30 de diciembre de 1988

Lecciones de Teoría Constitucional


Recensión a: Lecciones de Teoría Constitucional, 
de Antonio Carlos Pereira Menaut, 1987 
(Madrid, EDERSA) 


1. Estas lecciones constituyen un particular desarrollo de lo que es para su autor la Teoría Constitucional: rigurosamente, la teoría de la constitución. Valga su aparente redundancia u obviedad, que no lo es, pues otros autores le otorgan a la Constitución un carácter de mero instrumento del poder, o, incluso, el carácter de ser sólo una norma más -con la importancia que se quiera, pero sólo una norma- de las creadas por el Estado.

De la idea de que la Constitución es un «límite del poder, por medio del Derecho, asegurando una esfera de derechos y libertades para el ciudadano» (pág. 9), gira y se estructura -a nuestro entender- toda la obra de Pereira. Así, se analiza:

a) Lo que la Constitución es (Capítulo I: «¿Qué es la Constitución?», págs. 1-33),  sus fuentes (Cap. II: «Fuentes. El Poder Constituyente», páginas 35-56), y sus formas (Cap. III: «Rigidez y Flexibilidad, cambio y reforma constitucionales», págs. 57 -80).

b) Siendo la Constitución un freno al poder, se analiza la separación de poderes (Cap. V: «La separación de poderes», págs. 113-131) y los órganos constitucionales que resultan de dicha división (Cap. VI: «El legislativo», págs. 135-181; Cap. VII: «El ejecutivo y las formas de gobierno», páginas 183-217; Cap. VIII: «El poder judicial y el control de constitucionalidad», págs. 219-250, y Cap. IX: «Los tribunales constitucionales», págs. 251-284); y

c) Como lo anterior se realiza por medio del derecho, debe regir éste -el Derecho- en plenitud (Cap. IV: «El Imperio del derecho», páginas 81-112), con el objeto de garantizar a los ciudadanos sus derechos y libertades (Cap. X: «Derechos y libertades», págs. 285-333).

Termina este libro con un epílogo («En defensa de la Constitución», págs. 335-338), y que sella esta interesante y original -sobre todo en el medio español- teorización de la Constitución.

2. El Capítulo I está dedicado a responder la pregunta ¿qué es la Constitución? En él se analizan las principales acepciones, las grandes concepciones acerca de las relaciones entre Constitución y derecho, para, finalmente, mostrar la visión del autor. Para Pereira la Constitución no es un mero engendro normativo, sino que participa de cualidades políticas y jurídicas. Se aleja obviamente del concepto normativista, señalando que la Constitución siempre tiene una vertiente jurídica y otra política.

Un planteamiento como éste merece ser repensado por la actual dogmática, tan apegada a veces al positivismo kelseniano; dice Pereira: «Toda Constitución tiene siempre, por el mero hecho de serlo, una componente política, y tan evidente que no merece la pena de ser discutida. Incluso, como decíamos, debe contener un mínimo de ideología liberal. Todas las Constituciones dignas de tal nombre deben aceptar ciertos objetivos, netamente políticos, como el freno al poder y el aseguramiento de los derechos y libertades, o la sujeción del gobierno al Derecho; y todas han de pronunciarse acerca de cuestiones típicamente políticas, como la forma de Estado y la de gobierno. Considerarlas sólo en cuanto normas jurídicas formales, como hace la Teoría Pura (de Kelsen), es un planteamiento ajeno al constitucionalismo y contrario a la realidad de las cosas: una Constitución no política seria impensable e indeseable» (págs. 18- 19).

De este modo, si para el autor la finalidad de la Constitución es el freno o la limitación del poder y la correlativa defensa de los derechos y libertades de los ciudadanos, concluye, con Loewenstein, que una Constitución formalmente correcta, en la que no se frene el poder, «no podrá ser considerada como una auténtica Constitución» (pág. 28).

Las fuentes de la Constitución (Cap. ll), se analizan desde la perspectiva de una pregunta bien hecha: ¿quién hace y cómo se hacen las constituciones? Analiza la costumbre constitucional, la ley, la jurisprudencia, el pacto y (aquí que remos detenemos) el poder constituyente; y sus límites.

