado, pues corren el riesgo de que la Comisión tasadora elija el valor propuesto por la contraparte. Se puede agregar una apelación al Panel de Expertos.

Propongo agregar un artículo o inciso en este sentido.

           Con esto se acaba la especulación y las fijaciones de valores excesivos.




[Publicado en El Mercurio (Cartas al director), 26 de enero de 2013]

21 de enero de 2013

Desestatizando los recursos naturales: una consolidada tendencia legislativa



         "... Hemos dejado atrás la infértil discusión sobre la propiedad estatal de los recursos naturales: lo que importa es regularlos para que estén disponibles, con justicia, igualdad, equidad y razonabilidad, a todos los potenciales usuarios y explotadores audaces y cuidadosos..."
  

Para regular los recursos naturales es innecesario declararlos previamente del dominio del Estado, como lo afirmamos en una columna anterior en El Mercurio Legal. El profesor Matías Guillof, ha reaccionado contra dicha afirmación, en una columna publicada en este mismo medio, señalando que la estatización de los recursos naturales introduce rigidez para proteger las inversiones actuales y flexibilidad para proteger el uso sustentable de ese recurso en el futuro. Agrega que para estatizar no es necesario modificar la Constitucional.

Intentare reafirmar mis argumentos, y refutar los suyos, ofreciendo, en primer lugar, una evidencia indesmentible, que va más allá de nuestras opiniones: la marcada tendencia legislativa chilena observable al respecto. En segundo lugar, ofrezco la argumentación constitucional para demostrar que la estatización requiere reforma constitucional.

En fin, ofrezco el abanico de posibilidades regulatorias existente, con posibilidades distintas a la estatización, todo lo cual no impide ni mayor flexibilidad ni mayor rigidez, pues queda incólume la potestad legislativa para regular los recursos naturales del modo más adecuado socialmente.

Es que el derecho chileno neo-moderno, aquel nacido hace 30 años junto con la caída del Estado del Bienestar, no ha cambiado de tendencia en las regulaciones de los recursos naturales, y ha mantenido básicamente las siguientes características:

1º) ha fortalecido el libre acceso a la extracción, uso o aprovechamiento por los particulares de tales recursos naturales; y

2º) las regulaciones han ido perdiendo de modo muy perceptible todo hálito de propiedad o dominio estatal de tales recursos.

Si observamos bien, se ha ido consolidando la tendencia a desestatizar los recursos naturales. El Estado ya dejó de ser propietario de recursos naturales y de los bienes de alta significación social.

La estatización es anti-histórica; está pasada de moda. Es que el legislador nacional no sólo es moderno: es neomoderno.

Los sociólogos parecen no haberlo olfateado aún; los economistas, según sus tendencias, están de fiesta o de funeral; pero desde la perspectiva jurídica, es una evidencia: el legislador chileno ha ido consolidando, paso a paso, una densa tendencia: la desestatización de bienes públicos y recursos naturales.

El último ejemplo de desestatización de recursos naturales es la reciente Ley de Pesca.

La regulación de la pesca fue posible sin declarar previamente que el Estado es propietario de los peces.
           
Pues, para regular la actividad pesquera, del modo que se quería, el Congreso Nacional no requería auto-declarar al Estado como propietario de los peces (como una Moción Parlamentaria lo había postulado en medio de la tramitación de dicha ley de pesca). Además de ser extravagante declarar al Estado propietario de especies nacidas y aún no nacidas, era innecesario, como lo demostró, con mejor racionalidad y coherencia, el art.1A de la Ley de Pesca recién aprobada.

En efecto, tal disposición, en tres tiempos, ofrece la explicación de un esquema regulatorio impecable:
1º) El Congreso declara la soberanía de “los recursos hidrobiológicos y sus ecosistemas” (situados ya sea en aguas terrestres, aguas interiores; mar territorial, Zona Económica Exclusiva y en la Plataforma Continental);

2º) El Congreso declara su potestad regulatoria; y,

3º) El Congreso declara que puede el Estado (a través de la Administración) otorgar autorizaciones.

