26 de julio de 2016

La necesidad de autoridades administrativas independientes



En la última fase de la tramitación de la ya promulgada Ley de transmisión de energía eléctrica surgió, nuevamente, la discusión sobre la necesidad de contar con autoridades independientes, en sectores clave de nuestra institucionalidad administrativa económica, cuya característica esencial sea, por una parte, la especialización y racionalidad técnica de sus decisiones y, por otra, su autonomía respecto de los gobiernos de turno.

En el análisis del tema cabe distinguir las dos labores que realiza el Poder Ejecutivo: por una parte el gobierno de la Nación (unido a la actividad política-legislativa y a la retención del poder) y, por otra parte, la labor de administración (relacionado con los servicios públicos, la ordenación de la actividad de los particulares y el fomento de la economía). El Poder Ejecutivo, con el Presidente de la República a la cabeza, tiene ambas tareas a la vez: gobernar y administrar; ambas están confundidas en la práctica, dado que las suele realizar una misma autoridad. Pero son distintas y cabe distinguirlas. De ahí que los ministros y directores de servicios tienden a confundirse pensando que algunos órganos administrativos de esos tres sectores mencionados (Comisión Nacional de Energía, en el sector eléctrico; Dirección General de Aguas, en el sector aguas; Superintendencia del Medio Ambiente y Servicio de Evaluación de Impacto Ambiental, en el sector del medio ambiente) son órganos puramente técnicos y especializados, cuyas decisiones son siempre tomadas con racionalidad técnica, pues eso es irreal. Sin cuestionar la calidad técnica de sus funcionarios, lo que importa es que cada decisión de esos órganos sea autónoma; pero en verdad estos son a la vez órganos de gobierno con una independencia técnica bien limitada del poder político, pues sus decisiones siempre dependen del gobierno de turno, por mucho que se las desee revestir de tecnicidad.

Racionalidad técnica (para ello, alta especialización) y autonomía, entonces. Las autoridades administrativas independientes (que son órganos administrativos y no de gobierno), creados para materias de alta relevancia social, deben tener autonomía respecto del gobierno (dedicado más a labores de política estricta) en la ordenación, regulación y toma de decisiones y destinos en materias que la sociedad entiende relevantes, en especial cuando es necesario tomar decisiones de alta racionalidad técnica; es el caso de los bancos centrales. Por cierto estos órganos están sujetos a la Ley (que fija el Poder legislativo) y sus decisiones están sujetas a control jurisdiccional. Su autonomía es respecto del gobierno (Presidente y sus ministros).

Por ejemplo, el caso de la energía, los recursos naturales, el medio ambiente, son sectores de la vida social que están íntimamente vinculados con el desarrollo sostenible y el bienestar económico; obsérvese sólo el caso de las aguas, dada la condición de insumo esencial para el saneamiento (se la considera un derecho humano) y de toda actividad económica, en especial servicios sanitarios, industria en general, minería, agricultura, fruticultura, viti y vinicultura. La independencia del poder central es el único modo en que se impide que los gobiernos de turno rompan la racionalidad técnica que debe primar en la ordenación administrativa de estos sectores, inmunes a la corrosión que a veces producen los criterios puramente políticos; pues éste es legítimo en las decisiones gubernativas y legislativas, pero no en todas las decisiones administrativas de las sociedades modernas y tecnificadas.

El modo en que las democracias modernas han incorporado la racionalidad técnica en las decisiones relevantes, como las propias de los sectores energía, aguas o medio ambiente, es mediante la creación de autoridades administrativas independientes (también llamadas agencias), que son autónomas del gobierno (independent agencies, en USA; quangos, quasi autonomous non governmental organisations, en el Reino Unido; autorités administratives inndépendantes, en Francia; autorità amministrative indipendenti, en Italia; en fin, autoridades independientes, en España). Su legitimidad democrática está fuera de toda duda (son creadas por la Ley, colegiadas, con sistemas de designación diversos, algunos similares a los bancos centrales, buscando alejarse de una decisión puramente política; en nuestro país tenemos varios modelos). Es la autonomía, tanto de origen como de decisión, la que se constituye en un remedio a la intromisión de los gobiernos de turno en las decisiones técnicas.

