9 de diciembre de 2015

Eficacia del control de legalidad de actos administrativos exentos.

      El dictamen N° 76.868, de 28 de septiembre de 2015, de la Contraloría General de la República (CGR), relativo al control de legalidad de los actos administrativos exentos, junto con romper su tradicional cultura jurisprudencial no anárquica, origina ambigüedad e incertidumbre. Observo en este dictamen, al mismo tiempo, un quebranto a las directrices de inexcusabilidad e impugnabilidad y una larvada abdicación de ese respetable órgano contralor a su función de control de legalidad.
Hasta ahora, aparecía como vigente la doctrina contenida en el dictamen N° 13.923/2004, el cual señala que la CGR no puede excusarse de conocer el reclamo de un administrado y debe ejercer el control de legalidad de los actos administrativos exentos; y que los procedimientos impugnatorios en sede administrativa no pueden considerarse acciones jurisdiccionales. Es expresivo al sentar esta doctrina; “ [de otro modo] este Órgano de Control –dice-carecería de oportunidad para ejercer su función fiscalizadora, dado que una vez que se expida la decisión atinente a la reposición, que está exenta de la toma de razón (...), [en su caso],la decisión correspondiente debe adoptarla el Poder Jurisdiccional (...). En seguida, cita el artículo 54 inc.3°de la ley 19.880, para agregar que “cabe entender que la fiscalización en cuestión podrá efectuarse en tanto no se hayan interpuesto recursos jurisdiccionales sobre la materia por el particular afectado, dado que en ese contexto no hay conflicto de competencia entre los Tribunales de Justicia y esta Institución.”

Ello es concordante con la Constitución y la Ley, pues la CGR no puede hacer denegación de su función de control de legalidad de los actos de la Administración (artículos 98 y 99 de la Constitución y 1° de la Ley N° 10.336); ello es, por una parte, un deber, sin perjuicio de la oportunidad, selectividad o circunstancias de ese control; si es realizado durante su tramitación, a priori o a posteriori; ya sea de oficio o a petición de un administrado; por otra parte, para su efectividad, la CGR no está autorizada a rechazar a limine una solicitud de impugnación de un administrado ni a excusarse de emitir una resolución sobre el fondo de ese asunto.

Este es el modo a través del cual el Derecho Administrativo chileno asegura el imperio de la juridicidad al interior de la Administración: creando la función de control de legalidad de la CGR y las directrices de impugnabilidad e inexcusabilidad; en su virtud, una vez interpuesto ante la CGR el reclamo de un administrado, sobre la eventual ilegalidad de algún acto o procedimiento sometido a su función de control de legalidad, esta no puede excusarse de atender esa impugnación. Es un modo sensato de intentar resolver primero las eventuales ilegalidades al interior de la Administración (de la cual forma parte la propia CGR).

Pero esto ha sido borrado de un plumazo en el dictamen 76.868/2015. Las circunstancias de hecho que rodean este caso son las siguientes: en cualquiera de las fases de un procedimiento administrativo (iniciación, instrucción o finalización) se pueden cometer ilegalidades o surgir la necesidad de impedir la concreción de una ilegalidad; en este último caso se configura la fase de revisión administrativa, y los administrados suelen interponer “recursos” de reposición, jerárquico, de revisión, aclaración, reconsideración, ante el mismo órgano o superior jerárquico; o ante la CGR, recurso este último que en la praxis se ha denominado “de ilegalidad”. Sin esta impugnación ante CGR, ni el procedimiento ni el primer acto terminal exento, eventualmente teñidos de ilegalidad, llegarían ni a ser conocidos ni eventualmente controlados, pues una vez dictado el acto, ya terminal o que resuelva negativamente la reposición o reconsideración, al ser exentos, al administrado no le quedará otra vía que las acciones ante los Tribunales.

Mientras el procedimiento y sus actos sigan en vía administrativa la CGR es competente para ejercer su función de control de legalidad de la actividad administrativa (pues sólo una vez interpuesta una acción judicial deberá abstenerse, dada la prohibición legal contenida en los artículos 6° inciso 3° de la Ley N° 10.336, de organización y atribuciones de la CGR y 54 inciso 3° LBPA).

¿Qué dijo el dictamen N° 76.868/2015? Algo insólito:

1°) señala que la CGR “debe abstenerse de emitir pronunciamientos cuando se encuentren pendientes de resolución los recursos de reconsideración[ante el mismo órgano] deducidos por los interesados”, y agrega que “ello es sin perjuicio de las facultades fiscalizadoras que le compete [a la CGR] respecto de la legalidad de las decisiones que adopte la autoridad administrativa, las que, sin embargo, corresponde que sean ejercidas una vez agotada la antedicha instancia”; y precisa que una vez terminada la vía administrativa el interesado podrá “recurrir a este organismo de Control”.(sic)

ii) agrega que “la sola circunstancia de una acción judicial contemplada como alternativa de impugnación de ciertos actos en el marco de un procedimiento que se sigue ante la Administración, como acontece en la especie [se trataba de una solicitud de traslado del ejercicio de un derecho de aprovechamiento de aguas], no confiere carácter litigioso a los asuntos en que dicha acción puede incidir, de modo que no obsta a la posibilidad de acudir a esta Instancia de Fiscalización para los efectos del caso” (sic).

Estos escuetos fundamentos son incoherentes con los hechos, con la jurisprudencia anterior y con el derecho vigente.

