16 de junio de 2014

Doctrina científica y política jurídica: el ser o no ser de todo jurista



"... Los juristas suelen ofrecer dos productos culturales a las sociedades en que viven: una obra doctrinaria o científica y una labor de política jurídica; pero ambas tienen un contenido y un tono que cabe cuidar..."


«Ser o no ser: he ahí el dilema.
¿Es acaso más noble para la mente sufrir las pedradas y dardos de la fortuna adversa
 o armarse contra un mar de dificultades y oponiéndose a ellas, terminarlas? (…) Pues, ¿quién soportaría (…) la injusticia del opresor,
la soberbia del orgulloso (…), la tardanza de la justicia,
la insolencia de los funcionarios (…)?»(Shakespeare, Hamlet, III, 1) 


El jurista vive en medio del mundo, y está ante el dilema de ser o no ser; si desea ser real y efectivamente un jurista, entonces pareciera que son dos sus tareas: por una parte, construir la doctrina (esa que es fuente del derecho); y, por otra, intervenir en las discusiones de la sociedad de su tiempo, opinando de acuerdo a sus convicciones. 

Pero el jurista está ante un dilema: ambas tareas debe hacerlas como jurista: si ofrece doctrina, debe hacerlo con método científico; si ofrece opiniones no debe dejarse capturar por la política partidista. 

Primero, cabe observar la labor más propia de un jurista: la científica, de donde fluye ese producto social que llamamos doctrina

Las tareas que suelen realizar aquellos científicos que llamamos juristas eruditos, son distintas de otras tareas que se enmarcan en el fenómeno jurídico. En efecto, hay tres roles que distinguir en el fenómeno de lo propiamente jurídico: 

i) el rol de los legisladores, que adoptan el derecho legal; 
ii) el rol de los jueces, que dictan sentencias, y conforman ese conjunto de decisiones que denominamos jurisprudencia (en cuyo rededor, actúan los abogados de la praxis, defendiendo causas de parte); y, 
iii) el rol de los juristas, que construyen la dogmática o doctrina jurídica. 

Los abogados también actúan previniendo o anticipando conflictos; pero ese es un rol que impide el conflicto, y evita que opere el proceso, del cual la sentencia de cada juez es el resultado. 

El rol de legisladores y jueces (y abogados) es práctico; el rol del jurista es tanto teórico (en el sentido que sus escritos no tienen el imperio de una Ley o de una sentencia), como no especulativo (esto es, dirigido a la práctica): de ahí que las teorías que ofrece la doctrina jurídica son útiles y utilizables directamente por los prácticos del derecho (abogados y jueces). 

En epistemología científica se distingue entre ciencias prácticas y especulativas; esta es otra perspectiva, en que a la ciencia jurídica (que es el resultado del trabajo del jurista) cabe calificarla de ciencia práctica, pues su objeto, método y respuestas son aplicables a la praxis de modo indirecto. Las ciencias especulativas (como la filosofía, por ejemplo) no ofrecen ese tipo de respuestas. 

Si observamos la realidad, los juristas realizan estas tres tareas esenciales: 


1º diseñar cada disciplina jurídica, lo que es útil para la enseñanza y aplicación del derecho;
2º formular teorías e instituciones, que sirven como modelos de solución de casos difíciles, en base a las reglas existentes (vigentes) en un ordenamiento jurídico dado; y, 
3º formular principios jurídicos, para llenar los vacíos de las reglas. 

Para todos esos fines el jurista debe, previamente, sistematizar el ordenamiento jurídico vigente. La sistematización del derecho legal es la tarea paradigmática del jurista; pero es una herramienta, un arte instrumental; una techné; o al menos una tarea intermedia, que por sí misma no sirve sino que para producir o hacer posibles aquellas otras tres tareas que serían las esenciales. 

Entonces, los juristas ofrecen a los prácticos (jueces y abogados) los tres productos culturales señalados: i) diseño de disciplinas; ii) modelos teóricos de solución para a casos difíciles, y iii) formulación de principios jurídicos). 

Las respuestas que jueces (y abogados) —esto es, los prácticos del mundo jurídico— dan a los casos difíciles suelen apoyarse en los análisis que a partir de las normas y principios ofrecen los juristas, es decir, aquellos aportes de teorías jurídicas o doctrinas que se encuentran en libros y publicaciones científicas. 

Estas tres tareas, pareciera, que conforman ese fenómeno que llamamos doctrina jurídica. 

Pero el jurista, está en medio del mundo…y suele ser opinólogo

De ahí que, en segundo término, cabe observar la intromisión que la sociedad espera de los juristas ante los cambios legislativos: la política jurídica; de ahí que ellos suelen opinar sobre decisiones sociales. Esta es una labor que realizan los juristas «desde adentro»: desde sus especialidades, dirigida «hacia afuera»: hacia la sociedad. En la dicotomía teórico/práctico, esa labor «desde dentro hacia fuera», surge desde la práctica. 

Es el caso de los ensayos, los cuales pueden tener la forma de libros incluso, de tal manera de incorporar los argumentos de un modo más fundado. Pero también los juristas pueden opinar a través de sencillas columnas de opinión en los periódicos (de hecho, los juristas suelen incurrir en tal conducta). 

