30 de abril de 1989

Sobre Grocio: aquel gran inventor de conceptos jurídicos, y las aporías del dominio eminente




(A propósito del libro de Hugo Grocio Del derecho de prensa. Del derecho de la guerra y de la paz. Textos de los libros «De lure praedae» y «De Iure belli ac pacis», ed. bilingüe, trad., intrd. y notas de Primitivo Mariño Gómez, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1987; 67 págs.)


SUMARIO


I. La Colección «Clásicos Políticos».- II. La obra y su autor.- III. Grocio, inventor de conceptos jurídicos.- IV. Las aporías del dominio eminente.


I. La coleccion «clásicos políticos»

Hay ciertos clásicos que son de viva actualidad para el jurista de hoy, quien, en algunos casos, perdido entre los datos del presente, olvida buscar los orígenes de ciertas concepciones, método que le dará verdadera luz para iluminar la realidad; la verdad es que refresca la mente leer algunos clásicos y recordar que en estas materias pareciera que el tiempo de la historia no avanza tan rápidamente como pensamos. Estas ideas nos han movido a comentar la traducción (lamentablemente parcial) de estas obras de Hugo Grocio, base de muchas reflexiones jurídicas que de ahí nacerían.
El Centro de Estudios Constitucionales, en su colección «Clásicos Políticos», ofrece al lector de lengua castellana los dos capítulos primeros del  De iure praedae commentarius, obra de juventud de Hugo Grocio, y los Prolegómenos y capítulo I del libro I del De iure belli ac pacis, libri tres, obra de madurez del mismo autor.
La colección «Clásicos Políticos», que dirige Antonio Truyol y Serra, suma un título más a su fondo, el que, entre sus títulos nuevos y antiguos, algunos ya agotados hace largo, tiempo, y que esperan una pronta reedición, forma una de las más valiosas colecciones con que cuentan las editoriales españolas; cómo no reconocer el esfuerzo editorial que significó la edición de las monumentales obras de los teólogos juristas Domingo de Soto (De lustitia et lure, 5 vols.), Francisco Suárez (De Legibus ac Deo Legislatore, 6 vols., y Defensio Fidei, 4 vols.), todas ediciones bilingües, con excelentes notas y estudios complementarios; en esta misma colección se encuentran otros libros de importancia primaria para el jurista, como el precioso texto de Cicerón, De Legibus, traducido y anotado por Alvaro d’Ors, al que le precede, además, un célebre y excelente estudio del mismo d’Ors; Elementos de Derecho natural y político, de Thomas Hobbes; EI político y Las Leyes, de Platón; la Política, Ética a Nicómaco y la Retórica, de Aristóteles, etc., obras fundamentales del pensamiento político y, a la vez, fuente inapreciable de conocimientos jurídicos.
Y ahora se suman estos textos de Hugo Grocio, uno de los más grandes inventores de conceptos jurídicos, muchos de ellos de gran importancia en la evolución del pensamiento jurídico, los que aún perviven dentro de la ciencia del Derecho.

II. La obra y su autor

Aunque no se editan en esta oportunidad las obras señaladas en forma completa, en los capítulos traducidos aparecen importantes conceptos jurídicos enunciados por Grocio, lo que hace especialmente oportuno este libro para el jurista que busca su origen en las fuentes originales, pues hoy es difícil encontrar ediciones de estas obras en el mercado, y más aún traducciones.
Respecto del De lure belli ac pacis, ya son ejemplares raros la antigua traducción francesa: Hugues Grotius, Le droit de la guerre et de Ia paix, 1759, trad., con ricas notas, de Jean Barbeyrac (1), y la castellana: Hugo Grocio, Del derecho de la guerra y de la paz, trad. de J. Torrubiano Ripoll, Madrid, 1925. Respecto del De lure praedae, no conocemos otras traducciones (que pensamos, obviamente, han de existir). En cuanto a éste, el traductor sigue la edición latina de G. Hamaker, París y La Haya, de 1869, y otra de 1950; en cuanto al De Iure belli ac pacis, sigue la edición de Amsterdam de 1680.
Sobre la figura de Hugo Grocio, es ocioso decir algo acá, pues es ya un clásico y escritor de obras de la más diversa índole, incluso teológicas; solo recordar que nació en 1583; que el De iure praedae lo escribió cuando tenía apenas veintidós años, y que posteriormente sería doctor en Derecho por la Universidad de Orleáns. En esta edición se incluye una buena bibliografía sobre Grocio (págs. XXXVII-XXXIX), a la que, no obstante, se podrían agregar otros títulos de interés especial para el jurista (2).

III. Grocio, inventor de conceptos jurídicos

Las consideraciones que siguen son las que, pienso, debe efectuarse todo jurista positivo sobre la importancia de los conceptos jurídicos manejados por Grocio en estas obras cuya aparición reseño; o, a fin de cuentas, verificar el actual status de aquellos conceptos inventados por Grocio. No se encontrara aquí una crítica filológica de la traducción --muy lejos, por lo demás, de nuestras posibilidades-, sino un uso de la traducción castellana, con algún apoyo en eI texto latino.
Aparte del intento de comprender el pensamiento de Grocio, queremos efectuar algunas reflexiones que emergen desde la actualidad, ya que, creemos, en cierto modo, algunas condiciones ambientales que existían cuando Grocio escribió sus obras, se repiten hoy. Esas obras surgieron en medio de un mundo en crisis; las mismas crisis a que asistimos hoy: un mundo sumido en la guerra, y un Derecho también en crisis, hecho que ningún jurista lo podría negar. Nos deben mover a reflexión estas obras de un hombre que lucha por encontrar bases de convivencia pacífica en una Europa dividida por las luchas religiosas; entonces, ¿seguimos buscando, hoy día, las bases jurídicas necesarias para nuestra convivencia pacífica? 
Hemos dicho que Grocio fue un gran forjador de conceptualizaciones jurídicas, lo que es rigurosamente correcto: sus reflexiones sobre el derecho de gentes, por ejemplo, le han marcado como el fundador del Derecho internacional moderno.
Es, además, el gran iniciador del iusnaturalismo moderno o, como se lo suele llamar también, Derecha natural secularizado (en contraposición al denominado Derecho natural clásico, para el cual hoy corren vientos frescos, como todos sabemos, de la mano de los juristas romanos, Aristóteles y Tomás de Aquino, y es Michel Villey un sobresaliente epígono de tal corriente).
Hay otros conceptos creados por Grocio tan célebres como el de derecho subjetivo, o como el de persona moral. En relación a este concepto de persona moral, recuérdese que la obra de Grocio representa un momento crucial en la evolución del concepto de persona jurídica, al introducir el término «persona moral»; antes se hablaba de corporaciones, y el peso decisivo de su autoridad, en contra de las concepciones nominalistas de la época, consagra la idea de que las corporaciones tienen una propia unidad y realidad; se trata, como él lo señala, de una cualidad moral de la persona, qualitas moralis (3).
En fin, debe releerse cuidadosamente la famosa formulación número 11 de los Prolegómenos del De iure belli ac pacis, pues no debe entenderse fuera de contexto; Grocio dice:«etiamsi daremus, quod sine summo scelere dari nequid, non esse Deum», frase tan célebre como usada fuera de contexto, pues, como aclara Primitivo Mariño Gómez, en su excelente Introducción, no fue más que un recurso al absurdo usado por el autor, para demostrar la evidencia de su proposición: la existencia del Derecho natural (4).


