31 de diciembre de 2002

(Re)Surgimiento del grado de doctor en derecho


En el instante solemne, en que a varios universitarios nos ha correspondido el honor de dar las primeras clases de doctorado en Derecho propiamente chileno, mis palabras no pueden ser improvisadas; no deben ser improvisadas. Pues después de casi dos siglos completos que en nuestra patria no ha habido estudios de doctorado en Derecho, en el día mismo en que son (r) establecidos en esta nuestra Universidad (al mismo tiempo que en otras dos Casas de Estudios Superiores de Santiago), no es posible iniciarlos sin algunas palabras tranquilas, de reflexión, de cierto recogimiento, aquel que nos embarga cuando sentimos interiormente la responsabilidad de nuestros actos.

Estas palabras están dirigidas principalmente a los primeros alumnos de doctorado, pues ellos han depositado su confianza en los actuales doctores chilenos, esperanzados en que se les entregarán los elementos conceptuales que les servirán para su desarrollo intelectual y para realizar lo esencial de un programa de esta naturaleza: su tesis.

Después de la prolongada y meditada elaboración del proyecto de doctorado, que hoy ya es una realidad en la Pontificia Universidad Católica de Chile (y como todos sabemos, también en la Universidad de Chile y en la Universidad de los Andes), en que participaron académicos de esta Universidad y consultores ajenos a ella, chilenos y extranjeros, es posible sentirse reconfortados de que un selecto grupo de estudiantes haya confiado su futuro en maestros doctorales chilenos. Pues, hasta ahora, la única posibilidad que existía para los licenciados en Derecho chilenos que deseaban doctorarse era ir a hacerlo al extranjero.

Entonces, ahora debemos preocuparnos de construir adecuadamente los estudios doctorales en nuestra patria, y para ello debemos mirar no solo el presente y sus necesidades acuciantes, sino también el pasado; el pasado, junto a nuestra realidad presente, nos ayudará a visualizar las necesidades de nuestros estudios doctorales, y a tomar mejores decisiones académicas. En esta materia resulta adecuado recuperar para la Universidad actual lo mejor de ella en el pasado: volver a las raíces.

1. La primera tradición de ciencia jurídica en Roma.

En una primera mirada retrospectiva, podría alguien pensar que la historia del doctorado en Derecho tiene el mismo origen que la ciencia jurídica, posición que desde la perspectiva epistemológica es difícil, al no existir una respuesta pacífica sobre el momento en que nace la ciencia jurídica, y esta duda es razonable, dado que la realidad jurídica actual es muy distinta a la de sus precedentes históricos, pues en realidad ha habido varias “matrices disciplinares” (paradigmas), en el sentido de Kuhn. Más difícil es aún la respuesta si, incluso, ha habido quienes han postulado que el Derecho no es ciencia.

En una segunda mirada más atenta hacia la historia más lejana, podemos visualizar que aquel laborioso trabajo de los juristas romanos, de lo que llamamos la primera vida del derecho romano (años 130 a. C. a 230 d. C.), hoy es considerado “científico”, pero esos juristas no tenían conciencia de hacer ciencia: para ellos era un arte, “el arte de lo bueno y equitativo”, ius est ars boni et aequi; trabajo este que fue, en parte, sistematizado en el “Corpus Iuris Civilis”. Tales juristas no originaron una tradición de lo que hoy llamamos doctorado. Por cierto que existieron en aquella época profesores de Derecho, ya que ellos se consideraban propensos a aprender y enseñar (Cicerón, De finibus, III, 20), y existía un codiciado título de Doctor Legum (Digesta, 27, 1,6, 12: “Legum vero Doctores... “), pero su método de enseñanza que tan ácidamente critica el propio Cicerón (De Legibus, II, 19[47]), era distinto a lo que hoy conocemos como estudios de licenciatura o doctorales. Todo ese trabajo magnífico de los juristas romanos, no obstante, seria la sabia de la futura enseñanza jurídica, y quedó oculto para la tradición europea hasta los albores del siglo XIII en que nacieron las universidades, y junto con ellas, los doctorados.

2. La historia del doctorado esta unidad a la historia de las universidades.

Por lo anterior, la historia del doctorado en Derecho no nace junto al impresionante monumento jurídico de Roma, sino en el siglo XIII, junto con las universidades; aún más, las universidades nacieron para ofrecer licenciaturas y doctorados. Por ello, para conocer el origen del doctorado debemos retroceder exactamente al origen mismo de las universidades.

Por lo tanto, el doctorado, el máximo grado académico que desde entonces y hasta ahora siguen ofreciendo las universidades, tiene ocho siglos de tradición en el mundo occidental.