Los juristas realizan esas labores de política jurídica, a través de textos con vocación de propuesta de ideas, respecto de los temas e ideas que cada jurista (desde sus conocimientos “técnicos” y desde sus convicciones más íntimas) considera un mejor «gobierno de la ciudad». Los ensayos de un jurista tienen un tono especial, y siempre están basados en el conocimiento que él pueda tener del fenómeno jurídico respectivo, pero dirigido a exponer sus ideas sobre ese tema. 

La índole de tales ensayos es, entonces, a la vez, jurídica y política; en suma, el objetivo de tales ensayos es de exposición de convicciones, pues se desea influir a través de ideas jurídicas en eventuales decisiones políticas; tales decisiones son de la comunidad por intermedio de sus representantes. 

El jurista no suele tener ni interés ni vocación para hacer activismo político; sería una suerte de desnaturalización de su rol social. Tal activismo debe estar muy lejos de las labores de los juristas: siempre he considerado la labor de jurista como antitética a la de un activista político. 

Cuando el jurista se incorpora al activismo político, pierde en buena medida el rol de tal, y pasa a ser precisamente un activista; ambos roles no son posibles de llevar en conjunto. De ahí que es trágico cuando a un experto en leyes se lo sindica más por su tendencia político partidista que por sus convicciones más profundas; la captura político partidista de los juristas los hace desnaturalizarse. Pero ello es legítimo; sólo que ya no se es jurista. 

En fin, sin perjuicio de estos riesgos de captura política, no podemos renegar el rol orientador de los juristas, pues todo legislador, para que no produzca ingeniería social artificial, cada vez que dicta nuevas reglas, tiene el deber de dictar sólo aquellas que están en íntima conexión con el pueblo que las sufre. Y los juristas, proporcionan, mediante un filtro de racionalidad, una conexión entre el sentimiento popular y el legislador. Ese es el conocimiento nuevo que los juristas le ofrecen a la sociedad.

Debiera ser el intento de cada línea que escribe un jurista.


               [Publicado en: El Mercurio Legal, 16 de junio, 2014]

Modelo y rol de jueces y juristas: ¿activistas? ¿independientes?


¿Cuáles son los contornos y límites de la función que jueces y juristas deben cumplir hoy, a través de sus sentencias y estudios doctrinales, en la sociedad democrática; en el espacio público?

Es esperable que los aportes de estos actores del mundo jurídico sirvan como conexión entre el sentimiento popular y el legislador, y constituyan una real manifestación de la conciencia social de su tiempo. Se ha instalado un debate en la escena nacional: ¿existe activismo judicial? ¿Es siempre criticable dicho activismo? ¿Los juristas contribuyen a la discusión y desarrollo del Derecho con ideas originales y despolitizadas? ¿Existe captura política de los juristas? ¿Existen jueces o juristas independientes? ¿Es un valor democrático la independencia de jueces y juristas? ¿Se espera de ellos una especie de sacerdocio, y que no tengan vínculos de compromiso político, salvo naturales tendencia ideológicas?

1. ¿Jurisprudencia activista o deferente?

En el caso de los jueces, recientes sentencias en materias de medio ambiente, energía, recursos naturales y derechos indígenas han impactado en la opinión pública, la Administración del Estado y en los operadores jurídicos, han reavivado la discusión.

En la actualidad, se suele sostener que las decisiones “técnicas” de la Administración del Estado (referidas, por ejemplo, a la calificación ambiental de proyectos energéticos, al otorgamiento de derechos para la explotación de recursos naturales, entre otros), no pueden ni deben ser revisadas por los tribunales de justicia. Si se da esa revisión en términos más o menos profundos, se le califica de activismo -es decir, cuando los jueces fallan basados en sus opiniones o sentimientos personales–, propugnándose que en estos asuntos debe primar una especial deferencia a la Administración del Estado (Poder Ejecutivo), la cual ha de tener la última palabra en estas materias, la que sería de su “exclusiva” competencia.

Parece olvidarse que, de acuerdo a nuestro modelo jurídico, los jueces son la instancia de cierre y resolución por excelencia de los conflictos suscitados en la sociedad; ya sea que se trate de conflictos entre particulares como, también, aquellos conflictos que surjan entre particulares y la Administración del Estado. Y los jueces no deben aplicar mecánicamente las normas, sino “hacer justicia”, aun cuando no haya ley específica que resuelva la controversia presentada. Ante la ausencia de una regla jurídica (laguna jurídica), no podemos esperar de los jueces sino una suerte de “activismo”, pues  ellos deben rellenar los vacíos de las leyes, y usualmente lo hacen a través de principios jurídicos.

En general la jurisprudencia ofrece sentencias plenas de razonabilidad; pero también hay varios pronunciamientos dejan traslucir algunos aspectos críticos de nuestro sistema de justicia: i) cambios bruscos de criterio, o fundamentación de difícil comprensión; ii) ausencia de una sólida y coherente motivación; o valoraciones personales del juez; iii) dificultad de los jueces de dialogar, tanto con los demás poderes del Estado, como con la ciudadanía y con la academia.

Estos problemas involucran a la sociedad toda, y en especial al estamento de los juristas (sin perjuicio de lo poco numeroso y débil en nuestro medio).