Teniendo a la vista la formulación de Locke sobre el poder constituyente el autor seña la que sus rasgos característicos son: a) «es originario e inmanente a una comunidad política, por brotar de ella misma y no de sus instituciones establecidas y regladas (...)»; b) «es soberano, inapelable; y sobre él sólo están el Derecho natural y las reglas elementa les de Derecho Internacional (...)»; e) «es una realidad fáctica, de hecho más que de derecho, ya que se escapa a las previsiones y regulaciones que el Derecho puede hacer, cuando no las contradice y quebranta abiertamente (...)»; d) «Es momentáneo: se ejerce en un determinado momento, y su acción termina al concluir la concreta situación (...)»; e) «Se caracteriza por su eficacia real, pues no nos encontramos ante un verdadero caso de poder constituyente más que cuando la creación de un nuevo orden se consuma de hecho, a pesar de las voluntades que pudieran oponerse y cualesquiera que fueren los fundamentos de tal oposición (...)», y f) «la acción del poder constituyente suele acarrear una quiebra jurídica, o al menos una quiebra para con el Derecho positivo, (págs. 51-52). Hemos dejado la palabra al auto r, además, como un botón de muestra de la llaneza y claridad del estilo que preside toda la obra.

En fin, dedica el autor el Capítulo III a analizar la rigidez y flexibilidad, cambio y reforma de la Constitución. Según el texto, lo estudiado antes sobre lo que es la Constitución, es un análisis desde un punto de vista estático; este capítulo considera un enfoque dinámico, en donde se sigue ideas tradicionales de Bryce, Wheare, Friedrich y Loewenstein (no habituales en el medio español), pero dejando ver la original pluma del autor, que encuentra un lenguaje fácil para aclarar lo que tanta clasificación doctrinal a veces ha dificultado.

3. En los Capítulos V, VI, VII, VIII y IX se analiza la Constitución como freno del poder, lo que seria, para el autor su nota esencial. Allí está, a nuestro entender, la médula de la teoría constitucional de Pereira. Por lo demás, si él considera a la Constitución, en esencia, como freno al poder, no podía ser de otra manera.

Analiza, en al Capítulo V, como un aspecto fundamental de la Constitución, la separación de poderes: su historia, sus formulaciones doctrinales (Locke, primero, quien fue el padre de la separación de poderes, y no Montesquieu, como muchos aún piensan, quien realizó una importante pero posterior reformulación, teniendo a la vista las ideas del primero). No duda Pereira en analizar sin temor la situación presente, sin dejar de señalar previamente que lo que en Locke era una proposición para la práctica política, razonable y de sentido común, hoy se ha transformado «en un dogma apriorístico, indiscutido y proclamado sin consideración a las circunstancias reales» (pág. 126). Han variado evidentemente las cosas, como señala el autor, ante el desmesurado crecimiento del Estado y del ejecutivo, junto con el decaimiento del legislativo; también -y es obvio- ha habido un cambio en las circunstancias culturales, sociales y políticas. De todo esto, Pereira, con razón, concluye que la separación de poderes está en crisis y ha sido sobrepasada por la realidad, realidad innegable para cualquier observador desapasionado, pero, como señala nuestro autor -en una nueva demostración de su realismo-, «sin embargo, todavía parece menos mala que su ausencia absoluta y formal, puesto que, por ahora, seguramente no sería sustituida por alguna otra mejor salvaguarda de la libertad, sino por el poder puro y creciente» (pág. 130). O, como también señala, aunque «esta vieja y obsoleta teoría de la separación de poderes aún es mejor que nada (...) para los estudiantes de Derecho Constitucional esta doctrina sigue teniendo un valor modélico y clásico» (págs. 130-131). ¿Realismo o ironía?

Luego se analizan los órganos constitucionales que resultan de esta división (por lo visto, meramente formal, ahora), ocupándose del legislativo (Cap. VI), del ejecutivo (Cap. VII) y del judicial (Cap. VID), con un polémico capítulo dedicado a los tribunales constitucionales (Cap. IX).