El Poder Legislativo simplemente hizo lo que hay que hacer desde que existe tal Poder: ejercer la potestad legislativa.

En verdad, lo que hay detrás de esta declaración es el reconocimiento implícito de que los peces son res nullius; de nadie. No se necesitaba declararlos propiedad de nadie para regular su extracción; es que los peces no son apropiables. No consideró necesaria la extravagancia de declararlos de dominio estatal para regular su aprovechamiento.

Y este es un imperativo de racionalidad; es difícil explicar, con razonabilidad, el intento de declarar al “Estado” propietario de una masa de seres vivos que van naciendo y muriendo…

Pero el tema es más profundo jurídicamente: la desestatización no sólo es una tendencia legislativa muy clara en materia de minas y aguas, y reafirmada ahora en materia de peces, sino que es una exigencia constitucional que suele olvidarse.

La regla no estatista de la Constitución para los bienes públicos y recursos naturales de alta significación social.

El art.19 Nº23 de la Constitución contiene unas reglas muy relevantes respecto de todos los bienes públicos y recursos naturales de alta significación social:

i) En primer lugar, consagra una garantía para los ciudadanos, al declarar que las personas pueden llegar a ser propietarias de todo tipo de bienes, salvo que hayan sido declarados públicos (de la Nación, es la expresión de la Constitución; lo que es bien distinto a lo estatal).

ii) En segundo lugar, se deriva la summa divisio (esto es la división mayor) de los bienes en nuestro sistema jurídico, que distingue: por una parte, los bienes públicos; y, por otra, los bienes privados. Desaparecen de nuestro sistema la propiedad o dominio estatal de bienes y recursos altamente significativos; pues o son públicos (de todos, del pueblo; y nunca estatales) o son privados (dentro de estos cabe considerar a los de particulares, del fisco, regionales, de municipios).

iii) En tercer lugar, se consagra una reserva de ley de quórum calificado para incorporar bienes a la categoría de públicos o nacionales.

Cabe señalar que esta regla tiene una única excepción contenida en la propia Constitución, y que más bien aparente: es el caso de las minas.

Por lo tanto, en nuestro régimen vigente, ninguna ley (de ningún quórum) está autorizada para declarar como de propiedad o dominio estatal las grandes masas de recursos o bienes de significación social.

De ahí que todas las leyes posteriores a la Constitución, al regular bienes públicos y recursos naturales, no han podido declararlos bienes estatales: ¡sería inconstitucional!

Hay un único caso de descuido, en que el legislador rompió esta tendencia (pero, sin percibirlo, no cabe dudas): es el de la energía geotérmica, cuya Ley (Nº19.657, de 2000), la declaró “bien del Estado” (fórmula extraña, que el Tribunal Constitucional, al controlar esta Ley, confundió con un “bien nacional de uso público”). Pero más allá de la cáscara legal, es difícilmente concebible que una energía pueda ser apropiable apriorísticamente para el Estado; y lo que hace la Ley de geotermia, en realidad, es regular esa actividad, sin ningún ánimo apropiatorio.

El abanico de opciones regulatorias de los bienes públicos y recursos naturales.

Lo que esta ocurriendo en la legislación de bienes y recursos naturales es simplemente una respuesta más coherente de los legisladores; es una observación más atenta de la realidad. Y lo más curioso es que pareciera que los legisladores han desestatizado, hasta ahora, por convicción; sin consciencia de estar cumpliendo un mandato constitucional.

Es que el fenómeno de los bienes públicos y recursos naturales significativos (in rerum natura) está siendo bien observado por el legislador chileno.

Es coherente con la realidad de las cosas, pues tales bienes y recursos pueden ser  considerados jurídicamente de distintas naturalezas (de todas las cuales surge un abanico de posibilidades regulatorias):

i) del dominio del Estado (ampliable a dominio nacional, estatal, o público);
ii) de dominio o propiedad particular;
iii) bienes comunes (ausencia de dominio del Estado o particular).
iv) de nadie (ausencia de dominio: res nullius).