IV. Las aporías del dominio eminente

Nos referiremos, a continuación, con algún detalle al concepto jurídico de dominio eminente (5), formulado por Grocio, del que la doctrina ha usado y abusado. No se trata éste de un concepto sin importancia, pues aún se le considera fuente válida para la explicación histórica de las relaciones jurídicas del Estado (6). Realizaremos una pequeña relación de su evolución en el pensamiento jurídico, para demostrar, una vez más, la riqueza de sus creaciones jurídicas.
La configuración actual del dominio eminente, como concepto jurídico, nace de la obra de Grocio (De lure belli ac pacis) como una facultad perteneciente al soberano (7). En efecto, Grocio distingue la «facultad o derecho ordinario», «que se refiere a las cosas de uso privado», y la «facultad derecho eminente», facultas eminens, «superior a la ordinaria», y que compete al Estado «por razón del bien común». Y como la regia potestas, continúa Grocio, es superior a la patria potestas y a la potestad del propietario sobre la cosa, «sobre las cosas particulares, por la misma razón está el derecho del rey, por el bien común, superior al dominio o propiedad de los particulares».
De lo señalado fluye que, para Grocio, la facultas eminens es un derecha de soberanía y no un derecho de propiedad o dominio, y no solo por el límite, que su concepción del Derecho natural y el presunto pacto social de que es, partidario imponen a su ejercicio (8), sino también, pensamos, por la aparente improcedencia de aplicar tal facultas eminens, concebida como propiedad, a las personas de los súbditos, ya que también ellas se encuentran bajo esta facultad eminente.
En el sentido correcto que señalamos fue entendido el dominio eminente por toda la doctrina iusnaturalista moderna (que fue la escuela fundada a partir de Grocio); así, Samuel Pufendorf llama dominio eminente a la potestad que corresponde al estado sobre las cosas del ciudadano, por causa de utilidad pública, por lo que lo llama potestas eminens, sobre todo porque la concibe como un poder de soberanía y no como un verdadero dominio o propiedad; en el mismo sentido, Vinnio, Crusius (autor de un trabajo denominado De eminenti dominio), Diescau, para quien el soberano tiene una potestas, un ius imperii sobre el súbdito y sobre sus bienes, para quien no debe llamarse dominium eminens, pues «dominium denota derecho de propiedad, mientras que el detentador de la summa potestas no es ciertamente propietario de la cosa del súbdito»; Boehmer, para quien «de la expresión dominium se puede hablar simplemente de un ius que compete al príncipe sobre los bienes del súbdito»; así como Bynkershoek, quien, en lugar de, dominium eminens, habla de potestas eminens; Tomasio, de imperium eminens; Huber y Noodt hablan de un ius eminens in personas et in bona singulorum  (9).
En definitiva, para todos ellos, el dominio eminente no es un nuevo instituto; como ha puesto de manifiesto  Nicolini, eso no es así «ni en Grocio ni en Pufendorf ni en otros iusnaturalistas, los cuales expresamente declaran que la presunta gran novedad no es, en el fondo, más que la atribución de un nombre especial al derecho de expropiar, universalmente admitido» (10), .o, en palabras más simples: «una etiqueta nueva para una cosa vieja» (11).
No obstante la claridad de la formulación original y de la amplia gama de juristas que mantuvieron el concepto restringido a su contenido primitivo, con un significado puramente público de poder soberano, más tarde fue reformulado, con un sentido claramente privatista, variando el viejo concepto de fucultas enminens, a lo que pasarla a denominarse, en definitiva, dominio eminente, hasta hoy. Se originó en torno a su concepción una ardua polémica, ligada, en muchos casos, a la condición del ambiente y a las convicciones ideológicas de cada cual. A partir de esta intervención moderna, la formulación se ha tornado imprecisa y contradictoria; sobre todo ambigua, a causa de la poca claridad que se le da a su definición. La formulación privatística, concibe ahora el dominio eminente corno aquella posibilidad que tiene el soberano (y, por tanto, el Estado) de disponer de los bienes de los súbditos sobre la base de un supuesto derecho de propiedad sobre todo el territorio (12); así, de acuerdo a esta formulación, no se podría admitir la existencia de un pleno derecho de propiedad privada, pues antes que éste está otro de derecho de propiedad, que es el del soberano, como detentador del dominio eminente, el que sería, entonces, un derecho realmente pleno, pasando a constituir la propiedad privada un derecho semi-pleno (13).
En este sentido piensa Horn, quien observa que la potestas del soberano sobre la cosa del súbdito llega también a extinguir el dominio del privado (en la expropiación); ahora, para tener este efecto, esa potestas debe ser superior o mayor al dominio particular, y debe ser de la misma naturaleza de éste, debe ser un verdadero dominio (14); se trata, dice Horn, de dos distintos derechos, uno de los cuales es un verdadero dominio, y corresponde al príncipe, y el otro es una especie de usufructo (o dispositio, según él), y corresponde al privado; y como el soberano tiene el verdadero dominium de todas las cosas, se justifican las limitaciones a la propiedad privada; más aún, según él, el poder de expropiar le compete siempre al Estado por gracia del dominio eminente, aunque sea sin causa y aunque sea sin resarcimiento alguno, por cuanto el dominus es absolutamente libre de disponer de sus cosas (15).
La idea de Horn constituye, en el fondo, una deformación de la idea original de la facultas eminens, o dominio eminente, como se le ha llamado hasta ahora: nótese cómo la doctrina precedente señalaba que aquello del príncipe (del Estado) y aquello del privado son dos dominios de naturaleza diversa, y mientras la primera atribuía la verdadera propiedad al privado y un derecho de soberanía al príncipe, aquí se atribuye a éste la verdadera propiedad y al privado un puro derecho de uso.
Cercano a esta postura (con los matices que se señalará) es el, pensamiento de Alvaro d’Ors (16), y sólo cercano, pues hay puntos que les diferencian. Es diferente, pues, a pesar que d’Ors parte de la misma base, esto es, de la afirmación de ser el dominio eminente una especie de propiedad, atribuyendo al Estado, como representante de la comunidad, la verdadera propiedad, la plena, y siendo las demás de segundo grado, en d’Ors encuentra más consistencia, pues los resultados a que llegan son diferentes: lo que en Horn era un desaparecimiento virtual de la propiedad privada, acá es, como se verá, un alegato de «fuerte reafirmación» de la misma. Para d’Ors debe partir el  razonamiento desde el hecho de la apropiación colectiva, aspecto que «debe considerarse para aclarar la cuestión de la pertenencia fundamental del señorío eminente del suelo»; según él, «la primera apropiación es siempre colectiva (...) es el pueblo como colectividad quien toma para sí un territorio, y sólo secundariamente puede repartir algunas parcelas, o muchas, en propiedad privada», precisando, finalmente, sobre lo que él llama «dominio eminente del territorio», que «la propiedad del suelo que se halla atribuida a propietarios privados es secundaria, no-fundamental, y por eso mismo puede ser objeto de expropiación; la pertenencia fundamental del suelo es aquella otra originaria, de la que la propiedad más o menos privada deriva» (17).
D’Ors se aleja de las peligrosas afirmaciones que encontramos en Horn, pues el debilitamiento de la propiedad privada que propugna éste, para aquél se presenta como un fuerte reconocimiento; en todo caso, a nuestro modesto entender, sigue siendo un poco ambiguo hablar de estas dos clases de dominio; dice d’Ors: «La comunidad conserva, pues, como un dominio superior o eminente, aunque sólo sea ordinariamente potencial, sobre las parcelas atribuidas »; según él, expresión de este dominio eminente de la comunidad sobre el suelo atribuido a un particular es la imposición tributaria en forma de contribución territorial, lo mismo que la expropiación forzosa y las facultades que se arroga el Estado en la planificación urbanística (18).
Nuestro pensamiento, al respecto, lo podemos resumir así: el concepto de dominio eminente que hoy utiliza la doctrina es el concebido por Grocio como una facultad del príncipe sobre las personas y los bienes de las personas, facultad derivada de la soberanía; este concepto fue deformado por juristas posteriores, dándole un contenido patrimonial, que no tenía en sus orígenes.
 En suma, creemos haber demostrado que para el jurista es altamente aleccionador volver a las fuentes originales: particularmente en el caso de Grocio, fuente de ricos conceptos jurídicos.

