Recensión
a: Lecciones de Teoría Constitucional,
de Antonio Carlos Pereira Menaut, 1987
(Madrid, EDERSA)
1.
Estas lecciones constituyen un particular desarrollo de lo que es para su autor
la Teoría Constitucional: rigurosamente, la teoría de la constitución. Valga su
aparente redundancia u obviedad, que no lo es, pues otros autores le otorgan a
la Constitución un carácter de mero instrumento del poder, o, incluso, el
carácter de ser sólo una norma más -con la importancia que se quiera, pero sólo
una norma- de las creadas por el Estado.
De
la idea de que la Constitución es un «límite del poder, por medio del Derecho,
asegurando una esfera de derechos y libertades para el ciudadano» (pág. 9),
gira y se estructura -a nuestro entender- toda la obra de Pereira. Así, se
analiza:
a)
Lo que la Constitución es (Capítulo I: «¿Qué es la Constitución?», págs.
1-33), sus fuentes (Cap.
II: «Fuentes. El Poder Constituyente», páginas 35-56), y sus formas (Cap. III: «Rigidez y Flexibilidad, cambio y
reforma constitucionales», págs. 57 -80).
b)
Siendo la Constitución un freno al poder, se analiza la separación de poderes
(Cap. V: «La separación de poderes», págs. 113-131) y los órganos constitucionales
que resultan de dicha división (Cap. VI: «El legislativo», págs. 135-181;
Cap. VII: «El ejecutivo y las formas de gobierno», páginas 183-217; Cap. VIII:
«El poder judicial y el control de constitucionalidad», págs. 219-250, y Cap.
IX: «Los tribunales constitucionales», págs. 251-284); y
c)
Como lo anterior se realiza por medio del derecho, debe regir éste -el
Derecho- en plenitud (Cap. IV: «El Imperio del derecho», páginas 81-112),
con el objeto de garantizar a los ciudadanos sus derechos y libertades (Cap.
X: «Derechos y libertades», págs. 285-333).
Termina
este libro con un epílogo («En defensa de la Constitución», págs. 335-338), y
que sella esta interesante y original -sobre todo en el medio español-
teorización de la Constitución.
2.
El Capítulo I está dedicado a responder la pregunta ¿qué es la Constitución? En
él se analizan las principales acepciones, las grandes concepciones acerca de
las relaciones entre Constitución y derecho, para, finalmente, mostrar la
visión del autor. Para Pereira la Constitución no es un mero engendro
normativo, sino que participa de cualidades políticas y jurídicas. Se aleja
obviamente del concepto normativista, señalando que la Constitución siempre
tiene una vertiente jurídica y otra política.
Un
planteamiento como éste merece ser repensado por la actual dogmática, tan
apegada a veces al positivismo kelseniano; dice Pereira: «Toda Constitución
tiene siempre, por el mero hecho de serlo, una componente política, y tan
evidente que no merece la pena de ser discutida. Incluso, como decíamos, debe
contener un mínimo de ideología liberal. Todas las Constituciones dignas de
tal nombre deben aceptar ciertos objetivos, netamente políticos, como el freno
al poder y el aseguramiento de los derechos y libertades, o la sujeción del
gobierno al Derecho; y todas han de pronunciarse acerca de cuestiones
típicamente políticas, como la forma de Estado y la de gobierno. Considerarlas
sólo en cuanto normas jurídicas formales, como hace la Teoría Pura (de Kelsen),
es un planteamiento ajeno al constitucionalismo y contrario a la realidad de
las cosas: una Constitución no política seria impensable e indeseable» (págs.
18- 19).
De
este modo, si para el autor la finalidad de la Constitución es el freno o la
limitación del poder y la correlativa defensa de los derechos y libertades de
los ciudadanos, concluye, con Loewenstein, que una Constitución formalmente
correcta, en la que no se frene el poder, «no podrá ser considerada como una
auténtica Constitución» (pág. 28).
