Cabe constatar lo desajustado con la realidad
que resulta el permanente intento de nacionalización/estatización de las aguas.
La constatación fluye si se observa el modelo
chileno de administración dual de las aguas (público/privada), y luego se
revisa la efectiva mutación que este modelo y práctica producen en la
naturaleza de las aguas: pues las aguas, una vez que son administradas
(distribuidas) por los usuarios (mayoritariamente agricultores), en realidad
devienen aguas comunes, de todos; las que
se han de repartir según títulos, pero también con equidad.
Existen varias iniciativas parlamentarias en
el sentido de nacionalización/estatización de las aguas y ninguna de ellas se
ha aprobado.
El ejemplo más reciente es la moción de
reforma constitucional (Boletín 8678-07) de diversos diputados, del 13 de
noviembre de 2012, que propone que las aguas sean a la vez “bienes nacionales
de uso público” y “del dominio absoluto, exclusivo, inalienable e
imprescriptible del Estado”, como si ambas cosas fuesen lo mismo. Igualmente,
el Programa de la candidatura de 2013 de la actual Presidenta de la República
(que ha asumido el poder en marzo de 2014), retoma el tema, repitiendo casi
exactamente un mensaje presidencial de 6 de enero de 2010, en que la actual
presidenta, al final de su primer mandato, propone modificar la Constitución en
el siguiente sentido:
i)
eliminar el inciso final del artículo 19, número 24 de la Constitución (que
consagra la garantía de la propiedad para los derechos de los particulares
sobre las aguas);
ii) junto
a otros aspectos (como el deseo de reinstaurar las «reservas de aguas» que
existieron desde 1967 a 1979), propone agregar en el artículo 19, número 23 de
la Constitución lo siguiente: “Las aguas son bienes nacionales de uso público”.
¿Es esta una reforma necesaria, atendidos los
problemas y conflictos que actualmente se suscitan en las aguas? Al respecto,
se puede observar lo siguiente:
1º Esta
reforma es incompleta, pues los problemas que hoy aquejan a las aguas son
muchos más, y no fueron resueltos todos en la reforma introducida por la Ley
20.017, de 2005.
Sin perjuicio de lo que se aborda en este
escrito, cabe señalar: subsisten conflictos y temas
pendientes en materia de aguas subterráneas; debe reducirse la discrecionalidad
excesiva y eliminarse los graves retrasos a raíz del accionar de la DGA; se
hace necesario tecnificar este organismo y disminuir el marcado carácter
político que actualmente detenta; debe otorgarse una mejor definición de los
derechos de aprovechamiento no consuntivos; deben tratarse y regularse más
profundamente las organizaciones de usuarios; y, debe incorporarse regulación
sobre temas no tratados adecuadamente en la normativa, como ocurre con las
nuevas fuentes de aguas (recarga artificial de acuíferos, desalinización, entre
otros).
Si bien se acaba
de dictar un reglamento de las aguas subterráneas (que en varios aspectos va
más allá de lo que legítimamente puede hacer un reglamento, y adopta un rol de
“legislador” sustituto), lo que debe hacerse, en verdad, es una Ley de aguas
subterráneas.
2º Siembra
inquietud en una regulación esencial de la actividad económica: el agua es
insumo de relevantes actividades económicas (minería, hidroelectricidad,
servicios sanitarios, etc.). Una materia y una modificación tan relevante
requieren de un mayor estudio previo, que en este caso notoriamente no se ha
dado.
3º Representa
un retroceso en cuanto retoma las reservas de aguas; pues, considerando que los
acuíferos y corrientes más relevantes ya están comprometidos, ¿cómo se reservará
sin expropiar?
4º Por
último, se considera que es innecesaria, dado que intenta declarar a las aguas
como “bienes nacionales de uso público”, pese a que el Código Civil y el Código
de Aguas ya contienen esa declaración; y darle nivel constitucional no agrega
nada.
Este proyecto de nacionalización escoge un
mecanismo innecesario para la solución a los actuales problemas de las aguas;
muestra, es evidente, la constante tendencia política de declarar las aguas
como bienes nacionales, o del dominio del Estado. ¿Qué significa la
nacionalización de las aguas? ¿Que sean comunes? ¿Que sean públicas?
¿Estatales? ¿De todos? Está claro que no se desea que sean privadas, de una
persona natural o jurídica particular. Es la tensión Estado-particulares
(individualmente considerados, como los reúne el mercado); tensión ésta que no
mira a la sociedad.
Esta tendencia nacionalista o estatizante
está mal focalizada, pues:
i)
una vaga declaración constitucional por sí sola no soluciona los problemas de
la gestión del agua; y
ii) la
realidad muestra, que las aguas, más que nacionales o estatales, son bienes
comunes (autogestionadas por quienes las usan); y el rol de la Nación no es
disputar una especie de propiedad de las aguas, sino regularlas a través de
decisiones legislativas adecuadas. Que la Nación haga propias las aguas no
tiene significado alguno; es una mera consigna.
El caso es que las aguas son recursos o
nacionales, o de todos, o comunes, si se quiere, pero no estatales. Las aguas
están declaradas legalmente “bienes nacionales de uso público”; esto es, no son
estatales. Pero, en verdad, el fenómeno de las aguas ha ido más allá de esa
retrógrada visión estatal; se escapa de cualquier vínculo propietario con el
Estado y se acerca al pueblo usuario de las aguas; de ahí que a este recurso
esencial, hoy ya no sólo es nacional, sino que, además, cabe considerarlo un
bien común, autogestionado por sus usuarios. No es real, no es un factum
coherente, esa cáscara de la ley, que define a las aguas como “bienes
nacionales de uso público”, como nacionales, como de dominio de toda la Nación,
pues las aguas sólo las usan; sólo las pueden usar quienes tienen derecho a
extraerlas; y tales aguas de cada cuenca, o de cada acuífero, están sujetas al
reparto, autogestión colectiva, comunal o local de sus titulares de derechos. Y
es que, al percibir la forma en que se lleva a cabo la administración y
distribución del recurso hídrico, lo más coherente es considerarlas unos
“bienes comunes” autogestionados por sus usuarios.
Así, aplicando esta evidencia a cada cuenca,
a cada acuífero, se constata, en nuestra realidad, que en verdad hay dos
calificativos para las aguas:
i) por una parte, la cáscara de las leyes
califica a las aguas como bienes nacionales de uso público; de un supuesto dominio
de la Nación. ¿Cuál es la consecuencia de esa calificación jurídica? Únicamente
que la “Nación toda”, a través del Congreso Nacional, puede dictar leyes que
regulan su gestión, y su preservación;
ii) por otra parte, de la realidad fluye la
evidencia de las aguas como unos bienes comunes, de todos sus usuarios
efectivos, dada la autogestión de las mismas por sus usuarios directos (de hoy
y de mañana).
En suma, la realidad es más fuerte que
algunas consignas incorporadas con fórceps a los textos normativos, intentando
convertirlas en reglas: la realidad del derecho viviente torna inútil e irreal
la estatización de las aguas.
Lo anterior, por cierto, desde el punto de
vista jurídico.
[Publicado
en: Revista Riego y Drenaje. Mayo, 2014]