El
descubrimiento de los minerales y el desarrollo de las técnicas para su aprovechamiento
ha constituido pieza fundamental en la historia de las civilizaciones
.Singularizó a la península ibérica en la antigüedad su riqueza mineral,
transformándose ésta en la causa de continuas arribadas de extranjeros,
atrayendo a fenicios, griegos y bárquidas, y el descubrimiento de su riqueza
dio lugar a formar de ella un estado general de opinión semejante al que se
formó de América, sobre el mismo motivo, en tiempos posteriores. Junto con la
conquista romana, la Península pasó a constituir una verdadera colonia de
intensa explotación, como antes lo fue de los púnicos; no obstante, en el siglo
IV d.c. se produjo el más completo abandono de las minas.
Con
el advenimiento de la etapa medieval, debió volver a explotarse la riqueza mineral,
lo que fue interesando cada vez más a los monarcas. No obstante, con el descubrimiento
de América el interés se trasladó hacia el Nuevo Mundo, donde los españoles realizaron
una explotación minera tan intensa como la que durante seis siglos en la
antigüedad llevaron a cabo los romanos en
Hispania.
En
cuanto al Reino de Chile, ello fue motivado, además por las leyendas que se
tejieron a su rededor.
Según
Rosales “una de las provincias más opulenta de oro, que se han descubierto en
la América, es el Reyno de Chile, y en tiempos pasados fueron muchísimos los minerales, que se labraron;
porque todos los pueblos y lugares tenían minas, riquísimas en sus distritos,
unas hallada por arte, y otras por fortuna”, agregando que “no ay parte en todo
Chile, donde no ala mucho oro”.
El
Padre Alonso de Ovalle anota, de manera por lo demás bella: “compónese la
riqueza de esta tierra, lo primero, de lo que la naturaleza le dio
graciosamente, independientemente de la industria humana, y lo segundo, de lo
que ésta ha inventado para lograr su gran fertilidad y generosa virtud. A la
primera parte pertenecen los minerales de oro, plata, cobre, estaño, azogue y
plomo, de que Nuestro Señor la enriqueció”.
Que
se exageró algo en estas leyendas, es obvio, pues no es verosímil que en tal
época “en los banquetes y bodas ponían en los saleros, en lugar de sal, oro en
polvo, y que cuando barrían las casas, hallaban los muchachos pepitas de oro en
la basura”, (Ovalle) o que “en las ciudades que destruyeron los indios, cuando
llovía, manifestaba en la tierra granos de oro en el agua que caía de los canales”
(González de Nájera).
La
explotación del oro, en lo que no es leyenda y en lo que fue realidad,
constituyo fuente de riquezas. La corona la obtuvo de diversos modos: a través
de los “quintos reales” (20% de la producción), y de algunos despojos de remesas
de oro a su llegada en Sevilla, expediente utilizado por Carlos V y Felipe II.
Toda esta riqueza ayudó a paliar la desastrosa situación hacendística española
del siglo XVI, y las aventuras guerreras de tales reyes, pero si hemos de creer
a Barros Arana produjo un bien para nuestro Nuevo Mundo: “desde que los reyes
comenzaron a apoderarse arbitrariamente de los capitales que los conquistadores
llevaron a la Metrópoli, nació, naturalmente, la idea de establecerse para
siempre en estos países y de fundar en ellos casas y familias que pasaron a ser
el fundamento y la fuerza de las nuevas colonias”.
En
definitiva, los españoles vinieron a este reino de Chile a buscar mucho oro y
plata. Encontraron una cantidad inferior a la esperada por el ambiente de leyenda
que se había forjado, pero dejaron un venero: unos ordenamientos jurídicos de
gran riqueza técnica. Se llevaron “alta ley” metálica, y dejaron “leyes
metálicas”.
En efecto, el mismo
Pedro de Valdivia, al llegar a Chile, traía unas “ordenanzas de minas”, las que
perecieron consumidas por las llamas del incendio de Santiago del Nuevo
Extremo, provocado por el ataque de las huestes del cacique Michimalongo, el
primer célebre 11 de septiembre, en 1541. Estas fueron reemplazadas por otras
en 1546, en 1550, en 1564, y por las Ordenanzas de Toledo, en 1574. Intertanto,
Felipe II impulsa, luego de dos intensos en 1559 y 1563, las famosas
“Ordenanzas del Nuevo Cuaderno, de 1584”, que también rigieron en forma
supletoria en América, y comentadas por el mexicano Francisco Xavier de Gamboa,
que acrecienta su prestigio. Todo ello hasta las “Ordenanzas de Minas de Nueva
España”, que rigieron en Chile desde 1787 hasta 1874, esto es, casi un siglo y
bien entrada la época republicana. Este precioso códice, que puede ser calificado
como el cuerpo de doctrina jurídica y técnica más acertado de todo el período
colonial, se encuentra en el corazón de nuestro actual ordenamiento
jurídico-minero, pues el primer Código de Minería de 1874 le siguió muy de
cerca, y los posteriores códigos de 1888, 1930, 1932 y el aún vigente de 1983
no han podido abandonar su influencia. Incluso, cuando han olvidado sus sabios
principios, han devenido defectuosos.
[Publicado en Temas de Derecho, Vol VII, 1992.
Publicado previamente en Revista Quinto Centenario
del Descubrimiento de América, El Mercurio, Septiembre de 1992]