Alejandro Vergara Blanco


(1) Recuérdese que Barbeyrac es uno de los más célebres traductores de Grocio, cuyas ediciones, por las ricas notas que contienen, influyeron grandemente en la interpretación del pensamiento de Grocio; motivo, por lo demás, suficiente para tenerlo siempre a la vista cuando se analizan estas obras o algunas de las ideas de su autor.
(2) Algunos títulos complementarios pueden ser los siguientes: H. Vreeland: H. Grotius the father of the modern science of international law, Nueva York, 1917; Hugo Grotius, obra colectiva dirigida por A. Lysen, Leiden, 1925; J. Llambias De Azevedo: La Filosofía del Derecho de Hugo Grocio, Montevideo, 1935; A. Droetto: Studi groziani, Turín, 1968; F. De Michelis: Le origini storiche e culturali del pensiero di Ugo Grocio, Florencia, 1967; G. Ambrosetti: I presupposti teologici e speculativi delle concezioni giuridiche di Grozio, Bolonia, 1955; J. Hervada: «Lo nuevo y lo viejo en la hipótesis ‘etiamsi daremus’ de Grocio», en Anuario de Filosofía del Derecho, nueva serie, I (1984), págs. 285 y sigs.; P. Ottenwälder: Zur Naturrechtslehre des Hugo Grotius, Tubinga, 1950; A. Marín lópez: «La doctrina del Derecho natural en Hugo Grocio», .en Anales de la Cátedra Francisco Suárez, II (1962), págs. 203 y sigs., apud. y, por todos, J. Hervada: Historia de la ciencia del Derecho natural, Pamplona, 1987, págs. 262 y sigs., bibliografía en pág. 263, n. 547.   
(3) Véase De lure belli ac pacis, lib. I, cap. I, § IV, que aparece en la edición que comentamos; cfr., además, un amplio desarrollo del concepto e Grocio sobre persona moral, en Federico De Castro Y Bravo: La persona jurídica, Madrid, Civitas; 1981, págs. 164 y sigs.
(4) Véase la traducción del trozo completo en pág. 36 del libro que comentamos, Véase, además, J. Hervada: «Lo nuevo y lo viejo en la hipótesis ‘etiamsi daremus’ de Grocio», cit. en nota 2.
(5) No conocemos ningún trabajo monográfico sobre el concepto del dominio eminente; solo referencias, más o menos detalladas, y algunos .desarrollos relativamente breves en enciclopedias jurídicas; entre éstos, véanse Alberto Samper: voz «Dominio eminente», en Enciclopedia Jurídica Española, t. XII, Barcelona, Francisco Seix Editor, 1911, págs. 550-551; Giovanni Curis: voz «Dominio eminente», en Nuevo Digesto Italiano, t. V, Turín, UTET, 1983, págs. 185-187; Carlo Guido Mor: voz «Dominio eminente», en Novíssimo Digesto ltaliano, t. VI, Turín, UTET, 1960, págs. 210-213, y Aldo M. Sandulli: voz «Dominio eminente», en Enciclopedia del Diritto, t. XIII, Milán, Giuffrè Editore, 1964, págs. 928-930. Los más valiosos antecedentes sobre el tema es posible encontrarlos en Ugo Nicolini: La proprietà, il principe e l’espropiazione per publica utilità. Studi sulla dotrina giuridica intermedia, Milán, Giuffrè Editore.1940, págs. 126-134.
(6) Recuérdese la reciente monografía de José Luis Carro: «Policía y dominio eminente como técnicas de intervención en el Estado preconstitucional», en Revista Española de Derecho Administrativo (1981), págs. 287.307, .espec. 296 y sigs., donde es posible encontrar una descripción del dominio eminente, como concepto legitimador de la intervención autoritaria en el absolutismo, y amplia cita bibliográfica.
(7) Véase De lure belli ac pacis, Iib. I, cap. I, § VI (págs. 54-55 de la edición que comentamos); su texto es el siguiente:

«Sed haec facultas rursum duplex est: Vulgaris scilicet quae usus particularis causa comparata est et Eminens, quae superior est iure vulgari utpote communitati competens in partes et res partium boni communis causa. Sic regia potestas sus se habet et patriam et dominium potestatem: sic in res singuIorum maius est dominium regis ad bonum commune quam dominorum singularium.»
En relación al dominium regis, cita fuentes romanas. Que esta facultad eminente es diferente al dominium él mismo lo clarifica previamente, al considerar a éste pleno o menos pleno, pero en consideración a otra relación, siempre sobre cosas: Lib. 1, cap. I, § V: «... domini .plenum sive menus pleno ut ususfructus ius pignoris: et creditum, cui adverso respondet debitorum (pág, 54 de esta edición).
            Jean Barbeyrac, en la trad. francesa de lo obra de Grocio cit., pág. 42, traduce este pasaje con una diferente terminología: «droit privé ou inferieur», y a la facultas eminens le llama «droit éminent ou supérieur», dando así, tanto en esto como en otros pasajes al texto original, una traducción muy libre, acomodando los términos primitivos al léxico de la Época.
Una mejor referencia al concepto de dominio eminente dentro de la misma obra de Grocio (pero que no consta en los textos traducidos en la edición que comentamos), véase en lib. I, cap. III, § VI, 2:

«singularia circa quae versatur sunt aut directe publica aut privata quidem, sed quatenus ad publicum ordinantur. Directe publica sunt actiones ut pacis belli foederum faciendorum: aut res ut vectigalia, et ni quae his sunt similia: in quibus comprehenditur et dominium eminens, quod civitas habet in cives et res civium ad usum publicum. »