De las primeras universidades que surgieron en Europa, en Bolonia solo se estudiaba Derecho; en Montpellier solo Medicina; y en París y en Oxford se estudiaba artes liberales y las disciplinas propias de las facultades superiores (Medicina, Derecho y Teología); de ahí esa permanente admiración a esas rancias universidades, de cuya historia quizás sea posible obtener ideas para lo que esta sucediendo hoy en Chile.

Para reflexionar sobre la causa profunda del (re)surgimiento de los estudios de doctorado en Derecho hoy, en 2002, debemos mirar la historia del origen de esas universidades, pues, como diré mas adelante, en las universidades propiamente chilenas nunca se ha otorgado el grado de Doctor en Derecho. Podríamos incurrir en una simplificación de las cosas al afirmar que el doctorado en Derecho debe surgir para hacer ciencia por la ciencia; o solo para mejorar el nivel científico de sus cultivadores. Hay causas más profundas, relacionadas con las necesidades sociales, económicas y culturales del país; con el mejoramiento de las leyes y de las sentencias de los jueces; con la crítica científica entre los autores, etc.

Quizás la historia del surgimiento de las universidades nos sirva para hacer más fructíferos los pasos que demos quienes comenzamos a formar nuevos doctores en la disciplina jurídica.

Si bien los historiadores difieren en las causas del origen de la institución universitaria, prevalecen dos tesis, que en realidad son más complementarias que opuestas (Verger).

Para unos, fue la propia renovación del saber, a raíz del descubrimiento de la filosofía de Aristóteles y el entusiasmo intelectual suscitado por estas novedades, la que habría impulsado a maestros y estudiantes a crear estas instituciones autónomas, únicas capaces de garantizar la libertad de expresión y de enseñanza necesarias. Para otros, lo más importante fue la presión social ejercida por las personas que aspiraban a obtener diplomas que les abrieran las puertas a las carreras abiertas tras la reforma de la Iglesia y, sobre todo, a raíz del renacimiento del Estado.

Sea lo que sea, el nacimiento de las universidades no fue un fenómeno “espontáneo”, una creación de maestros y estudiantes solos; su acción, indispensable, fue apoyada por una voluntad política de los poderes locales y del papado. Solo así la nueva institución tuvo legitimidad y status jurídico. El apoyo de los poderes superiores era comprensible: por un lado, el derecho romano era el instrumento esencial del renacimiento del Estado; y, por otro, el derecho canónico y la Teología, como se ensenaba en las universidades, ponía de manifiesto la plenitudo potestatis pontificia.

A partir del papel desempeñado por las universidades y sus nuevos doctores en leyes, o en cationes, se produjo una verdadera renovación de doctrinas; los juristas (a quienes se les denominaba doctores legum, judices, causidici, etc.) tuvieron un gran prestigio, fueron considerados entre los que hoy llamamos “intelectuales” (Le Goff), y su sabiduría no solo influyó entre quienes tenían el poder político; también influyó entre las demás gentes del saber, y en general en todos los componentes de la sociedad.

Ayer y hoy los juristas, como todos los doctos de las distintas disciplinas del saber, tienen un relevante rol social: diseminan lo que suelo llamar una “conciencia jurídica”, esto es, un saber popular entre los no especialistas sobre los principales aspectos de la ciencia jurídica; una enseñanza social sobre los principales conceptos que hacen al derecho entre los legos. Y esta historia que describo nos muestra el papel social relevante que la enseñanza doctoral universitaria propició para los juristas desde el siglo XIII en Europa; influencia que es notoria y llega hasta hoy en las sociedades con amplia tradición doctoral en Derecho.

No es por nada que entre nosotros, quienes han estudiado la historia universitaria, han llamado a los estudios de Derecho como “la carrera del poder” (Sol Serrano, Universidad y Nación, 1994).

Abrigo la esperanza de que los estudios doctorales y la colación futura del grado a numerosos interesados, amplíe el servicio que los juristas ofrecen al país.

3. La ausencia del doctorado en derecho en la historia patria.

Una última digresión histórica, ya unida a la historia de nuestra patria, nos mostrará una realidad sorprendente: ¡el transcurso de casi dos siglos sin programas de doctorado en Derecho!