De partida, yerra al calificar de litigio lo que no es tal; pero en seguida anuncia algo ilegal: que aunque haya litigio, dice, la CGR podría conocer del asunto. Este doble error es increíble: primero, la Ley sólo obliga a la CGR a abstenerse en caso de interposición de una acción judicial, y no ante una reconsideración en sede administrativa; y, segundo, una vez dictado el acto exento, si el interesado interpone acción judicial, ya no será posible que la CGR ejerza control de legalidad alguno. El dictamen de modo confuso dice que una “acción judicial” no tiene carácter “litigioso”; esto es, exactamente lo contrario de la realidad, pues toda “acción judicial” es al mismo tiempo “litigiosa”. Además, una vez presentada esa acción judicial, si la CGR se abocara a conocer ese asunto litigioso, sería un evidente quebranto a la prohibición legal de conocer asuntos litigiosos.

Para resolver adecuadamente este caso, en verdad, lo que no cabía olvidar era la básica distinción entre actos sujetos a toma de razón y actos exentos; pues buena parte de la confusión de este dictamen proviene del hecho de aplicar erróneamente al procedimiento de un acto exento toda una línea jurisprudencial según la cual la CGR debe abstenerse de controlar preventivamente un procedimiento cuyo acto terminal revisará con posterioridad durante la toma de razón (contenida en los dictámenes N°s. 60.243/2008; 57.460/2009; 11.988/2011; y 48.924/2012); la que, como fluye de su lectura, sólo es sensata para tales actos sujetos a toma de razón. Su aplicación a los actos exentos (como ocurrió en este caso que comento) es trágica para un administrado que acude a la CGR en búsqueda de juridicidad, a solicitar control de legalidad, y que se encuentra con una abstención.

En efecto:

i) para el caso de los actos sujetos a toma de razón, cuyo acto terminal será siempre objeto de control de legalidad por la CGR, es razonable limitar el control durante el procedimiento previo a la toma de razón, en aplicación de dicho criterio jurisprudencial; y

ii) para el caso de los actos exentos, si ante la impugnación de un administrado la CGR se abstiene, cercena de raíz toda posibilidad de control efectivo en vía administrativa. Es un error entonces —como lo hace este dictamen— aplicar para el caso de los actos exentos tal criterio de abstención.

En suma, este dictamen 76.868/2015, en que la CGR se niega a limine a conocer los aspectos de fondo del asunto cuyo control le era solicitado por un administrado, significa un quebranto de las directrices de inexcusabilidad e impugnabilidad (artículos 14 y 15 de la Ley N° 19.880, a la cual está sujeta la CGR, según su artículo 2°); detrás de lo cual se oculta una abstención de su función constitucional de control de legalidad; y una desviación de su propio designio de buscar la eficacia en el control (escrito por la propia CGR en el considerando 4° de su resolución N° 1.600, de 2008).



[El Mercurio Legal, 09 de Diciembre de 2015].


29 de noviembre de 2015

Invasión judicial a funciones de gobierno.


La sentencia del 18 de noviembre de la Tercera Sala de la Corte Suprema es de una enorme trascendencia y altera la institucionalidad, pues conociendo de un recurso de protección dispuso que el Gobierno de Chile requiriera a la Organización de Estados Americanos (OEA) que adopte medidas a favor de personas de nacionalidad extranjera detenidas en una prisión en territorio extranjero.

Los tribunales chilenos solo tienen jurisdicción en el territorio nacional, lo que solo podría variar ante un acuerdo internacional y no por el dictamen unilateral de esta sentencia; Chile, como Estado, está vinculado con la OEA por intermedio de un tratado internacional, pero eso no habilita a esa sala a impartir órdenes a esa organización. Además, las relaciones con dicho organismo internacional es una función de gobierno.

Cabe recordar la relevante distinción del derecho público chileno entre la función de gobierno y la función de administración del país. Ambas las encabeza el Presidente de la República, pero la única función que puede ser objeto de sentencias judiciales es la administrativa; los jueces no tienen competencia alguna para juzgar materias de gobierno. También son funciones de gobierno el nombramiento de los jueces, la designación de embajadores, la potestad colegisladora, entre otras; todas ellas están al margen de la órbita jurisdiccional, y sería una enormidad institucional si los jueces las comenzaran a invadir. Decir lo anterior no significa desconocer la relevancia que para la democracia tiene el control judicial de los actos del Presidente de la República y de todos los órganos de la administración cada vez que todos estos actúan en función administrativa. Pero no era el caso de esta sentencia.

Las motivaciones de los jueces que acordaron esta sentencia de intentar arreglar el mundo fuera de nuestras fronteras (invocando una justicia universal) y de dar órdenes al Presidente de la República en su función de gobierno y, a través de él, a un organismo internacional, es un exceso que debe ser corregido por la vía institucional al interior de nuestro país.

Son posibles vías de solución la reposición, la intervención del pleno de la Corte Suprema o la contienda de competencia ante el Senado.

Pareciera que la alternativa más pacífica es una reposición interpuesta por la Presidencia de la República, actuando en función de gobierno (como tal, y no como órgano administrativo) para evitar o como antesala a una contienda de competencia.

En este caso, es posible agregar otro fundamento a los anteriores: en esta causa no se produjo la bilateralidad de la audiencia, garantía básica de juzgamiento, dado que la sentencia fue acordada sin un informe o comparecencia del Gobierno, que ahora deberá cumplir el fallo. Esto último es consecuencia de la falta de respuesta del propio Ministerio de Relaciones Exteriores, como el fallo lo recuerda; pero esa sala, percibiendo con prudencia las consecuencias de su fallo, podría haber instado por esa comparecencia.

