"Si
bien es legítimo someter a escrutinio racional los fundamentos de las
sentencias, resulta corrosivo para el ambiente institucional que los gobiernos
o los legisladores, cada vez que sean perdidosos, ensucien el pozo
democrático..."
Cada vez que la Corte
Suprema o el Tribunal Constitucional fallan casos relevantes, se suele
cuestionar su legitimidad democrática, respectivamente, para juzgar a la
administración del Estado o al legislador. Al hacerlo, lo que se olvida es el
principio de la separación de poderes y la concepción democrática garantista de
nuestra Constitución. Si bien es legítimo someter a escrutinio racional los
fundamentos de las sentencias, resulta corrosivo para el ambiente institucional
que los gobiernos o los legisladores, cada vez que sean perdidosos, ensucien el
pozo democrático.
Durante el gobierno de
Sebastián Piñera, ante fallos adversos de la Corte Suprema en materia
administrativo-ambiental, Presidente, ministros y funcionarios la acusaron de
activismo judicial, aduciendo falta de legitimidad democrática de sus jueces
para juzgar decisiones técnicas, olvidando el mandato constitucional de los
tribunales para resolver los conflictos administrativos.
El actual gobierno,
Presidenta y ministros, y parlamentarios, ante un reciente fallo adverso del
Tribunal Constitucional, han cuestionado la legitimidad democrática de dicho
Tribunal. Se lo acusa de constituir una "tercera cámara legislativa",
se menosprecia a sus miembros por "no ser elegidos por sufragio", y
ha quedado amenazado de ser eliminado en una futura Constitución.
Lo que está detrás de esta
acusación es un desprecio inaceptable hacia la función jurisdiccional,
ordinaria y constitucional, pues olvida las bases de nuestra democracia; hay en
ello un cierto afán despótico de los políticos elegidos en sufragio, y un
intento por disminuir el rol de los tribunales, olvidando la separación de
poderes.
Todos los tribunales,
ordinarios y especiales, con la Corte Suprema a la cabeza, y el Tribunal
Constitucional, constituyen un poder jurisdiccional al interior de nuestra
democracia; son independientes de los otros dos poderes del Estado.
Los jueces tienen el encargo
constitucional del ideal democrático de la pacificación social.
El pueblo delega funciones
específicas y delimitadas a las autoridades de los tres poderes del Estado: a
los legisladores; al Presidente y a los jueces (ordinarios, especiales y
constitucionales).
Cuestionar la falta de
legitimidad democrática de los jueces, por no haber sido elegidos en sufragio,
es un error; solo legisladores y Presidente son elegidos de manera directa;
pero ni ministros ni funcionarios de confianza son elegidos, ¿carecen de esa
legitimidad? Los jueces son designados a través de un mecanismo democrático
indirecto, que busca alejar la jurisdicción del partidismo político, pues su
autonomía e independencia es un valor no electoral.
A través de sus sentencias
resuelven tres tipos de conflictos, de donde surgen tres órdenes
jurisdiccionales: civiles o criminales, entre particulares; los conflictos
administrativos (la justicia contencioso-administrativa), y el juzgamiento a la
ley (la justicia constitucional). El rol democrático de los jueces en estos
tres casos es idéntico.
La posición del Tribunal
Constitucional es una clave moderna para resolver los conflictos de las
minorías con el Parlamento, en especial en aquellos casos en que una nueva ley
pueda quebrantar principios y garantías esenciales, como la igualdad de cada
uno de los miembros de la comunidad y la libertad para elegir sus designios
personales, sin los cuales es irreconocible una democracia.
El juez constitucional
somete a la legislación (al legislador) a un ejercicio racional muy civilizado:
a una mejor interpretación de la Constitución, pudiendo llegar a considerar
inválida una ley específica. En una democracia moderna es crucial que una
jurisdicción independiente pueda corregir las decisiones discrecionales del
legislador mayoritario de turno, en especial cuando se puedan afectar esas
garantías.
Un puñado de jueces poseen
el enorme poder de dejar sin efecto las leyes o los actos administrativos; eso
es verdad, pero es parte de la separación de poderes, pues nuestra democracia
no se basa únicamente en el resultado electoral de mayorías parlamentarias
circunstanciales, sino también en la preservación de esas garantías.
Sin tribunales, esos valores
serían efímeros o inexistentes; y sin esos valores, no hay democracia.
Alejandro
Vergara Blanco
Profesor titular de
Derecho Administrativo Pontificia Universidad Católica
[El Mercurio, sección tribuna, sábado 09 de enero de 2016]
[El Mercurio, sección tribuna, sábado 09 de enero de 2016]