31 de mayo de 2014

Las Aguas son bienes comunes de los usuarios de cada río, de cada acuífero.


Cabe constatar lo desajustado con la realidad que resulta el permanente intento de nacionalización/estatización de las aguas.

La constatación fluye si se observa el modelo chileno de administración dual de las aguas (público/privada), y luego se revisa la efectiva mutación que este modelo y práctica producen en la naturaleza de las aguas: pues las aguas, una vez que son administradas (distribuidas) por los usuarios (mayoritariamente agricultores), en realidad devienen aguas comunes, de todos; las que se han de repartir según títulos, pero también con equidad.

Existen varias iniciativas parlamentarias en el sentido de nacionalización/estatización de las aguas y ninguna de ellas se ha aprobado.

El ejemplo más reciente es la moción de reforma constitucional (Boletín 8678-07) de diversos diputados, del 13 de noviembre de 2012, que propone que las aguas sean a la vez “bienes nacionales de uso público” y “del dominio absoluto, exclusivo, inalienable e imprescriptible del Estado”, como si ambas cosas fuesen lo mismo. Igualmente, el Programa de la candidatura de 2013 de la actual Presidenta de la República (que ha asumido el poder en marzo de 2014), retoma el tema, repitiendo casi exactamente un mensaje presidencial de 6 de enero de 2010, en que la actual presidenta, al final de su primer mandato, propone modificar la Constitución en el siguiente sentido:

i)          eliminar el inciso final del artículo 19, número 24 de la Constitución (que consagra la garantía de la propiedad para los derechos de los particulares sobre las aguas);

ii)         junto a otros aspectos (como el deseo de reinstaurar las «reservas de aguas» que existieron desde 1967 a 1979), propone agregar en el artículo 19, número 23 de la Constitución lo siguiente: “Las aguas son bienes nacionales de uso público”.

¿Es esta una reforma necesaria, atendidos los problemas y conflictos que actualmente se suscitan en las aguas? Al respecto, se puede observar lo siguiente:

         Esta reforma es incompleta, pues los problemas que hoy aquejan a las aguas son muchos más, y no fueron resueltos todos en la reforma introducida por la Ley 20.017, de 2005.

Sin perjuicio de lo que se aborda en este escrito, cabe señalar: subsisten conflictos y temas pendientes en materia de aguas subterráneas; debe reducirse la discrecionalidad excesiva y eliminarse los graves retrasos a raíz del accionar de la DGA; se hace necesario tecnificar este organismo y disminuir el marcado carácter político que actualmente detenta; debe otorgarse una mejor definición de los derechos de aprovechamiento no consuntivos; deben tratarse y regularse más profundamente las organizaciones de usuarios; y, debe incorporarse regulación sobre temas no tratados adecuadamente en la normativa, como ocurre con las nuevas fuentes de aguas (recarga artificial de acuíferos, desalinización, entre otros).

Si bien se acaba de dictar un reglamento de las aguas subterráneas (que en varios aspectos va más allá de lo que legítimamente puede hacer un reglamento, y adopta un rol de “legislador” sustituto), lo que debe hacerse, en verdad, es una Ley de aguas subterráneas.

         Siembra inquietud en una regulación esencial de la actividad económica: el agua es insumo de relevantes actividades económicas (minería, hidroelectricidad, servicios sanitarios, etc.). Una materia y una modificación tan relevante requieren de un mayor estudio previo, que en este caso notoriamente no se ha dado.

         Representa un retroceso en cuanto retoma las reservas de aguas; pues, considerando que los acuíferos y corrientes más relevantes ya están comprometidos, ¿cómo se reservará sin expropiar?

         Por último, se considera que es innecesaria, dado que intenta declarar a las aguas como “bienes nacionales de uso público”, pese a que el Código Civil y el Código de Aguas ya contienen esa declaración; y darle nivel constitucional no agrega nada.

Este proyecto de nacionalización escoge un mecanismo innecesario para la solución a los actuales problemas de las aguas; muestra, es evidente, la constante tendencia política de declarar las aguas como bienes nacionales, o del dominio del Estado. ¿Qué significa la nacionalización de las aguas? ¿Que sean comunes? ¿Que sean públicas? ¿Estatales? ¿De todos? Está claro que no se desea que sean privadas, de una persona natural o jurídica particular. Es la tensión Estado-particulares (individualmente considerados, como los reúne el mercado); tensión ésta que no mira a la sociedad.

