“…la
estatización de las aguas, ¿no irá contra el espíritu de ese pueblo que usa las
aguas? El pueblo (el volksgeist savignyano)
es origen y fundamento del Derecho, y una encuesta a los usuarios
(agricultores, fruticultores, indígenas, industriales) permitiría descubrir lo
ajustado o desajustado de entregar al Estado lo que el pueblo ya siente de modo
consuetudinario como un bien común...”
¿Para qué
«nacionalizar» las aguas? ¡Es que las aguas ya son bienes comunes de los
usuarios de cada río, de cada acuífero! ¿Se ha consultado el espíritu de ese
pueblo usuario de las aguas?
Nuevamente se está
discutiendo sobre el tema de la nacionalización o estatización de las aguas,
sobre lo cual me he referido con anterioridad, en estas mismas columnas:
i) en
una de ellas resalto la calidad de bienes comunes de las aguas, como lo evidencia
una vida entera de trabajo científico por la Premio Nobel Elinor Ostrom,
dignísima representante del movimiento intelectual de la economía heterodoxa;
ii) en seguida, en
una segunda columna, argumento que para
regular los recursos naturales es innecesario declararlos previamente del
dominio del Estado;
iii) en fin,
respondiéndole a un amable crítico, recalco cómo la
desestatización de los recursos naturales, en nuestro país, ha sido una
consolidada tendencia legislativa.
Estas mismas
apreciaciones las he señalado en otros sitios, y ahora, con un mayor desarrollo
en un reciente libro sobre la que denomino Crisis
institucional del agua (Santiago, Thomson Reuters, 2014), al cual me
permito remitirme para desarrollos más amplios, señalando que las dominaciones
del agua no le corresponde sólo al Estado o al mercado; también al pueblo, en
este caso, sus usuarios.
Pues
bien, los actuales intentos parecieran querer cambiar esa tendencia.
Cabe constatar lo
desajustado con la realidad que resulta el permanente intento de
nacionalización/estatización de las aguas.
La constatación fluye
si se observa el modelo chileno de administración dual de las aguas (público/privada),
y luego se revisa la efectiva mutación que este modelo y práctica producen en
la naturaleza de las aguas: pues las aguas, una vez que son administradas
(distribuidas) por los usuarios (mayoritariamente agricultores), en realidad
devienen aguas comunes, de todos; las que
se han de repartir según títulos, pero también con equidad.
Ya existían varias
iniciativas parlamentarias en el sentido de nacionalización/estatización de las
aguas.
El actual intento
parece querer seguir la moción de reforma constitucional (Boletín 8678-07) de
diversos diputados, del 13 de noviembre de 2012, que propone que las aguas sean
a la vez “bienes nacionales de uso público” y “del dominio absoluto, exclusivo,
inalienable e imprescriptible del Estado”, como si ambas cosas fuesen lo mismo.
Igualmente, el Programa de la candidatura de 2013 de la actual Presidenta de la
República (que ha asumido el poder en marzo de 2014), retomaba el tema,
repitiendo casi exactamente un mensaje presidencial de 6 de enero de 2010, en
que la actual presidenta, al final de su primer mandato.
Ese mensaje
presidencial de 2010 propone modificar la Constitución en el siguiente sentido:
i) eliminar el inciso final del artículo
19, número 24 de la Constitución (que consagra la garantía de la propiedad para
los derechos de los particulares sobre las aguas);
ii) junto a otros aspectos (como el deseo
de reinstaurar las «reservas de aguas» que existieron desde 1967 a 1979),
propone agregar en el artículo 19, número 23 de la Constitución lo siguiente:
“Las aguas son bienes nacionales de uso público”.
¿Es esta una reforma
necesaria, atendidos los problemas y conflictos que actualmente se suscitan en
las aguas? Al respecto, se puede observar lo siguiente:
1º Esta reforma es incompleta, pues los
problemas que hoy aquejan a las aguas son muchos más, y no fueron resueltos
todos en la reforma introducida por la Ley 20.017, de 2005.
Sin perjuicio de lo
que se aborda en este escrito, cabe señalar: subsisten
conflictos y temas pendientes en materia de aguas subterráneas; debe reducirse
la discrecionalidad excesiva y eliminarse los graves retrasos a raíz del
accionar de la DGA; se hace necesario tecnificar este organismo y disminuir el
marcado carácter político que actualmente detenta; debe otorgarse una mejor
definición de los derechos de aprovechamiento no consuntivos; deben tratarse y
regularse más profundamente las organizaciones de usuarios; y, debe incorporarse
regulación sobre temas no tratados adecuadamente en la normativa, como ocurre
con las nuevas fuentes de aguas (recarga artificial de acuíferos,
desalinización, entre otros).
Si bien se acaba de
dictar un reglamento de las aguas subterráneas (que en varios aspectos va más
allá de lo que legítimamente puede hacer un reglamento, y adopta un rol de
“legislador” sustituto), lo que debe hacerse, en verdad, es una Ley de aguas
subterráneas.