En caso de que este mecanismo no opere, dada la gravedad de sus efectos (eventual contienda de competencia y afección a las relaciones internacionales), la sentencia podría ser objeto de revisión por el pleno de la Corte Suprema, ejerciendo la Superintendencia directiva, correccional y económica que le encomienda la Constitución; de oficio o a petición del Gobierno. En este caso, la Corte Suprema, como tal y no a través de una sala, podrá aquilatar con prudencia si se han invadido potestades del Gobierno, y evitar arrastrar al Poder Judicial a una contienda de competencia.

Así, los ciudadanos podremos saber si la posición de esta sentencia es un criterio institucional de todo el Poder Judicial; esto último sería apropiado, pues en casos relevantes en que la Corte Suprema ve amenazada su independencia es tradicional observar que les habla a los ciudadanos a través del pleno; ahora el pleno podría aclararle a la ciudadanía su posición al respecto.

Una tercera vía es la contienda de competencia ante el Senado, que es un escenario de enfrentamiento que cabe evitar.

En fin, el peor escenario es el actual, pues cumplir una sentencia que invade potestades de gobierno daña nuestra democracia; y transmitirla, como Estado, ante un organismo internacional para que la cumpla, puede llegar a dañar las relaciones internacionales.


[Cartas al Director, El Mercurio, 29 de Noviembre de 2015]

10 de noviembre de 2015

Ronald Dworkin

Señor Director:

En la entrevista a Rüdiger Safranski, que ofrece Artes y Letras de El Mercurio" de este domingo 8, ante la pregunta sobre los filósofos americanos que le interesan, se transcribe erróneamente como respuesta suya el nombre de un "Richard Dworkin (1931-2013)", la que indudablemente es una errata, pues cabe referir la respuesta a Ronald Dworkin, cuyas fechas de nacimiento y muerte son correctas.

   Dworkin es el teórico del Derecho más influyente de las últimas décadas, y el hecho de que ahora Safranski lo eleve por sobre todo otro filósofo americano reciente es muy significativo, no solo para la filosofía, sino en especial para el Derecho, viniendo tal reconocimiento de un profundo conocedor de filósofos y juristas del romanticismo alemán (incluido Savigny), deja a Dworkin en un sitial de enorme trascendencia.
Alejandro Vergara Blanco

[Cartas al Director, El Mercurio, martes 10 de noviembre, 2015]

6 de noviembre de 2015

Control judicial de la arbitrariedad de la Administración a través de principios jurídicos.

No cabía dejar más tiempo sin comentar Sociedad Contractual Minera Copiapó con Soquimich [y Dirección General de Aguas] (Corte Suprema, rol 29714-2014) (*), pues se trata de una sentencia en apariencia de sencilla redacción, pero de gran sofisticación en cuanto utiliza tres relevantes temáticas muy usuales en el Derecho Administrativo más estandarizado. La Corte Suprema realiza un efectivo control de la discrecionalidad de la Administración, devenida arbitrariedad en este caso (que es donde se pone en riesgo cada día el Estado de Derecho), utilizando con perspicacia dos técnicas propias de la aplicación de las fuentes del Derecho: supletoriedad normativa en el caso de las leyes existentes y principios jurídicos, para ir más allá de la ley.

El caso se suscitó a raíz de los siguientes hechos:

i) una antigua solicitud de derechos de aprovechamiento de aguas, del año 2000, la que el órgano administrativo denegó en 2001, por “falta de recursos hídricos disponibles”; el solicitante interpuso un recurso de reconsideración ante el mismo órgano, el que quedó sin resolver durante doce años; no obstante, inesperadamente, en 2012, aduciendo “nuevos criterios técnicos” emanados de estudios realizados el año inmediatamente anterior, dispone “continuar la tramitación del expediente administrativo”.

ii) ante esta situación, un tercero interesado (de aquellos que según el art.21 N°2 de la Ley 19.880, de 2003, de bases de los procedimientos administrativos [LBPA], “sin haber iniciado el procedimiento, tengan derechos que puedan resultar afectados por la decisión que en el mismo se adopte”) solicitó “que se le tuviera por parte en el procedimiento administrativo”, oponiéndose a la constitución de los derechos de aprovechamiento, pues afectaban sus intereses. El órgano administrativo rechazó la solicitud del tercero de considerarse parte interesada, argumentando que el Código de Aguas contiene una supuesta “regla especial” en cuanto a la comparecencia de terceros y que el art. 21 LBPA es inaplicable (la teoría del Departamento Legal de ese Servicio fue que toda presentación de un tercero es extemporánea si no se hace dentro de los 30 días siguientes a la solicitud [en este caso habría que haberla presentado en el año 2000]).

iii) En contra de esta decisión, el tercero interesado presentó primero un recurso de reconsideración ante el mismo Servicio, el que fue rechazado; luego presentó un recurso de reclamación ante la Corte de Apelaciones de Santiago (la que, con bastante ceguera, lo rechazó) y sólo la Corte Suprema (con singular prisma) lo acogió, desarticulando una clara arbitrariedad y anulando toda esta actuación viciada.

La pretensión de la Dirección General de Aguas era insostenible: pretendía seguir adelante con el procedimiento en solitario con el solicitante original, barriendo hacia afuera de tal procedimiento a cualquier interesado que se le pusiera en el camino mediante una maniobra burda de impedirle lo más básico del Estado de Derecho, en su faz procedimental: que los particulares interesados puedan aducir alegaciones y aportar documentos o elementos de juicio en cualquier procedimiento que pueda afectar sus intereses (art.10 LBPA, entre otros textos legales); situación similar a la bilateralidad de la audiencia en materia procesal judicial.

