18 de septiembre de 2006

Juzgar cada caso en conciencia



Pedro Prado 
Un juez rural 

Extractos escogidos por Alejandro Vergara Blanco



[El arquitecto Esteban Solaguren es nombrado juez de subdelegación]

[El almácigo de cebollas]
– Es la señora de las cebollas –explicó el secretario-. Su demandado resulta ser don Beño. ¡Don Beño! ¿No lo conoce? Es un tonto muy ladino.
– Sírvase repetir su demanda –dijo Solaguren- ¿Es un asunto de unas cebollas?
– Sí, señor juez; almácigos que este ladrón me vendió sin ser el dueño.
[Después de interrogar a ambos:]
 – Escriba, secretario, la sentencia: “En el caso de don Beño, o del almácigo de cebollas, el juzgado desestima la demanda, porque no es verdad que existan en transacciones de negocios los llamados tontos pillos”.

[Los vagabundos]
La audiencia de los días martes era característica. Antes del desfile de los querellantes, el juez hacía presentarse a los presos por vagabundaje y ebriedad, recogidos en los clásicos días consagrados a Baco. (…) El secretario, cumplidos los engorrosos preliminares, señaló a los reos por delito de vagancia. (…) Como el juez permaneciera silencioso, el secretario se atrevió a insinuar:
– Según la ley, la vagancia está penada…
– Perdone usted, Galíndez. Desde hoy en adelante, mientras yo sea juez, los que no tengan domicilio fijo, los que no ejerzan oficio ni trabajos conocidos, y a quienes se encuentre caminando o en ociosidad constante por campos y poblados de mi jurisdicción, no serán detenidos por la policía. Sé que contravengo la ley; pero he sido nombrado para juzgar en conciencia…

[A los que desistieren]
Escuche, secretario: “Todos aquellos que, en vez de buscar amigablemente un arreglo a sus dificultades, se hayan presentado o en adelante se presenten a esta secretaría y eleven una demanda y luego de iniciada, desistan de proseguir en ella, y no concurran a la audiencia para la cual fueron citados, se estimará que se han servido de este juzgado como de un arma para infundir miedo, y como no es posible prestarse a manejos de esa especie, y como ocurre que por verse libres de molestias y trámites judiciales, muchos son capaces de soportar injusticias, a trueque de que se les deje en paz; y como también sucede que quien revela haber arreglado un asunto con el cuco del juez, bien pudo arreglarlo sin tan barato recurso, este juzgado, para no verse empleado en tan deprimentes manejos, manejos que sirven para ahuyentar soluciones de equidad, pena a cada uno de los querellantes desistentes a cinco pesos inconmutables, a beneficio íntegro del secretario del juzgado, que no está dispuesto a servir de metemiedo”.

[El caballo perdido]
– Entre –dijo el guardián–. Este señor viene a reclamar un caballo suyo que la policía encontró vagando por las calles. El caballo está en los corrales del cuartel.
– El señor que llamaba –explicó [el secretario] al oído de Solaguren- es dueño de un caballo que está en los corrales de la policía.
– ¿Cómo? ¡La persona aquí presente dice lo mismo!
Solaguren, inquieto, constataba que los datos sobre el caballo que dieran ambos presuntos dueños, coincidían. Quedó perplejo. Pensó en viejas historias, en sabios jueces árabes. ¿Qué hacer? Varios días después se presentó el verdadero dueño.
– Palabras, palabras –anotó en su mente Solaguren-, infiel traducción de las cosas, ¿cómo voy a creeros en adelante?

[Renuncia]

“Señor Intendente: (…) Yo, (…). Juez de la subdelegación 13 y 14 rural del departamento de Santiago, presento la renuncia de mi puesto (…), porque me encuentro confundido ante la evidencia que ahora, para mí, existe de no poder hacer justicia entre los hombres. (…) He procedido a juzgar cada caso en conciencia. A menudo mis fallos han contravenido vigentes disposiciones legales; (…) poco a poco fui aproximándome a juzgar el principio mismo que me movía: a juzgar la justicia. (…) ¿Sobre qué base fundar la verdadera justicia? Estoy demasiado confundido; no veo cosa alguna con claridad. Me ha traído este cargo una inquietud mayor ante la vida; por su causa, ahora la comprendo menos. Sírvase US…”



[Publicado en La Semana Jurídica, Nº 306, 18 de Septiembre de 2006]

4 de septiembre de 2006

¿Todo juez termina un día siendo penitente?