Todo esto debe ser fruto de una profunda y amplia discusión en nuestro medio; y tal discusión se fundamenta a través de esa meta-disciplina que es la Teoría del Derecho.

2. La doctrina como apoyo a la tarea jurisprudencial

En este contexto, resulta de especial relevancia el rol del jurista como apoyo y orientación a la tarea de los jueces (como de legisladores y abogados). La doctrina que crea el jurista suele ofrecer un poderoso soporte metodológico y conceptual para interpretar el contenido de las normas, verificar el reconocimiento de una costumbre, el alcance o legitimidad de un acto administrativo o los términos de un contrato, por ejemplo.

Sin embargo, muchos juristas han olvidado su verdadero rol y, movidos por inquietudes personales, huyen a otras disciplinas fronterizas del Derecho, como la filosofía y la sociología, por ejemplo; o, incluso, a la política; en tales casos, suelen ofrecer ya no respuestas jurídicas sino respuestas filosóficas, sociológicas o políticas a problemáticas jurídicas, es decir, fuertemente desajustadas. Y es que, por esencia, el jurista debiera carecer de intereses político partidistas o contingentes; si se ha dejado llevar por los postulados de un partido político, habrá cambiado su papel en la sociedad; ya no es jurista.

Jueces y juristas, por protocolo metodológico, están “constreñidos”, por una parte, y, por otra “liberados”, respectivamente, ante la existencia o inexistencia de ley que resuelva un caso concreto. En efecto: i) si hay ley: deben aplicarla o explicarla; ii) si no la hay (ni costumbre), se entiende que existe una laguna legal, pudiendo incorporar un principio jurídico a la solución o análisis del asunto en cuestión.

Los roles paralelos (y de subsecuente colaboración) de juristas y jueces son parecidos: ambos “constreñidos” (y, en su caso, liberados) a un orden interno: las leyes vigentes y sus sustitutos (costumbres y principios), productos que no pueden manipular, como se sugiere a veces.

Si el juez quebranta este orden interno incurre en delito, en incumplimiento de deberes; si lo hace el jurista, se escapa del método, deja de ser científico.

3. ¿Doctrina jurídica independiente o comprometida políticamente?

En el caso de los juristas, cabe explicar su rol a la sociedad o captar que es lo que comprende la sociedad sobre la tarea de los juristas. ¿Los juristas son lo mismo que los abogados prácticos? Dado que usualmente una misma persona suele abordar ambos roles, pareciera que la sociedad los confunde, y suele denominar como jurista a los profesionales prácticos: a los abogados.

Pero el modelo más tradicional de jurista es el erudito, el investigador, el intelectual, que es habitualmente, además, profesor. Sin embargo, muchos de estos abogados y juristas se dejan identificar habitualmente con partidos políticos, y se presentan ante la opinión pública como abogados de tal o cual partido político, o de tal o cual facción política: por ejemplo, abogados de izquierda o de centro derecha. Entonces, cabe preguntarse si es valorizado por la sociedad un modelo de jurista independiente de todo activismo político partidista, esto es, “independiente” del activismo político. Para ello es necesario verificar si es creíble esa independencia, pues ningún intelectual (y el jurista erudito lo es) puede ser neutro ideológicamente; por lo que cabe hacer el distingo entre el compromiso ideológico personal, y la independencia del activismo político. Por cierto, es posible que existan otras “capturas” de la independencia de los juristas: los grupos de poder dentro de la sociedad, distintos al mundo político.

Es relevante observar si la figura del intelectual jurista puede llegar a cumplir un rol en nuestra sociedad; y si el rol debe ser comprometido o independiente.

4. Modelo de jueces y juristas para la sociedad democrática actual

La sociedad espera que los jueces y juristas cumplan un rol, y parece adecuado explicarlo y revalorarlo, sobre todo ante la ausencia crónica de actores sociales que hagan visible tal papel y ante la evidente desconexión de los jueces y juristas con la ciudadanía.



[Publicado en: La Semana Jurídica, Nº 103, semana del 16 al 20 de junio (Santiago, Thomson Reuters-Legal Publishing), p. 3, 2014]

1 de junio de 2014

Segunda época de la Revista de Derecho Administrativo Económico (ReDAE)

La Revista de Derecho Administrativo Económico (ReDAE), editada por el Programa de Derecho Administrativo Económico de la Facultad de Derecho de la Pontificia Universidad Católica de Chile, inicia a partir de este número una nueva etapa, con una estructura renovada y con nuevos e importantes objetivos.