En Chile están abandonadas las posibilidades i) y ii). Están potenciadas las posibilidades iii) y iv).

Entonces, ¿cuál es la real calificación que hoy debemos dar a los recursos naturales en nuestro país?
La tendencia legislativa actual está clara: la Nación, por cierto, puede regular los recursos naturales (esto es, dictar leyes a través del Congreso Nacional), pero es inútil argumentar para ello una patrimonialización, parecida a la individualista, para el Estado o la Nación.

Hoy en Chile la realidad nos muestra a todos (a ciudadanos y legisladores atentos), y las limitaciones constitucionales así lo exigen, que los bienes públicos y los recursos naturales  (todos los de alta significación social), no son en ninguno de los casos estatales. No existe en verdad ejemplo alguno de un recurso natural significativo que sea “de propiedad” estatal (del Estado).

Actualmente, en nuestro país, se ha consolidado una fuerte tendencia a la desestatización de los bienes o recursos relevantes (aquellas masas de bienes altamente significativos), todos los cuales, en nuestro régimen jurídico, más que de propiedad “estatal” o “nacional”, el legislador considera que son bienes que cabe clasificar en una de las siguientes categorías:

i) Bienes comunes: es el caso de las aguas.
Se las regula bajo la fórmula de ser “bienes nacionales de uso público”, pero la práctica de su autogestión local por sus usuarios, muda su naturaleza a comunes.

ii) Res nullius: es el caso de las minas y peces.
El legislador simplemente los “regula”, evitando así todo tipo de apropiación apriorística, ya particular, ya estatal.

Nos alejamos del derecho comparado (recordemos: Chile es especial, y desde hace 30 años más bien marca la pauta del derecho comparado; no la sigue dócilmente como antaño): en el derecho anglosajón, estos recursos suelen ser de los particulares; en el derecho estatista de la vieja Europa y de algunos países latinoamericanos antiliberales, estos recursos siguen siendo inútilmente estatales.

Pareciera que en nuestro país hemos ido dejando atrás la infértil discusión sobre la propiedad estatal de los recursos y bienes relevantes: lo que importa es regularlos, bajo reglas y principios adecuados, y que estén disponibles, con justicia, igualdad, equidad y razonabilidad, a todos los potenciales usuarios y explotadores audaces y cuidadosos.




[Publicado en El Mercurio Legal, 21 de enero de 2013]

8 de enero de 2013

Autonomía del órgano de coordinación eléctrica (CDEC)



El modelo jurídico de Administración de la energía es dual: i) la Ley (LGSE) entrega atribuciones a tres órganos de la Administración Central del Estado (Ministerio de Energía, Comisión Nacional de Energía, y Superintendencia de Electricidad y Combustibles); y, ii) también la Ley le entrega relevantes atribuciones de auto-administración o autogestión, a los particulares organizados a través de los CDEC.

Las empresas eléctricas, así, se auto-coordinan para prestar el servicio público eléctrico.

La ley crea a los CDEC como órganos autónomos para la coordinación, que no están integrados ni sometidos a la supervigilancia o dependencia de órgano alguno de la Administración del Estado: ni de la CNE ni de la SEC (literalmente, son autónomos).

Cabe tomar en serio la densidad jurídica de esta autonomía.

No obstante, la LGSE, en especial a partir de 2004, con una pegajosa vocación plurireglamentarista, diseminó su texto con mandatos reglamentarios, y entre ellos, algunos relacionados con los CDEC.

Pero, al dictar el Presidente tales reglamentos no puede afectar la autonomía que la Ley asegura a cada CDEC. En un solo raro caso, de manera excepcionalísima, se le atribuye a la CNE la posibilidad acotada de dictar normas técnicas respecto de la coordinación; nada más.

En 2007 se dictó el vigente reglamento de los CDEC (DS 291), cuya vocación expansiva afecta la autonomía de los CDEC.

En estos momentos, se encuentra en tramitación una modificación al DS 291, que lamentablemente sigue la senda invasora del reglamento vigente.

