En el instante solemne, en que a varios
universitarios nos ha correspondido el honor de dar las primeras clases de
doctorado en Derecho propiamente chileno, mis palabras no pueden ser improvisadas;
no deben ser improvisadas. Pues después de casi dos siglos completos que en
nuestra patria no ha habido estudios de doctorado en Derecho, en el día mismo
en que son (r) establecidos en esta nuestra Universidad (al mismo tiempo que en
otras dos Casas de Estudios Superiores de Santiago), no es posible iniciarlos
sin algunas palabras tranquilas, de reflexión, de cierto recogimiento, aquel
que nos embarga cuando sentimos interiormente la responsabilidad de nuestros
actos.
Estas palabras están dirigidas principalmente
a los primeros alumnos de doctorado, pues ellos han depositado su confianza en
los actuales doctores chilenos, esperanzados en que se les entregarán los
elementos conceptuales que les servirán para su desarrollo intelectual y para realizar
lo esencial de un programa de esta naturaleza: su tesis.
Después de la prolongada y meditada
elaboración del proyecto de doctorado, que hoy ya es una realidad en la Pontificia
Universidad Católica de Chile (y como todos sabemos, también
en la Universidad de Chile y en la Universidad de los Andes), en que
participaron académicos de esta Universidad y consultores ajenos a ella,
chilenos y extranjeros, es posible sentirse reconfortados de que un selecto
grupo de estudiantes haya confiado su futuro en maestros doctorales chilenos.
Pues, hasta ahora, la única posibilidad que existía para los licenciados en
Derecho chilenos que deseaban doctorarse era ir a hacerlo al extranjero.
Entonces, ahora debemos preocuparnos de
construir adecuadamente los estudios doctorales en nuestra patria, y para ello
debemos mirar no solo el presente y sus necesidades acuciantes, sino también el
pasado; el pasado, junto a nuestra realidad presente, nos ayudará a visualizar
las necesidades de nuestros estudios doctorales, y a tomar mejores decisiones
académicas. En esta materia resulta adecuado recuperar para la Universidad
actual lo mejor de ella en el pasado: volver a las raíces.
1.
La primera tradición de ciencia jurídica en Roma.
En una primera mirada retrospectiva, podría alguien
pensar que la historia del doctorado en Derecho tiene el mismo origen que la
ciencia jurídica, posición que desde la perspectiva epistemológica es difícil,
al no existir una respuesta pacífica sobre el momento en que nace la ciencia
jurídica, y esta duda es razonable, dado que la realidad jurídica actual es muy
distinta a la de sus precedentes históricos, pues en realidad ha habido varias
“matrices disciplinares” (paradigmas), en el sentido de Kuhn. Más difícil es
aún la respuesta si, incluso, ha habido quienes han postulado que el Derecho no
es ciencia.
En una segunda mirada más atenta hacia la
historia más lejana, podemos visualizar que aquel laborioso trabajo de los
juristas romanos, de lo que llamamos la primera vida del derecho romano (años 130 a . C. a 230 d. C.), hoy
es considerado “científico”, pero esos juristas no tenían conciencia de hacer
ciencia: para ellos era un arte, “el arte de lo bueno y equitativo”, ius est ars boni et aequi; trabajo este
que fue, en parte, sistematizado en el “Corpus
Iuris Civilis”. Tales juristas no originaron una tradición de lo que hoy
llamamos doctorado. Por cierto que existieron en aquella época profesores de
Derecho, ya que ellos se consideraban propensos a aprender y enseñar (Cicerón, De finibus, III, 20), y existía un
codiciado título de Doctor Legum
(Digesta, 27, 1,6, 12: “Legum vero
Doctores... “), pero su método de enseñanza que tan ácidamente critica el
propio Cicerón (De Legibus, II, 19[47]), era distinto a lo que hoy conocemos
como estudios de licenciatura o doctorales. Todo ese trabajo magnífico de los
juristas romanos, no obstante, seria la sabia de la futura enseñanza jurídica,
y quedó oculto para la tradición europea hasta los albores del siglo XIII en
que nacieron las universidades, y junto con ellas, los doctorados.
2.
La historia del doctorado esta unidad a la historia de las universidades.
Por lo anterior, la historia del doctorado en
Derecho no nace junto al impresionante monumento jurídico de Roma, sino en el
siglo XIII, junto con las universidades; aún más, las universidades nacieron
para ofrecer licenciaturas y doctorados. Por ello, para conocer el origen del
doctorado debemos retroceder exactamente al origen mismo de las universidades.
Por lo tanto, el doctorado, el máximo grado
académico que desde entonces y hasta ahora siguen ofreciendo las universidades,
tiene ocho siglos de tradición en el mundo occidental.