La Revista mantiene su espíritu original, pero busca brindar al lector una visión más integral de las distintas temáticas que se han forjado en torno a la investigación, enseñanza y práctica jurídica en las áreas de Derecho Administrativo y Derecho Administrativo Económico. De este último clasificatorio disciplinario, el Plan Editorial abarca en especial las temáticas de Derecho de Bienes Públicos, de Aguas, de Minería, de Energía, de Recursos Naturales, de Urbanismo y Ordenamiento Territorial y de Medio Ambiente.

a.  Las etapas editoriales anteriores. Desde 1999 a 2006 aparecieron diecisiete números de la Revista de Derecho Administrativo Económico, cuyo foco fueron las técnicas del Derecho Administrativo Económico y sus especialidades más conocidas. Posteriormente, dada la fuerza y relevancia que obtuvo el estudio del Derecho Administrativo General, desde 2007 a 2013 concentramos nuestros esfuerzos en editar una revista dedicada a abordar las principales temáticas de la actividad administrativa (la organización administrativa, la función pública, los actos y procedimientos administrativos, la nulidad, la responsabilidad, entre otros): la Revista de Derecho Administrativo, la que fue publicada con Thomson Reuters y de la cual aparecieron ocho números.

b.  Una segunda época. Los actuales procesos jurídicos, sociales, culturales y políticos por los que atraviesa nuestra sociedad, junto a la amplia e intensa intervención regulatoria del Estado/Administración en las distintas actividades económicas, y la acción –y reacción– de los ciudadanos y colectivos organizados frente a dicha intervención, han generado una red de relaciones jurídicas interconectadas que han puesto nuevamente como protagonistas de la escena jurídica a las disciplinas que conforman el Derecho Administrativo Económico, por lo cual, resulta el momento propicio para cohesionar las temáticas que incorporaron ambas revistas y reunirlas bajo el nombre de nuestro proyecto editorial original, a fin de comprender el verdadero contenido y relevancia de la enseñanza y práctica del Derecho Administrativo y del Derecho Administrativo Económico.

c. Contenidos de la Revista: A partir de este número, las secciones de la Revista se reorganizan así:

i) doctrina, núcleo central de nuestra publicación, en la cual se incorporan trabajos de investigación y estudios de doctrina inéditos, de autores nacionales y extranjeros, que constituyen un aporte a las disciplinas jurídicas, objeto de la
Revista. Los trabajos presentados en esta sección son sometidos a arbitraje de pares anónimos, a fin de calificar su calidad, contenido y carácter científico;

ii) comentarios de jurisprudencia, en que se ofrecen análisis de controvertidas y contingentes sentencias emanadas de tribunales ordinarios y órganos dotados de jurisdicción;

iii)  sistematización normativa y ensayos, la cual inauguramos en este número, en la que se incorporan trabajos de sistematización de carácter más práctico, no necesariamente de estilo científico; informes en derecho vinculados a materias puntuales; y análisis, en lo posible descriptivos, críticos y profundos, sobre la normativa vigente de alguna de las temáticas que se abordan en las disciplinas objeto de nuestra publicación; así como de normas de naturaleza legislativa y administrativa en discusión o de reciente promulgación; y

iv)  bibliografía, en que se presentan recensiones de libros jurídicos recientes de la disciplina.

d. Estándares editoriales. Asimismo, en esta nueva etapa buscamos cumplir con los más estrictos estándares editoriales de las publicaciones científicas de Derecho, lo que incluye incorporar mejoras desde las normas editoriales hasta los procesos de recepción, selección y publicación de artículos, de manera tal de obtener, en el corto plazo, la incorporación de nuestra Revista en las bases de datos y catálogos académicos, nacionales e internaciones, de mayor relevancia, como son, entre otros, SciELO, ISI y SCOPUS; ello permitirá a los autores obtener reconocimiento académico y fortalecerá la presencia del Pro-grama de Derecho Administrativo Económico como un centro promotor de la investigación científica en estas disciplinas.

Junto con ello, es nuestro interés dar inicio a la plataforma digital de la Revista , de tal manera de ampliar sus fronteras y permitirnos llegar a más lectores y más autores interesados en el estudio del Derecho Administrativo y del Derecho Administrativo Económico.

e. Comité Editorial. La renovación también está acompañada de la conformación de un nuevo Comité Editorial, compuesto por destacados profesores especialistas en las disciplinas jurídicas objeto de la Revista. No dudamos que la labor que cumplirá este equipo permitirá dotar a ésta de una adecuada apertura en la revisión y selección de los artículos que se publiquen, y la fortalecerá, desde sus cimientos, gracias al conocimiento, especialización y ciencia de los citados profesores.

Con todo, la Revista pretende llenar un vacío existente en el ámbito de las publicaciones jurídicas, pues no existen actualmente en el medio publicaciones dedicadas exclusivamente al Derecho Administrativo General y, especialmente, al Derecho Administrativo Económico.

Por ello, esperamos que la Revista siga siendo un medio de difusión de estas disciplinas, y un modo de contribuir al debate jurídico y a la discusión doctrinaria. Ambos objetivos, creemos, son un aporte teórico y práctico desde la sede académica (de profesores y juristas eruditos) para quienes estudian y constantemente aplican el Derecho (para jueces y abogados).

ALEJANDRO VERGARA BLANCO


Director

Revista de Derecho Administrativo Económico, Nº 18 [enero-junio 2014] pp. 5-6

31 de mayo de 2014

Las Aguas son bienes comunes de los usuarios de cada río, de cada acuífero.


Cabe constatar lo desajustado con la realidad que resulta el permanente intento de nacionalización/estatización de las aguas.

La constatación fluye si se observa el modelo chileno de administración dual de las aguas (público/privada), y luego se revisa la efectiva mutación que este modelo y práctica producen en la naturaleza de las aguas: pues las aguas, una vez que son administradas (distribuidas) por los usuarios (mayoritariamente agricultores), en realidad devienen aguas comunes, de todos; las que se han de repartir según títulos, pero también con equidad.