La afección a la autonomía de los CDEC, puede terminar por afectar al modelo regulatorio completo, basado en una intervención administrativa del Estado casi reducida a cero en materia de coordinación.

El neo moderno derecho de Energía chileno otorga distintas tareas y equilibrio en los espacios de poder y autonomía, tanto del Estado (Ministerio de Energía, CNE y SEC); como de los particulares organizados (CDEC). El desequilibrio pro-estatista que late en la modificación en trámite puede afectar, a la vez, la eficiencia y la certeza que ofrece el modelo actual.



[Publicado en Diario Financiero, 8 de enero de 2013]

31 de diciembre de 2012

El gobierno de los bienes comunes, de Elinor Ostrom

 Recensión a: “El gobierno de los bienes comunes. 
La evolución de las instituciones de acción colectiva”, 
de Elinor Ostrom 
(Ciudad de México, Instituto de Investigaciones Sociales Universidad Nacional 
Autónoma de México y fondo de Cultura Económica, 2011, 403 pp.)


La obra que deja tras de sí la Premio Nobel de Economía de 2009 tiene gran conexión con la comprensión de la naturaleza de la propiedad (privada y pública) y con actuales problemas regulatorios de los recursos naturales y bienes de uso público que enfrentamos en nuestro país.

El 12 de junio de 2012, a los 78 años, dejó de existir Elinor Ostrom, y quisiera resaltar y ampliar una vez más el alto interés que los juristas hemos dado a su obra.

Esta politóloga estadounidense, y Premio Nobel de Economía de 2009, realizó una gran contribución para comprender las regulaciones de recursos naturales, como el agua (su sequía, y la manera de gestionar la distribución de las pocas gotas de aguas con que se cuenta), bosques, peces, y de la naturaleza de una de las instituciones jurídicas más relevantes de todo ordenamiento jurídico: la propiedad.

De los trabajos de Elinor Ostrom he aprendido mucho más de la regulación de los recursos naturales y de la propiedad pública y privada que de tantas otras páginas tan convencionales de libros de Derecho, ni para qué decir de las escuetas y a veces enrevesadas leyes, cuyos enredos y vacíos muchas veces he gestionado teniendo al lado los trabajos de Ostrom.

Sus mayores contribuciones dicen relación con el gobierno o gestión de los bienes comunes (Commons), ofreciendo en sus trabajos:

1° nuevas perspectivas para comprender cómo se produce en la práctica (más allá de las regulaciones) la autoadministración de los recursos naturales, en especial el agua, y
2° una perspectiva superadora de la típica dualidad de la literatura especializada y de las legislaciones (en esto, usualmente muy atrasadas): o más mercado o más Estado; esto es: o propiedad privada/particular o propiedad estatal.

Al primer tema está dedicada su obra más famosa: Governing the Commons. The evolution of Institutions for Collective Action (Cambridge University Press, 1990), que ha sido objeto de múltiples reimpresiones; y está traducida al castellano (El Gobierno de los Bienes Comunes, Fondo de Cultura Económica, 1ª ed. 2000; 2ª ed. revisada, 2011).

La actualidad de esta obra fluye de la simple lectura de sus párrafos iniciales, ya devenida un clásico en el análisis económico de la gestión de los recursos naturales: Casi no hay semana en que no aparezca un reportaje importante sobre la amenaza de destrucción de un recurso natural valioso. El asunto es encontrar la mejor manera de limitar el uso de recursos naturales para asegurar su viabilidad económica a largo plazo. Los defensores de la regulación central, la privatización y la regulación en manos de los interesados han promovido sus   prescripciones. La cuestión de cómo gestionar mejor los recursos naturales utilizados por muchos individuos no está más resuelta en la academia que en el mundo de la política.

Este libro es un esfuerzo para:
a) Criticar los fundamentos del análisis político tal como se aplica a muchos recursos naturales;
b) Presentar ejemplos empíricos de esfuerzos exitosos y desafortunados de regulación y administración de esos recursos, y
c) Iniciar un esfuerzo para desarrollar mejores instrumentos a fin de comprender las capacidades y limitaciones de las instituciones de autogobierno en la regulación de distintos recursos naturales.