Las
fuentes de la Constitución (Cap. ll), se analizan desde la perspectiva de una
pregunta bien hecha: ¿quién hace y cómo se hacen las constituciones? Analiza la
costumbre constitucional, la ley, la jurisprudencia, el pacto y (aquí que remos
detenemos) el poder constituyente; y sus límites.
Teniendo
a la vista la formulación de Locke sobre el poder constituyente el autor seña
la que sus rasgos característicos son: a) «es originario e inmanente a
una comunidad política, por brotar de ella misma y no de sus instituciones
establecidas y regladas (...)»; b) «es soberano, inapelable; y sobre él
sólo están el Derecho natural y las reglas elementa les de Derecho Internacional
(...)»; e) «es una realidad fáctica, de hecho más que de derecho, ya que
se escapa a las previsiones y regulaciones que el Derecho puede hacer, cuando
no las contradice y quebranta abiertamente (...)»; d) «Es momentáneo: se
ejerce en un determinado momento, y su acción termina al concluir la concreta
situación (...)»; e) «Se caracteriza por su eficacia real, pues no nos
encontramos ante un verdadero caso de poder constituyente más que cuando la
creación de un nuevo orden se consuma de hecho, a pesar de las voluntades que
pudieran oponerse y cualesquiera que fueren los fundamentos de tal oposición
(...)», y f) «la acción del poder constituyente suele acarrear una
quiebra jurídica, o al menos una quiebra para con el Derecho positivo, (págs. 51-52).
Hemos dejado la palabra al auto r, además, como un botón de muestra de la
llaneza y claridad del estilo que preside toda la obra.
En
fin, dedica el autor el Capítulo III a analizar la rigidez y flexibilidad, cambio y
reforma de la Constitución. Según el texto, lo estudiado antes sobre lo que es
la Constitución, es un análisis desde un punto de vista estático; este capítulo
considera un enfoque dinámico, en donde se sigue ideas tradicionales de Bryce,
Wheare, Friedrich y Loewenstein (no habituales en el medio español), pero
dejando ver la original pluma del autor, que encuentra un lenguaje fácil para
aclarar lo que tanta clasificación doctrinal a veces ha dificultado.
3.
En los Capítulos V, VI, VII, VIII y IX se analiza la Constitución como freno
del poder, lo que seria, para el autor su nota esencial. Allí está, a nuestro
entender, la médula de la teoría constitucional de Pereira. Por lo demás, si él
considera a la Constitución, en esencia, como freno al poder, no podía ser de
otra manera.
Analiza,
en al Capítulo V, como un aspecto fundamental de la Constitución, la separación
de poderes: su historia, sus formulaciones doctrinales (Locke, primero, quien
fue el padre de la separación de poderes, y no Montesquieu, como muchos aún
piensan, quien realizó una importante pero posterior reformulación, teniendo a
la vista las ideas del primero). No duda Pereira en analizar sin temor la
situación presente, sin dejar de señalar previamente que lo que en Locke era
una proposición para la práctica política, razonable y de sentido común, hoy se
ha transformado «en un dogma apriorístico, indiscutido y proclamado sin
consideración a las circunstancias reales» (pág. 126). Han variado
evidentemente las cosas, como señala el autor, ante el desmesurado crecimiento
del Estado y del ejecutivo, junto con el decaimiento del legislativo; también -y
es obvio- ha habido un cambio en las circunstancias culturales, sociales y
políticas. De todo esto, Pereira, con razón, concluye que la separación de
poderes está en crisis y ha sido sobrepasada por la realidad, realidad
innegable para cualquier observador desapasionado, pero, como señala nuestro
autor -en una nueva demostración de su realismo-, «sin embargo, todavía parece
menos mala que su ausencia absoluta y formal, puesto que, por ahora,
seguramente no sería sustituida por alguna otra mejor salvaguarda de la
libertad, sino por el poder puro y creciente» (pág. 130). O, como también
señala, aunque «esta vieja y obsoleta teoría de la separación de poderes aún es
mejor que nada (...) para los estudiantes de Derecho Constitucional esta
doctrina sigue teniendo un valor modélico y clásico» (págs. 130-131). ¿Realismo
o ironía?