Existen varias iniciativas parlamentarias en el sentido de nacionalización/estatización de las aguas y ninguna de ellas se ha aprobado.

El ejemplo más reciente es la moción de reforma constitucional (Boletín 8678-07) de diversos diputados, del 13 de noviembre de 2012, que propone que las aguas sean a la vez “bienes nacionales de uso público” y “del dominio absoluto, exclusivo, inalienable e imprescriptible del Estado”, como si ambas cosas fuesen lo mismo. Igualmente, el Programa de la candidatura de 2013 de la actual Presidenta de la República (que ha asumido el poder en marzo de 2014), retoma el tema, repitiendo casi exactamente un mensaje presidencial de 6 de enero de 2010, en que la actual presidenta, al final de su primer mandato, propone modificar la Constitución en el siguiente sentido:

i)          eliminar el inciso final del artículo 19, número 24 de la Constitución (que consagra la garantía de la propiedad para los derechos de los particulares sobre las aguas);

ii)         junto a otros aspectos (como el deseo de reinstaurar las «reservas de aguas» que existieron desde 1967 a 1979), propone agregar en el artículo 19, número 23 de la Constitución lo siguiente: “Las aguas son bienes nacionales de uso público”.

¿Es esta una reforma necesaria, atendidos los problemas y conflictos que actualmente se suscitan en las aguas? Al respecto, se puede observar lo siguiente:

         Esta reforma es incompleta, pues los problemas que hoy aquejan a las aguas son muchos más, y no fueron resueltos todos en la reforma introducida por la Ley 20.017, de 2005.

Sin perjuicio de lo que se aborda en este escrito, cabe señalar: subsisten conflictos y temas pendientes en materia de aguas subterráneas; debe reducirse la discrecionalidad excesiva y eliminarse los graves retrasos a raíz del accionar de la DGA; se hace necesario tecnificar este organismo y disminuir el marcado carácter político que actualmente detenta; debe otorgarse una mejor definición de los derechos de aprovechamiento no consuntivos; deben tratarse y regularse más profundamente las organizaciones de usuarios; y, debe incorporarse regulación sobre temas no tratados adecuadamente en la normativa, como ocurre con las nuevas fuentes de aguas (recarga artificial de acuíferos, desalinización, entre otros).

Si bien se acaba de dictar un reglamento de las aguas subterráneas (que en varios aspectos va más allá de lo que legítimamente puede hacer un reglamento, y adopta un rol de “legislador” sustituto), lo que debe hacerse, en verdad, es una Ley de aguas subterráneas.

         Siembra inquietud en una regulación esencial de la actividad económica: el agua es insumo de relevantes actividades económicas (minería, hidroelectricidad, servicios sanitarios, etc.). Una materia y una modificación tan relevante requieren de un mayor estudio previo, que en este caso notoriamente no se ha dado.

         Representa un retroceso en cuanto retoma las reservas de aguas; pues, considerando que los acuíferos y corrientes más relevantes ya están comprometidos, ¿cómo se reservará sin expropiar?

         Por último, se considera que es innecesaria, dado que intenta declarar a las aguas como “bienes nacionales de uso público”, pese a que el Código Civil y el Código de Aguas ya contienen esa declaración; y darle nivel constitucional no agrega nada.

Este proyecto de nacionalización escoge un mecanismo innecesario para la solución a los actuales problemas de las aguas; muestra, es evidente, la constante tendencia política de declarar las aguas como bienes nacionales, o del dominio del Estado. ¿Qué significa la nacionalización de las aguas? ¿Que sean comunes? ¿Que sean públicas? ¿Estatales? ¿De todos? Está claro que no se desea que sean privadas, de una persona natural o jurídica particular. Es la tensión Estado-particulares (individualmente considerados, como los reúne el mercado); tensión ésta que no mira a la sociedad.

Esta tendencia nacionalista o estatizante está mal focalizada, pues:

i)          una vaga declaración constitucional por sí sola no soluciona los problemas de la gestión del agua; y

ii)         la realidad muestra, que las aguas, más que nacionales o estatales, son bienes comunes (autogestionadas por quienes las usan); y el rol de la Nación no es disputar una especie de propiedad de las aguas, sino regularlas a través de decisiones legislativas adecuadas. Que la Nación haga propias las aguas no tiene significado alguno; es una mera consigna.

El caso es que las aguas son recursos o nacionales, o de todos, o comunes, si se quiere, pero no estatales. Las aguas están declaradas legalmente “bienes nacionales de uso público”; esto es, no son estatales. Pero, en verdad, el fenómeno de las aguas ha ido más allá de esa retrógrada visión estatal; se escapa de cualquier vínculo propietario con el Estado y se acerca al pueblo usuario de las aguas; de ahí que a este recurso esencial, hoy ya no sólo es nacional, sino que, además, cabe considerarlo un bien común, autogestionado por sus usuarios. No es real, no es un factum coherente, esa cáscara de la ley, que define a las aguas como “bienes nacionales de uso público”, como nacionales, como de dominio de toda la Nación, pues las aguas sólo las usan; sólo las pueden usar quienes tienen derecho a extraerlas; y tales aguas de cada cuenca, o de cada acuífero, están sujetas al reparto, autogestión colectiva, comunal o local de sus titulares de derechos. Y es que, al percibir la forma en que se lleva a cabo la administración y distribución del recurso hídrico, lo más coherente es considerarlas unos “bienes comunes” autogestionados por sus usuarios.