De las primeras universidades que surgieron
en Europa, en Bolonia solo se estudiaba Derecho; en Montpellier solo Medicina;
y en París y en Oxford se estudiaba artes liberales y las disciplinas propias
de las facultades superiores (Medicina, Derecho y Teología); de ahí esa
permanente admiración a esas rancias universidades, de cuya historia quizás sea
posible obtener ideas para lo que esta sucediendo hoy en Chile.
Para reflexionar sobre la causa profunda del
(re)surgimiento de los estudios de doctorado en Derecho hoy, en 2002, debemos
mirar la historia del origen de esas universidades, pues, como diré mas
adelante, en las universidades propiamente chilenas nunca se ha otorgado el
grado de Doctor en Derecho. Podríamos incurrir en una simplificación de las
cosas al afirmar que el doctorado en Derecho debe surgir para hacer ciencia por
la ciencia; o solo para mejorar el nivel científico de sus cultivadores. Hay
causas más profundas, relacionadas con las necesidades sociales, económicas y
culturales del país; con el mejoramiento de las leyes y de las sentencias de
los jueces; con la crítica científica entre los autores, etc.
Quizás la historia del surgimiento de las
universidades nos sirva para hacer más fructíferos los pasos que demos quienes
comenzamos a formar nuevos doctores en la disciplina jurídica.
Si bien los historiadores difieren en las
causas del origen de la institución universitaria, prevalecen dos tesis, que en
realidad son más complementarias que opuestas (Verger).
Para unos, fue la propia renovación del
saber, a raíz del descubrimiento de la filosofía de Aristóteles y el entusiasmo
intelectual suscitado por estas novedades, la que habría impulsado a maestros y
estudiantes a crear estas instituciones autónomas, únicas capaces de garantizar
la libertad de expresión y de enseñanza necesarias. Para otros, lo más
importante fue la presión social ejercida por las personas que aspiraban a
obtener diplomas que les abrieran las puertas a las carreras abiertas tras la
reforma de la Iglesia y, sobre todo, a raíz del renacimiento del Estado.
Sea lo que sea, el nacimiento de las
universidades no fue un fenómeno “espontáneo”, una creación de maestros y
estudiantes solos; su acción, indispensable, fue apoyada por una voluntad
política de los poderes locales y del papado. Solo así la nueva institución
tuvo legitimidad y status jurídico. El apoyo de los poderes superiores era
comprensible: por un lado, el derecho romano era el instrumento esencial del
renacimiento del Estado; y, por otro, el derecho canónico y la Teología, como
se ensenaba en las universidades, ponía de manifiesto la plenitudo potestatis pontificia.
A partir del papel desempeñado por las
universidades y sus nuevos doctores en leyes, o en cationes, se produjo una
verdadera renovación de doctrinas; los juristas (a quienes se les denominaba
doctores legum, judices, causidici,
etc.) tuvieron un gran prestigio, fueron considerados entre los que hoy
llamamos “intelectuales” (Le Goff), y su sabiduría no solo influyó entre
quienes tenían el poder político; también influyó entre las demás gentes del
saber, y en general en todos los componentes de la sociedad.
Ayer y hoy los juristas, como todos los
doctos de las distintas disciplinas del saber, tienen un relevante rol social:
diseminan lo que suelo llamar una “conciencia jurídica”, esto es, un saber
popular entre los no especialistas sobre los principales aspectos de la ciencia
jurídica; una enseñanza social sobre los principales conceptos que hacen al
derecho entre los legos. Y esta historia que describo nos muestra el papel
social relevante que la enseñanza doctoral universitaria propició para los
juristas desde el siglo XIII en Europa; influencia que es notoria y llega hasta
hoy en las sociedades con amplia tradición doctoral en Derecho.
No es por nada que entre nosotros, quienes
han estudiado la historia universitaria, han llamado a los estudios de Derecho
como “la carrera del poder” (Sol Serrano, Universidad y Nación, 1994).
Abrigo la esperanza de que los estudios
doctorales y la colación futura del grado a numerosos interesados, amplíe el
servicio que los juristas ofrecen al país.
3.
La ausencia del doctorado en derecho en la historia patria.
Una última digresión histórica, ya unida a la
historia de nuestra patria, nos mostrará una realidad sorprendente: ¡el
transcurso de casi dos siglos sin programas de doctorado en Derecho!