Hemos hablado de “(r) establecimiento”/ “(re)surgimiento” de los estudios de doctorado en Derecho, pues en nuestro territorio los hubo, pero por muy pocos años, y antes de nuestra independencia nacional, desde inicios del siglo XVIII, en 1738, con la fundación de la Universidad de San Felipe en Santiago. Hasta ese año, la obtención del grado de licenciado y de doctor en Derecho debía obtenerse en Lima. Las cátedras eran once: de prima de teología, de cánones, de leyes, de medicina, de matemáticas, de Instituta, Decreto, Maestro de las sentencias (Pedro Lombardo), dos de artes y una de lengua, esto es, de mapuche. En esa universidad obtuvieron su doctorado muchos estudiantes (véase el elenco de las tesis en González Echeñique, Los estudios jurídicos y la abogacía en el reino de Chile, 1954), y entre ellos jueces y juristas relevantes en los primeros años de la República, como Mariano Egaña (1793-1846), a quien debemos la traída de Andrés Bello a Chile.

Con la emancipación, dicha Universidad no solo disminuyó su papel en la enseñanza del Derecho, sino que luego desaparecería, pues correspondía al “viejo orden” (Sol Serrano). En efecto, inspirándose en uno de los productos de la Revolución Francesa, al crearse el Instituto Nacional en 1813, se centralizó en tal institución la enseñanza del Derecho, en donde no se consideró el doctorado. Si bien los estudios de Derecho en Chile han tenido el aporte vigoroso inicial de sabios como Andrés Bello, a mediados del siglo XIX, y múltiples reformas posteriores en cada una de las universidades (que en un bello libro ha relatado recientemente Salvat Monguillot: Breve historia del estudio del Derecho, 2001), nunca tuvo fortuna el doctorado.

En efecto, en 1843, junto con declararse extinguida la Universidad de San Felipe, se creó la Universidad de Chile, la que nunca ha otorgado el grado de doctor en Derecho; no lo ofrecieron, en fin, ninguna de las universidades creadas durante el siglo XX (como las de Concepción, Católica de Valparaíso, y otras).

En la Pontificia Universidad Católica de Chile, creada en 1888, ha ocurrido lo mismo; nunca se consolidó un programa de doctorado en Derecho, no obstante que, en 1916 y en 1928, hubo dos intentos concretos, con proyectos y programas formales aprobados (vid. Krebs, Muñoz y Valdivieso, Historia de la Pontificia Universidad Católica de Chile, 1988); el primero de los cuales no prosperó por falta de recursos; y el segundo seguramente fue abandonado por concordar con una álgida época de la historia nacional. En ambos casos se intentaba “formar una verdadera elite intelectual”, crear verdaderos “jurisconsultos” y transformar la tradicional “Escuela de Leyes en una Facultad universitaria”. Este programa que se inicia ahora, en 2002, en esta Universidad, es entonces su tercer intento serio en la materia. Esperemos que sea el definitivo.

Podemos decir entonces que en Chile, como República independiente, nunca ninguna universidad ha entregado el grado de Doctor en Derecho. En realidad, debiésemos hablar de surgimiento/establecimiento del doctorado en Derecho; pues para decir “restablecimiento” tenemos que unir a nuestra historia patria la época indiana. Entonces, los alumnos que hoy inician sus estudios serán los primeros doctores propiamente chilenos, y tanto la responsabilidad de sus profesores como la de estos alumnos es muy grande: marcarán el futuro.

4. El doctorado como sinónimo de ciencia.

Hoy el doctorado es sinónimo de ciencia; incluso más, la tesis doctoral, que es la culminación de un estudio doctoral, es por antonomasia científica. Y al ser el doctorado el máximo grado universitario, debemos concluir que el máximo esfuerzo docente de toda universidad es dotar de ciencia a sus estudiantes. De lo anterior surge lo que le espera a un doctor, desde el primer día: está predestinado a hacer ciencia cada día, inevitablemente, inexcusablemente, so pena de caducidad de su posición científica, y, por ende, universitaria.

Existen unas palabras que a primera vista parecen excesivas, de una conocida conferencia de 1919, “La ciencia como profesión”, de Max Weber (1864-1920), quien, entre otras dedicaciones, fue un jurista que se consideraba a sí mismo, antes que nada, como un científico. Weber habla de la “vivencia” de la ciencia como una extraña embriaguez, ridícula para el que está fuera; según él, sin sentir esta pasión por la ciencia, sin este “milenios tuvieron que pasar antes de que tú entraras en la vida y otros milenios esperan en silencio” para ver si esa conjetura se resuelve contigo; sin eso, uno no tiene vocación para la ciencia, y debiese hacer otra cosa; pues nada vale para el hombre que no tiene pasión, para el indiferente.

Y esta embriaguez es seguramente la que ha llevado a un grupo de universitarios a profundizar en la ciencia del Derecho; y crear una nueva comunidad de maestros y estudiantes.



[Publicado en Revista Chilena de Derecho, Vol. 29, Nº 1, 2002]