Luego
se analizan los órganos constitucionales que resultan de esta división (por lo
visto, meramente formal, ahora), ocupándose del legislativo (Cap. VI), del ejecutivo
(Cap. VII) y del judicial (Cap. VID), con un polémico capítulo dedicado a los
tribunales constitucionales (Cap. IX).
Después
de estudiar el parlamento, nos somete el autor al siguiente cuestionamiento, no
común ni general, y muy aleccionador; siga el lector: «sometido (el parlamento)
por el ejecutivo desde fuera, disminuido en su función legislativa, falseada
-o, por lo menos, sesgada- su función representativa dominado por las máquinas
de los partidos desde fuera y desde dentro, condicionado por las elitistas
comisiones desde dentro, alejado del pueblo, al que debe representar, ¿vale la
pena tener un parlamento?» (pág. 180). Aun cuando él mismo matiza más adelante
su aparente idea de dejar paso a una anarquía («parece que con su supresión no
hay mucho que ganan»; «siendo cierto que el legislativo no reporta todos los
beneficios que debiera, todavía es más cierto que su inexistencia reportaría
menos», ídem). Lo importante de todo esto es que ya es hora que los
profesores de Derecho Constitucional comiencen a hacerse cuestionamientos como
éste frente a instituciones de la importancia del parlamento, cuya crisis es
innegable a los ojos de cualquiera. La realidad demuestra que ya no se trata de
atosigar a los lectores con teorizaciones y clasificaciones de funciones,
materias, etc.; los libros sobre el tema que todos esperamos son aquellos que,
«sin prisa pero sin pausa», intentan llegar a los problemas fundamentales,
planteándoselos primero, y luego ir proponiendo soluciones que abran camino en
esta virtual crisis institucional.
En
el Capítulo VII se analizan no sólo el órgano ejecutivo, sino también las
formas de gobierno.
Un
enfoque original se introduce al analizar el llamado poder judicial (Cap. VIII),
donde el autor se inspiró en el judicialismo de D'Ors, en el Derecho Romano, y
el de Puig Brutau, en el Civil; según el autor: «el enfoque que aquí propongo
pretende ser para el Derecho constitucional. mutatis mutandis, como el
de Puig Brutau para el privado» (pág. 219), buena muestra de humildad intelectual
y de reconocimiento de las ideas ajenas que se toman como propias.
Revisa,
además, el tema de la fiscalización de la constitucionalidad de las leyes por
los órganos judiciales. En unas esclarecedoras páginas analiza la relevancia de
la judicatura en el desarrollo histórico del movimiento constitucionalista; el
poder judicial en los orígenes del constitucionalismo anglosajón, y su modelo
apuesto: en el constitucionalismo continental, donde se habría operado el
antijudicialismo tradicional que -lamentablemente- todos conocemos.
Revisa
también el status de los jueces en los distintos sistemas jurídico
constitucionales vigentes, especialmente en el sistema anglosajón y en el
continental clásico, especialmente en la experiencia francesa (desde sus orígenes
revolucionarios). Termina su análisis con una apostilla a la concepción
kelseniana.
En
suma: el papel que desempeña la judicatura y los principios que la gobiernan
son analizados por Pereira desde una perspectiva que lo alejan de teorías que
más bien serian dañinas para una correcta independencia una verdadera
judicatura (como la del uso alternativo del derecho), poder que, aunque se use
tal palabra para designarlo, es más un caso de auctoritas que de potestas
(pág. 242), de acuerdo a la formulación de D'Ors.
En
último término, en cuanto al poder judicial, estudia el control de constitucionalidad
de las leyes.