Frente a tales pretensiones, el método de análisis de la sentencia es ejemplar: 1°) descarta el argumento de la inaplicabilidad de la LBPA en materia de aguas, desechando la excepción de extemporaneidad, aunque un particular haga valer sus derechos aún después del plazo de oposición de 30 días, contados desde la solicitud original, lo que, en términos claros significa una verdadera derogación tácita de la preclusión pretendida por la Administración (consid.8°, 9° y 10°). 2°) Una vez descartada la dificultad procedimental, la Corte se introduce en el núcleo vicioso de la decisión; la pondera mediante el uso de principios.

La Corte Suprema, en verdad, emite un fallo principialista, en base a principios de diversa índole:

i) ya sea transcribiendo los propuestos por la doctrina en materia de aguas: seguridad jurídica, certeza de derechos, protección de derechos de terceros, unidad de la corriente (consid. 6°);

ii) ya sea incorporando en su decisión algunos principios positivados en la legislación, incluso con ese apelativo (usualmente lo hace el legislador, pero es confuso, como he argumentado en alguna ocasión anterior; pues el legislador crea reglas y no principios): así los de juridicidad, responsabilidad, eficiencia, eficiencia, eficacia, impulsión de oficio, probidad, transparencia, en una larga cita y enumeración (consid.12°);

iii) ya sea incorporando dos “nuevos” principios de congruencia y racionalidad, que la misma sentencia formula y señala con total pertinencia; señalando la necesidad de que la Administración actúe respetando los, “[dado] que las facultades que la ley le otorga a la administración no pueden ejercerse de manera arbitraria ni discriminatoria” (consid. 11°). Ambos, incongruencia y racionalidad, son valores que la sentencia extrae de la vida social, que en el caso de la Administración se traduce en una exigencia de validez de su actuación. En otras palabras, la Corte señala que la Administración no sólo tiene que cumplir la ley, sino que también debe observar estos principios, que si bien no emanan de la ley, son fuente de Derecho; y tanto es así, que se transforman en la base de la anulación que hará del acto administrativo.

De ahí que la Corte Suprema, con soltura argumentativa, en un caso difícil y utilizando la técnica de los principios jurídicos, ha ponderado arbitrariedad e irracionalidad en la actuación de un órgano administrativo que había quedado tradicionalmente marginado de un efectivo control judicial, dada la deferencia judicial que suele observarse en relación a sus criterios y pronunciamientos.

Para anular toda esa actuación administrativa, la Corte Suprema llegó a la convicción de que el órgano administrativo había actuado de manera incongruente (alterando la exigencia de una actuación coherente entre las ideas expuestas y las acciones) e irracional (esto es, obrar de acuerdo a impulsos y no conforme a la razón), lo cual es no sólo una grave descalificación a la actuación de un órgano de la Administración, sino que implica incorporar un valor social (ser congruente; ser racional) como exigencia a la actuación de los órganos que la integran.

Eso significa actuar como un verdadero Tribunal del contencioso administrativo, pues lo más propio de la justicia administrativa es revisar el ejercicio de la discrecionalidad, para verificar si hubo o no arbitrariedad o antijuridicidad; en este caso, la Corte descubrió vicios más profundos aún: incongruencia e irracionalidad, los que transformó en principios jurídicos (pues no están previamente formulados de ese modo por el legislador). Así nacen los principios jurídicos; se gestan en cada caso en que, como éste, los jueces van más allá de la ley, y capturan el Derecho desde la vivencia de valores que saltan ante nuestros ojos, como es la necesidad de que seamos congruentes y racionales. Todo lo cual es muy denso jurídicamente, pues resalta una vez más que dos son las fuentes democráticas del Derecho: leyes y principios. La democracia, entonces, no sólo se palpa en las elecciones periódicas, ni en la conformación de los parlamentos, ni en la votación de las leyes. También la democracia se palpa positivamente en las sentencias de los jueces, cuando ofrecen una mirada plena del Derecho: a través de un Derecho democrático (compuesto tanto por leyes como por principios) y controlan de ese modo la arbitrariedad de la Administración.

(*) Corte Suprema, 20 de mayo de 2014 (rol 29.714-2014). Tercera Sala: ministros: Pierry, Egnem, Sandoval (redactora) y Aránguiz; abogado integrante: Lagos.


[El Mercurio Legal, 06 de noviembre de 2015]

3 de noviembre de 2015

Aguas y cambios constitucionales.

La modificación constitucional en materia de aguas se ha venido adelantado mediante varios proyectos, que pretenden cambiar el Código de Aguas y la Constitución, re-nacionalizando las aguas y alterando de manera radical el actual modelo legislativo que consagra tres dominaciones: sociedad, mercado y administración del Estado.

 El diagnóstico de esos proyectos es incompleto y existe el grave riesgo de romper las dinámicas actuales.

  En primer lugar, los repartos de poder. Este proyecto es ciego ante la realidad, y pareciera estar obnubilado con la supuesta necesidad de entregar todo el poder a la administración del Estado, como si sólo la burocracia pudiera resolver los problemas de gestión y uso de las aguas. Éxitos y fracasos actuales quizás implican cambios en diversos frentes, pero no parece una buena idea debilitar sólo los elementos no estatales de la regulación.