Presenta aquí Grocio a la facultas eminens como un asunto público -en contraposición a los negocios privados-, que está dirigido al bien común: el dominio eminente es, entonces, aquella facultad del Estado sobre los ciudadanos y sobre sus bienes, en tanto lo demanda la utilidad pública.
(8) En este punto, cfr. Ugo Nicolini: La proprietà..., op. cit., pág. 128.
(9) Todos citados, con amplio detalle de fuentes, por: Ugo Nicolini: La proprietà..., op. cit., págs. 128-130.
(10) op. cit., pág. 130.
(11) Ugo Nicolini: op. y loc. cit., quien continúa diciendo: mientras la precedente doctrina (medieval) había llamado dominium universale o dominium maius al derecho del soberano en cuanto resguarda la cosa del súbdito, no basaba expresamente la expropiación sobre esta potestad del soberano; en la doctrina iusnaturalista, la cuestión del dominio eminente es fundida con aquella del poder de expropiación: así, el dominio eminente es el derecho mismo de expropiar, aislado del conjunto del poder estatal y llamado con un nombre especial» (pág. 130). También Carlo Guido Mor: «Dominio eminente», op. cit., pág. 210, opina que la doctrina del dominio eminente fue la legitimación dogmática de la expropiación por utilidad pública.
(12) Cfr. Carlo Guido Mor: «Dominio eminente». op. cit., pág. 210 (no es su opinión, sino su constatación).
(13) Incluso se ha vinculado el problema con el Derecho romano y se ha polarizado en torno a la pretendida existencia de un derecho eminente del pueblo romano (primero, y del emperador después), sobre el ager publicus populi romani (cfr. CARLO GUIDO MOR: «Dominio eminente», op. cit., pág. 210); pero es evidente que aquí nos alejamos del pensamiento de Grocio y sus seguidores iusnaturalistas, pues aunque él haya vinculado su opinión a fuentes romanas, nunca se refirió más que a una facultas y no a un dominium, como, con marcados caracteres patrimoniales, lo fue el ager publicus.
(14) Escribe Nicolini, en este punto, que tal razonamiento, tan «formalístico», llevó a los juristas alemanes a defender esta teoría, incluso acentuada, paralelamente, por el razonamiento de ciertos teólogos, que atribuían al Papa un dominium medium, puesto entre el dominium excellentiae correspondiente a Dios sobre tales cosas, y aquel vulgar, atribuido a cada uno. Cfr. op. cit., pág, 132, in fine.
(15) Cfr. Horn, citado ampliamente por Ugo Nicolini: La proprietà..., op. cit., págs. 131 y sigs.
(16) Que hemos encontrado expuesto en dos ocasiones: 1) Ai.varo d‘Ors: Una introducción al estudio del Derecho, 2.” ed., Rialp, 1963, pág. 55, en forma muy concisa: incluyendo mayores precisiones en sus últimas ediciones (5a, 1982, y 6a, 1987), y 2) Id.: «Autonomía de las personas y señorío del territorio», en Anuario de Derecho Foral, II, Pamplona, 1976-1977, págs. 9-24 (y ahora en su Ensayos de Teoría Política, Pamplona, EUNSA, 1979, págs. 241-259), en forma más amplia. En todo caso, como se verá, no se trata de estudios monográficos sobre el tema, sino meras referencias circunstanciales, no habiendo mayor precisión de su pensamiento.
(17) Cfr. Alvaro d‘Ors: «Autonomía de las personas...», op. cit., pág. 14.
(18) Cfr. Alvaro d‘Ors: Una introducción al estudio del Derecho, op. cit. (ed. de 1982), págs. 72.73, núm. 40.  



[Publicado en: Revista de Estudios Políticos (nueva época), Madrid, N°64, abril- junio, pp. 337-346.]





27 de marzo de 1989

Técnica Legislativa


I. No es la técnica legislativa un tema que haya llamado suficientemente la atención de los juristas; esta carencia de interés doctrinal no es repetible para ciertos países del concierto europeo, donde existen excelentes obras; referencia especial merecen los trabajos de Müller y Schneider en Alemania Federal; Thorton en Inglaterra; una serie de escritos dispersos en Italia y el reciente libro del Grupo de Estudios sobre técnica legislativa -GRETEL: « La forma de las leyes. 10 estudios de técnica legislativa », Barcelona, Bosch, Casa Editorial, S.A., 1986, 318 págs., del que simultáneamente se publicó una edición en catalán: «La forma de les lleis», de donde tomamos antecedentes que aquí entregamos. Como dato adicional, existe un trabajo publicado en Chile: Jorge Tapia Valdes, La técnica legislativa , Santiago, Editorial Jurídica de Chile, 1960, 104 págs.

Por otro lado, el ordenamiento jurídico positivo nada dice al respecto, en contraste con algunos países europeos, que presentan importantes avances; especialmente, Alemania Federal, Austria, Suiza, y, recientemente, Italia; dichos países cuentan con ciertas «Directrices» que contienen criterios básicos, con el fin de uniformar la calidad de los textos legislativos.

Estos aspectos son algo insólitos para la mente del jurista que, tradicionalmente, lleva a cabo tareas de dogmática jurídica, la que es completamente diferente a la actividad tendente a la elaboración de los textos jurídicos («ingeniería social», como se la califica). Pero no se piense pues que los únicos interesados habrán de ser quienes trabajan en el campo de la creación del derecho: políticos y legisladores de hecho o de derecho; si bien es imprescindible para ellos el conocimiento de amplios antecedentes sobre la técnica legislativa, lo es también para el jurista-intérprete de la ley, pues sus elementos, en muchas ocasiones, entran derechamente al análisis de sus presupuestos y consecuencias dogmáticas.

II. Entre los aspectos formales de la técnica legislativa es necesario, sustancialmente, referirse a los siguientes temas (vid. Memorandum nº 1), por su importancia y por la inmediata aplicación práctica de sus resultados dogmáticos:

I)              el título de las leyes;
II)             preámbulo y disposiciones directivas;
III)            la promulgación y la fecha de las leyes;
IV)           división de las leyes;
V)            la parte final de las leyes;
VI)           las leyes modificativas;
VII)          las remisiones;
VIII)         reglas de citas; y,
IX)           la publicación de las leyes.

El siguiente es un breve desarrollo de estos aspectos:

a) El título de las leyes.
Es importante retener que el título oficial de la ley tiene un significado específicamente jurídico: desde luego es parte de la propia ley (es aprobado junto con el resto de la misma) y participa por tanto de la “fuerza de ley”. Dogmáticamente se traduce en que es utilizable para interpretar sus disposiciones como un elemento más que es de la ley, pues más de una vez se ha abrigado dudas al respecto.

Las tres partes que, desde el punto de vista jurídico, tiene (o debiera tener) el título de la ley, son: la indicación de su categoría normativa («Ley ... »); su fecha y número; y la indicación del objeto de la norma. Debe resaltarse la importancia de una correcta numeración, práctica relativamente reciente, que permite identificar y citar exacta y económicamente a las leyes, sobre todo en la actual situación de «inflación legislativa», o de «legislación motorizada», en la acertada expresión de Carl Schmitt.