Después de estudiar el parlamento, nos somete el autor al siguiente cuestionamiento, no común ni general, y muy aleccionador; siga el lector: «sometido (el parlamento) por el ejecutivo desde fuera, disminuido en su función legislativa, falseada -o, por lo menos, sesgada- su función representativa dominado por las máquinas de los partidos desde fuera y desde dentro, condicionado por las elitistas comisiones desde dentro, alejado del pueblo, al que debe representar, ¿vale la pena tener un parlamento?» (pág. 180). Aun cuando él mismo matiza más adelante su aparente idea de dejar paso a una anarquía («parece que con su supresión no hay mucho que ganan»; «siendo cierto que el legislativo no reporta todos los beneficios que debiera, todavía es más cierto que su inexistencia reportaría menos», ídem). Lo importante de todo esto es que ya es hora que los profesores de Derecho Constitucional comiencen a hacerse cuestionamientos como éste frente a instituciones de la importancia del parlamento, cuya crisis es innegable a los ojos de cualquiera. La realidad demuestra que ya no se trata de atosigar a los lectores con teorizaciones y clasificaciones de funciones, materias, etc.; los libros sobre el tema que todos esperamos son aquellos que, «sin prisa pero sin pausa», intentan llegar a los problemas fundamentales, planteándoselos primero, y luego ir proponiendo soluciones que abran camino en esta virtual crisis institucional.

En el Capítulo VII se analizan no sólo el órgano ejecutivo, sino también las formas de gobierno.

Un enfoque original se introduce al analizar el llamado poder judicial (Cap. VIII), donde el autor se inspiró en el judicialismo de D'Ors, en el Derecho Romano, y el de Puig Brutau, en el Civil; según el autor: «el enfoque que aquí propongo pretende ser para el Derecho constitucional. mutatis mutandis, como el de Puig Brutau para el privado» (pág. 219), buena muestra de humildad intelectual y de reconocimiento de las ideas ajenas que se toman como propias.

Revisa, además, el tema de la fiscalización de la constitucionalidad de las leyes por los órganos judiciales. En unas esclarecedoras páginas analiza la relevancia de la judicatura en el desarrollo histórico del movimiento constitucionalista; el poder judicial en los orígenes del constitucionalismo anglosajón, y su modelo apuesto: en el constitucionalismo continental, donde se habría operado el antijudicialismo tradicional que -lamentablemente- todos conocemos.

Revisa también el status de los jueces en los distintos sistemas jurídico constitucionales vigentes, especialmente en el sistema anglosajón y en el continental clásico, especialmente en la experiencia francesa (desde sus orígenes revolucionarios). Termina su análisis con una apostilla a la concepción kelseniana.

En suma: el papel que desempeña la judicatura y los principios que la gobiernan son analizados por Pereira desde una perspectiva que lo alejan de teorías que más bien serian dañinas para una correcta independencia una verdadera judicatura (como la del uso alternativo del derecho), poder que, aunque se use tal palabra para designarlo, es más un caso de auctoritas que de potestas (pág. 242), de acuerdo a la formulación de D'Ors.

En último término, en cuanto al poder judicial, estudia el control de constitucionalidad de las leyes.

Ciertamente polémico es el Capítulo IX, dedicad o a los tribunales constitucionales; estos «tribunales», según expone Pereira, «fueron concebidos por Hans Kelsen como órganos de naturaleza legislativa y no judicial, destinados a garantizar que las constituciones no resultasen falseadas por las leyes inferiores a ella. Si atendiéramos sólo a este criterio no estaría justificado el estudiarlos precisamente a continuación del poder judicial. Pero ocurre que desde su mismo nacimiento, en 1920, Kelsen le añadió ya alguna función de carácter jurisdiccional, a saber: el resolver, en calidad de tercero imparcial, los conflictos entre la federación (austríaca) y los estados miembros. Más tarde, el tiempo y las circunstancias de los diversos países donde esta institución existe, han hecho que los tribunales constitucionales, aun sin perder su carácter político-legislativo, desarrollen funciones judiciales, e incluso se conviertan, en algún caso y en ciertos respectos, en los auténticos tribunales supremos de facto» (pág. 251).