2º Siembra inquietud en una regulación
esencial de la actividad económica: el agua es insumo de relevantes actividades
económicas (minería, hidroelectricidad, servicios sanitarios, etc.). Una
materia y una modificación tan relevante requieren de un mayor estudio previo,
que en este caso notoriamente no se ha dado.
3º Representa un retroceso en cuanto
retoma las reservas de aguas; pues, considerando que los acuíferos y corrientes
más relevantes ya están comprometidos, ¿cómo se reservará sin expropiar?
4º Por último, se considera que es
innecesaria, dado que intenta declarar a las aguas como “bienes nacionales de
uso público”, pese a que el Código Civil y el Código de Aguas ya contienen esa
declaración; y darle nivel constitucional no agrega nada.
Este proyecto de
nacionalización escoge un mecanismo innecesario para la solución a los actuales
problemas de las aguas; muestra, es evidente, la constante tendencia política
de declarar las aguas como bienes nacionales, o del dominio del Estado. ¿Qué
significa la nacionalización de las aguas? ¿Que sean comunes? ¿Que sean públicas?
¿Estatales? ¿De todos? Está claro que no se desea que sean privadas, de una
persona natural o jurídica particular. Es la tensión Estado-particulares
(individualmente considerados, como los reúne el mercado); tensión ésta que no
mira a la sociedad.
Esta tendencia
nacionalista o estatizante está mal focalizada, pues:
i) una vaga declaración constitucional
por sí sola no soluciona los problemas de la gestión del agua; y
ii) la realidad muestra, que las aguas, más
que nacionales o estatales, son bienes comunes (autogestionadas por quienes las
usan); y el rol de la Nación no es disputar una especie de propiedad de las
aguas, sino regularlas a través de decisiones legislativas adecuadas. Que la
Nación haga propias las aguas no tiene significado alguno; es una mera
consigna.
El caso es que las
aguas son recursos o nacionales, o de todos, o comunes, si se quiere, pero no
estatales. Las aguas están declaradas legalmente “bienes nacionales de uso
público”; esto es, no son estatales. Pero, en verdad, el fenómeno de las aguas
ha ido más allá de esa retrógrada visión estatal; se escapa de cualquier
vínculo propietario con el Estado y se acerca al pueblo usuario de las aguas;
de ahí que a este recurso esencial, hoy ya no sólo es nacional, sino que,
además, cabe considerarlo un bien común, autogestionado por sus usuarios. No es
real, no es un factum coherente, esa cáscara de la ley, que define a las aguas
como “bienes nacionales de uso público”, como nacionales, como de dominio de
toda la Nación, pues las aguas sólo las usan; sólo las pueden usar quienes
tienen derecho a extraerlas; y tales aguas de cada cuenca, o de cada acuífero,
están sujetas al reparto, autogestión colectiva, comunal o local de sus
titulares de derechos. Y es que, al percibir la forma en que se lleva a cabo la
administración y distribución del recurso hídrico, lo más coherente es
considerarlas unos “bienes comunes” autogestionados por sus usuarios.
Así, aplicando esta
evidencia a cada cuenca, a cada acuífero, se constata, en nuestra realidad, que
en verdad hay dos calificativos para las aguas:
i) por una parte, la
cáscara de las leyes califica a las aguas como bienes nacionales de uso
público; de un supuesto dominio de la Nación. ¿Cuál es la consecuencia de esa
calificación jurídica? Únicamente que la “Nación toda”, a través del Congreso
Nacional, puede dictar leyes que regulan su gestión, y su preservación;
ii) por otra parte,
de la realidad fluye la evidencia de las aguas como unos bienes comunes, de
todos sus usuarios efectivos, dada la autogestión de las mismas por sus
usuarios directos (de hoy y de mañana).
En suma, la realidad
es más fuerte que algunas consignas incorporadas con fórceps a los textos
normativos, intentando convertirlas en reglas: la realidad del derecho viviente
torna inútil e irreal la estatización de las aguas.
Es una reforma ¿no
irá contra el sentimiento del pueblo? Esto es, la conciencia general del pueblo
usuario de las aguas: el volksgeist savignyano:
el espíritu del pueblo, que es origen y fundamento del Derecho. ¿Cuál pueblo?
El pueblo que usa las aguas; ese pueblo seguramente no comprende la necesidad
de una estatización o nacionalización. Sería suficiente hacer una encuesta
focalizada a los miles de usuarios de las aguas (agricultores, fruticultores,
indígenas, industriales) para descubrir ese sentimiento y se apercibirá lo
ajustado o desajustado de este proyecto de querer entregar al Estado lo que el
pueblo, de modo consuetudinario, ya siente como un bien común.
[En: El Mercurio Legal, 28 de mayo, 2014]