Destaca el caso de Alemania Federal, país en el que existe una directiva que establece claras reglas para diferenciar el «nombre oficial» de las leyes, con su forma de citarlas (título corto y título abreviado oficiales), fórmula perfectamente emulable.

Especial atención debe prestar el legislador, sobre un aspecto importante: el título, primer acercamiento al texto de la ley por parte del lector-intérprete, el que debe conseguir identificar y descubrir exclusiva, rápida, exacta, clara, breve y plenamente su contenido sustancial, lo que -todos sabemos- no siempre es así. En todo caso, téngase presente que, como sentencia un autor: «no hay un buen título para un mal contenido».

b) Preámbulo y disposiciones directivas.
En las directrices extranjeras, normalmente se establece la necesidad de motivar los proyectos legislativos, sobre aspectos a veces olvidados por el legislador; su finalidad es evitar las leyes inútiles o, incluso, dañinas; a veces, quizás, es mejor no legislar, decisión ésta que debe ser razonada suficientemente con anterioridad.

Es altamente necesario que los «antecedentes» de los proyectos contengan estos razonamientos: saber los puntos esenciales de la ley; si existen alternativas a la actuación legislativa; sus efectos, ya sea económicos, jurídicos (incluyendo una «tabla de derogaciones»), en fin, costos sociales.

Es necesario estudiar, por ejemplo, el caso de los preámbulos (práctica casi extinguida en Chile), de su nulo valor normativo y sólo interpretativo; su relación con el señalamiento del objetivo de la ley (que no de su finalidad). Por otro lado la importante diferencia entre el «fracaso teórico» y el «fracaso de la ley»; el señalamiento de contenidos que no corresponden a la ley (v.gr.: lex iubeat, non laudat), consideraciones tantas veces olvidadas.

En fin, es necesario conocer los diferentes aspectos de las «disposiciones directivas» (Leitvorschiriften), importantes éstas por su carácter dispositivo, y guía del intérprete para conocer la finalidad perseguida por las leyes (y no siempre incluidas en las leyes).

c) Promulgación y la fecha de las leyes.
Desde una perspectiva de política legislativa, existen argumentos más que suficientes para afirmar que la promulgación sería, hoy, un acto perfectamente ocioso que podría y, en rigor, debería ser sustituído por la simple orden de publicación.

En todo caso, junto con ser necesario el estudio de los rasgos actuales de esta figura falta de unas características propias y específicas bien delimitadas, lo que podría redundar para el legislador en importantes indicaciones; lo mismo que en cuanto al tema de la fecha de las leyes.

d) División de las leyes.
Es importante su estudio, con el objeto de uniformar su sistemática, a partir de la unidad básica de toda ley: el artículo; su correcta tipografía; numeración y construcción formal, y que deben ser objeto de recomendaciones y análisis.

e) Parte final de las leyes.
Son tres los tipos de disposiciones de que se compone la parte final de las leyes: (1) disposiciones adicionales; (2) transitorias y (3) finales.

Es necesario ordenar la verdadera «maraña» en que se han transformado la parte final de las leyes de todos los días, en las que vemos introducir los mismos contenidos en una u otra categoría de disposiciones, y viceversa, casi no encontrándose en las recopilaciones legislativas un par de leyes de factura homogénea. Se ha propuesto suprimir estas tres categorías, sustituyéndose por un sólo capítulo con título genérico: «disposiciones finales». Pero, incluso, para el caso de que se considere útil mantener estas tres categorías, ya sea por tradición, etc., es posible proponer algunos criterios básicos a respetarse, como ordenes y clasificaciones de las grandes categorías que debieran componer las disposiciones adicionales, transitorias y finales; consideraciones todas éstas llenas de contenido útil para una buena técnica legislativa.

f)Leyes modificativas.
Deben ser objeto de estudio: sus partes; su ordenación; sus fórmulas; y datos a incluir, con el objeto de evitar ambigüedades y de que sirvan de verdadera ayuda al intérprete.

g) Remisiones.
Es importante considerar detenidamente los criterios a seguir en cuanto a remisiones; es ésta una técnica jurídica que plantea problemas muy heterogéneos, y debe tenerse en cuenta: la certeza del derecho y su comprensibilidad, su clara accesibilidad.

Es necesario un análisis sobre la forma de efectuar las remisiones, de sus consecuencias dogmáticas, y de sus paradojales contrastes, pues es evidente, como lo demuestra la práctica, lo peligroso del uso indebido de esta verdadera «arma de doble filo».

h) Reglas de citas.
El estudio de esta técnica legislativa tiene por objeto unificar criterios en cuanto al uso de citas dentro de las leyes, y facilitar su uso (incluso informático), incluyéndose, además, un listado de abreviaturas.

i) Publicación de las leyes.
Si bien existe una disputa doctrinal sobre su validez, es evidente cómo la publicación de las leyes en el Diario Oficial es una mera exigencia legal (Código Civil); no tiene esta exigencia carácter constitucional; por lo tanto, es sólo un modo tradicional y habitual de hacerlo. Pero la institución del Diario Oficial constituye un punto de no retorno en la seguridad jurídica que cabe superar pero en relación al cual no cabe retroceder.

Es necesario postular, en este sentido, no obstante, una amplia vacatio legis, siendo criticable la práctica de las leyes que entran en vigor el mismo día de su publicación. Las razones: primero, la exigencia de publicación no es una ficción ni puede vaciarse simplemente de contenido pues, en segundo lugar, publicación de una ley no es una mera impresión de la misma en los talleres del Diario Oficial. Antes bien, es algo que supone un plus: la edición y distribución del Diario Oficial de forma tal que se pueda tomar objetivamente conocimiento de su contenido.

Sobre el tema: junto con la aparición reciente en España del libro de Jorge Rodrigez Zapata, Sanción, promulgación y publicación de leyes, Madrid, Editorial Tecnos, 1988, sobre el conocimiento del derecho, vide recientemente también, el excelente estudio de: Hernán Felipe Corral Talciani, De la ignorancia de la ley. El principio de su inexcusabilidad, Santiago, Editorial Jurídica de Chile, 1987, 314 págs., especialmente capítulo VII, p. 265 y sgtes.

Finalmente: los errores. Por cierto, ellos son inevitables, y lo importante es disponer de regulación adecuada para su corrección.



                      [Memorándum de 27 marzo 1989, inédito]

30 de diciembre de 1988

Lecciones de Teoría Constitucional


Recensión a: Lecciones de Teoría Constitucional, 
de Antonio Carlos Pereira Menaut, 1987 
(Madrid, EDERSA) 


1. Estas lecciones constituyen un particular desarrollo de lo que es para su autor la Teoría Constitucional: rigurosamente, la teoría de la constitución. Valga su aparente redundancia u obviedad, que no lo es, pues otros autores le otorgan a la Constitución un carácter de mero instrumento del poder, o, incluso, el carácter de ser sólo una norma más -con la importancia que se quiera, pero sólo una norma- de las creadas por el Estado.