 Las tres dominaciones del agua funcionan con una dinámica que no cabe alterar tan radicalmente y sin previos análisis serios y rigurosos: los usuarios (agricultores, indígenas, industriales y empresas), la Administración Central, esto es, la Dirección General de Aguas (que en medio de sus dificultades burocráticas cumple un rol de ordenación) y el mercado (los ciudadanos individuales, titulares de derechos seguros, y que hasta ahora pueden ser transferidos libremente). Estas tres instancias ejercen distintas funciones, con autonomía una de otra. Ni el mercado obstaculiza a las organizaciones de usuarios ni a la administración; ni viceversa. Por lo tanto, es un error el intento de los proyectos de instaurar una especie de despotismo administrativo, para que la Dirección General de Aguas tenga un predominio tan absoluto y, por ejemplo, declarar caducidades, o alterar la autonomía de los usuarios y del mercado, transformando a todos los titulares de derechos de aguas en nuevos y dóciles súbditos del poder de turno.

  No parece conveniente romper la democracia que permite el actual sistema, sin perjuicio de que algunas modificaciones más prudentes, y adecuadamente diagnosticadas y debatidas, son atendibles.

 En segundo lugar, el sistema actual de aguas ha drenado otras regulaciones sectoriales, y sería incomprensible la actual confianza, seguridad y certeza de las actividades hidroeléctrica, sanitaria (de agua potable), minera, frutícola, industrial y otras, sin la confianza que ofrece el actual sistema para recibir el insumo de agua, sin intromisiones unilaterales o arbitrarias de algunas de estas instancias de dominación. No ha sido necesario, por ejemplo, declarar formalmente el derecho humano al agua (como lo destaca La Tercera en su editorial del lunes 26), ni en la Constitución ni en el Código de Aguas, para que se haya producido en la práctica la cobertura casi total de agua potable en las ciudades, a través del sistema de concesiones sanitarias (paradojalmente, un derecho humano logrado por un modelo de mercado).

En fin, la crítica al actual proyecto no significa negar que existan desafíos en la regulación de aguas (que, por cierto, los hay); pero ellos debiesen ser motivo de una discusión democrática real y transparente


[La Tercera, Ideas y Debates, Martes 03 de Noviembre de 2015]

15 de octubre de 2015

Conducta verbal antidemocrática.

Señor Director:


En la esfera pública, el diálogo democrático lo construimos y reconstruimos todos cada día, a través de la tolerancia en el encuentro permanente de nuestras diferencias y a través del intento de ponerse de acuerdo, de buscar cercanías y nuevas reglas en los más diversos temas que cruzan nuestra convivencia. Pero hay principios de actuación, esos que aprendemos de nuestros padres y de nuestros mejores conciudadanos. Así como hay conductas reñidas con las buenas costumbres, también hay conductas reñidas con la sana y leal convivencia democrática.

El lunes conocimos, me parece, un ejemplo de ejercicio verbal antidemocrático; una profunda estridencia en nuestro ya enconado diálogo social, como lo fue la conducta del senador Ignacio Walker, quien atacó con fiereza, de un modo ofensivo, despectivo y soberbio a Eduardo Engel, un intelectual independiente como pocos en nuestro país, por el solo hecho de haber opinado este sobre la regulación que él cree es la mejor para los partidos políticos. La retahíla de insultos resulta increíble; uno tras otro, sin descanso alguno (lo acusa de ser "Catón de la moral"; "pontificar desde un pizarrón"; que "la política es algo demasiado seria para dejársela a intelectuales ignorantes de la historia"; de "transpirar filosofías de profunda desconfianza"; lo envía a leer manuales básicos de historia; de "opinar desde el Olimpo"; de "realizar ejercicios de pizarrón"; de "dar pautas de cómo legislar"; "que mejor empiece a conocer la realidad de las cosas"; "que no pontifique sobre lo que no sabe o no conoce"; en fin, "que no tiene idea de política").

Entre tanta ofuscación y ensañamiento, al senador apenas le quedó tiempo para balbucear algunos fundamentos sobre el fondo del tema.

Lo que yo me pregunto es lo siguiente. ¿Qué consecuencias tiene para este político en ejercicio su exabrupto? En un solo acto, no únicamente ofendió de manera grave a un intelectual de nuestra república, sino que también marcó un estilo de conducta que cabe evaluar. ¿Así serán maltratados todos los intelectuales que se atrevan (que nos atrevamos) a opinar sobre la cosa pública? ¿Qué opina el resto de los políticos del país? ¿Será objeto de alguna sanción, siquiera moral, por sus pares? ¿Hay algún protocolo interno, de los miembros del Parlamento, que pueda someter a algún proceso a este profesional de la política que se ha mostrado tan descalificador y que con tanto desparpajo y desprecio no solo ha ofendido a Eduardo Engel, sino que también a todos los intelectuales independientes del país?


Alejandro Vergara Blanco



[El Mercurio, Cartas al Director, Jueves 15 de Octubre de 2015]

7 de septiembre de 2015

Influencias, derecho comparado y configuración de la Doctrina jurídica nacional


"... El Derecho Administrativo chileno es un ejemplo de profusa transposición de doctrina extranjera, pero es necesario cuidar el método y el diálogo interno…”

El estudio o análisis del diseño, estructura y contornos de toda disciplina jurídica, como es el Derecho Administrativo, resulta doblemente relevante: primero, por la utilidad que tiene en sí tal división disciplinaria para la mejor comprensión y enseñanza del Derecho; y segundo, por su evidente utilidad en la aplicación que del Derecho realizan los jueces cada día; a ello me he referido antes en este diario jurídico.