Recuerda Ostrom que el provocador artículo de Garret Hardin en Science (1968), con la expresión “la tragedia de los comunes”, no fue el primero en advertir tal tragedia, pues Aristóteles observó que lo que es común para la mayoría es de hecho objeto del menor cuidado. Todo el mundo piensa principalmente en sí mismo, raras veces en el interés común; y que hay cierta verdad en la máxima conservadora según la cual la propiedad de todos es la propiedad de nadie.

Gran parte del mundo depende de los recursos que están sujetos a una posible tragedia de los comunes.

Ostrom pone en evidencia cómo artículos eruditos sobre la “tragedia de los comunes” ecomiendan que el Estado controle la mayoría de los recursos naturales para evitar su destrucción; otros sugieren que su privatización resolvería el problema. Sin embargo, lo que observa en el mundo es que ni el Estado ni el mercado han logrado con éxito que los individuos mantengan un uso productivo, de largo plazo, de los sistemas de recursos naturales.

Además, distintas comunidades de individuos han confiado en instituciones que no se parecen ni al Estado ni al mercado para regular algunos sistemas de recursos con grados razonables de éxito durante largos períodos. En el particular caso de las aguas, está el ejemplo de órganos consuetudinarios especializados en la resolución de conflictos (como es el “Tribunal de las Aguas” en Valencia y el “Consejo de Hombres Buenos” en Murcia, ambos en España). Éstas son instancias conformadas directamente por los propios regantes, y que han demostrado ser eficaces y robustecedoras de la gestión de tales recursos. Por otra parte, hay fórmulas en la materia gestionadas por los gobiernos centrales que generan muchos conflictos y, en ocasiones, no funcionan en absoluto.

La más representativa instancia de autogestión de aguas en nuestro país, se da en el ámbito de la distribución realizada por las “juntas de vigilancia”, organizaciones integradas únicamente por particulares, y sin financiamiento ni intervención del Estado. Ellas, que son las que administran y deciden cómo se reparte el agua entre sus miembros, funcionan en general bastante bien, aunque ciertamente requieren ajustes.

La (re)lectura de éste y otros textos de Ostrom puede abrir la mente y llega a pensar que el mercado o el Estado centralizado no son todo; hay una tercera vía en materia de recursos naturales, que puede complementar (no reemplazar) tanto mercado o tanto Estado: la autogestión de los usuarios directos de los recursos naturales comunes.

Quizás profundizando las investigaciones de Ostrom podamos encontrar el mejor modo de regular en el futuro los bienes de uso público y los recursos naturales. El país está ad portas de revisar su legislación en varios recursos naturales, y estas perspectivas (sin entregar la verdad definitiva o absoluta) ayudan a una mejor decisión: en aguas (superficiales y subterráneas), en pesca, en bosques, y otros.


[En: Actas de Derechos de Aguas, Nº 2, 2012, pp. 291-293]

Una nueva etapa de la Revista de Derecho Administrativo


La Revista de Derecho Administrativa (ReDAd), nacida en 2007, inaugura a partir de este número una nueva etapa: deviene semestral (dos números por año) y contiene una estructura renovada, con el objeto de brindar al lector una visión diferente en el análisis de esta rama del Derecho.

Por una parte, mantiene su espíritu original, y seguirá teniendo el objetivo de mostrar ante la comunidad científica (juristas) y práctica (jueces y abogados) la actualidad del Derecho Administrativo, a través de la selección y publicación de trabajos doctrinarios; comentarios de jurisprudencia, de normas y bibliográficos referidos a las diversas áreas del derecho administrativo, en especial organización administrativa, función pública, actos y procedimientos administrativos, nulidad, responsabilidad, regulación, bienes públicos, urbanismo, recursos naturales, medio ambiente, justicia administrativa, entre otros, como lo enumeramos en la segunda contraportada de cada ejemplar de la Revista.