Así, aplicando esta evidencia a cada cuenca, a cada acuífero, se constata, en nuestra realidad, que en verdad hay dos calificativos para las aguas:

i) por una parte, la cáscara de las leyes califica a las aguas como bienes nacionales de uso público; de un supuesto dominio de la Nación. ¿Cuál es la consecuencia de esa calificación jurídica? Únicamente que la “Nación toda”, a través del Congreso Nacional, puede dictar leyes que regulan su gestión, y su preservación;

ii) por otra parte, de la realidad fluye la evidencia de las aguas como unos bienes comunes, de todos sus usuarios efectivos, dada la autogestión de las mismas por sus usuarios directos (de hoy y de mañana).

En suma, la realidad es más fuerte que algunas consignas incorporadas con fórceps a los textos normativos, intentando convertirlas en reglas: la realidad del derecho viviente torna inútil e irreal la estatización de las aguas.

Lo anterior, por cierto, desde el punto de vista jurídico.



[Publicado en: Revista Riego y Drenaje. Mayo, 2014]

28 de mayo de 2014

Espíritu del pueblo como fuente del Derecho y el intento de estatización de las aguas


“…la estatización de las aguas, ¿no irá contra el espíritu de ese pueblo que usa las aguas? El pueblo (el volksgeist savignyano) es origen y fundamento del Derecho, y una encuesta a los usuarios (agricultores, fruticultores, indígenas, industriales) permitiría descubrir lo ajustado o desajustado de entregar al Estado lo que el pueblo ya siente de modo consuetudinario como un bien común...”


¿Para qué «nacionalizar» las aguas? ¡Es que las aguas ya son bienes comunes de los usuarios de cada río, de cada acuífero! ¿Se ha consultado el espíritu de ese pueblo usuario de las aguas?

Nuevamente se está discutiendo sobre el tema de la nacionalización o estatización de las aguas, sobre lo cual me he referido con anterioridad, en estas mismas columnas:
i) en una de ellas resalto la calidad de bienes comunes de las aguas, como lo evidencia una vida entera de trabajo científico por la Premio Nobel Elinor Ostrom, dignísima representante del movimiento intelectual de la economía heterodoxa;
iii) en fin, respondiéndole a un amable crítico, recalco cómo la desestatización de los recursos naturales, en nuestro país, ha sido una consolidada tendencia legislativa.

Estas mismas apreciaciones las he señalado en otros sitios, y ahora, con un mayor desarrollo en un reciente libro sobre la que denomino Crisis institucional del agua (Santiago, Thomson Reuters, 2014), al cual me permito remitirme para desarrollos más amplios, señalando que las dominaciones del agua no le corresponde sólo al Estado o al mercado; también al pueblo, en este caso, sus usuarios.

Pues bien, los actuales intentos parecieran querer cambiar esa tendencia.

Cabe constatar lo desajustado con la realidad que resulta el permanente intento de nacionalización/estatización de las aguas.

La constatación fluye si se observa el modelo chileno de administración dual de las aguas (público/privada), y luego se revisa la efectiva mutación que este modelo y práctica producen en la naturaleza de las aguas: pues las aguas, una vez que son administradas (distribuidas) por los usuarios (mayoritariamente agricultores), en realidad devienen aguas comunes, de todos; las que se han de repartir según títulos, pero también con equidad.

Ya existían varias iniciativas parlamentarias en el sentido de nacionalización/estatización de las aguas.

El actual intento parece querer seguir la moción de reforma constitucional (Boletín 8678-07) de diversos diputados, del 13 de noviembre de 2012, que propone que las aguas sean a la vez “bienes nacionales de uso público” y “del dominio absoluto, exclusivo, inalienable e imprescriptible del Estado”, como si ambas cosas fuesen lo mismo. Igualmente, el Programa de la candidatura de 2013 de la actual Presidenta de la República (que ha asumido el poder en marzo de 2014), retomaba el tema, repitiendo casi exactamente un mensaje presidencial de 6 de enero de 2010, en que la actual presidenta, al final de su primer mandato.

Ese mensaje presidencial de 2010 propone modificar la Constitución en el siguiente sentido:
i)   eliminar el inciso final del artículo 19, número 24 de la Constitución (que consagra la garantía de la propiedad para los derechos de los particulares sobre las aguas);
ii)   junto a otros aspectos (como el deseo de reinstaurar las «reservas de aguas» que existieron desde 1967 a 1979), propone agregar en el artículo 19, número 23 de la Constitución lo siguiente: “Las aguas son bienes nacionales de uso público”.

¿Es esta una reforma necesaria, atendidos los problemas y conflictos que actualmente se suscitan en las aguas? Al respecto, se puede observar lo siguiente:

1º Esta reforma es incompleta, pues los problemas que hoy aquejan a las aguas son muchos más, y no fueron resueltos todos en la reforma introducida por la Ley 20.017, de 2005.