         Con el objetivo de diseñar esta disciplina en Chile, y crear o formular teorías e instituciones y principios jurídicos propios, la doctrina nacional siempre ha tendido a recurrir a la doctrina extranjera —especialmente la europea—.

         Ello parte de una explicación histórica: las bases de la organización administrativa aún vigente en Chile fueron gestadas a partir de las normas e instituciones impuestas en la época colonial española; luego, la influencia europea (en especial, francesa) sobre el continente latinoamericano fue decisiva. La ilustración francesa de fines del siglo XVIII inspiró en Latinoamérica la necesidad de crear una identidad propia, libre del yugo al que la sometían las monarquías europeas del antiguo régimen. Los diferentes movimientos revolucionarios de principios del siglo XIX consiguieron la Independencia en diversos sitios, formándose nuevos Estados y Naciones, con nuevos ideales y distintas realidades.

         No obstante, siempre ha habido en Chile y en toda Latinoamérica una notoria deferencia respecto de la doctrina jurídica erudita del viejo continente. Esto es notorio y tradicionalmente los autores chilenos han venido poblando las páginas y notas de sus libros de múltiples citaciones a autores europeos: la admiración natural hacia éstos se explica por el notable grado de evolución de la disciplina en diversos países de Europa, frente al desarrollo más bien precario que existe en Chile y América Latina. Quizás el único país latinoamericano en que el Derecho Administrativo ha tenido una cultura doctrinaria más desarrollada es Argentina.

         Así, casi no hay manual chileno de Derecho Administrativo en el que no aparezca alguna referencia a la doctrina de los más prestigiosos administrativistas o los iuspublicistas europeos: por ejemplo, a García de Enterría (véase su homenaje en este periódico), para casi todos los temas de la disciplina; o a Santi Romano para el concepto de ordenamiento jurídico; para la explicación del acto administrativo, ha sido frecuente la cita a Zanobini o a Mayer; a Laferrière para la conformación de las instituciones que configuran lo contencioso-administrativo; a la teorización de las instituciones de Hauriou; a la teorización del servicio público de Duguit o Jèzé; en fin, en los últimos tiempos, la defensa de la autonomía de la disciplina por medio de los postulados expuestos por Schmidt-Assmann.

         Estas citas han tenido el objetivo de dar respaldo a los esfuerzos dedicados por la doctrina chilena a diseñar la disciplina. Conjugar la realidad jurídica nacional con el apoyo complementario en estas doctrinas extranjeras ha permitido un diseño más acabado y detallado de la disciplina; permitiendo reformularla y elaborar nuevos principios, teorías y postulados.

         Sin embargo, es necesario que en nuestro país se desarrolle un Derecho Administrativo propio, sin perjuicio de estudiar las reflexiones y posturas foráneas; pero no cabe desviarse de una fecunda senda conducente al perfeccionamiento y elaboración de una doctrina de Derecho Administrativo propiamente chilena.

         Para ello, por una parte, es necesario considerar la realidad nacional: observar aquellos elementos del entorno que tengan relevancia jurídica, tales como las formas de gobierno, estructuras administrativas y el modus operandi de éstas; sus condiciones socioeconómicas y culturales, entre otros parámetros empíricos que determinan el modelo de Estado. En definitiva, es el Factum: el cúmulo de hechos jurídicos con relevancia significativa que sirven de punto de partida para amoldar una determinada disciplina jurídica en cada país.

         De ahí que los jueces, juristas y abogados chilenos —inclusive el propio legislador— al intentar aplicar en sus trabajos doctrinas extranjeras cabe que consideren muy a fondo si la determinada institución, definición, teoría o principio es perfectamente trasladable o no a la realidad jurídica que nos envuelve. Esto es una regla de oro en todo análisis de Derecho comparado, pues las realidades sociales e institucionales difieren de un país al otro; cabe ser cuidadosos al trasladar tendencias foráneas a nuestro ordenamiento jurídico, aplicando un tamiz y cerciorarse del efecto que pueda crear fruto de una aplicación a ciegas del derecho extranjero. Este fenómeno de transposición, si es exagerado, igualmente, puede llegar a amagar el desarrollo de teorías jurídicas propias.

         Por otra parte, cabe observar las diferencias; pareciera que todos los sistemas jurídicos pueden ser comparados, pero es necesario considerar previamente todo aquello que marca diferencias básicas entre ellos. Para proceder adecuadamente a la aplicación de postulados doctrinarios extranjeros que permitan apoyar una teoría propia, o formular algún principio o crear alguna institución, será necesario extraer las características comunes —o como mínimo similares— que presentan los ordenamientos jurídicos entre los cuales se pretende transponer una doctrina determinada.

         En fin, el estudio comparativo ha de ser completo: cabe analizar si se permite realmente aplicar la solución foránea ofrecida desde todas las fuentes del Derecho: la ley respectiva, el Factum o derecho vivido; la jurisprudencia y la doctrina; todo en conjunto. No basta citar o conocer un puro libro de doctrina, pues cabe familiarizarse con las demás fuentes del país con el cual se desea hacer “comparación”.

         Sin la aplicación de un método que permita cerciorarse del correcto trasplante de la doctrina extranjera hacia el sistema jurídico nacional, no puede asegurarse que la solución adoptada sea la correcta o la adecuada ante cualquier problema jurídico que se plantee.