Las anteriores ediciones contemplaban una estructura consistente en cuatro secciones: Doctrina, Crónica Administrativa, Jurisprudencia y Bibliografía. A partir de este número 7 de 2013 de la Revista, algunas de sus secciones se reorganizan; así:

i) la sección Doctrina, conserva, en su esencia, el legado de las publicaciones de antaño; en la cual se incorporan trabajos de autores tanto nacionales como extranjeros y que son sometidos a arbitraje, el cual permite calificar el texto en cuanto a su calidad, contenido y carácter científico;

ii) la sección Jurisprudencia comentada, en que se ofrecen comentarios a controvertidas y contingentes sentencias emanadas de Tribunales y órganos dotados de jurisdicción. En esta sección hay cambios respecto de las ediciones anteriores de la Revista, pues antes sólo nos limitabamos a listar y fichar (y a veces a publicar in integrum) las principales sentencias dictadas en los Tribunales  Superiores de Justicia, en el Tribunal Constitucional, en Contraloría General de la República y en el Consejo para la Transparencia; esa tarea se cumple en otros productos de la editorial de una manera más completa y actualizada, y la Revista intentará publicar comentarios de especialistas de las principales decisiones jurisprudenciales;

iii) la sección Legislación comentada, la inauguramos en este número, en la cual se incoporan análisis, en lo posible descriptivos, críticos y profundos, sobre normas de naturaleza administrativa de reciente promulgación;

iv) la sección Crónica y Actualidad Administrativa, acápite que cuenta con cuatro sub secciones, en la primera de ellas: “Artículos”, se incorporarán estudios de doctrina con carácter más práctico, Informes o vinculados a materias puntuales; luego, en “Actualidad Académica”, se dará noticia a la comunidad jurídica de la principales actividades, jornadas y seminarios de la disciplina; en “Textos Actualizados” se transcriben las leyes, decretos, resoluciones y actos administrativos de relevancia jurídica, utilizando como principal fuente de ello el Diario Oficial; la cuarta sub sección, denominada “Documentos Administrativos”, da cuenta de una relevante disposición normativa que constituye un significativo aporte al quehacer ius administrativo; y,

v) la sección Bibliografía es un espacio abierto a recensiones y  dedicado a la recopilación de publicaciones de realce jurídico administrativo; contiene recensiones de de libros jurídicos contemporáneos de la disicplina y una síntesis bibliográfica con las principales novedades en el ámbito del derecho administrativo, contenidas en obras, tratados, colectáneas, actas y revistas.

Con todo, la renovación trae de la mano la incorporación a nuestro Consejo de Redacción, de dos destacados y jóvenes valores de la disciplina: los profesores Gabriel Bocksang Hola, de la Pontificia Universidad Católica de Chile, y Raúl Letelier Wartenberg, de la Universidad Alberto Hurtado; quiénes llegan a contribuir y a integrar un sólido y entusiasta equipo de trabajo, compuesto, además, por los profesores Jorge Bermúdez Soto, de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso; Eduardo Cordero Quinzacara, de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso; Luis Cordero Vega, de la Universidad de Chile; Juan Carlos Ferrada Bórquez, de la Universidad de Valparaíso; y, Mauricio Viñuela Hojas, de la Universidad de los Andes. Este es el equipo de un proyecto común; enriquecido por la diversidad de opiniones que se observa entre sus integrantes, pero con la conciencia de estar construyendo un instrumento cultural necesario para el crecimiento de la disciplina del Derecho Administrativo.

Entonces, la ReDAd es al mismo tiempo un medio de difusión del Derecho Administrativo que tiene por objeto dar a conocer aspectos contingentes y relevantes de la disciplina; pero también la ReDAd desea contribuir al debate jurídico, a la discusión doctrinaria. Ambos objetivos, creemos, son un aporte teórico y práctico desde sede académica (profesores y juristas eruditos) para quienes constantemente aplican el derecho (jueces y abogados).



[Publicado en Revista de Derecho Administrativo, Nº 7, 2012]