Esta tendencia nacionalista o estatizante está mal focalizada, pues:

i)          una vaga declaración constitucional por sí sola no soluciona los problemas de la gestión del agua; y

ii)         la realidad muestra, que las aguas, más que nacionales o estatales, son bienes comunes (autogestionadas por quienes las usan); y el rol de la Nación no es disputar una especie de propiedad de las aguas, sino regularlas a través de decisiones legislativas adecuadas. Que la Nación haga propias las aguas no tiene significado alguno; es una mera consigna.

El caso es que las aguas son recursos o nacionales, o de todos, o comunes, si se quiere, pero no estatales. Las aguas están declaradas legalmente “bienes nacionales de uso público”; esto es, no son estatales. Pero, en verdad, el fenómeno de las aguas ha ido más allá de esa retrógrada visión estatal; se escapa de cualquier vínculo propietario con el Estado y se acerca al pueblo usuario de las aguas; de ahí que a este recurso esencial, hoy ya no sólo es nacional, sino que, además, cabe considerarlo un bien común, autogestionado por sus usuarios. No es real, no es un factum coherente, esa cáscara de la ley, que define a las aguas como “bienes nacionales de uso público”, como nacionales, como de dominio de toda la Nación, pues las aguas sólo las usan; sólo las pueden usar quienes tienen derecho a extraerlas; y tales aguas de cada cuenca, o de cada acuífero, están sujetas al reparto, autogestión colectiva, comunal o local de sus titulares de derechos. Y es que, al percibir la forma en que se lleva a cabo la administración y distribución del recurso hídrico, lo más coherente es considerarlas unos “bienes comunes” autogestionados por sus usuarios.

Así, aplicando esta evidencia a cada cuenca, a cada acuífero, se constata, en nuestra realidad, que en verdad hay dos calificativos para las aguas:

i) por una parte, la cáscara de las leyes califica a las aguas como bienes nacionales de uso público; de un supuesto dominio de la Nación. ¿Cuál es la consecuencia de esa calificación jurídica? Únicamente que la “Nación toda”, a través del Congreso Nacional, puede dictar leyes que regulan su gestión, y su preservación;

ii) por otra parte, de la realidad fluye la evidencia de las aguas como unos bienes comunes, de todos sus usuarios efectivos, dada la autogestión de las mismas por sus usuarios directos (de hoy y de mañana).

En suma, la realidad es más fuerte que algunas consignas incorporadas con fórceps a los textos normativos, intentando convertirlas en reglas: la realidad del derecho viviente torna inútil e irreal la estatización de las aguas.

Lo anterior, por cierto, desde el punto de vista jurídico.



[Publicado en: Revista Riego y Drenaje. Mayo, 2014]

28 de mayo de 2014

Espíritu del pueblo como fuente del Derecho y el intento de estatización de las aguas


“…la estatización de las aguas, ¿no irá contra el espíritu de ese pueblo que usa las aguas? El pueblo (el volksgeist savignyano) es origen y fundamento del Derecho, y una encuesta a los usuarios (agricultores, fruticultores, indígenas, industriales) permitiría descubrir lo ajustado o desajustado de entregar al Estado lo que el pueblo ya siente de modo consuetudinario como un bien común...”


¿Para qué «nacionalizar» las aguas? ¡Es que las aguas ya son bienes comunes de los usuarios de cada río, de cada acuífero! ¿Se ha consultado el espíritu de ese pueblo usuario de las aguas?

Nuevamente se está discutiendo sobre el tema de la nacionalización o estatización de las aguas, sobre lo cual me he referido con anterioridad, en estas mismas columnas:
i) en una de ellas resalto la calidad de bienes comunes de las aguas, como lo evidencia una vida entera de trabajo científico por la Premio Nobel Elinor Ostrom, dignísima representante del movimiento intelectual de la economía heterodoxa;
iii) en fin, respondiéndole a un amable crítico, recalco cómo la desestatización de los recursos naturales, en nuestro país, ha sido una consolidada tendencia legislativa.