Hemos hablado de “(r) establecimiento”/
“(re)surgimiento” de los estudios de doctorado en Derecho, pues en nuestro
territorio los hubo, pero por muy pocos años, y antes de nuestra independencia
nacional, desde inicios del siglo XVIII, en 1738, con la fundación de la
Universidad de San Felipe en Santiago. Hasta ese año, la obtención del grado de
licenciado y de doctor en Derecho debía obtenerse en Lima. Las cátedras eran
once: de prima de teología, de cánones, de leyes, de medicina, de matemáticas,
de Instituta, Decreto, Maestro de las sentencias (Pedro Lombardo), dos de artes
y una de lengua, esto es, de mapuche. En esa universidad obtuvieron su
doctorado muchos estudiantes (véase el elenco de las tesis en González
Echeñique, Los estudios jurídicos y la
abogacía en el reino de Chile, 1954), y entre ellos jueces y juristas
relevantes en los primeros años de la República, como Mariano Egaña
(1793-1846), a quien debemos la traída de Andrés Bello a Chile.
Con la emancipación, dicha Universidad no
solo disminuyó su papel en la enseñanza del Derecho, sino que luego
desaparecería, pues correspondía al “viejo orden” (Sol Serrano). En efecto,
inspirándose en uno de los productos de la Revolución Francesa ,
al crearse el Instituto Nacional en 1813, se centralizó en tal institución la
enseñanza del Derecho, en donde no se consideró el doctorado. Si bien los
estudios de Derecho en Chile han tenido el aporte vigoroso inicial de sabios
como Andrés Bello, a mediados del siglo XIX, y múltiples reformas posteriores
en cada una de las universidades (que en un bello libro ha relatado
recientemente Salvat Monguillot: Breve
historia del estudio del Derecho, 2001), nunca tuvo fortuna el doctorado.
En efecto, en 1843, junto con declararse
extinguida la Universidad de San Felipe, se creó la Universidad de Chile, la
que nunca ha otorgado el grado de doctor en Derecho; no lo ofrecieron, en fin,
ninguna de las universidades creadas durante el siglo XX (como las de
Concepción, Católica de Valparaíso, y otras).
En la Pontificia
Universidad Católica de Chile, creada en 1888, ha ocurrido lo
mismo; nunca se consolidó un programa de doctorado en Derecho, no obstante que,
en 1916 y en 1928, hubo dos intentos concretos, con proyectos y programas
formales aprobados (vid. Krebs, Muñoz y Valdivieso, Historia de la Pontificia
Universidad Católica de Chile, 1988); el primero de los
cuales no prosperó por falta de recursos; y el segundo seguramente fue
abandonado por concordar con una álgida época de la historia nacional. En ambos
casos se intentaba “formar una verdadera elite intelectual”, crear verdaderos
“jurisconsultos” y transformar la tradicional “Escuela de Leyes en una Facultad
universitaria”. Este programa que se inicia ahora, en 2002, en esta
Universidad, es entonces su tercer intento serio en la materia. Esperemos
que sea el definitivo.
Podemos decir entonces que en Chile, como
República independiente, nunca ninguna universidad ha entregado el grado de
Doctor en Derecho. En realidad, debiésemos hablar de
surgimiento/establecimiento del doctorado en Derecho; pues para decir “restablecimiento”
tenemos que unir a nuestra historia patria la época indiana. Entonces, los
alumnos que hoy inician sus estudios serán los primeros doctores propiamente
chilenos, y tanto la responsabilidad de sus profesores como la de estos alumnos
es muy grande: marcarán el futuro.
4.
El doctorado como sinónimo de ciencia.
Hoy el doctorado es sinónimo de ciencia;
incluso más, la tesis doctoral, que es la culminación de un estudio doctoral,
es por antonomasia científica. Y al ser el doctorado el máximo grado universitario,
debemos concluir que el máximo esfuerzo docente de toda universidad es dotar de
ciencia a sus estudiantes. De lo anterior surge lo que le espera a un doctor,
desde el primer día: está predestinado a hacer ciencia cada día,
inevitablemente, inexcusablemente, so pena de caducidad de su posición
científica, y, por ende, universitaria.
Existen unas palabras que a primera vista
parecen excesivas, de una conocida conferencia de 1919, “La ciencia como
profesión”, de Max Weber (1864-1920), quien, entre otras dedicaciones, fue un
jurista que se consideraba a sí mismo, antes que nada, como un científico.
Weber habla de la “vivencia” de la ciencia como una extraña embriaguez,
ridícula para el que está fuera; según él, sin sentir esta pasión por la ciencia,
sin este “milenios tuvieron que pasar antes de que tú entraras en la vida y
otros milenios esperan en silencio” para ver si esa conjetura se resuelve
contigo; sin eso, uno no tiene vocación para la ciencia, y debiese hacer otra
cosa; pues nada vale para el hombre que no tiene pasión, para el indiferente.
Y esta embriaguez es seguramente la que ha
llevado a un grupo de universitarios a profundizar en la ciencia del Derecho; y
crear una nueva comunidad de maestros y estudiantes.
[Publicado en Revista Chilena de Derecho, Vol. 29, Nº 1, 2002]