Analiza, así, en su origen kelsenia no, lo que son -o deberían ser- estos tribuna les constitucionales; su naturaleza y composición; su carácter originariamente no jurisdiccional y su ulterior judicialización; sus funciones y los diversos tipos de tribunales constitucionales (los modelos germánico, italiano, español y portugués), y revisa con agudeza los problemas de estos «tribunales», especialmente su politización desmesurada (pág. 268 y sigs.), y da a conocer su valoración y conclusión personal.

4. Finalmente, en esta breve exposición del libro que reseñamos, hemos desgajado para una última parte, la visión del autor a la necesaria vigencia del Derecho dentro de la teoría que emana de la Constitución. A ello Pereira dedica el Capítulo IV, con el estudio del Imperio del derecho, y el Capítulo X, con el estudio de los derechos y libertades.

Apoyándose, sobre todo, en Locke y Dicey, revisa el necesario imperio del Derecho sobre la potestad política; su concepto y significado, tipos y origen doctrinal. Su evolución y situación actual: del primitivo rule of law constitucionalista, al moderno «esta do de justicia administrativa», estatista y positivista, para él. Luego de revisar las principales formas y fases del Imperio del Derecho (estado liberal de derecho, estado social de derecho, esta do social o asistencial), distingue y estudia las dos maneras más acusadas de «encararse» al Imperio del Derecho: el rule of law y el régime administratif, expone sus orígenes diversos, sus rasgos característicos y su evolución y situación presente. El lector encuentra aquí una comparación de ambos sistemas, sus méritos y deméritos (págs. 111-112), y da, en fin, su evaluación personal.

Los derechos y libertades (Cap. X), son estudiados de una forma poco habitual en el medio español; siga el lector: «la teoría constitucional clásica enseña que el hombre es titular de unos derechos absolutos frente al Estado y frente a todos los pode res del mundo, la Constitución fue inventada para protegerlos...» (pág. 285), y, en contra de la posición de Colliard (entre muchos otros, agregamos, que vienen a decir, poco más o menos, que el reconocimiento de los derechos y libertades públicas procede n del Derecho positivo, y de ningún otro, pues nada hay superior a la legislación positiva en esta materia; nos preguntamos: ¿dónde quedan los derechos naturales, hoy y siempre innegables?), señala Pereira, al respecto: «aquí se trata precisamente de defender el planteamiento opuesto a tal estatismo legalista, el cual, e n teoría o en la práctica, termina por rebajar los derechos a la categoría de libertades públicas meramente legales» (pág. 286). Continúa el autor, más adelante: «aquí se pretende afirmar que todos los hombres son titulares de ciertos derechos y libertades, a menudo reconocidos y proclamados por las constituciones; algunos de los cuales son absolutos y deben prevalecer incluso frente al estado, a pesar de ser el poder absoluto por definición» (idem); y termina la idea con lo siguiente: «por un lado, los derechos y libertades están justo en el centro de la propia idea de Constitución. Por otro lado, constituyen un tema amplio, profundo y complejo, que sale o sobresale del ámbito de lo jurídico-constitucional, pues se fundamenta en la filosofía del Derecho y de la Política, se despliega en dirección al Derecho Civil, Administrativo y Procesal, se entrecruza con el problema de la libertad, etc. Aquí nos ceñiremos, en lo posible, al enfoque de la Teoría Constitucional» (pág. 287). Vuelve aquí Pereira, con su sentido común, tan necesario para el jurista, a la idea tan vieja y tan correcta, y ya lúcidamente señalada por Savigny, de que los institutos son las verdaderas «célula» de todo lo jurídico, el punto de partida y la base del desarrollo jurídico. Normalmente, la amplitud de las instituciones jurídicas las hace recorrer vastos campos del Derecho, entrecruzándose con las más diversas disciplinas o parcelas creadas, convencionalmente más bien, por los juristas.