El objetivo principal de estas autoridades independientes es determinar algunos estándares técnicos y dirigir procedimientos en su materia; o sea, tareas eminentemente técnicas, no políticas. Sin embargo, al depender de los Ministerios respectivos, y de ahí del Presidente de la República, estos órganos siempre se encontrarán subordinados a los criterios políticos imperantes en el gobierno de turno, ajenos a veces a toda consideración técnica de eficacia, eficiencia u otros estándares, al momento de ejercer sus atribuciones, lo cual no es conveniente en un órgano llamado a ejercer potestades tan sensibles en la sociedad y en el crecimiento económico. La creación de unas autoridades administrativas independientes, autónomas del gobierno, requeriría, no obstante, harta generosidad democrática, lo que no es usual en los representantes políticos, que militan tan fuertemente en búsqueda del poder, el que una vez obtenido usualmente no lo desean compartir.

Para eso hay que cambiar la institucionalidad, y cabe crear autoridades administrativas independientes autónomas en cuanto a su origen y decisión; tecnificadas y especializadas; dotarlas de una dirección colegiada, y siempre sujetas a un control jurisdiccional, también especializado.

En áreas muy técnicas, en que las consideraciones políticas suelen ser cambiantes y supeditadas al gobierno de turno, una real autonomía de los órganos administrativos constituye una garantía de certeza para los ciudadanos que se desenvuelven en los sectores en que las decisiones de esos órganos inciden; ello pues mientras más alejada esté la decisión de la militancia o coyunturas políticas, la sociedad se formará la convicción de que decidirán siempre conforme a criterios o estándares técnicos y económicos racionales.



Alejandro Vergara Blanco
Profesor titular de Derecho Administrativo
Pontificia Universidad Católica de Chile

[Voces, La Tercera, martes 26 de julio de 2016]

7 de julio de 2016

Dos conductas judiciales antisistema: por exceso o por abdicación




En los últimos días se ha vuelto a repetir una conducta judicial antisistema, que afecta un principio esencial de nuestra democracia, como es la separación de poderes; y lo más grave es que esta afección ha provenido de jueces de la República, en los cuales los ciudadanos depositamos nuestra confianza para la racional resolución de los conflictos.

El caso del año pasado provino de una Sala de la Corte Suprema (las salas se consideran procesalmente como un Tribunal) cuyos integrantes quisieron reconvertir la jurisdicción nacional chilena en una jurisdicción de alcance universal, pues tuvieron la pretensión de juzgar la situación de personas encarceladas en un país extranjero (Venezuela), las que estaban sometidas a sus propios tribunales nacionales. Por mucho que la situación del país sea de una gran inestabilidad política y se dude de la independencia de sus tribunales (eso dijeron los jueces chilenos), no resulta adecuado que un Tribunal chileno incurra en el exceso de extender los brazos de la jurisdicción chilena para juzgar a nacionales de otros países por situaciones ocurridas en territorio extranjero. La jurisdicción es necesariamente territorial, acotada a nuestras fronteras nacionales. Este caso fue doblemente grave pues los jueces de esa Sala incurrieron en el exceso adicional de darle órdenes directas (¡a través de un correo electrónico!) a un órgano internacional, quebrantando con ello la separación de poderes, pues las relaciones internacionales son de la competencia del Gobierno (una de las funciones del Poder Ejecutivo). Esa conducta fue un error judicial, un atentado en contra del sistema institucional que se sustenta en el principio de separación de poderes, por ir más allá de su jurisdicción. Fue un exceso de entusiasmo de los jueces, al intentar abarcar más poder que el que les corresponde.

El caso de los últimos días es el de una jueza de garantía de Temuco que toleró una intromisión de otro Poder del Estado (de la Comisión de Derechos Humanos de la Cámara de Diputados) declarando una especie de “interrupción” de su jurisdicción para que, durante tres días, el imputado de un grave delito pueda participar en una sesión ante esa Comisión de la Cámara. Presenciamos, entonces, una conducta judicial inversa a la anterior, en que igualmente se quebranta el principio de separación de poderes; pero en este caso el juez respectivo ha abdicado de su función jurisdiccional y autonomía, aceptando la invasión inaceptable de su función por otro poder del Estado, al avocarse a una causa pendiente, bajo el subterfugio de conocer las condiciones del imputado. El quebranto es doble: de la Comisión de la Cámara que se ha tomado la libertad de citar a una sesión a un imputado, afectando la acción autónoma e independiente de un Tribunal; y de la jueza que no ha tenido la prestancia suficiente para defender su fuero. Este último caso (esto es, la efectiva concurrencia del imputado a la sesión)  se resolvió a través de la intervención de la Corte de Apelaciones de Temuco, que dejó sin efecto esa resolución de la jueza de garantía.