Estas mismas apreciaciones las he señalado en otros sitios, y ahora, con un mayor desarrollo en un reciente libro sobre la que denomino Crisis institucional del agua (Santiago, Thomson Reuters, 2014), al cual me permito remitirme para desarrollos más amplios, señalando que las dominaciones del agua no le corresponde sólo al Estado o al mercado; también al pueblo, en este caso, sus usuarios.

Pues bien, los actuales intentos parecieran querer cambiar esa tendencia.

Cabe constatar lo desajustado con la realidad que resulta el permanente intento de nacionalización/estatización de las aguas.

La constatación fluye si se observa el modelo chileno de administración dual de las aguas (público/privada), y luego se revisa la efectiva mutación que este modelo y práctica producen en la naturaleza de las aguas: pues las aguas, una vez que son administradas (distribuidas) por los usuarios (mayoritariamente agricultores), en realidad devienen aguas comunes, de todos; las que se han de repartir según títulos, pero también con equidad.

Ya existían varias iniciativas parlamentarias en el sentido de nacionalización/estatización de las aguas.

El actual intento parece querer seguir la moción de reforma constitucional (Boletín 8678-07) de diversos diputados, del 13 de noviembre de 2012, que propone que las aguas sean a la vez “bienes nacionales de uso público” y “del dominio absoluto, exclusivo, inalienable e imprescriptible del Estado”, como si ambas cosas fuesen lo mismo. Igualmente, el Programa de la candidatura de 2013 de la actual Presidenta de la República (que ha asumido el poder en marzo de 2014), retomaba el tema, repitiendo casi exactamente un mensaje presidencial de 6 de enero de 2010, en que la actual presidenta, al final de su primer mandato.

Ese mensaje presidencial de 2010 propone modificar la Constitución en el siguiente sentido:
i)   eliminar el inciso final del artículo 19, número 24 de la Constitución (que consagra la garantía de la propiedad para los derechos de los particulares sobre las aguas);
ii)   junto a otros aspectos (como el deseo de reinstaurar las «reservas de aguas» que existieron desde 1967 a 1979), propone agregar en el artículo 19, número 23 de la Constitución lo siguiente: “Las aguas son bienes nacionales de uso público”.

¿Es esta una reforma necesaria, atendidos los problemas y conflictos que actualmente se suscitan en las aguas? Al respecto, se puede observar lo siguiente:

1º Esta reforma es incompleta, pues los problemas que hoy aquejan a las aguas son muchos más, y no fueron resueltos todos en la reforma introducida por la Ley 20.017, de 2005.

Sin perjuicio de lo que se aborda en este escrito, cabe señalar: subsisten conflictos y temas pendientes en materia de aguas subterráneas; debe reducirse la discrecionalidad excesiva y eliminarse los graves retrasos a raíz del accionar de la DGA; se hace necesario tecnificar este organismo y disminuir el marcado carácter político que actualmente detenta; debe otorgarse una mejor definición de los derechos de aprovechamiento no consuntivos; deben tratarse y regularse más profundamente las organizaciones de usuarios; y, debe incorporarse regulación sobre temas no tratados adecuadamente en la normativa, como ocurre con las nuevas fuentes de aguas (recarga artificial de acuíferos, desalinización, entre otros).

Si bien se acaba de dictar un reglamento de las aguas subterráneas (que en varios aspectos va más allá de lo que legítimamente puede hacer un reglamento, y adopta un rol de “legislador” sustituto), lo que debe hacerse, en verdad, es una Ley de aguas subterráneas.

2º Siembra inquietud en una regulación esencial de la actividad económica: el agua es insumo de relevantes actividades económicas (minería, hidroelectricidad, servicios sanitarios, etc.). Una materia y una modificación tan relevante requieren de un mayor estudio previo, que en este caso notoriamente no se ha dado.

3º Representa un retroceso en cuanto retoma las reservas de aguas; pues, considerando que los acuíferos y corrientes más relevantes ya están comprometidos, ¿cómo se reservará sin expropiar?

4º  Por último, se considera que es innecesaria, dado que intenta declarar a las aguas como “bienes nacionales de uso público”, pese a que el Código Civil y el Código de Aguas ya contienen esa declaración; y darle nivel constitucional no agrega nada.