         Si bien la asimilación de doctrinas foráneas ha posibilitado, en parte, la maduración de la doctrina chilena del Derecho Administrativo, en los últimos tiempos se ha hecho visible la necesidad de avanzar hacia su propia autonomía científica; y para ello esta disciplina debe construirse sobre al menos dos bases: primero, apegada a sus propias tradiciones doctrinarias; y, segundo reforzando su método propio; este método, solo puede reflejar resultados si un núcleo doctrinario sólido acucia su mirada a las fuentes del Derecho Administrativo nacional; y, estas fuentes, son las de toda democracia: leyes y principios; aquellas, las leyes, fruto del acuerdo parlamentario; estos, los principios, fruto del descubrimiento de jueces y juristas.

         Es un buen comienzo el que en los últimos años se haya despertado un fenómeno editorial en la disciplina y ya tengamos una pléyade de autores que disputan lectores y atención estudiantil, jurisprudencial y doctrinaria. Pero cabe observar si tal fenómeno literario cumple dos requisitos de toda doctrina leal y exhaustiva: por una parte, prestarle atención a los aportes anteriores de otros autores; y, por otra, utiliza un método de trabajo aceptable. Tenemos que evitar la siguiente escena patética que se suele observar: algunos profesores que también son autores, cuando integran tribunales de doctorado o revisan tesis, se solazan exigiendo a los doctorandos exhaustividad bibliográfica y método; cabe exigírselo a ellos mismos en sus escritos.

         Así, para seguir avanzando y desarrollar un Derecho Administrativo culturalmente superior y propiamente chileno, cabe cuidar el diálogo doctrinario; los distintos autores deben prestarse atención mutua (esto es, leerse entre sí, y citarse); evitar sospechas de sectarismo o de sospechosos “olvidos” de la doctrina que no es concordante con la propia; evitar excesiva autoreferencia (sólo la necesaria) e intolerancias doctrinarias. De otro modo, no hay avance cultural, solo vanidades individuales.



[El Mercurio Legal, 07 de septiembre de 2015]


20 de julio de 2015

Dos son las fuentes democráticas del Derecho: leyes y principios


         “... En los casos difíciles, no sólo los jueces, todos recurrimos a los principios, pues pareciera que el Derecho (y la vida en sociedad) sólo se ve bien a través de los principios; lo esencial es invisible para las solas leyes...”
Es curioso y sintomático observar la ambigüedad y contradicción en que habitualmente incurren muchos textos doctrinales de diversos autores en diversas disciplinas del Derecho (lo que es aún más notorio en la prensa y en el habla habitual) respecto de lo que sean los principios. Si bien es esta una misteriosa y polisémica expresión.
Cabe mostrar la relevancia que ostentan los principios en nuestra conciencia jurídica, paralela y no excluyente respecto de las leyes: ambos conviven como fuentes del Derecho; cabe observar la fuerza paralela que cada uno de estos dos fenómenos (leyes y principios) tienen en nuestro sistema jurídico.

            El caso de las leyes nadie lo discute, pues por sí mismas tienen coacción, como fuente democrática del Derecho; pero el caso de los principios casi nadie lo reconoce. Debemos abrir los ojos y ver que los principios tienen una fuerza parecida a las leyes, la que proviene de una democracia subterránea: del espíritu del pueblo, del sentimiento jurídico popular. Los principios, jurídicamente, se incrustan en la doctrina de los autores y en la jurisprudencia de los tribunales; de ahí que se suele decir que por sí mismos son una verdadera fuente del Derecho; pero más bien son una fuente indirecta, dado que necesitan del barómetro de jueces y juristas para aflorar a la escena del Derecho.

         En la práctica judicial, en el lenguaje de los abogados, en el habla común, en la prensa, en fin, en la enseñanza jurídica, se suele apoyar con mucho énfasis el estricto apego al texto de las leyes. Se suele señalar que los jueces, frente a la ley, quedan atados a su texto. Es el caso de un juez de la Corte Suprema de USA, Antonin Scalia, que visitó nuestro país a principios de año; quien defendió el estricto y único apego al texto de las leyes, esgrimiendo el “originalismo” como esquema de interpretación de las normas; curioso método éste, al postular que un enunciado formal deja estático el fenómeno de las fuentes del Derecho. De ahí que quienes sustentan que es esencial la lealtad que el juez debe únicamente a la ley, en especial a su texto, se manifestaron muy conformes con ese rígido método interpretativo del Derecho.

          El pensamiento del juez Scalia (que, por lo demás es polémico, y no tiene el consenso ni de los jueces en USA ni de los autores de teoría legal, y entre cuyos detractores más destacados estuvo Ronald Dworkin) le da relevancia casi exclusivamente a la ley, a su literalidad, a su interpretación razonable como se dice, pero ambos, juez Scalia y quienes así lo sustentan, concentran su atención en la pura ley y en su origen, olvidando, entonces, los principios. Esa base de pensamiento se ha usado como plataforma para criticar a los jueces chilenos, en especial a algunos ministros de la Corte Suprema, dada su tendencia a emitir fallos yendo “más allá de la ley”.

         Pero, existe una contradicción en nuestro lenguaje habitual, pues los principios siempre andan rondando en nuestras ideas; eso es notorio, y se suele criticar no sólo la falta de apego a las leyes sino también el olvido de los principios. Pues, se suele observar críticamente, por ejemplo, que una acción, proyecto de Ley o sentencia determinadas quebrantan ya no solo una ley anterior o la Constitución, sino también un “principio”, al que se lo verbaliza o escribe también como “valor”.