Ciertamente
polémico es el Capítulo IX, dedicad o a los tribunales constitucionales; estos
«tribunales», según expone Pereira, «fueron concebidos por Hans Kelsen como
órganos de naturaleza legislativa y no judicial, destinados a garantizar que
las constituciones no resultasen falseadas por las leyes inferiores a ella. Si
atendiéramos sólo a este criterio no estaría justificado el estudiarlos
precisamente a continuación del poder judicial. Pero ocurre que desde su mismo
nacimiento, en 1920, Kelsen le añadió ya alguna función de carácter
jurisdiccional, a saber: el resolver, en calidad de tercero imparcial, los
conflictos entre la federación (austríaca) y los estados miembros. Más tarde,
el tiempo y las circunstancias de los diversos países donde esta institución
existe, han hecho que los tribunales constitucionales, aun sin perder su
carácter político-legislativo, desarrollen funciones judiciales, e incluso se
conviertan, en algún caso y en ciertos respectos, en los auténticos tribunales
supremos de facto» (pág. 251).
Analiza,
así, en su origen kelsenia no, lo que son -o deberían ser- estos tribuna les
constitucionales; su naturaleza y composición; su carácter originariamente no
jurisdiccional y su ulterior judicialización; sus funciones y los diversos
tipos de tribunales constitucionales (los modelos germánico, italiano, español
y portugués), y revisa con agudeza los problemas de estos «tribunales»,
especialmente su politización desmesurada (pág. 268 y sigs.), y da a conocer su
valoración y conclusión personal.
4.
Finalmente, en esta breve exposición del libro que reseñamos, hemos desgajado
para una última parte, la visión del autor a la necesaria vigencia del Derecho
dentro de la teoría que emana de la Constitución. A ello Pereira dedica el
Capítulo IV, con el estudio del Imperio del derecho, y el Capítulo X, con el
estudio de los derechos y libertades.
Apoyándose,
sobre todo, en Locke y Dicey, revisa el necesario imperio del Derecho sobre la
potestad política; su concepto y significado, tipos y origen doctrinal. Su
evolución y situación actual: del primitivo rule of law constitucionalista,
al moderno «esta do de justicia administrativa», estatista y positivista, para
él. Luego de revisar las principales formas y fases del Imperio del Derecho
(estado liberal de derecho, estado social de derecho, esta do social o
asistencial), distingue y estudia las dos maneras más acusadas de «encararse»
al Imperio del Derecho: el rule of
law y el régime administratif, expone sus orígenes diversos, sus
rasgos característicos y su evolución y situación presente. El lector encuentra
aquí una comparación de ambos sistemas, sus méritos y deméritos (págs.
111-112), y da, en fin, su evaluación personal.
Los
derechos y libertades (Cap. X), son estudiados de una forma poco habitual en el
medio español; siga el lector: «la teoría constitucional clásica enseña que el
hombre es titular de unos derechos absolutos frente al Estado y frente a todos
los pode res del mundo, la Constitución fue inventada para protegerlos...»
(pág. 285), y, en contra de la posición de Colliard (entre muchos otros,
agregamos, que vienen a decir, poco más o menos, que el reconocimiento de los
derechos y libertades públicas procede n del Derecho positivo, y de ningún
otro, pues nada hay superior a la legislación positiva en esta materia; nos
preguntamos: ¿dónde quedan los derechos naturales, hoy y siempre innegables?),
señala Pereira, al respecto: «aquí se trata precisamente de defender el
planteamiento opuesto a tal estatismo legalista, el cual, e n teoría o en la
práctica, termina por rebajar los derechos a la categoría de libertades
públicas meramente legales» (pág. 286). Continúa el autor, más adelante: «aquí
se pretende afirmar que todos los hombres son titulares de ciertos derechos y
libertades, a menudo reconocidos y proclamados por las constituciones; algunos
de los cuales son absolutos y deben prevalecer incluso frente al estado, a
pesar de ser el poder absoluto por definición» (idem); y termina la idea
con lo siguiente: «por un lado, los derechos y libertades están justo en el
centro de la propia idea de Constitución. Por otro lado, constituyen un tema
amplio, profundo y complejo, que sale o sobresale del ámbito de lo
jurídico-constitucional, pues se fundamenta en la filosofía del Derecho y de la
Política, se despliega en dirección al Derecho Civil, Administrativo y
Procesal, se entrecruza con el problema de la libertad, etc. Aquí nos
ceñiremos, en lo posible, al enfoque de la Teoría Constitucional» (pág. 287).