Lo primero que cabe realizar es un diagnóstico de ambas situaciones, y tener claridad sobre el error que significa haber dictado esas sentencias. En el caso de la sentencia de una Sala de la Corte Suprema, en el llamado caso OEA, asumiendo una supra jurisdicción, esa Sala, por mayoría, realizó tres acciones que deben ser revisadas, primero, asumió jurisdicción extraterritorial, respecto de la OEA que es un órgano internacional; segundo, asumió con ello una función de Gobierno, esto es, llevar adelante las relaciones internacionales; en fin, se permitió dar órdenes directas a la OEA. No cabe dudar de la inspiración garantista de los ministros firmantes, pero lo hicieron olvidando los límites de su función pública. En este caso nuestro país quedó en una situación embarazosa, pues la OEA en su momento  simplemente comunicó que no cumpliría el fallo, y los jueces respectivos tuvieron que archivar su intento, pues era claramente imposible ejercer contra la OEA la potestad de imperio (esto es, de obligar por la fuerza a cumplir un fallo), lo que de un modo ostensible demostraba lo equivocado de su actuación supra territorial. El caso fue grave. Merece una profunda reflexión. Pareciera importante para la ciudadanía saber si los mismos u otros jueces con igual deseo de cruzar las fronteras legítimas de la jurisdicción, y estuviesen nuevamente ante un caso idéntico como el que fallaron aquellos, ¿tendrían la posibilidad de hacerlo de manera idéntica a como lo hicieron? ¿O se trata de una decisión que ya no podrá tomar nunca más ningún juez de la República? ¿La propia Corte Suprema ha reflexionado al respecto, en su instancia máxima, como es su Pleno? No es que haya existido un conflicto institucional entre poderes; pues un tal conflicto se configura cuando la Corte Suprema, en Pleno como cabeza del Poder Judicial se enfrenta al Gobierno, debiendo dirimir el Senado.

En el caso de la jueza de garantía que permitió que un imputado sujeto a medidas cautelares concurra a una sesión de una Comisión de la Cámara de Diputados, resulta ser una renuncia a defender la autonomía del Poder judicial. Ante este caso de abdicación de la autonomía de un tribunal de garantía pareciera que debiese ser objeto de algún pronunciamiento de la Corte Suprema, en Pleno, pues también es muy grave. Implica nada menos que “suspender” la jurisdicción o la autonomía del Poder judicial por tres días en un caso específico.

Si se siguiese la doctrina judicial de respetar siempre la “independencia” de conciencia de cada juez, estas decisiones podrían ser tomadas nuevamente, sin reprimenda institucional alguna para los respectivos jueces. Pero eso no parece razonable para nuestra democracia, que ha de basarse en controles, como canon de actuación para todas las autoridades, incluidos los jueces. ¿No cabrá cambiar, a partir de ahora, algún procedimiento interno, evitando esas conductas?

Es que queda rondando la siguiente cuestión: los jueces pueden esgrimir todas las tesis que sean razonables en sus sentencias, aplicando las fuentes fidedignas del derecho democrático (esto es, las leyes y los principios); dentro de esas dos fuentes ellos tienen un margen discrecional de acción considerable, que ejercen cada día. Pero existen casos como estos que cruzan una delicada frontera; es una grave infidelidad con su compromiso de respetar la Constitución y cuidar tanto su autonomía como el principio de separación de poderes. ¿No existen cauces institucionales internos que anticipen o eviten estas conductas, o en caso de suceder impidan la propagación de sus efectos? Ello lamentablemente no sucedió en el primero de estos casos y está a punto de suceder en el segundo.

¿No será necesario, al interior del Poder Judicial, algún protocolo para impedir que los jueces excedan o abdiquen, de un modo así de ostensible, el campo legítimo de la función judicial? El ejercicio decidido de la superintendencia directiva, correccional y económica que le otorga la Constitución a la Corte Suprema sobre todos los tribunales  (art.82) no parece que debiese considerarse, en tal caso, atentatorio a la conciencia o independencia de juzgamiento de cada juez; los jueces deben tener amplia independencia para juzgar, y eso es defendible; pero hay un marco democrático que deben respetar y acaso la Corte Suprema pudiera ofrecer una directiva al respecto.

Alejandro Vergara Blanco
Profesor titular de Derecho Administrativo
Pontificia Universidad Católica de Chile

[Voces, La Tercera, jueves 7 de julio de 2016]