El autor plantea el significado de los derechos y libertades; estudia sus fundamentos, su origen y evolución histórica y sus actuales problemas. En fin, en cuanto a cuáles son los derechos constitucionales -un tema también polémico-, señala: «¿cuáles son los derechos necesarios para que exista vida constitucional? Evidentemente, no todos los que figuran en las constituciones y declaraciones modernas ni antiguas, pues en muchos casos lo que allí aparece constitucionalizado no es per se un derecho esencial e inalienable, sino una pretensión de la burguesía de fines del XVIII, o una prestación del estado, o una aspiración utópica, o -como los denomina la Constitución de España- un principio rector de la política social o económica. Para que exista vida constitucional lo mínimo que hace falta es un bloque de libertades más bien negativas que aseguren al ciudadano la ausencia de interferencias indebidas en su área -inviolabilidad de domicilio y correspondencia, no ser condenado sin ser juzgado, igualdad ante la ley, etc.- , más un bloque de derechos más bien afirmativos que le permitan participar de la cosa pública -libre expresión, asociación y reunión, derecho a elegir y a ser elegido, etc.- y controlar a los gobernantes. A todo ello hay que añadir una eficaz protección judicial» (págs. 329-330).

Pero como la cuestión no es pacífica, se plantea ante los problemas debatidos en esta materia (¿son esos derechos todos -y los únicos- que han de figurar en una constitución?), y estudia los casos de los derechos a la propiedad y a la libertad; el derecho a desobedecer las leyes y los derechos sociales o de prestación (págs. 331 y sigs.).

Termina la obra en un epílogo: en defensa de la Constitución; dice Pereira: «¿de quién hay que defender la Constitución? ¿Acaso van las cosas mal para ella?» (pág. 335); agrega: «haciendo un esfuerzo por ver las cosas con realismo, se diría que, efectivamente, no puede afirmarse que todo marcha a la perfección (...), pero sería injusto negar lo que hay de esperanzador...» (págs. 336-337), y lo esperanzador -agregamos nosotros- es precisamente: que todos entendamos lo que es efectivamente una Constitución, y a ello tiende, con especial fortuna, este gran aporte de Pereira a su teorización, pues la «teoría de la constitución» es una idea poco difundida en España la defensa de la Constitución de Pereira es tan realista con los hechos como consecuente con las ideas expuestas en su teoría -precisamente- de la Constitución. Se trata de una defensa (aunque más de un crítico no lo haya entendido así, por no manejar seguramente una correcta concepción de lo que una verdadera defensa significa; cfr. R. D. V., en Revista Jurídica Española La Ley, 1987, 2, pág. 1.173), pero de lo que es la verdadera Constitución, no el mero «papel» ni la norma que la positiviza, en el sentido que en esta obra se propugna y «defiende».

Por eso resulta sugestiva la última idea que cierra -y sella- este libro: «en la medida en que estos aspectos del constitucionalismo originario (el freno al poder, su sumisión al derecho y la protección de la libertad del ciudadano) sean no sólo pretensiones burguesas dieciochescas, sino también valores universales, la Constitución debe ser defendida. En tal caso, parece procedente preguntamos si las constituciones contemporáneas no deberían, modificando lo que deba ser modificado, reencontrar el espíritu de las primeras declaraciones de derechos, redescubrir los orígenes del constitucionalismo, volver a sus raíces» (pág. 338 y final).

5. Finalmente, queremos apuntar unas breves apreciaciones sobre este libro de Pereira.

Es notorio que el autor se ha preocupado de que no sobren palabras (ni falten). Y es precisamente esta huida de la verbosidad fácil, de las notas inútiles y, a veces, de las anécdotas y datos que sobran, con que frecuentemente se nos abruma (nada de lo cual hay aquí), lo que hace más a trayente la lectura de un libro que se nos presenta para una lectura «limpia» y sin tropiezos, de principio a fin. Es un libro sin notas a pie de página, pero no sin citas, que es otra cosa.

Además, existe en él una característica poco común y difícil de definir: una fina ironía recorre sus páginas; una constante sencillez (no mera simpleza) en exponer las ideas, lo que no sólo hace sentirse al lector más cerca del texto que lee, sino que, constantemente, siente una poderosa complicidad con los planteamientos del autor.

Sigue el autor la senda de los teóricos anglosajones (aspecto evidente desde el inicio), pero con una buena muestra de originalidad; sus críticas al planteamiento tradicional (muchas veces sólo implícitas; otras derechamente explicitadas), debieran ser motivo de discusión por parte de los especialistas; pensamos que no debe dejarse pasar una oportunidad de refrescar las ideas y someterlas a revisión; aunque luego se siga pensando lo mismo que antes; por lo demás, esa es la única forma de que el diálogo entre los que profesan la disciplina correspondiente, sea científico; verdaderamente científico, y no dogmático, lo que aquí no cabe.