De la idea de que la Constitución es un «límite del poder, por medio del Derecho, asegurando una esfera de derechos y libertades para el ciudadano» (pág. 9), gira y se estructura -a nuestro entender- toda la obra de Pereira. Así, se analiza:

a) Lo que la Constitución es (Capítulo I: «¿Qué es la Constitución?», págs. 1-33),  sus fuentes (Cap. II: «Fuentes. El Poder Constituyente», páginas 35-56), y sus formas (Cap. III: «Rigidez y Flexibilidad, cambio y reforma constitucionales», págs. 57 -80).

b) Siendo la Constitución un freno al poder, se analiza la separación de poderes (Cap. V: «La separación de poderes», págs. 113-131) y los órganos constitucionales que resultan de dicha división (Cap. VI: «El legislativo», págs. 135-181; Cap. VII: «El ejecutivo y las formas de gobierno», páginas 183-217; Cap. VIII: «El poder judicial y el control de constitucionalidad», págs. 219-250, y Cap. IX: «Los tribunales constitucionales», págs. 251-284); y

c) Como lo anterior se realiza por medio del derecho, debe regir éste -el Derecho- en plenitud (Cap. IV: «El Imperio del derecho», páginas 81-112), con el objeto de garantizar a los ciudadanos sus derechos y libertades (Cap. X: «Derechos y libertades», págs. 285-333).

Termina este libro con un epílogo («En defensa de la Constitución», págs. 335-338), y que sella esta interesante y original -sobre todo en el medio español- teorización de la Constitución.

2. El Capítulo I está dedicado a responder la pregunta ¿qué es la Constitución? En él se analizan las principales acepciones, las grandes concepciones acerca de las relaciones entre Constitución y derecho, para, finalmente, mostrar la visión del autor. Para Pereira la Constitución no es un mero engendro normativo, sino que participa de cualidades políticas y jurídicas. Se aleja obviamente del concepto normativista, señalando que la Constitución siempre tiene una vertiente jurídica y otra política.

Un planteamiento como éste merece ser repensado por la actual dogmática, tan apegada a veces al positivismo kelseniano; dice Pereira: «Toda Constitución tiene siempre, por el mero hecho de serlo, una componente política, y tan evidente que no merece la pena de ser discutida. Incluso, como decíamos, debe contener un mínimo de ideología liberal. Todas las Constituciones dignas de tal nombre deben aceptar ciertos objetivos, netamente políticos, como el freno al poder y el aseguramiento de los derechos y libertades, o la sujeción del gobierno al Derecho; y todas han de pronunciarse acerca de cuestiones típicamente políticas, como la forma de Estado y la de gobierno. Considerarlas sólo en cuanto normas jurídicas formales, como hace la Teoría Pura (de Kelsen), es un planteamiento ajeno al constitucionalismo y contrario a la realidad de las cosas: una Constitución no política seria impensable e indeseable» (págs. 18- 19).

De este modo, si para el autor la finalidad de la Constitución es el freno o la limitación del poder y la correlativa defensa de los derechos y libertades de los ciudadanos, concluye, con Loewenstein, que una Constitución formalmente correcta, en la que no se frene el poder, «no podrá ser considerada como una auténtica Constitución» (pág. 28).

Las fuentes de la Constitución (Cap. ll), se analizan desde la perspectiva de una pregunta bien hecha: ¿quién hace y cómo se hacen las constituciones? Analiza la costumbre constitucional, la ley, la jurisprudencia, el pacto y (aquí que remos detenemos) el poder constituyente; y sus límites.

Teniendo a la vista la formulación de Locke sobre el poder constituyente el autor seña la que sus rasgos característicos son: a) «es originario e inmanente a una comunidad política, por brotar de ella misma y no de sus instituciones establecidas y regladas (...)»; b) «es soberano, inapelable; y sobre él sólo están el Derecho natural y las reglas elementa les de Derecho Internacional (...)»; e) «es una realidad fáctica, de hecho más que de derecho, ya que se escapa a las previsiones y regulaciones que el Derecho puede hacer, cuando no las contradice y quebranta abiertamente (...)»; d) «Es momentáneo: se ejerce en un determinado momento, y su acción termina al concluir la concreta situación (...)»; e) «Se caracteriza por su eficacia real, pues no nos encontramos ante un verdadero caso de poder constituyente más que cuando la creación de un nuevo orden se consuma de hecho, a pesar de las voluntades que pudieran oponerse y cualesquiera que fueren los fundamentos de tal oposición (...)», y f) «la acción del poder constituyente suele acarrear una quiebra jurídica, o al menos una quiebra para con el Derecho positivo, (págs. 51-52). Hemos dejado la palabra al auto r, además, como un botón de muestra de la llaneza y claridad del estilo que preside toda la obra.

En fin, dedica el autor el Capítulo III a analizar la rigidez y flexibilidad, cambio y reforma de la Constitución. Según el texto, lo estudiado antes sobre lo que es la Constitución, es un análisis desde un punto de vista estático; este capítulo considera un enfoque dinámico, en donde se sigue ideas tradicionales de Bryce, Wheare, Friedrich y Loewenstein (no habituales en el medio español), pero dejando ver la original pluma del autor, que encuentra un lenguaje fácil para aclarar lo que tanta clasificación doctrinal a veces ha dificultado.

3. En los Capítulos V, VI, VII, VIII y IX se analiza la Constitución como freno del poder, lo que seria, para el autor su nota esencial. Allí está, a nuestro entender, la médula de la teoría constitucional de Pereira. Por lo demás, si él considera a la Constitución, en esencia, como freno al poder, no podía ser de otra manera.

Analiza, en al Capítulo V, como un aspecto fundamental de la Constitución, la separación de poderes: su historia, sus formulaciones doctrinales (Locke, primero, quien fue el padre de la separación de poderes, y no Montesquieu, como muchos aún piensan, quien realizó una importante pero posterior reformulación, teniendo a la vista las ideas del primero). No duda Pereira en analizar sin temor la situación presente, sin dejar de señalar previamente que lo que en Locke era una proposición para la práctica política, razonable y de sentido común, hoy se ha transformado «en un dogma apriorístico, indiscutido y proclamado sin consideración a las circunstancias reales» (pág. 126). Han variado evidentemente las cosas, como señala el autor, ante el desmesurado crecimiento del Estado y del ejecutivo, junto con el decaimiento del legislativo; también -y es obvio- ha habido un cambio en las circunstancias culturales, sociales y políticas. De todo esto, Pereira, con razón, concluye que la separación de poderes está en crisis y ha sido sobrepasada por la realidad, realidad innegable para cualquier observador desapasionado, pero, como señala nuestro autor -en una nueva demostración de su realismo-, «sin embargo, todavía parece menos mala que su ausencia absoluta y formal, puesto que, por ahora, seguramente no sería sustituida por alguna otra mejor salvaguarda de la libertad, sino por el poder puro y creciente» (pág. 130). O, como también señala, aunque «esta vieja y obsoleta teoría de la separación de poderes aún es mejor que nada (...) para los estudiantes de Derecho Constitucional esta doctrina sigue teniendo un valor modélico y clásico» (págs. 130-131). ¿Realismo o ironía?

Luego se analizan los órganos constitucionales que resultan de esta división (por lo visto, meramente formal, ahora), ocupándose del legislativo (Cap. VI), del ejecutivo (Cap. VII) y del judicial (Cap. VID), con un polémico capítulo dedicado a los tribunales constitucionales (Cap. IX).