      Por ejemplo, se suelen mencionar diversos valores cuyo respeto cabe exigir a ciudadanos, políticos, legisladores y jueces; muchos de ellos no contenidos en ley alguna; como el dicho según el cual “a igual razón, igual disposición”, que corresponde a un rancio brocardo o adagio jurídico, no escrito, no incorporado textualmente en ninguna ley, pero indicativo de la garantía constitucional de la igualdad. Quizás no nos damos cuenta que lo que describimos como “valores” no son sino los principios jurídicos; esto es, criterios de justicia material o valores que “flotan” en el imaginario jurídico de la sociedad. Y ellos, en verdad (y es lo que marca su inmenso aprecio y densidad), pareciera que tienen la misma fuerza que una ley escrita.

       ¿A qué “principios” se refieren usualmente los analistas de las sentencias y de las leyes? Han tenido que pasar siglos de historia jurídica para que vengamos a descubrir, desde el punto de vista de la técnica jurídica (del método jurídico), que hay valores compartidos en medio del pueblo que no necesitan ser aprobados en una Ley, esto es, en el Parlamento, para tener validez y fuerza jurídica en nuestra sociedad.

      Hay valores y conductas, que aprendemos de nuestros padres o que observamos con admiración en algunos de nuestros mejores conciudadanos, que tienen igual o mayor fuerza que aquellos que están en las normas; hay valores respecto de los cuales no se necesitan leyes para saber que están revestidos de la fuerza necesaria para obedecerlos. Esos son los valores que impregnan los principios jurídicos. En los casos difíciles, no sólo los jueces, sino todos recurrimos a los principios, pues, parafraseando una hermosa sentencia de Saint-Exupéry, puesta en boca del Principito, pareciera que el Derecho (y la vida social) sólo se ve bien a través de los principios; lo esencial es invisible para las solas leyes.

     Detrás de esos principios jurídicos están, entonces, los valores de las sociedades contemporáneas, en los cuales los jueces sustentan sus sentencias (y en torno a los cuales los autores desarrollan sus obras de doctrina de las distintas disciplinas del Derecho). Tales principios, en cada sentencia u obra de doctrina, adquieren una identidad o fisonomía propia, pues tienen que ver con la singularidad de cada caso o con una tecnicidad particular de las instituciones de cada especialidad del Derecho.

     Es un gran desafío técnico y de razonabilidad “encontrar” los verdaderos principios jurídicos, pues existen riesgos de razonabilidad, dado que en esa búsqueda el juez puede enfrentarse con tres categorías de principios: en primer lugar, con los principios filosóficos, que son el resultado de sus propias convicciones; segundo, con los principios que fluyen de la letra de las leyes, esto es, valores consagrados en la letra de las normas; y, tercero, con los principios-valores que el juez debe buscar más allá de sus convicciones y de la ley; estos últimos, son distintos a los dos anteriores, y cuando son legítima y válidamente obtenidos, constituyen un delicado producto que los jueces ofrecen a la sociedad.

      Son aquellos que (de un modo ambiguo) se han venido denominado técnicamente principios “generales” del Derecho, pero en verdad no son nada generales y sí muy específicos y singulares; estos principios son “descubiertos” por el juez y por la doctrina desde el espíritu del pueblo, en un ejercicio de tolerancia y pluralismo, indagando la conciencia jurídica en medio de la vida social (no son inventados ni meramente transcritos del texto de la ley). Es el mayor desafío y demostración del ejercicio y respeto que a la democracia pueden ofrecer ambos actores sociales; pues de este modo, en sus decisiones u opiniones, jueces y juristas evitan apelar, de modo pedante y sectarista, sólo a sus propias ideas filosóficas, ni siguen de un modo mecánico y muchas veces irreal o extemporáneo al mero texto originalista de la Ley escrita, sino que realizan algo más generoso, tolerante y democrático: intentan elevar su mirada al sentir del espíritu del pueblo, a través de un elemento técnico que les ha confiado la sociedad: ese concentrado de valores que llamamos principios jurídicos, y que ellos pueden ofrecer con dignidad y prestancia, afinando bien su instrumental, en sentencias y libros de Doctrina.

       Hemos olvidado durante mucho tiempo que, en Alemania, en los años 1814 y 1815, en unos manifiestos breves pero preciosos, el que a la postre sería considerado el más grande jurista de la contemporaneidad, Friedrich Karl Von Savigny, comienza su propuesta programática de un nuevo método para la comprensión de la empiría jurídica, esto es, para comprender las fuentes de ese fenómeno que conocemos como Derecho vigente. Su propuesta relega a la ley a un segundo lugar, y eleva a un primer lugar a los usos y costumbres del pueblo, en donde se encontraría el origen del derecho legal, lo que llamó así, “espíritu del pueblo”. Hoy podríamos decir, entonces, que es en ese espíritu del pueblo donde los jueces suelen buscar esas células tan misteriosas del Derecho que llamamos principios.

       En tal contexto, pareciera que muchos autores de Doctrina jurídica, en especial aquellos que sostienen con t tanto énfasis el apego a la literalidad de la ley, no se habían dado cuenta hasta ahora que, en las múltiples ocasiones que se han referido al tema, o en las múltiples sentencias que han comentado favorablemente, o en escritos en que ellos mismos han ido más allá de la ley, estaban situados en medio del terreno de los principios jurídicos.

     Quizás nos está pasando lo que le ocurrió al Señor Jourdain, el burgués gentilhombre de la conocida obra de Molière, quien sólo se dio cuenta que toda la vida había hablado en prosa cuando alguien se lo dijo.

                                                                        
[El Mercurio Legal, 20 de julio de 2015]