Nuestra crítica apunta a algo íntimamente relacionado con lo anterior: al diálogo académico que debe presidir frente a las obras de planteamiento disciplinario. Así como es necesario que una obra como ésta sea sometida al diálogo de la doctrina española, echamos también de menos en estas páginas de Pereira ese diálogo que ella reclama de los demás, el que siempre - estoy convencido de ello- resultará esclarecedor. Quizá no se aviene en este caso con una de las finalidades de la obra: servir de «manual» para alumnos; pero es bueno incluso para ellos mismos tener a la vista un mayor acopio de planteamientos, sin necesidad de ser abusivos no exhaustivos en su exposición. Esto seguramente también destruiría la facilidad de lectura y el poco formalismo de su presentación (citas reducidas al mínimo, etc.), pero acercaría más esta obra al diálogo académico con restantes autores españoles.

            El acercamiento que el autor se ha procurado con la doctrina anglosajona no debe significar un aparente alejamiento (digo aparente; pues es aparente, ya que en los hechos él mismo no deja de reconocer las influencias, por ejemplo, de García Pelayo. Jiménez de Parga, Lucas Verdú y Sánchez Agesta, pág. X) de lo que se escribe y se sigue escribiendo y proponiendo en España.



[En: Anuario de Filosofía Jurídica y Social, Nº 6 (Sociedad chilena de filosofía social),
pp. 437-447, 1988]

[Republicada en: Revista de Derecho Público, 114 (Madrid), 
pp. 296-303, 1988]

Historia del derecho de propiedad. La irrupción del colectivismo en la conciencia europea, de Paolo Grossi



I. En el comienzo de una indagación sobre el concepto del «dominio público», y hurgando conceptos generales, me he encontrado con este ensayo que quiero dar a conocer. La verdad es que adentrarse en este tema de la propiedad, a mi juicio, se torna cada vez más difícil, sobre todo cuando de por medio haya un sincero interés científico; pues es común que el concepto mismo de propiedad se presente mediatizado ideológicamente; ello impide, si se ha de ser sinceros, comenzar su estudio sin un prejuicio en nuestra mente. Este libro de Paolo Grossi es una clara demostración de lo anterior, como él mismo da cuenta. La obra original, en lengua italiana («"Un altro modo di possedere". La emersione di forme alternative di proprietà alla cosciencia giuridica postunitaria», Milán, Giuffré Editore, 1977, nº 5 de la colección «Per la historia del pensiero giuridico moderno»), tiene dos partes: la primera, el «dibattito europeo», y, una segunda, la «vicenda italiana»; pues bien, de esta segunda parte sencillamente se prescindió en la edición española que comentamos; pienso que, independientemente de estar de acuerdo o no con el análisis de Grossi, es bueno conocer el último capítulo -el 4.º- de la segunda parte de la edición italiana («problemi de costruzione giuridica»), en que son resumidos muchos planteamientos, y se propone por Grossi una tentativa de construcción jurídica, que, al fin y al cabo, debe examinarse para poder acoger o no sus argumentos; todas estas observaciones las efectuamos sin considerar el valor de la obra, únicamente como crítica a la técnica editorial, ya que creemos que las traducciones deben ofrecer el texto íntegro de las obras, como en otras ocasiones magníficamente lo ha demostrado Editorial Ariel. Como dato complementario, la edición inglesa de esta obra («An Alternative to Priva te Property. Collective property in the juridical consciousness of the nineteenth century», Chicago- London, The University of Chicago Press, 1981), contiene no sólo toda esta segunda parte, sino, además, una «prefazione» de Grossi (también excluida en la edición española), y un útil «Index», tanto de materias como de autores.

Paolo Grossi es un profesor de la Universidad de Florencia, y director del Centro de Studio per la Storia del Pensiero Giuridico Moderno y de su órgano de difusión,  los «Quaderni Fiorentini».