Después de estudiar el parlamento, nos somete el autor al siguiente cuestionamiento, no común ni general, y muy aleccionador; siga el lector: «sometido (el parlamento) por el ejecutivo desde fuera, disminuido en su función legislativa, falseada -o, por lo menos, sesgada- su función representativa dominado por las máquinas de los partidos desde fuera y desde dentro, condicionado por las elitistas comisiones desde dentro, alejado del pueblo, al que debe representar, ¿vale la pena tener un parlamento?» (pág. 180). Aun cuando él mismo matiza más adelante su aparente idea de dejar paso a una anarquía («parece que con su supresión no hay mucho que ganan»; «siendo cierto que el legislativo no reporta todos los beneficios que debiera, todavía es más cierto que su inexistencia reportaría menos», ídem). Lo importante de todo esto es que ya es hora que los profesores de Derecho Constitucional comiencen a hacerse cuestionamientos como éste frente a instituciones de la importancia del parlamento, cuya crisis es innegable a los ojos de cualquiera. La realidad demuestra que ya no se trata de atosigar a los lectores con teorizaciones y clasificaciones de funciones, materias, etc.; los libros sobre el tema que todos esperamos son aquellos que, «sin prisa pero sin pausa», intentan llegar a los problemas fundamentales, planteándoselos primero, y luego ir proponiendo soluciones que abran camino en esta virtual crisis institucional.

En el Capítulo VII se analizan no sólo el órgano ejecutivo, sino también las formas de gobierno.

Un enfoque original se introduce al analizar el llamado poder judicial (Cap. VIII), donde el autor se inspiró en el judicialismo de D'Ors, en el Derecho Romano, y el de Puig Brutau, en el Civil; según el autor: «el enfoque que aquí propongo pretende ser para el Derecho constitucional. mutatis mutandis, como el de Puig Brutau para el privado» (pág. 219), buena muestra de humildad intelectual y de reconocimiento de las ideas ajenas que se toman como propias.

Revisa, además, el tema de la fiscalización de la constitucionalidad de las leyes por los órganos judiciales. En unas esclarecedoras páginas analiza la relevancia de la judicatura en el desarrollo histórico del movimiento constitucionalista; el poder judicial en los orígenes del constitucionalismo anglosajón, y su modelo apuesto: en el constitucionalismo continental, donde se habría operado el antijudicialismo tradicional que -lamentablemente- todos conocemos.

Revisa también el status de los jueces en los distintos sistemas jurídico constitucionales vigentes, especialmente en el sistema anglosajón y en el continental clásico, especialmente en la experiencia francesa (desde sus orígenes revolucionarios). Termina su análisis con una apostilla a la concepción kelseniana.

En suma: el papel que desempeña la judicatura y los principios que la gobiernan son analizados por Pereira desde una perspectiva que lo alejan de teorías que más bien serian dañinas para una correcta independencia una verdadera judicatura (como la del uso alternativo del derecho), poder que, aunque se use tal palabra para designarlo, es más un caso de auctoritas que de potestas (pág. 242), de acuerdo a la formulación de D'Ors.

En último término, en cuanto al poder judicial, estudia el control de constitucionalidad de las leyes.

Ciertamente polémico es el Capítulo IX, dedicad o a los tribunales constitucionales; estos «tribunales», según expone Pereira, «fueron concebidos por Hans Kelsen como órganos de naturaleza legislativa y no judicial, destinados a garantizar que las constituciones no resultasen falseadas por las leyes inferiores a ella. Si atendiéramos sólo a este criterio no estaría justificado el estudiarlos precisamente a continuación del poder judicial. Pero ocurre que desde su mismo nacimiento, en 1920, Kelsen le añadió ya alguna función de carácter jurisdiccional, a saber: el resolver, en calidad de tercero imparcial, los conflictos entre la federación (austríaca) y los estados miembros. Más tarde, el tiempo y las circunstancias de los diversos países donde esta institución existe, han hecho que los tribunales constitucionales, aun sin perder su carácter político-legislativo, desarrollen funciones judiciales, e incluso se conviertan, en algún caso y en ciertos respectos, en los auténticos tribunales supremos de facto» (pág. 251).

Analiza, así, en su origen kelsenia no, lo que son -o deberían ser- estos tribuna les constitucionales; su naturaleza y composición; su carácter originariamente no jurisdiccional y su ulterior judicialización; sus funciones y los diversos tipos de tribunales constitucionales (los modelos germánico, italiano, español y portugués), y revisa con agudeza los problemas de estos «tribunales», especialmente su politización desmesurada (pág. 268 y sigs.), y da a conocer su valoración y conclusión personal.

4. Finalmente, en esta breve exposición del libro que reseñamos, hemos desgajado para una última parte, la visión del autor a la necesaria vigencia del Derecho dentro de la teoría que emana de la Constitución. A ello Pereira dedica el Capítulo IV, con el estudio del Imperio del derecho, y el Capítulo X, con el estudio de los derechos y libertades.

Apoyándose, sobre todo, en Locke y Dicey, revisa el necesario imperio del Derecho sobre la potestad política; su concepto y significado, tipos y origen doctrinal. Su evolución y situación actual: del primitivo rule of law constitucionalista, al moderno «esta do de justicia administrativa», estatista y positivista, para él. Luego de revisar las principales formas y fases del Imperio del Derecho (estado liberal de derecho, estado social de derecho, esta do social o asistencial), distingue y estudia las dos maneras más acusadas de «encararse» al Imperio del Derecho: el rule of law y el régime administratif, expone sus orígenes diversos, sus rasgos característicos y su evolución y situación presente. El lector encuentra aquí una comparación de ambos sistemas, sus méritos y deméritos (págs. 111-112), y da, en fin, su evaluación personal.

Los derechos y libertades (Cap. X), son estudiados de una forma poco habitual en el medio español; siga el lector: «la teoría constitucional clásica enseña que el hombre es titular de unos derechos absolutos frente al Estado y frente a todos los pode res del mundo, la Constitución fue inventada para protegerlos...» (pág. 285), y, en contra de la posición de Colliard (entre muchos otros, agregamos, que vienen a decir, poco más o menos, que el reconocimiento de los derechos y libertades públicas procede n del Derecho positivo, y de ningún otro, pues nada hay superior a la legislación positiva en esta materia; nos preguntamos: ¿dónde quedan los derechos naturales, hoy y siempre innegables?), señala Pereira, al respecto: «aquí se trata precisamente de defender el planteamiento opuesto a tal estatismo legalista, el cual, e n teoría o en la práctica, termina por rebajar los derechos a la categoría de libertades públicas meramente legales» (pág. 286). Continúa el autor, más adelante: «aquí se pretende afirmar que todos los hombres son titulares de ciertos derechos y libertades, a menudo reconocidos y proclamados por las constituciones; algunos de los cuales son absolutos y deben prevalecer incluso frente al estado, a pesar de ser el poder absoluto por definición» (idem); y termina la idea con lo siguiente: «por un lado, los derechos y libertades están justo en el centro de la propia idea de Constitución. Por otro lado, constituyen un tema amplio, profundo y complejo, que sale o sobresale del ámbito de lo jurídico-constitucional, pues se fundamenta en la filosofía del Derecho y de la Política, se despliega en dirección al Derecho Civil, Administrativo y Procesal, se entrecruza con el problema de la libertad, etc. Aquí nos ceñiremos, en lo posible, al enfoque de la Teoría Constitucional» (pág. 287). Vuelve aquí Pereira, con su sentido común, tan necesario para el jurista, a la idea tan vieja y tan correcta, y ya lúcidamente señalada por Savigny, de que los institutos son las verdaderas «célula» de todo lo jurídico, el punto de partida y la base del desarrollo jurídico. Normalmente, la amplitud de las instituciones jurídicas las hace recorrer vastos campos del Derecho, entrecruzándose con las más diversas disciplinas o parcelas creadas, convencionalmente más bien, por los juristas.