Albert Camus
La caída (La chute)

Textos escogidos por Alejandro Vergara Blanco



[Un abogado evoca su propia caída desde la vanidad del éxito mundano]

¿Señor, puedo ofrecerle mis servicios, sin correr el riesgo de parecerle importuno?

Si quiere saberlo, era abogado antes de venir aquí. Ahora soy juez penitente.

Pero permítame que me presente: Jean-Baptiste Clamence, para servir a usted.

¿Qué es un juez penitente? ¡Ah, lo intrigué con el asunto!, ¿no?

Hace algunos años era yo abogado en París, y por cierto que un abogado bastante conocido. Tenía yo una especialidad: las causas nobles. Las viudas y los huérfanos, como suele decirse. Me bastaba husmear en un acusado el más ligero olor de víctima para que entrara en acción. ¡Y qué acción! ¡Una tormenta! Verdaderamente era como para pensar que la justicia se acostaba conmigo todas las noches. Estoy seguro de que usted habría admirado la exactitud de mi tono, el equilibrio de mi emoción, la persuasión y el calor, la indignación de mis defensas. Además, me sostenían dos sentimientos sinceros: la satisfacción de estar del lado bueno de la barra y un desprecio instintivo por los jueces en general.

No podemos negar que, por el momento, los jueces son necesarios, ¿no es así?

Yo estaba en el lado bueno: el sentimiento del Derecho es un poderoso resorte para mantenernos en pie o para hacernos avanzar.

La manera de ejercer mi profesión me colocaba por encima del juez, al que, a mi vez, yo juzgaba, y por encima del acusado, a quien yo obligaba a que me estuviera agradecido. Pese usted bien estas cosas, querido señor: yo vivía impunemente. Ningún juicio me alcanzaba; yo no estaba en la escena misma del tribunal, sino en otra parte, en los palcos altos, como esos dioses a los que de vez en cuando se hace descender por medio de un mecanismo, para transfigurar la acción y darle su sentido. Después de todo, vivir por encima de los otros sigue siendo la única manera de que los más lo vean y lo saluden a uno.

Los jueces castigaban, los acusados expiaban su falta, y yo, libre de todo deber, sustraído al juicio y a la sanción, reinaba libremente en una luz edénica.

Por lo menos sabía que no estaba del lado de los culpables, de los acusados, sino en la medida exacta en que su culpa no me causaba ningún daño. Su culpabilidad me hacía elocuente, porque yo no era la víctima. Cuando me veía amenazado, no sólo me convertía en un juez, sino en un amo irascible que, fuera de toda ley, quería aplastar al delincuente y hacer que cayera de rodillas.

Lo cierto es que la palabra misma “justicia” me provocaba extraños furores. Por fuerza debía continuar utilizándola en mis defensas.

La referencia, puramente verbal, que a veces hacía a Dios en mis discursos de defensa, provocaba la desconfianza de mis clientes. Sin duda temían que el cielo no pudiera hacerse cargo de sus intereses tan bien como un abogado imbatible en lo tocante al código.

El que se adhiere a una ley no teme el juicio, que vuelve a colocarlo en un orden en el que él cree. Pero el mayor de los tormentos humanos consiste en que los juzguen a uno sin ley. Sin embargo, padecemos precisamente de ese tormento. Privados de su freno natural, los jueces, desencadenados al azar, lo despachan a uno en un santiamén. Entonces, ¿no le parece?, hay que procurar actuar más rápido que ellos.

¡Felizmente yo llegué! Yo soy el principio y el comienzo, yo anuncio la ley. En suma, que soy juez penitente. Sí, si, mañana le diré en qué consiste este magnífico oficio.

Puedo ejercer, sin remordimiento alguno de conciencia, la difícil profesión de juez penitente que adopté después de tantos sinsabores y contradicciones; y ya es hora, puesto que usted se marcha, que le diga por fin en qué consiste esta profesión.

Mi punto de partida, mi principio, consiste en no admitir nunca excusas para nadie. Niego la buena intención, el error estimable, el paso equivocado, la circunstancia atenuante. Yo no bendigo, no distribuyo absoluciones.

Puesto que todo juez termina un día siendo penitente, había que hacer el camino en sentido inverso y ejercer la actividad de penitente para poder terminar siendo juez…



[Publicado en La Semana Jurídica, Nº 304, 4 de Septiembre de 2006]