Vuelve aquí Pereira, con su sentido común, tan necesario para el jurista, a la
idea tan vieja y tan correcta, y ya lúcidamente señalada por Savigny, de
que los institutos son las verdaderas «célula» de todo lo jurídico, el punto de
partida y la base del desarrollo jurídico. Normalmente, la amplitud de las
instituciones jurídicas las hace recorrer vastos campos del Derecho, entrecruzándose
con las más diversas disciplinas o parcelas creadas, convencionalmente más
bien, por los juristas.
El
autor plantea el significado de los derechos y libertades; estudia sus
fundamentos, su origen y evolución histórica y sus actuales problemas. En fin,
en cuanto a cuáles son los derechos constitucionales -un tema también polémico-,
señala: «¿cuáles son los derechos necesarios para que exista vida
constitucional? Evidentemente, no todos los que figuran en las constituciones y
declaraciones modernas ni antiguas, pues en muchos casos lo que allí aparece
constitucionalizado no es per se un derecho esencial e inalienable, sino
una pretensión de la burguesía de fines del XVIII, o una prestación del estado,
o una aspiración utópica, o -como los denomina la Constitución de España- un
principio rector de la política social o económica. Para que exista vida
constitucional lo mínimo que hace falta es un bloque de libertades más bien
negativas que aseguren al ciudadano la ausencia de interferencias indebidas en
su área -inviolabilidad de domicilio y correspondencia, no ser condenado sin
ser juzgado, igualdad ante la ley, etc.- , más un bloque de derechos más bien
afirmativos que le permitan participar de la cosa pública -libre expresión,
asociación y reunión, derecho a elegir y a ser elegido, etc.- y controlar a los
gobernantes. A todo ello hay que añadir una eficaz protección judicial» (págs.
329-330).
Pero
como la cuestión no es pacífica, se plantea ante los problemas debatidos en
esta materia (¿son esos derechos todos -y los únicos- que han de figurar en una
constitución?), y estudia los casos de los derechos a la propiedad y a la
libertad; el derecho a desobedecer las leyes y los derechos sociales o de
prestación (págs. 331 y sigs.).
Termina
la obra en un epílogo: en defensa de la Constitución; dice Pereira: «¿de quién
hay que defender la Constitución? ¿Acaso van las cosas mal para ella?» (pág.
335); agrega: «haciendo un esfuerzo por ver las cosas con realismo, se diría
que, efectivamente, no puede afirmarse que todo marcha a la perfección (...),
pero sería injusto negar lo que hay de esperanzador...» (págs. 336-337), y lo
esperanzador -agregamos nosotros- es precisamente: que todos entendamos lo que
es efectivamente una Constitución, y a ello tiende, con especial fortuna, este
gran aporte de Pereira a su teorización, pues la «teoría de la constitución» es
una idea poco difundida en España la defensa de la Constitución de Pereira es
tan realista con los hechos como consecuente con las ideas expuestas en su teoría
-precisamente- de la Constitución. Se trata de una defensa (aunque más de un crítico
no lo haya entendido así, por no manejar seguramente una correcta concepción de
lo que una verdadera defensa significa; cfr. R. D. V., en Revista Jurídica
Española La Ley, 1987, 2, pág. 1.173), pero de lo que es la verdadera Constitución,
no el mero «papel» ni la norma que la positiviza, en el sentido que en esta
obra se propugna y «defiende».