Este proyecto de nacionalización escoge un mecanismo innecesario para la solución a los actuales problemas de las aguas; muestra, es evidente, la constante tendencia política de declarar las aguas como bienes nacionales, o del dominio del Estado. ¿Qué significa la nacionalización de las aguas? ¿Que sean comunes? ¿Que sean públicas? ¿Estatales? ¿De todos? Está claro que no se desea que sean privadas, de una persona natural o jurídica particular. Es la tensión Estado-particulares (individualmente considerados, como los reúne el mercado); tensión ésta que no mira a la sociedad.

Esta tendencia nacionalista o estatizante está mal focalizada, pues:
i)     una vaga declaración constitucional por sí sola no soluciona los problemas de la gestión del agua; y
ii)  la realidad muestra, que las aguas, más que nacionales o estatales, son bienes comunes (autogestionadas por quienes las usan); y el rol de la Nación no es disputar una especie de propiedad de las aguas, sino regularlas a través de decisiones legislativas adecuadas. Que la Nación haga propias las aguas no tiene significado alguno; es una mera consigna.

El caso es que las aguas son recursos o nacionales, o de todos, o comunes, si se quiere, pero no estatales. Las aguas están declaradas legalmente “bienes nacionales de uso público”; esto es, no son estatales. Pero, en verdad, el fenómeno de las aguas ha ido más allá de esa retrógrada visión estatal; se escapa de cualquier vínculo propietario con el Estado y se acerca al pueblo usuario de las aguas; de ahí que a este recurso esencial, hoy ya no sólo es nacional, sino que, además, cabe considerarlo un bien común, autogestionado por sus usuarios. No es real, no es un factum coherente, esa cáscara de la ley, que define a las aguas como “bienes nacionales de uso público”, como nacionales, como de dominio de toda la Nación, pues las aguas sólo las usan; sólo las pueden usar quienes tienen derecho a extraerlas; y tales aguas de cada cuenca, o de cada acuífero, están sujetas al reparto, autogestión colectiva, comunal o local de sus titulares de derechos. Y es que, al percibir la forma en que se lleva a cabo la administración y distribución del recurso hídrico, lo más coherente es considerarlas unos “bienes comunes” autogestionados por sus usuarios.

Así, aplicando esta evidencia a cada cuenca, a cada acuífero, se constata, en nuestra realidad, que en verdad hay dos calificativos para las aguas:
i) por una parte, la cáscara de las leyes califica a las aguas como bienes nacionales de uso público; de un supuesto dominio de la Nación. ¿Cuál es la consecuencia de esa calificación jurídica? Únicamente que la “Nación toda”, a través del Congreso Nacional, puede dictar leyes que regulan su gestión, y su preservación;
ii) por otra parte, de la realidad fluye la evidencia de las aguas como unos bienes comunes, de todos sus usuarios efectivos, dada la autogestión de las mismas por sus usuarios directos (de hoy y de mañana).

En suma, la realidad es más fuerte que algunas consignas incorporadas con fórceps a los textos normativos, intentando convertirlas en reglas: la realidad del derecho viviente torna inútil e irreal la estatización de las aguas.

Es una reforma ¿no irá contra el sentimiento del pueblo? Esto es, la conciencia general del pueblo usuario de las aguas: el volksgeist savignyano: el espíritu del pueblo, que es origen y fundamento del Derecho. ¿Cuál pueblo? El pueblo que usa las aguas; ese pueblo seguramente no comprende la necesidad de una estatización o nacionalización. Sería suficiente hacer una encuesta focalizada a los miles de usuarios de las aguas (agricultores, fruticultores, indígenas, industriales) para descubrir ese sentimiento y se apercibirá lo ajustado o desajustado de este proyecto de querer entregar al Estado lo que el pueblo, de modo consuetudinario, ya siente como un bien común.



[En: El Mercurio Legal, 28 de mayo, 2014]

¿Crisis institucional del agua?



No podemos seguir cerrando los ojos ante la evidencia: no sólo hay sequías del recurso hídrico; también pareciera que existen «sequías» institucionales.


Hoy nuestro país padece una crisis institucional del agua, de diversa índole: ¿ausencia de nuevas leyes y reglamentos? ¿Ausencia de buena administración burocrática? ¿Ausencia de apoyo a la autogestión de las aguas? ¿Falta de comprensión del mercado de las aguas? En fin, ¿ausencia de buena justicia?