Sin perjuicio de lo que se aborda en este escrito, cabe señalar: subsisten conflictos y temas pendientes en materia de aguas subterráneas; debe reducirse la discrecionalidad excesiva y eliminarse los graves retrasos a raíz del accionar de la DGA; se hace necesario tecnificar este organismo y disminuir el marcado carácter político que actualmente detenta; debe otorgarse una mejor definición de los derechos de aprovechamiento no consuntivos; deben tratarse y regularse más profundamente las organizaciones de usuarios; y, debe incorporarse regulación sobre temas no tratados adecuadamente en la normativa, como ocurre con las nuevas fuentes de aguas (recarga artificial de acuíferos, desalinización, entre otros).

Si bien se acaba de dictar un reglamento de las aguas subterráneas (que en varios aspectos va más allá de lo que legítimamente puede hacer un reglamento, y adopta un rol de “legislador” sustituto), lo que debe hacerse, en verdad, es una Ley de aguas subterráneas.

2º Siembra inquietud en una regulación esencial de la actividad económica: el agua es insumo de relevantes actividades económicas (minería, hidroelectricidad, servicios sanitarios, etc.). Una materia y una modificación tan relevante requieren de un mayor estudio previo, que en este caso notoriamente no se ha dado.

3º Representa un retroceso en cuanto retoma las reservas de aguas; pues, considerando que los acuíferos y corrientes más relevantes ya están comprometidos, ¿cómo se reservará sin expropiar?

4º  Por último, se considera que es innecesaria, dado que intenta declarar a las aguas como “bienes nacionales de uso público”, pese a que el Código Civil y el Código de Aguas ya contienen esa declaración; y darle nivel constitucional no agrega nada.

Este proyecto de nacionalización escoge un mecanismo innecesario para la solución a los actuales problemas de las aguas; muestra, es evidente, la constante tendencia política de declarar las aguas como bienes nacionales, o del dominio del Estado. ¿Qué significa la nacionalización de las aguas? ¿Que sean comunes? ¿Que sean públicas? ¿Estatales? ¿De todos? Está claro que no se desea que sean privadas, de una persona natural o jurídica particular. Es la tensión Estado-particulares (individualmente considerados, como los reúne el mercado); tensión ésta que no mira a la sociedad.

Esta tendencia nacionalista o estatizante está mal focalizada, pues:
i)     una vaga declaración constitucional por sí sola no soluciona los problemas de la gestión del agua; y
ii)  la realidad muestra, que las aguas, más que nacionales o estatales, son bienes comunes (autogestionadas por quienes las usan); y el rol de la Nación no es disputar una especie de propiedad de las aguas, sino regularlas a través de decisiones legislativas adecuadas. Que la Nación haga propias las aguas no tiene significado alguno; es una mera consigna.

El caso es que las aguas son recursos o nacionales, o de todos, o comunes, si se quiere, pero no estatales. Las aguas están declaradas legalmente “bienes nacionales de uso público”; esto es, no son estatales. Pero, en verdad, el fenómeno de las aguas ha ido más allá de esa retrógrada visión estatal; se escapa de cualquier vínculo propietario con el Estado y se acerca al pueblo usuario de las aguas; de ahí que a este recurso esencial, hoy ya no sólo es nacional, sino que, además, cabe considerarlo un bien común, autogestionado por sus usuarios. No es real, no es un factum coherente, esa cáscara de la ley, que define a las aguas como “bienes nacionales de uso público”, como nacionales, como de dominio de toda la Nación, pues las aguas sólo las usan; sólo las pueden usar quienes tienen derecho a extraerlas; y tales aguas de cada cuenca, o de cada acuífero, están sujetas al reparto, autogestión colectiva, comunal o local de sus titulares de derechos. Y es que, al percibir la forma en que se lleva a cabo la administración y distribución del recurso hídrico, lo más coherente es considerarlas unos “bienes comunes” autogestionados por sus usuarios.

Así, aplicando esta evidencia a cada cuenca, a cada acuífero, se constata, en nuestra realidad, que en verdad hay dos calificativos para las aguas:
i) por una parte, la cáscara de las leyes califica a las aguas como bienes nacionales de uso público; de un supuesto dominio de la Nación. ¿Cuál es la consecuencia de esa calificación jurídica? Únicamente que la “Nación toda”, a través del Congreso Nacional, puede dictar leyes que regulan su gestión, y su preservación;
ii) por otra parte, de la realidad fluye la evidencia de las aguas como unos bienes comunes, de todos sus usuarios efectivos, dada la autogestión de las mismas por sus usuarios directos (de hoy y de mañana).

En suma, la realidad es más fuerte que algunas consignas incorporadas con fórceps a los textos normativos, intentando convertirlas en reglas: la realidad del derecho viviente torna inútil e irreal la estatización de las aguas.

Es una reforma ¿no irá contra el sentimiento del pueblo? Esto es, la conciencia general del pueblo usuario de las aguas: el volksgeist savignyano: el espíritu del pueblo, que es origen y fundamento del Derecho. ¿Cuál pueblo? El pueblo que usa las aguas; ese pueblo seguramente no comprende la necesidad de una estatización o nacionalización. Sería suficiente hacer una encuesta focalizada a los miles de usuarios de las aguas (agricultores, fruticultores, indígenas, industriales) para descubrir ese sentimiento y se apercibirá lo ajustado o desajustado de este proyecto de querer entregar al Estado lo que el pueblo, de modo consuetudinario, ya siente como un bien común.