Por
eso resulta sugestiva la última idea que cierra -y sella- este libro: «en la
medida en que estos aspectos del constitucionalismo originario (el freno al
poder, su sumisión al derecho y la protección de la libertad del ciudadano)
sean no sólo pretensiones burguesas dieciochescas, sino también valores
universales, la Constitución debe ser defendida. En tal caso, parece procedente
preguntamos si las constituciones contemporáneas no deberían, modificando lo
que deba ser modificado, reencontrar el espíritu de las primeras declaraciones
de derechos, redescubrir los orígenes del constitucionalismo, volver a sus
raíces» (pág. 338 y final).
5.
Finalmente, queremos apuntar unas breves apreciaciones sobre este libro de
Pereira.
Es
notorio que el autor se ha preocupado de que no sobren palabras (ni falten). Y
es precisamente esta huida de la verbosidad fácil, de las notas inútiles y, a
veces, de las anécdotas y datos que sobran, con que frecuentemente se nos
abruma (nada de lo cual hay aquí), lo que hace más a trayente la lectura de un
libro que se nos presenta para una lectura «limpia» y sin tropiezos, de
principio a fin. Es un libro sin notas a pie de página, pero no sin citas, que
es otra cosa.
Además,
existe en él una característica poco común y difícil de definir: una fina
ironía recorre sus páginas; una constante sencillez (no mera simpleza) en
exponer las ideas, lo que no sólo hace sentirse al lector más cerca del texto
que lee, sino que, constantemente, siente una poderosa complicidad con los
planteamientos del autor.
Sigue
el autor la senda de los teóricos anglosajones (aspecto evidente desde el
inicio), pero con una buena muestra de originalidad; sus críticas al planteamiento
tradicional (muchas veces sólo implícitas; otras derechamente explicitadas),
debieran ser motivo de discusión por parte de los especialistas; pensamos que
no debe dejarse pasar una oportunidad de refrescar las ideas y someterlas a
revisión; aunque luego se siga pensando lo mismo que antes; por lo demás, esa
es la única forma de que el diálogo entre los que profesan la disciplina
correspondiente, sea científico; verdaderamente científico, y no dogmático, lo
que aquí no cabe.
Nuestra
crítica apunta a algo íntimamente relacionado con lo anterior: al diálogo
académico que debe presidir frente a las obras de planteamiento disciplinario.
Así como es necesario que una obra como ésta sea sometida al diálogo de la
doctrina española, echamos también de menos en estas páginas de Pereira ese
diálogo que ella reclama de los demás, el que siempre - estoy convencido de
ello- resultará esclarecedor. Quizá no se aviene en este caso con una de las
finalidades de la obra: servir de «manual» para alumnos; pero es bueno incluso
para ellos mismos tener a la vista un mayor acopio de planteamientos, sin
necesidad de ser abusivos no exhaustivos en su exposición. Esto seguramente
también destruiría la facilidad de lectura y el poco formalismo de su
presentación (citas reducidas al mínimo, etc.), pero acercaría más esta obra al
diálogo académico con restantes autores españoles.
El acercamiento que el autor se ha procurado
con la doctrina anglosajona no
debe significar un aparente alejamiento (digo aparente; pues es aparente, ya
que en los hechos él mismo no deja de reconocer las influencias, por ejemplo,
de García Pelayo. Jiménez de Parga, Lucas Verdú y Sánchez Agesta, pág. X) de lo
que se escribe y se sigue escribiendo y proponiendo en España.
[En: Anuario de Filosofía
Jurídica y Social, Nº 6 (Sociedad chilena de filosofía social),
pp.
437-447, 1988]
[Republicada
en: Revista de Derecho Público,
114 (Madrid),
pp.
296-303, 1988]