Es una paradoja, pues desde hace poco más de treinta años (desde 1979-1981) rigen unas reglas jurídicas que dieron nacimiento y vigor a un neo moderno Derecho de Aguas, marcado por una serie de incentivos favorables para un mejor uso de las aguas.

De ahí que no es una crisis necesariamente legislativa (de necesidad imperiosa de nuevas reglas); pareciera que es una crisis esencialmente de actitudes y prácticas de los principales actores en rededor del agua: de los burócratas (que están a la cabeza de los órganos de la Administración), de los gestores (que dirigen las organizaciones de usuarios), de los abogados y jueces (actores relevantes de los conflictos de aguas). Quienes padecen esta crisis son los usuarios de aguas (titulares de derechos de aguas).

Cabe entonces analizar el escenario cuatriforme de la crisis en que percibo que se encuentra la institucionalidad del agua; una crisis silenciosa para algunos, pero acuciante para otros; la que se manifiesta en los cuatro escenarios que describo, derivándose en una crisis de conocimiento y comprensión de roles del Estado, de la sociedad, del mercado y de sus conflictos; por ello es una crisis a la vez administrativa, de comprensión del mercado; de gestión y de justicia.

Primero, el agua padece una crisis de anomia administrativa (del «Estado» como Administración). Como es perceptible (y lo compadecen cada día los usuarios del sistema), el órgano burocrático de la Administración Central del Estado, esto es, la Dirección General de Aguas, creado básicamente para cumplir relevantes fines, hoy se encuentra casi absolutamente impedido de realizar de manera eficiente, adecuada o mínimamente satisfactoria sus tareas; ya sea por deficiencias en la organización interna, ya sea por endémicas conductas burocráticas inadecuadas; ya sea por despreocupación político-administrativa; ya sea por desempeños erráticos de los burócratas de turno en los últimos años y quizás decenios. El hecho concreto es que muy raramente los actores del sector, y todos aquellos que deben sufrir el contacto con tal institución, ya sean particulares u órganos administrativos conexos con la Dirección General de Aguas, calificarían su gestión como de excelencia. Ello, sin perjuicio de los ingentes esfuerzos que cada día realizan sus funcionarios, de toda jerarquía y posición.

Segundo, el agua padece una crisis de reconocimiento de la autogestión. En efecto, los órganos intermedios de la sociedad creados para autogestionar el agua (esto es, las juntas de vigilancia, las comunidades de aguas y las asociaciones de canalistas) ven entrabada o dificultada su labor, tanto por vacíos regulatorios, ausencia de recursos económicos, como por intromisiones de la Administración burocrática en la esfera de sus legítimas atribuciones.

Tercero, el agua padece de una crisis de comprensión de la libre transferibilidad («mercado») de los derechos de aprovechamiento. Resulta curioso observar que todos los titulares de derechos de aguas (desde modestos usuarios agrícolas hasta poderosas empresas) valoran enormemente la protección que el sistema consagra a su posición jurídica, impidiendo caducidades y permitiendo libre transferibilidad; pero, al mismo tiempo, se escuchan voces y consignas a favor de una «nacionalización» de esas mismas aguas que ellos usan. Es una contradicción que sólo proviene de una falta de comprensión del sistema.

Cuarto, el agua padece una crisis de ausencia de justicia especializada. El origen y resolución de conflictos en materia de aguas tiene dos escenarios: uno, conflictos suscitados al interior del órgano burocrático, a raíz de sus decisiones relativas a solicitudes de derechos y de diversa índole, que son reclamadas por los particulares ante los tribunales ordinarios de justicia (usualmente ante las cortes de apelaciones); y dos, conflictos relativos a la distribución de aguas o ejercicio de cada derecho, que se suscitan al interior de las organizaciones de usuarios. Los primeros conflictos son numerosísimos y los segundos son muy escasos, y casi sólo se producen en los casos de ríos “seccionados”, en que no hay distribución unitaria, a río completo, entre usuarios de aguas arriba y usuarios de aguas abajo. Es perceptible que la justicia concreta en materia de aguas adolece de una ausencia crónica: de unos tribunales especializados que diriman con mayor experiencia y auctoritas estos temas.

Entonces, antes de embarcarse en consignas demasiado genéricas (como la nacionalización o estatización de las aguas), quizás cabe analizar los cuatro escenarios más elocuentes de esta crisis.



[En: El Mercurio, A2, 28 de mayo, 2014]