20 de julio de 2015

Dos son las fuentes democráticas del Derecho: leyes y principios


         “... En los casos difíciles, no sólo los jueces, todos recurrimos a los principios, pues pareciera que el Derecho (y la vida en sociedad) sólo se ve bien a través de los principios; lo esencial es invisible para las solas leyes...”
Es curioso y sintomático observar la ambigüedad y contradicción en que habitualmente incurren muchos textos doctrinales de diversos autores en diversas disciplinas del Derecho (lo que es aún más notorio en la prensa y en el habla habitual) respecto de lo que sean los principios. Si bien es esta una misteriosa y polisémica expresión.
Cabe mostrar la relevancia que ostentan los principios en nuestra conciencia jurídica, paralela y no excluyente respecto de las leyes: ambos conviven como fuentes del Derecho; cabe observar la fuerza paralela que cada uno de estos dos fenómenos (leyes y principios) tienen en nuestro sistema jurídico.

            El caso de las leyes nadie lo discute, pues por sí mismas tienen coacción, como fuente democrática del Derecho; pero el caso de los principios casi nadie lo reconoce. Debemos abrir los ojos y ver que los principios tienen una fuerza parecida a las leyes, la que proviene de una democracia subterránea: del espíritu del pueblo, del sentimiento jurídico popular. Los principios, jurídicamente, se incrustan en la doctrina de los autores y en la jurisprudencia de los tribunales; de ahí que se suele decir que por sí mismos son una verdadera fuente del Derecho; pero más bien son una fuente indirecta, dado que necesitan del barómetro de jueces y juristas para aflorar a la escena del Derecho.

         En la práctica judicial, en el lenguaje de los abogados, en el habla común, en la prensa, en fin, en la enseñanza jurídica, se suele apoyar con mucho énfasis el estricto apego al texto de las leyes. Se suele señalar que los jueces, frente a la ley, quedan atados a su texto. Es el caso de un juez de la Corte Suprema de USA, Antonin Scalia, que visitó nuestro país a principios de año; quien defendió el estricto y único apego al texto de las leyes, esgrimiendo el “originalismo” como esquema de interpretación de las normas; curioso método éste, al postular que un enunciado formal deja estático el fenómeno de las fuentes del Derecho. De ahí que quienes sustentan que es esencial la lealtad que el juez debe únicamente a la ley, en especial a su texto, se manifestaron muy conformes con ese rígido método interpretativo del Derecho.

          El pensamiento del juez Scalia (que, por lo demás es polémico, y no tiene el consenso ni de los jueces en USA ni de los autores de teoría legal, y entre cuyos detractores más destacados estuvo Ronald Dworkin) le da relevancia casi exclusivamente a la ley, a su literalidad, a su interpretación razonable como se dice, pero ambos, juez Scalia y quienes así lo sustentan, concentran su atención en la pura ley y en su origen, olvidando, entonces, los principios. Esa base de pensamiento se ha usado como plataforma para criticar a los jueces chilenos, en especial a algunos ministros de la Corte Suprema, dada su tendencia a emitir fallos yendo “más allá de la ley”.

         Pero, existe una contradicción en nuestro lenguaje habitual, pues los principios siempre andan rondando en nuestras ideas; eso es notorio, y se suele criticar no sólo la falta de apego a las leyes sino también el olvido de los principios. Pues, se suele observar críticamente, por ejemplo, que una acción, proyecto de Ley o sentencia determinadas quebrantan ya no solo una ley anterior o la Constitución, sino también un “principio”, al que se lo verbaliza o escribe también como “valor”.

      Por ejemplo, se suelen mencionar diversos valores cuyo respeto cabe exigir a ciudadanos, políticos, legisladores y jueces; muchos de ellos no contenidos en ley alguna; como el dicho según el cual “a igual razón, igual disposición”, que corresponde a un rancio brocardo o adagio jurídico, no escrito, no incorporado textualmente en ninguna ley, pero indicativo de la garantía constitucional de la igualdad. Quizás no nos damos cuenta que lo que describimos como “valores” no son sino los principios jurídicos; esto es, criterios de justicia material o valores que “flotan” en el imaginario jurídico de la sociedad. Y ellos, en verdad (y es lo que marca su inmenso aprecio y densidad), pareciera que tienen la misma fuerza que una ley escrita.

       ¿A qué “principios” se refieren usualmente los analistas de las sentencias y de las leyes? Han tenido que pasar siglos de historia jurídica para que vengamos a descubrir, desde el punto de vista de la técnica jurídica (del método jurídico), que hay valores compartidos en medio del pueblo que no necesitan ser aprobados en una Ley, esto es, en el Parlamento, para tener validez y fuerza jurídica en nuestra sociedad.