[En: El Mercurio Legal, 28 de mayo, 2014]

¿Crisis institucional del agua?



No podemos seguir cerrando los ojos ante la evidencia: no sólo hay sequías del recurso hídrico; también pareciera que existen «sequías» institucionales.


Hoy nuestro país padece una crisis institucional del agua, de diversa índole: ¿ausencia de nuevas leyes y reglamentos? ¿Ausencia de buena administración burocrática? ¿Ausencia de apoyo a la autogestión de las aguas? ¿Falta de comprensión del mercado de las aguas? En fin, ¿ausencia de buena justicia?

Es una paradoja, pues desde hace poco más de treinta años (desde 1979-1981) rigen unas reglas jurídicas que dieron nacimiento y vigor a un neo moderno Derecho de Aguas, marcado por una serie de incentivos favorables para un mejor uso de las aguas.

De ahí que no es una crisis necesariamente legislativa (de necesidad imperiosa de nuevas reglas); pareciera que es una crisis esencialmente de actitudes y prácticas de los principales actores en rededor del agua: de los burócratas (que están a la cabeza de los órganos de la Administración), de los gestores (que dirigen las organizaciones de usuarios), de los abogados y jueces (actores relevantes de los conflictos de aguas). Quienes padecen esta crisis son los usuarios de aguas (titulares de derechos de aguas).

Cabe entonces analizar el escenario cuatriforme de la crisis en que percibo que se encuentra la institucionalidad del agua; una crisis silenciosa para algunos, pero acuciante para otros; la que se manifiesta en los cuatro escenarios que describo, derivándose en una crisis de conocimiento y comprensión de roles del Estado, de la sociedad, del mercado y de sus conflictos; por ello es una crisis a la vez administrativa, de comprensión del mercado; de gestión y de justicia.

Primero, el agua padece una crisis de anomia administrativa (del «Estado» como Administración). Como es perceptible (y lo compadecen cada día los usuarios del sistema), el órgano burocrático de la Administración Central del Estado, esto es, la Dirección General de Aguas, creado básicamente para cumplir relevantes fines, hoy se encuentra casi absolutamente impedido de realizar de manera eficiente, adecuada o mínimamente satisfactoria sus tareas; ya sea por deficiencias en la organización interna, ya sea por endémicas conductas burocráticas inadecuadas; ya sea por despreocupación político-administrativa; ya sea por desempeños erráticos de los burócratas de turno en los últimos años y quizás decenios. El hecho concreto es que muy raramente los actores del sector, y todos aquellos que deben sufrir el contacto con tal institución, ya sean particulares u órganos administrativos conexos con la Dirección General de Aguas, calificarían su gestión como de excelencia. Ello, sin perjuicio de los ingentes esfuerzos que cada día realizan sus funcionarios, de toda jerarquía y posición.

Segundo, el agua padece una crisis de reconocimiento de la autogestión. En efecto, los órganos intermedios de la sociedad creados para autogestionar el agua (esto es, las juntas de vigilancia, las comunidades de aguas y las asociaciones de canalistas) ven entrabada o dificultada su labor, tanto por vacíos regulatorios, ausencia de recursos económicos, como por intromisiones de la Administración burocrática en la esfera de sus legítimas atribuciones.

Tercero, el agua padece de una crisis de comprensión de la libre transferibilidad («mercado») de los derechos de aprovechamiento. Resulta curioso observar que todos los titulares de derechos de aguas (desde modestos usuarios agrícolas hasta poderosas empresas) valoran enormemente la protección que el sistema consagra a su posición jurídica, impidiendo caducidades y permitiendo libre transferibilidad; pero, al mismo tiempo, se escuchan voces y consignas a favor de una «nacionalización» de esas mismas aguas que ellos usan. Es una contradicción que sólo proviene de una falta de comprensión del sistema.

Cuarto, el agua padece una crisis de ausencia de justicia especializada. El origen y resolución de conflictos en materia de aguas tiene dos escenarios: uno, conflictos suscitados al interior del órgano burocrático, a raíz de sus decisiones relativas a solicitudes de derechos y de diversa índole, que son reclamadas por los particulares ante los tribunales ordinarios de justicia (usualmente ante las cortes de apelaciones); y dos, conflictos relativos a la distribución de aguas o ejercicio de cada derecho, que se suscitan al interior de las organizaciones de usuarios. Los primeros conflictos son numerosísimos y los segundos son muy escasos, y casi sólo se producen en los casos de ríos “seccionados”, en que no hay distribución unitaria, a río completo, entre usuarios de aguas arriba y usuarios de aguas abajo. Es perceptible que la justicia concreta en materia de aguas adolece de una ausencia crónica: de unos tribunales especializados que diriman con mayor experiencia y auctoritas estos temas.

Entonces, antes de embarcarse en consignas demasiado genéricas (como la nacionalización o estatización de las aguas), quizás cabe analizar los cuatro escenarios más elocuentes de esta crisis.



[En: El Mercurio, A2, 28 de mayo, 2014]