II. El debate europeo.- La indagación de Grossi tiene por objeto una reflexión sobre  las formas de propiedad; se declara él mismo cauteloso ante la compleja clave ideológico que merodea este tema: según él «propiedad individual y propiedad colectiva no son de por sí símbolos de ideologías contrapuestas» (p.28), con lo que estamos de acuerdo, pero declaramos que el peligro está en las matizaciones, en que el mismo Grossi, como veremos, incurrirá. Mas, el deseo declarado del autor es conseguir elaborar un concepto de jurídico de «propiedad colectiva», que nada tenga que ver con un problema y una instancia de colectivización general; él cree que la historia ha conocido ampliamente otro modo de poseer, minimizado por el individualismo, y que es precisamente lo que trata de hacer resurgir; en definitiva, su pretensión es colocar al lado del modelo «propiedad individual» la propiedad colectiva, como alternativa.

El debate europeo, de que da cuenta esta edición española, se desarrolla -junto a una introducción- en seis capítulos, a través de los cuales se enfrentan, por un lado, los testimonios «colectivistas», podríamos decir, de Maine y Laveleye, con, por otro lado, el impugnador de tales tesis colectivistas: Fustel de Coulanges. El problema de las formas históricas de apropiación, según Grossi, habría constituido uno de los grandes problemas «culturales» del siglo XIX.

El testimonio de Henry Summer Mayene (capítulo I, págs. 53-86) es, en verdad «provocador»; a su entender, «el monopolio y la prepotencia de una cultura de cuño romanista han colocado entre los desperdicios de la historia a la propiedad colectiva» (cit. en p. 72); dirigiendo sus empeños intelectuales no sólo a tratar de desentronizar el modelo «propiedad individual», sino el modelo «cultural» del que se hacía portador (entiéndase: iusnaturalismo). En la misma línea, Emile de Laveleye (capítulo II, págs. 87-113) cree probar que el dominium exclusivo es reciente, y que, desde tiempos primitivos, la verdadera forma de poseer es la colectiva. Es notorio el entusiasmo del autor por esta tesis; a su juicio, «las teorías justificativas del surgimiento de la propiedad individual adoptadas por dos mil años de fertilidad inventiva de los politólogos, filósofos y juristas quedan demolidas y aun ridiculizadas» (pág. 99), lo que -creemos- no es ni correcto ni tampoco un modo ponderado de enfrentar las cosas.

Si es notorio el entusiasmo del autor por aquellos testimonios, también lo es su animadversión por el pensamiento de Fustel de Coulanges (capítulos IV, V y VI, págs. 131-188); creemos que sobre él nada necesitamos decir, pues es suficientemente conocido que el autor de «La ciudad antigua» sigue la tradición romana.

III. Comentarios.- En suma, la conclusión de Grossi es que la noción de propiedad individual no se conocía antes de la Revolución Francesa, que habría sido una creación de la época, y que por el influjo del individualismo se ha relegado al olvido el otro modo de poseer: el colectivo.

En mi opinión, guiado por mis actuales reflexiones, el actual y gran debate sobre la propiedad dice relación con la determinación de su subjetividad u objetividad: ¿es la propiedad el principio epistemológico del derecho?; y, en relación con el dominio público (incluso bienes «del Estado»), ¿se puede trasladar estas nociones al campo iusadministrativo?


No podemos dejar de pensar en lo huérfana que se encuentra la noción actual del dominio público, precisamente porque tradicionalmente se la ha intentado explicar a base de categorías civilísticas: si estamos de acuerdo en que actualmente el Derecho civil, por sí solo, es incapaz de explicar las relaciones jurídicas que se producen entre los particulares y el moderno Estado administrador, debemos modelar nuevas nociones alejadas de la conflictiva - y quizá, hasta cierto punto, insuficiente- concepción de «propiedad» en sentido privado (¿es que todo tiene que ser propiedad?); y ubicar estas nociones, a mi parecer, y para el caso del dominio público, más cerca de los «fines», los que, en cierto modo, podrían justificar aquello que llamamos potestades administrativas, que vemos surgir por doquier.



[Publicado en Revista de Derecho Público, Vol. 1, 1988]

29 de diciembre de 1988

Estudios de Derecho romano en honor de Alvaro d'Ors, varios autores


Recensión a: Estudios de Derecho Romano en honor a Álvaro d ’Ors, varios autores 
(Universidad de Navarra, 1987, 1.1761 pp.