El autor plantea el significado de los derechos y libertades; estudia sus fundamentos, su origen y evolución histórica y sus actuales problemas. En fin, en cuanto a cuáles son los derechos constitucionales -un tema también polémico-, señala: «¿cuáles son los derechos necesarios para que exista vida constitucional? Evidentemente, no todos los que figuran en las constituciones y declaraciones modernas ni antiguas, pues en muchos casos lo que allí aparece constitucionalizado no es per se un derecho esencial e inalienable, sino una pretensión de la burguesía de fines del XVIII, o una prestación del estado, o una aspiración utópica, o -como los denomina la Constitución de España- un principio rector de la política social o económica. Para que exista vida constitucional lo mínimo que hace falta es un bloque de libertades más bien negativas que aseguren al ciudadano la ausencia de interferencias indebidas en su área -inviolabilidad de domicilio y correspondencia, no ser condenado sin ser juzgado, igualdad ante la ley, etc.- , más un bloque de derechos más bien afirmativos que le permitan participar de la cosa pública -libre expresión, asociación y reunión, derecho a elegir y a ser elegido, etc.- y controlar a los gobernantes. A todo ello hay que añadir una eficaz protección judicial» (págs. 329-330).

Pero como la cuestión no es pacífica, se plantea ante los problemas debatidos en esta materia (¿son esos derechos todos -y los únicos- que han de figurar en una constitución?), y estudia los casos de los derechos a la propiedad y a la libertad; el derecho a desobedecer las leyes y los derechos sociales o de prestación (págs. 331 y sigs.).

Termina la obra en un epílogo: en defensa de la Constitución; dice Pereira: «¿de quién hay que defender la Constitución? ¿Acaso van las cosas mal para ella?» (pág. 335); agrega: «haciendo un esfuerzo por ver las cosas con realismo, se diría que, efectivamente, no puede afirmarse que todo marcha a la perfección (...), pero sería injusto negar lo que hay de esperanzador...» (págs. 336-337), y lo esperanzador -agregamos nosotros- es precisamente: que todos entendamos lo que es efectivamente una Constitución, y a ello tiende, con especial fortuna, este gran aporte de Pereira a su teorización, pues la «teoría de la constitución» es una idea poco difundida en España la defensa de la Constitución de Pereira es tan realista con los hechos como consecuente con las ideas expuestas en su teoría -precisamente- de la Constitución. Se trata de una defensa (aunque más de un crítico no lo haya entendido así, por no manejar seguramente una correcta concepción de lo que una verdadera defensa significa; cfr. R. D. V., en Revista Jurídica Española La Ley, 1987, 2, pág. 1.173), pero de lo que es la verdadera Constitución, no el mero «papel» ni la norma que la positiviza, en el sentido que en esta obra se propugna y «defiende».

Por eso resulta sugestiva la última idea que cierra -y sella- este libro: «en la medida en que estos aspectos del constitucionalismo originario (el freno al poder, su sumisión al derecho y la protección de la libertad del ciudadano) sean no sólo pretensiones burguesas dieciochescas, sino también valores universales, la Constitución debe ser defendida. En tal caso, parece procedente preguntamos si las constituciones contemporáneas no deberían, modificando lo que deba ser modificado, reencontrar el espíritu de las primeras declaraciones de derechos, redescubrir los orígenes del constitucionalismo, volver a sus raíces» (pág. 338 y final).

5. Finalmente, queremos apuntar unas breves apreciaciones sobre este libro de Pereira.

Es notorio que el autor se ha preocupado de que no sobren palabras (ni falten). Y es precisamente esta huida de la verbosidad fácil, de las notas inútiles y, a veces, de las anécdotas y datos que sobran, con que frecuentemente se nos abruma (nada de lo cual hay aquí), lo que hace más a trayente la lectura de un libro que se nos presenta para una lectura «limpia» y sin tropiezos, de principio a fin. Es un libro sin notas a pie de página, pero no sin citas, que es otra cosa.

Además, existe en él una característica poco común y difícil de definir: una fina ironía recorre sus páginas; una constante sencillez (no mera simpleza) en exponer las ideas, lo que no sólo hace sentirse al lector más cerca del texto que lee, sino que, constantemente, siente una poderosa complicidad con los planteamientos del autor.

Sigue el autor la senda de los teóricos anglosajones (aspecto evidente desde el inicio), pero con una buena muestra de originalidad; sus críticas al planteamiento tradicional (muchas veces sólo implícitas; otras derechamente explicitadas), debieran ser motivo de discusión por parte de los especialistas; pensamos que no debe dejarse pasar una oportunidad de refrescar las ideas y someterlas a revisión; aunque luego se siga pensando lo mismo que antes; por lo demás, esa es la única forma de que el diálogo entre los que profesan la disciplina correspondiente, sea científico; verdaderamente científico, y no dogmático, lo que aquí no cabe.

Nuestra crítica apunta a algo íntimamente relacionado con lo anterior: al diálogo académico que debe presidir frente a las obras de planteamiento disciplinario. Así como es necesario que una obra como ésta sea sometida al diálogo de la doctrina española, echamos también de menos en estas páginas de Pereira ese diálogo que ella reclama de los demás, el que siempre - estoy convencido de ello- resultará esclarecedor. Quizá no se aviene en este caso con una de las finalidades de la obra: servir de «manual» para alumnos; pero es bueno incluso para ellos mismos tener a la vista un mayor acopio de planteamientos, sin necesidad de ser abusivos no exhaustivos en su exposición. Esto seguramente también destruiría la facilidad de lectura y el poco formalismo de su presentación (citas reducidas al mínimo, etc.), pero acercaría más esta obra al diálogo académico con restantes autores españoles.

            El acercamiento que el autor se ha procurado con la doctrina anglosajona no debe significar un aparente alejamiento (digo aparente; pues es aparente, ya que en los hechos él mismo no deja de reconocer las influencias, por ejemplo, de García Pelayo. Jiménez de Parga, Lucas Verdú y Sánchez Agesta, pág. X) de lo que se escribe y se sigue escribiendo y proponiendo en España.



[En: Anuario de Filosofía Jurídica y Social, Nº 6 (Sociedad chilena de filosofía social),
pp. 437-447, 1988]

[Republicada en: Revista de Derecho Público, 114 (Madrid), 
pp. 296-303, 1988]