      Hay valores y conductas, que aprendemos de nuestros padres o que observamos con admiración en algunos de nuestros mejores conciudadanos, que tienen igual o mayor fuerza que aquellos que están en las normas; hay valores respecto de los cuales no se necesitan leyes para saber que están revestidos de la fuerza necesaria para obedecerlos. Esos son los valores que impregnan los principios jurídicos. En los casos difíciles, no sólo los jueces, sino todos recurrimos a los principios, pues, parafraseando una hermosa sentencia de Saint-Exupéry, puesta en boca del Principito, pareciera que el Derecho (y la vida social) sólo se ve bien a través de los principios; lo esencial es invisible para las solas leyes.

     Detrás de esos principios jurídicos están, entonces, los valores de las sociedades contemporáneas, en los cuales los jueces sustentan sus sentencias (y en torno a los cuales los autores desarrollan sus obras de doctrina de las distintas disciplinas del Derecho). Tales principios, en cada sentencia u obra de doctrina, adquieren una identidad o fisonomía propia, pues tienen que ver con la singularidad de cada caso o con una tecnicidad particular de las instituciones de cada especialidad del Derecho.

     Es un gran desafío técnico y de razonabilidad “encontrar” los verdaderos principios jurídicos, pues existen riesgos de razonabilidad, dado que en esa búsqueda el juez puede enfrentarse con tres categorías de principios: en primer lugar, con los principios filosóficos, que son el resultado de sus propias convicciones; segundo, con los principios que fluyen de la letra de las leyes, esto es, valores consagrados en la letra de las normas; y, tercero, con los principios-valores que el juez debe buscar más allá de sus convicciones y de la ley; estos últimos, son distintos a los dos anteriores, y cuando son legítima y válidamente obtenidos, constituyen un delicado producto que los jueces ofrecen a la sociedad.

      Son aquellos que (de un modo ambiguo) se han venido denominado técnicamente principios “generales” del Derecho, pero en verdad no son nada generales y sí muy específicos y singulares; estos principios son “descubiertos” por el juez y por la doctrina desde el espíritu del pueblo, en un ejercicio de tolerancia y pluralismo, indagando la conciencia jurídica en medio de la vida social (no son inventados ni meramente transcritos del texto de la ley). Es el mayor desafío y demostración del ejercicio y respeto que a la democracia pueden ofrecer ambos actores sociales; pues de este modo, en sus decisiones u opiniones, jueces y juristas evitan apelar, de modo pedante y sectarista, sólo a sus propias ideas filosóficas, ni siguen de un modo mecánico y muchas veces irreal o extemporáneo al mero texto originalista de la Ley escrita, sino que realizan algo más generoso, tolerante y democrático: intentan elevar su mirada al sentir del espíritu del pueblo, a través de un elemento técnico que les ha confiado la sociedad: ese concentrado de valores que llamamos principios jurídicos, y que ellos pueden ofrecer con dignidad y prestancia, afinando bien su instrumental, en sentencias y libros de Doctrina.

       Hemos olvidado durante mucho tiempo que, en Alemania, en los años 1814 y 1815, en unos manifiestos breves pero preciosos, el que a la postre sería considerado el más grande jurista de la contemporaneidad, Friedrich Karl Von Savigny, comienza su propuesta programática de un nuevo método para la comprensión de la empiría jurídica, esto es, para comprender las fuentes de ese fenómeno que conocemos como Derecho vigente. Su propuesta relega a la ley a un segundo lugar, y eleva a un primer lugar a los usos y costumbres del pueblo, en donde se encontraría el origen del derecho legal, lo que llamó así, “espíritu del pueblo”. Hoy podríamos decir, entonces, que es en ese espíritu del pueblo donde los jueces suelen buscar esas células tan misteriosas del Derecho que llamamos principios.

       En tal contexto, pareciera que muchos autores de Doctrina jurídica, en especial aquellos que sostienen con t tanto énfasis el apego a la literalidad de la ley, no se habían dado cuenta hasta ahora que, en las múltiples ocasiones que se han referido al tema, o en las múltiples sentencias que han comentado favorablemente, o en escritos en que ellos mismos han ido más allá de la ley, estaban situados en medio del terreno de los principios jurídicos.

     Quizás nos está pasando lo que le ocurrió al Señor Jourdain, el burgués gentilhombre de la conocida obra de Molière, quien sólo se dio cuenta que toda la vida había hablado en prosa cuando alguien se lo dijo.

                                                                        
[El Mercurio Legal, 20 de julio de 2015]