Ha aparecido, a fines del pasado año, este emotivo homenaje a una de las más egregias figuras del actual mundo jurídico español, donde concurren romanistas de todo el mundo, todos ellos prestigiosos cultivadores de esta especialidad jurídica. No es mi intención ni este el lugar para reseñar detenidamente el contenido de cada aporte a esta colectánea, por lo que he estimado necesario dar a conocer su aparición y así resaltar aún más la figura de este gran jurista, que ha sido galardonado con los títulos de Doctor honoris causa por las Universidades de Coimbra y de Toulouse.

D'Ors, catedrático insigne, recibe un justo reconocimiento de parte de la Universidad, esta vez concretado por la Facultad de Derecho de la Universidad de Navarra.

D'Ors nació el 14 de abril de 1915, en Barcelona, como tercer hijo de Eugenio d'Ors Rovira y María Pérez-Peix. Su inclinación a las letras se manifestó desde sus primeros años de estudio, y durante el último curso de Bachillerato, según él mismo cuenta, sólo estudió griego y latín. Comenzó su carrera de Derecho en el curso 1932-1933, intensificando especialmente el estudio del Derecho romano, hasta tal punto que su actividad docente en tal rama del Derecho se inició en el curso 1934-1935, aun antes de ser licenciado.

En 1940 se traslada a Roma para ampliar sus estudios de Derecho romano, bajo la dirección de Emilio Albertario. A partir de 1941, año de su doctorado, trabajaría intensamente en la redacción de revistas jurídicas como Emérita y Anuario de Historia del Derecho Español, y en los Centros de Estudios «Instituto Nebrija de Estudios Clásicos» e «Instituto Nacional de Estudios Jurídicos», en los cuales tomó parte muy activa en la formación de sus respectivas bibliotecas, actividad esta última muy querida para él. En 1944 ganó su cátedra de Derecho romano en Granada, trasladándose en 1945 a la de Santiago de Compostela. Allí, junto con sus cátedras de Derecho romano, civil e Historia del Derecho, tuvo a su cargo la dirección de la biblioteca de la Facultad.

A partir de 1953 dirige el «Instituto Jurídico Español», en Roma, época en que colabora regularmente en la revista jurídica Studia et Documenta Historias et luris, Desde el curso 1961-1962 profesó en la Universidad de Navarra, en la que continuó, hasta este año, como profesor «emérito», luego de su jubilación oficial en 1985.

La Comisión Organizadora de este homenaje, que presidió Eduardo Gutiérrez de Cabiedes,' estuvo integrada además, por los siguientes vocales: Jesús Bürillo, Emilio Valiño, Francisco Samper y, su hijo, Xavier d'Ors. Actuó como secretario el joven discípulo del homenajeado, Rafael Domingo. Debe destacarse la encomiable labor desplegada por Domingo, gracias a la cual pudo ofrecer una «Relación de Publicaciones de Alvaro d'Ors», las que, según él, desde 1939 a 1987, suman más de quinientas (son 562), obra tan abundante que hace recordar (y sólo en éste sentido la comparación), el nombre de Hans Kelsen en este siglo. Es de notar, además, que en esta relación se excluyen sus trabajos periodísticos y la labor bibliográfica que, según Domingo, daría para agregar varios millares de títulos.

        Respecto a los colaboradores en este homenaje, restringido sólo a romanistas, entre los extranjeros, destacamos a los alemanes Max Kaser (a quien se señala por muchos como la primera figura de la romanística actual) y Berthold Kupisch; al francés André Magdelain; a los italianos De Martino y Albanese; al inglés Ronald Syme, al holandés .Hans Ankum. Entre los hispanoamericanos: Jorge Adame, de México; Fernando Betancourt, colombiano, hoy residente en España, y tres destacados chilenos: Alejandro Guzmán, Hugo Hanisch y Francisco Samper. Entre los españoles; Juan Iglesias, José Luis Murga y Xavier d'Ors. 


[En: Revista de Derecho Privado, diciembre (Madrid), pp. 1159-1160, 1988]